CAPÍTULO 31

Jonas aguardó a pie firme la orden de ataque, rodeado por los hombres —tanto limerianos como paelsianos— que estaban a punto de convertirse en sus compañeros de batalla. El sol caía a plomo sobre la tropa bañada en sudor.

Todos habían confiado en que el rey de Auranos se rindiera sin presentar batalla. Durante los tres largos días que mediaban entre aquel momento y su llegada a Auranos —mientras las raciones de comida escaseaban hasta el punto de obligar a los paelsianos a saquear los bosques, mientras soportaban aquel sol ardiente sin más cobijo que un bosque demasiado lejano—, Jonas había creído que todo terminaría sin derramamiento de sangre, que el rey Corvin se asustaría ante aquella tropa ingente y dispuesta para la batalla.

Pero no había sido así. Era inevitable que corriera la sangre.

Las tropas formaron bajo el mando del rey Gaius y se encaminaron hacia la ciudadela, acercándose al río que dividía los verdes pastos y las colinas. A lo lejos se veían las murallas doradas, un espectáculo impresionante que dejó a Jonas sin aliento.

Pero aún más le sobrecogió el ejército del rey Corvin, otra muralla pertrechada con armaduras bruñidas y cascos relucientes. El blasón de Auranos destacaba en sus escudos.

Los dos ejércitos aguardaron inmóviles durante más de una hora, enfrentados, observándose. El corazón de Jonas latía desbocado; sus manos aferraban la espada con tanta fuerza que empezaron a formarse ampollas en sus palmas curtidas de campesino.

—Los odio. Los mataría a todos con tal de poder vivir como ellos —le susurró a Brion, incapaz de apartar la vista del descomunal palacio dorado, tan distinto de las chozas de los paelsianos. Aquellas tierras eran verdes y fértiles, mientras que las suyas se secaban y se volvían yermas a ojos vistas—. Derrochan sus riquezas mientras permiten que nosotros suframos y muramos de hambre.

Brion apretó la mandíbula.

—Merecen sufrir y morir como hacen los nuestros. ¡Que prueben a alimentarse de uvas!

Jonas estaba dispuesto a todo con tal de mejorar las condiciones de vida de su pueblo. No le importaba perder la vida en el empeño; sabía que todos los seres vivos acababan por morir. Si ese era su día, que así fuera.

El rey Gaius recorría la primera línea de tropas montado en su corcel negro, muy derecho y altivo, con una determinación pétrea en la mirada. El príncipe Magnus cabalgaba a su lado, revisando las tropas con actitud gélida.

Jonas miró de reojo a la caballería, que encabezaría el ataque. Sus estandartes mostraban los colores de Limeros y su lema: «Fuerza, fe, sabiduría». Aquello sonaba muy formal y estudioso; lo único que daba pistas sobre la reputación del Rey Sangriento era el color rojo de las enseñas.

Basilius y su guardia personal no estaban a la vista. Aquella mañana, Jonas había recorrido el campamento instalado al otro lado de la colina y había descubierto que el caudillo tenía reservadas cuatro tiendas para él y su séquito. Allí debía de encontrarse ahora, meditando y descansando para convocar su magia.

—Basilius el hechicero desatará su poder —murmuraban los soldados paelsianos—. Su magia convertirá en polvo a nuestros enemigos.

Casi todos pensaban que el caudillo sería la clave de la victoria, y Jonas procuraba creerlo a pesar de todas sus dudas.

Un sonido áspero le hizo levantar la mirada: el rey Gaius había comenzado a arengar a las tropas.

—¡Llevamos mil años esperando este día! Hoy nos apoderaremos de lo que siempre ha estado fuera de nuestro alcance. Todo lo que veis en este reino será vuestro, de cada uno de vosotros. Nadie podrá venceros a menos que os rindáis. Emplead toda vuestra fuerza, pues sé que la tenéis, y ayudadme a destruir a los que se nos oponen.

