CAPÍTULO 29
Las fuerzas combinadas de los caballeros limerianos y la infantería paelsiana cruzaron la frontera de Auranos.
Apenas tres meses atrás, Jonas había estado en ese mismo lugar planeando una incursión para vengar la muerte de su hermano. Si los vigilantes que patrullaban la frontera le hubieran encontrado, le habrían ejecutado en el acto, igual que cuando cazaba allí con Tomas.
Pero ahora no había guardias fronterizos para detener a aquel ejército de cinco mil hombres. Todos se habían retirado para unirse al grueso de las tropas auranias, que se encontraba a cierta distancia de la frontera.
—Bonitas armaduras las de los limerianos, ¿eh? —le comentó Brion a Jonas mientras marchaban al paso.
A diferencia del séquito del caudillo, los dos amigos no iban montados. Basilius les había encargado vigilar a los rezagados y encargarse de que todo el mundo avanzara en orden; en palabras de Brion, los había convertido en perros pastores.
—Sí, muy relucientes —asintió Jonas.
Los limerianos iban mucho mejor equipados que el ejército paelsiano; de hecho, los nuevos reclutas se distinguían a veinte pasos porque no llevaban casco ni armadura. Si alguno portaba una espada, estaba oxidada o rota, y la mayoría esgrimían aperos de labranza erizados de clavos. Parecían eficaces, pero estaban lejos de resultar marciales.
—¿Sigues obsesionado con la princesa Cleo? —preguntó Brion, y Jonas le fulminó con la mirada.
—No estoy obsesionado.
—Vale.
—¡No lo estoy!
—Yo ni siquiera la vi… Quién sabe; puede que merezca la pena obsesionarse con ella. Era una rubia preciosa, ¿no?
La sola mención de la princesa le ponía de mal humor.
—Cierra la boca.
—Laelia quiere que regreses sano y salvo, así que intenta olvidarte de la princesa y volver con tu prometida cuanto antes.
Jonas hizo una mueca de desagrado.
—Nunca dije que fuera a casarme con ella.
—Pues te deseo buena suerte cuando se lo cuentes a tu suegro, porque creo que ya ha elegido tu regalo de boda.
A Jonas se le escapó una sonrisa, a pesar de que la cuestión no tenía ninguna gracia. No estaba dispuesto a casarse con Laelia Basilius, pero Brion acertaba en algo: desde que había llegado a la granja de su hermana para descubrir que Cleo había desaparecido, no dejaba de pensar en la princesa. Quienes la habían rescatado habían dejado inconscientes al marido de Felicia y a sus dos amigos; por suerte, no habían llegado a matarlos. Felicia, fuera de sí, le juró a Jonas que jamás le perdonaría haberla involucrado en aquello. Aún estaba furiosa.
Con toda probabilidad, la princesa se encontraría sana y salva en la ciudadela de Auranos.
Aquella víbora de cabellos de oro estaba llena de sorpresas.
Jonas examinó a los soldados que avanzaban a su alrededor. Algunos de los reclutas de Paelsia tenían como mucho doce años: ni siquiera eran muchachos, sino niños. Y los números tampoco estaban igualados, ya que los limerianos superaban a los palesianos en una proporción de tres a uno.
Brion se pasó la mano por el cabello desgreñado.
—Tomas estaría orgulloso de que su muerte haya provocado el levantamiento. Le hubiera encantado estar aquí para ayudarnos a derrotar a los auranios.
—Ajá —respondió Jonas, aunque no estaba seguro de ello.
Desde el encuentro con el rey Corvin, Jonas había pensado mucho. Recordaba una y otra vez el momento en que el soberano de Auranos había puesto en duda que el rey Gaius estuviera dispuesto a compartir sus nuevos dominios con el caudillo. Sus palabras habían sonado muy convincentes.
El rey Gaius no era de fiar.
Pero Jonas odiaba a la elite aurania; deseaba arrebatarles sus tierras para que su gente pudiera prosperar, y aquello pasaba por aliarse con el rey de Limeros. De modo que se centró en seguir las órdenes y marchar al paso junto a los demás, con la vista fija en el camino.
Sin embargo, no lograba sacudirse aquella inquietud. Y aunque no era la primera vez que se sentía confuso, en un momento como aquel le hubiera gustado creer ciegamente en los motivos de la guerra.
Necesitaba pensar con tanta claridad como antes, recordar la forma en que su pueblo moría y sus tierras se secaban. La mayoría de los paelsianos, incluido su padre, creían que su infortunio se debía al destino. Jonas no estaba de acuerdo: para él, era evidente que la culpa era de los adinerados auranios, que se negaban a ayudarlos o a renegociar los términos del acuerdo comercial que había llenado Paelsia de viñas. Sí: igual que había practicado la caza furtiva para alimentar a su familia, se apropiaría encantado de las riquezas de Auranos en nombre de su hermano.
Era sencillo. Con aquel ejército, podían vencer.
El rey Gaius se había acercado a ellos para ofrecerles ayuda y se había ganado el respeto del caudillo. Sin embargo, nunca había auxiliado a Paelsia antes de aquello. Solo ahora, ante la perspectiva de conquistar Auranos, aparecía lleno de ideas y de planes, con un ejército entrenado y dispuesto para entrar en batalla, adiestrado en la opresión de su propio pueblo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Brion—. Tienes cara de haberle besado el culo a una cabra.
Jonas ladeó la cabeza, abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Olvídalo. No pasa nada.
No podía compartir sus pensamientos con Brion; eran demasiado oscuros, subversivos.
Pero tampoco podía librarse de ellos.
¿Y si el rey Gaius cambiaba de opinión? ¿Y si se le ocurría quedarse con todo Auranos para él solo? Si el rey de Limeros hacía las cosas bien, tal vez no conquistara una tierra… sino dos.
Todo sería suyo.
¿Y si ese era su plan desde el principio?
Sin embargo, había una cuestión importante. Al ver el ejército del rey Gaius —hombres feroces y armados hasta los dientes—, Jonas no podía evitar preguntarse por qué no había conquistado Paelsia primero, si ese era su plan. ¿Por qué se había molestado en aliarse con una nación tan débil? ¿Por qué se había esforzado en ganarse la confianza del caudillo?
Levantó la cabeza para observar al rey Gaius y al príncipe Magnus, que marchaban erguidos en sus monturas. Los acompañaba lady Lucía, la princesa de Limeros, una muchacha tan hermosa como altiva. Jonas no se explicaba que la hubieran llevado a una campaña tan peligrosa.
Los tres tenían un aspecto regio, noble.
Jonas odiaba a la nobleza sin distinción de país; en eso no había cambiado. Sin embargo, el caudillo había unido irrevocablemente su destino —el suyo y el de toda Paelsia— al de la realeza de Limeros. A pesar del clima cálido de Auranos, Jonas sintió un escalofrío al pensarlo.