—¡Rey Sangriento! —comenzaron a corear los soldados, al principio en voz baja y con más energía a cada repetición—. ¡Rey Sangriento! ¡REY SANGRIENTO!

De pronto, Jonas se dio cuenta de que él también gritaba; se había unido a la multitud, contagiado por su energía y su sed de sangre. Y sin embargo, sabía que Gaius no era su rey.

Él no tenía rey.

Aun así, iba a seguir al Rey Sangriento en la batalla incluso a costa de su vida.

—Hace tres meses, un inocente muchacho paelsiano murió a manos de un noble auranio —gritó el rey—. ¡Hoy nos cobraremos la venganza! Conquistaremos Auranos y le arrebataremos el poder a su monarca para siempre. ¡Auranos es nuestro!

La multitud soltó una ovación bronca.

—¡Traedme la cabeza del rey Corvin y os entregaré el mayor tesoro que podáis imaginar! —prometió Gaius—. ¡No toméis prisioneros! ¡Quiero ver un río de sangre! ¡Saquead, matad! —enarboló la espada—. ¡Al ataque!

Las tropas echaron a correr como un solo hombre, haciendo retumbar la tierra bajo sus pies. Junto al río, a menos de mil pasos de la ciudadela, el ejército de Auranos salió a su encuentro y los dos ejércitos chocaron con un estruendo metálico.

Alrededor de Jonas cayeron hombres de los dos bandos, fulminados por lanzas, hachas y espadas. Apenas había comenzado la batalla y el olor espeso de la sangre ya saturaba el ambiente. Jonas se abrió paso a mandobles entre la marea de cuerpos, procurando no perder de vista a Brion: los dos amigos se habían jurado guardarse las espaldas.

Allá donde mirara, Jonas veía caballos heridos de muerte y jinetes que se arrastraban antes de ser atravesados por las espadas de sus enemigos. Los aullidos de dolor colmaban el aire mientras la carne se encontraba con el acero y las extremidades cercenadas volaban por el campo de batalla.

Tenían que acercarse a las murallas para asaltar el palacio. Estaban ya muy cerca, pero los soldados auranios luchaban con tanta brutalidad como ellos.

Un escudo se estampó contra la cabeza de Jonas y lo hizo caer de espaldas. Se quedó aturdido en el suelo, saboreando el regusto metálico de la sangre. Un halcón sobrevolaba en círculos la batalla; parecía observarlos sin demasiado interés.

Frente a Jonas, un caballero auranio alzó la espada para atravesarle el corazón.

Pero antes de que lo hiciera, la hoja de otra espada se clavó en su hombro y lo derribó. El nuevo atacante bajó de su montura, remató al caído de una puñalada en la garganta y se apartó para evitar el chorro de sangre.

—¿Te vas a quedar ahí pasmado, paelsiano? —dijo—. Levántate: te estás perdiendo la diversión.

Una mano enguantada apareció ante su rostro, y Jonas sacudió la cabeza y logró sentarse antes de que el príncipe Magnus lo levantara de un tirón.

—Asegúrate de dejar algo para mí —añadió el príncipe con una sonrisa juguetona, antes de subirse al caballo y volver a la batalla enarbolando su espada.

Estaban ya muy próximos a la ciudadela, pero aún no tanto como para tomarla al asalto.

Casi había oscurecido; en el campo de batalla brillaban llamas aisladas, y un hedor a muerte envenenaba el aire.

Jonas hizo un esfuerzo por situarse y se dio cuenta de que había perdido la espada.

Había estado fuera de combate y ni siquiera se había dado cuenta. ¿Cuánto tiempo habría pasado tirado en la hierba pisoteada, rodeado de cadáveres? Soltó una maldición y examinó a los caídos en busca de otra arma. Alguien debía de haberlos saqueado, porque tardó en encontrarla. Un hacha. Le serviría.

Un auranio arremetió contra él; uno de sus brazos colgaba casi cercenado por un tajo brutal, pero en sus ojos había más furia que dolor.

—¡Escoria de Paelsia! —rugió mientras alzaba la espada—. ¡Muere, gusano!

Los músculos de Jonas chillaron de dolor cuando blandió el hacha con todas sus fuerzas para atravesar la carne y el hueso. Un chorro de sangre le salpicó la cara; su oponente estaba muerto.

A la escasa luz de las antorchas que había clavadas en el suelo y de la luna que brillaba en el cielo ya negro, Jonas continuó avanzando. Desechó el hacha de guerra en favor de un par de cimitarras que parecían haber pertenecido a uno de los guardias personales del caudillo. Su tacto era reconfortante, y estaban tan afiladas como para atravesar cualquier cosa que se cruzara en su camino.

Ya habían caído muchos bajo su filo: Jonas había perdido la cuenta de sus víctimas.

También él había recibido heridas en aquellas doce horas de batalla. Un corte sangraba en su hombro, y bajo las costillas tenía un tajo profundo. Aquello no lo mataría, pero estaba minando sus fuerzas.

—Jonas… —le llamó alguien desde la maraña de cuerpos.

De pronto, un auranio se abalanzó sobre él; Jonas le clavó una cimitarra en el vientre y observó cómo caía y cómo se apagaba la luz de sus ojos. Solo entonces se volvió hacia la voz.

En el suelo yacía un muchacho medio aplastado por un caballo muerto, y Jonas se esforzó por llegar a su lado.

—¿Te conozco? —preguntó mientras evaluaba sus heridas de un vistazo.

El caballo le había roto las piernas, pero ese no era su mayor problema: lo peor era el corte que abría su vientre. Por la herida manaba una sangre espesa y se entreveían los intestinos húmedos y brillantes. Aquello no era cosa del caballo, sino de una hoja afilada.

—Eres de mi pueblo. Jonas… Jonas Agallon. El hermano pequeño de Tomas.

Aunque reconoció el pálido rostro del muchacho, tardó en acordarse de su nombre.

—Sí. Te llamabas… Leo, ¿no?

Dos soldados se enfrentaban cerca de ellos. Uno tropezó con un cuerpo y el otro, del mismo bando que Jonas, lo remató. A su derecha cayó una ráfaga de flechas encendidas: los arqueros de la ciudadela no habían parado de disparar desde el inicio de la refriega.

—Jonas… —murmuró Leo, tan bajo que apenas se le entendía—. Tengo miedo.

—No lo tengas —repuso Jonas obligándose a prestarle atención—. Solo es una herida superficial. Te pondrás bien.

Era mentira: no llegaría al amanecer.

—Bien… —el muchacho esbozó una sonrisa dolorida, aunque sus ojos estaban arrasados en lágrimas—. Dame un minuto para descansar y volveré contigo a la batalla.

—Descansa todo lo que quieras —dijo Jonas; sabía que debía ponerse en marcha, pero no era capaz de dejar solo al chico. Se agachó junto a él y le agarró la mano—. ¿Qué edad tienes?

—Once. Recién cumplidos.

Once años… Jonas notó que el conejo medio crudo que había comido aquella mañana se le retorcía en el estómago. Una flecha pasó silbando y se le clavó en el pecho a un combatiente.

No era una herida mortal; solo consiguió que el soldado —limeriano, a juzgar por el emblema que lucía en la manga— soltara un grito ronco de dolor y rabia antes de arrancársela.

Volvió a mirar al niño moribundo.

—Fuiste muy valiente al alistarte.

—La verdad es que yo hubiera preferido quedarme, pero mi hermano mayor y yo no pudimos elegir. Todo el que pudiera sostener una espada debía ponerse a las órdenes del rey Gaius.

A las órdenes del rey Gaius…

A Jonas le invadió una ira tan ardiente que apenas le dejaba respirar.

—Tu familia estará muy orgullosa de ti.

—Auranos es precioso. Verde y cálido y… Nunca había visto un lugar así. Si mi madre llega a verlo, si tiene la oportunidad de vivir aquí, habrá merecido la pena.

El niño tosió una bocanada de sangre y Jonas trató de restañarla con la manga, a pesar de que estaba empapada. Echó una mirada a su alrededor: la batalla continuaba cerca, demasiado cerca. Quería quedarse con el chico, pero no podía permitirse ese lujo. Si pudiera llevarlo de vuelta al campamento y dejarlo en manos de un curandero…

El niño le apretó la mano.

—¿Me puedes hacer un favor, Jonas?

—Lo que quieras.

—Dile a mi madre que la quiero y que hice todo esto por ella.

Jonas cerró los ojos un segundo.

—Te lo prometo.

El niño sonrió, pero la sonrisa se fue desvaneciendo mientras sus ojos se volvían vidriosos.

Jonas lo observó y luego se puso en pie con un bramido de rabia. ¿Cómo podía ocurrir aquello? ¿Cómo podía permitirse que muriera un niño para ayudar al Rey Sangriento en sus pretensiones de conquistar Auranos?

Y todos los paelsianos —¡él incluido!— colaboraban ciegamente, ofreciendo la garganta para que los auranios se la cortaran.

La muerte de aquel chico había acabado de abrirle los ojos: los paelsianos no tenían ninguna garantía de que el rey Gaius fuera a mantener sus promesas. Los limerianos eran superiores en número; su ejército era gigantesco y estaba bien entrenado. Para ellos, los palesianos eran simple carne de cañón.

Tenía que volver atrás y hablar con el caudillo. Aferrando la empuñadura de sus cimitarras, Jonas se apartó del niño y se dio de bruces con un soldado que se disponía a golpearle con un guantelete erizado de pinchos. Su puño le rozó la sien, y Jonas retrocedió de un salto para examinar a su atacante. El auranio había perdido la mayor parte de la armadura; ya solo le quedaba el peto. Su cara estaba machacada y tenía el pelo salpicado de grumos de sangre. Alguien había intentado rebanarle la garganta, pero solo había logrado hacerle un feo corte.

—Qué, ¿despidiéndote de tu hermanito? —el caballero sonrió, y Jonas vio que le habían saltado un diente—. Ese es el premio por meterse con nosotros: una espada en las tripas. Tú serás el próximo, bárbaro.

Jonas se inflamó de ira. El auranio atacó; su espada silbó en el aire antes de chocar con la cimitarra de Jonas, con tanta fuerza que este notó la vibración hasta en los dientes. Una flecha pasó rozando su oreja y acabó por clavarse en la pierna de un paelsiano, que cayó de rodillas con un grito.

El auranio estaba entrenado para la batalla, pero su agotamiento era evidente. La única ventaja de Jonas era la fatiga de su rival.

—Vais a perder —siseó el caballero—. Y vais a morir. Tendríamos que haberos matado a todos hace muchos años para ahorraros sufrimientos, haber entrado a sangre y fuego en vuestra tierra olvidada por la diosa. Deberíais darnos las gracias por aplastaros como las asquerosas cucarachas que sois.

A Jonas no le importaba que lo comparasen con una cucaracha: le parecían unas criaturas resistentes, fuertes y astutas. Lo prefería a que le llamaran bárbaro o salvaje. Lo que no le hacía ninguna gracia es que le dijeran que iba a perder.

—Te equivocas. Nuestras desgracias han llegado a su fin; las vuestras, en cambio, acaban de empezar —gruñó, lanzándose contra el caballero con tanto ímpetu que logró derribarlo.

Soltó las cimitarras, le arrancó la espada de las manos y la apretó contra su garganta.

—¡Ríndete! —exclamó.

—¡Nunca! Lucho por mi rey y por mi reino, y no descansaré hasta veros muertos a todos, sucios bárbaros.

De pronto, en su puño apareció un cuchillo que se clavó en el costado de Jonas. Antes de que se hundiera del todo, el muchacho se puso en pie y alzó la espada.

Con las últimas fuerzas que le quedaban, la dejó caer sobre la cabeza desprotegida del caballero y la hoja se enterró en la frente. Jonas se frotó los ojos con la manga y se tambaleó, dolorido. Vadeó con paso inestable el río teñido en sangre; aunque se estaba desangrando, no dejó de avanzar. O de retroceder, no estaba seguro Atravesó el bosque y llegó hasta el campamento. Por el suelo había diseminados cientos de heridos y moribundos, y en el aire flotaba el rumor constante de sus gemidos y sus gritos de dolor. Aunque se le doblaban las rodillas, Jonas no se detuvo hasta llegar al alojamiento de Basilius, cuatro tiendas limerianas mucho más espaciosas que ninguna cabaña de Paelsia.

Allí descansaba el séquito del caudillo, disfrutando de los manjares que los cocineros preparaban para ellos mientras niños de once años morían en la batalla.

Los centinelas reconocieron a Jonas a pesar de que estaba bañado en sangre, tanto suya como de sus adversarios, y no intentaron detenerle. Apartó la cortina y entró en la tienda, grande y bien amueblada. Después de lo que había presenciado ese día, la visión de tanto lujo hizo que la bilis le subiera a la garganta.

—¡Jonas! —le saludó el caudillo con entusiasmo—. Por favor, pasa.

Él se tambaleó, exhausto, y la mirada del caudillo recorrió sus heridas.

—¡Curandero!

Un hombre entró de inmediato, le abrió la camisa a Jonas y comenzó a examinarle.

Alguien le llevó una silla y el muchacho se derrumbó, agradecido. Notaba la piel fría y pegajosa, y la visión se le había empezado a nublar. Respiró hondo para reponerse, mientras el curandero le limpiaba los cortes y se los vendaba con rapidez.

—Dime, Jonas —dijo el caudillo con una amplia sonrisa—, ¿cómo va la batalla?

—¿No estabas meditando? Creía que podías ver las cosas a través de los ojos de los halcones.

No sabía por qué había dicho aquello; recordaba vagamente que era un cuento de niños.

Su madre creía en él.

El caudillo asintió sin dejar de sonreír.

—Es un don que me gustaría poseer; tal vez consiga desarrollarlo más adelante.

—Necesito hablar contigo en privado —barbotó Jonas.

Estaba preocupado por Brion: se sentía culpable por haberlo abandonado antes del fin de la batalla. Le había perdido de vista hacía mucho. Quizá estuviera moribundo, sin nadie que le protegiera si un auranio intentaba rematarle. O podía haber caído bajo una flecha perdida…

Ahora que Tomas no estaba, Brion era lo más cercano a un hermano para él.

Le picaban los ojos, pero prefirió pensar que era debido al humo de la pipa del caudillo. El aroma de las hojas de melocotonero flotaba en el aire junto a otro perfume dulzón que Jonas reconoció: era una hierba de las Montañas Prohibidas que producía alucinaciones placenteras.

—Habla con toda libertad —el caudillo despidió al curandero con un gesto y tomó asiento tras una mesa en la que se había celebrado un banquete: había huesos de cabra esparcidos y una docena de botellas de vino vacías.

—Estoy inquieto —comenzó Jonas, reticente—. Me preocupa esta guerra.

—La guerra no es algo que se pueda tomar a la ligera; se trata de algo importante, sí. Y tú siempre me has parecido un joven serio y responsable.

—Me he criado en Paelsia, así que no puedo ser de otra forma —repuso Jonas sin poder ocultar la amargura de sus palabras—. Llevo trabajando en los viñedos desde los ocho años.

—Eres un buen muchacho, un gran trabajador —asintió el jefe—. Estoy muy complacido de que Laelia te haya encontrado.

En realidad había sido Jonas quien la había encontrado a ella. Si había compartido su cama y había accedido a escuchar sus chismes sobre amigas y sus historias de serpientes, era para ganarse la confianza del caudillo, para convencerle de que debían alzarse contra los auranios y reclamar lo que les pertenecía. Aun cuando Tomas no hubiera sido asesinado, era lo que Jonas deseaba para su pueblo.

Pero aquello estaba mal. Lo sabía, lo notaba en lo más profundo.

No había tiempo para cortesías; en ese mismo instante morían niños en el campo de batalla, dando su vida por avanzar unos metros hacia la muralla de la ciudadela. Tenía que hablar claro y sin ambages.

—No confío en el rey Gaius.

—¿Por qué no? —preguntó el caudillo, arrellanándose en el sillón y mirándolo con curiosidad.

—Los soldados limerianos nos superan en número, y el rey tiene reputación de ser brutal y codicioso. ¿Cómo podemos saber que, después de habernos dejado la piel para ayudarle a conquistar Auranos, no se volverá contra nosotros? Podría matarnos o esclavizarnos y quedarse él con todo.

El caudillo frunció los labios antes de darle una calada a la pipa.

—¿Es eso lo que piensas?

Jonas asintió, nervioso.

—Tenemos que retirarnos antes de que haya más bajas. He visto morir a un niño ante mis ojos; no tenía más que once años. Aunque quiero ver la derrota de Auranos, no deseo que nuestra victoria esté manchada con sangre de niños.

La expresión del caudillo se hizo severa.

—No soy de los que empiezan algo y huyen a la mitad.

No: eres de los que empiezan algo y se encierran en una lujosa tienda para esperar a que acabe.

—Pero…

—Aunque entiendo tu preocupación, debes tener fe en mí, Jonas. He examinado mi interior y la única respuesta que he hallado, por desgracia, es la guerra. Los acontecimientos deben seguir su curso. Mi destino era aliarme con el rey Gaius. Confío en él; me ofreció un sacrificio de sangre como nunca había presenciado otro. Fue inolvidable —meneó la cabeza—. Es un hombre bueno y honorable que se mantendrá fiel a todas las promesas que me ha hecho; no me cabe la menor duda.

Jonas apretó los puños.

—Si es tan bondadoso y honorable, ¿dónde estaba mientras nuestra tierra se consumía, mientras nuestra gente moría de hambre? ¿Por qué no nos ayudó entonces?

—El pasado es el pasado —suspiró el caudillo Basilius—. Lo único que podemos hacer es mirar hacia el futuro y luchar para que sea más brillante.

Cada vez que trataba de atisbar el futuro, Jonas solo veía oscuridad y sangre. Lo que acababa de presenciar en el campo de batalla no era más que el comienzo de sus desgracias.

—Basilius, te lo suplico, piensa en lo que te he dicho.

—Por supuesto: lo consideraré con suma atención. Valoro mucho tu opinión, Jonas.

—¿Y tu magia? ¿No podrías usarla para ayudarnos?

—No será necesario; el rey Gaius me ha revelado que tiene preparada un arma secreta que usará en cuanto atravesemos las murallas. Esta batalla no va a prolongarse durante días, semanas ni meses. Mañana se habrá terminado todo, te lo prometo.

Jonas tenía la boca seca. Recorrió con la mirada las botellas que había tiradas en la mesa, pero estaban vacías.

—¿Qué arma secreta?

—Si te lo dijera ya no sería secreta, ¿no crees? —respondió el caudillo con una sonrisa enigmática. Se levantó y le dio una palmada en la espalda a Jonas, quien se crispó de dolor—. Confía en mí, Jonas. Cuando esto haya terminado y disfrutemos de lo obtenido en Auranos, tu banquete de bodas será el más grandioso que se haya visto en Paelsia.

Jonas salió de la tienda perseguido por el eco de la risa del caudillo. Un muro de piedra habría prestado más atención a sus palabras que Basilius.

Levantó la vista con tristeza hacia el cielo salpicado de estrellas, en el que brillaba la luna llena, y se preguntó por qué no se veía ni rastro de la tormenta que se avecinaba.