CAPÍTULO 28

Magnus estaba seguro de que su padre montaría en cólera al enterarse de su fracaso en Paelsia. Sin embargo, después de una semana de espera, se sentía preparado para enfrentarse a su destino. En cuanto anunciaron el regreso del rey, se apostó junto al rastrillo de hierro para verlo entrar. Su padre desmontó, se quitó los guantes de montar, le entregó la capa salpicada de barro a un sirviente y fue directo al grano.

—¿Dónde está la princesa Cleiona?

Magnus no pestañeó.

—Supongo que en Auranos.

—¡Me has fallado!

—Nos tendieron una emboscada y asesinaron a mis hombres. Tuve que matar al soldado que acompañaba a la princesa para escapar con vida.

El rostro del rey estaba encendido de cólera. Se acercó a Magnus con la mano en alto, dispuesto a golpearle, pero antes de que descargara el golpe su hijo le agarró la muñeca.

—No lo hagas —masculló—. Si vuelves a ponerme la mano encima, te mataré a ti también.

—Te ordené que hicieras algo muy simple y me has fallado.

—Y casi pierdo la vida en el empeño. Sí, te he fallado: no te he traído a la hija del rey Corvin. Se acabó. Tendrás que buscar otra forma de conseguir lo que quieres. Tal vez tu hija pueda ayudarte —su expresión se tensó—. Aunque no sea tu auténtica hija, claro.

Los ojos del rey se abrieron ligeramente.

—¿Cómo lo has sabido?

—Me lo dijo tu amante antes de que Lucía la redujera a cenizas, y mi madre me lo confirmó —su boca se torció en una mueca de desprecio—. ¿Tienes algo que decir?

El rey Gaius lo miró durante unos instantes y luego se desasió con violencia.

—Pensaba contártelo a mi regreso.

—Discúlpame si te digo que me cuesta creerlo.

—Piensa lo que quieras, Magnus. Lo que te dijeron Sabina y tu madre es verdad, pero no cambia nada —el rey pareció calmarse y asintió lentamente—. En cualquier caso, confío en el destino: tendremos que ir a la guerra sin ninguna garantía.

Ni siquiera se había dignado disculparse por toda una vida de mentiras, pero Magnus no esperaba otra cosa. Tampoco él pensaba pedir disculpas por su fracaso en Paelsia.

—¿Crees que la princesa Cleiona nos habría garantizado la victoria?

—No. Solo era una suposición —Gaius estudió el rostro de su hijo—. Tu fracaso y las verdades que han llegado a tus oídos te han hecho madurar; ahora eres más fuerte —asintió, aparentemente complacido—. Todo va bien. El destino nos sonríe, Magnus. Espera y lo verás: Auranos será nuestro.

Magnus lo observó con expresión inalterable.

—No veo la hora de aplastar a nuestros adversarios.

El rey sonrió.

—Le has tomado el gusto a la sangre, ¿eh? ¿Te ha gustado la sensación de desgarrar carne con la espada?

—Tal vez.

—Excelente. Muy pronto tendrás la oportunidad de volver a experimentarla. Te lo prometo.

Al día siguiente, cuando su padre mandó un sirviente a buscarle, Magnus no le hizo esperar. Abandonó su práctica de esgrima a la mitad, mientras Andreas y los demás muchachos le miraban salir sin ocultar su desagrado.

—Disculpadme —dijo, arrojando al suelo la espada de madera con la que había roto el brazo a un chico la semana anterior; el muchacho tenía suerte de que no se practicara con armas de acero, porque Magnus le habría seccionado el brazo—. Debo atender un asunto de estado.

Todo parecía mucho más sencillo desde esa nueva perspectiva: era el hijo del Rey Sangriento, y estaría a la altura de ese título en todos los aspectos de su vida.

Su padre le esperaba en la torre oriental, donde estaban cautivos los presos de especial interés.

—Acompáñame —le pidió mientras abría la marcha por la angosta escalera de caracol. Los muros de piedra negra estaban recubiertos de escarcha, y no había ninguna chimenea en el torreón para dar calor a los prisioneros.

Magnus no sabía qué podría encontrarse en la cima de la torre. Tal vez un preso a punto de perder las manos o la cabeza, o quizá su padre quisiera que le ayudara a juzgar a un criminal. Pero cuando descubrió quién había allí, se tambaleó.

Amia estaba encadenada en un pequeño calabozo, con los brazos estirados por encima de la cabeza. Dos soldados montaban guardia a su lado. La chica alzó el rostro ensangrentado y estuvo a punto de soltar una exclamación al ver a Magnus, pero se mordió el labio y clavó los ojos en el suelo.

—Esta es una criada de las cocinas. La atraparon espiando junto a la puerta de la sala de consejos. Ya sabes lo que opino de los espías.

—No soy una espía —musitó ella.

El rey cruzó la celda y la agarró de la barbilla para obligarla a mirarle.

—Cualquiera que escuche una conversación ajena lo es. La cuestión es esta: ¿para quién trabajas, Amia?

Magnus sintió que una bocanada de bilis le subía por la garganta. Amia llevaba casi un año espiando para él; gracias a sus servicios, se había enterado de muchas cosas interesantes.

Al ver que la criada no respondía, el rey le cruzó la cara. Amia sollozó mientras la sangre burbujeaba en su boca.

—Parece que no quiere contestar —comentó Magnus con el corazón acelerado.

—Puede que esté protegiendo a alguien, o tal vez sea simplemente estúpida. Pero queda una pregunta, y por eso te he traído aquí. ¿Qué hacemos ante esto? Normalmente se tortura a los espías para sonsacarles información. Todavía no ha querido decir nada, pero tal vez unas horas en el potro de tortura le ayuden a abrir la boca.

—Yo… yo solo me quedé escuchando por curiosidad —a la muchacha se le quebró la voz—. No quería hacer daño a nadie.

—Pero yo sí —replicó el rey—. Yo sí que deseo hacerle daño a una criada necia y demasiado curiosa. Veamos: para escuchar las conversaciones ajenas necesitas orejas. Tal vez debamos cortártelas y obligarte a llevarlas de colgante como recordatorio.

Extendió la mano hacia un guardia y este le entregó un puñal. Amia lloriqueó al notar cómo la hoja le acariciaba lentamente la mejilla, pero el rey no llegó a hincar el filo.

—Sin embargo, también has usado los ojos para ver —reflexionó en voz alta—. ¿Y si te los arranco? Se me da bastante bien; casi ni lo notarías. Además, he descubierto que tener dos agujeros sanguinolentos en la cara suele servir para aprender de los errores.

—Díselo —exigió Magnus obligándose a hablar—. Dile para quién espiabas.

Dile que era para mí.

Amia tomó aire, buscó su mirada y se la mantuvo por un instante. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Nadie. No espío para nadie. No soy más que una muchacha ignorante que se puso a escuchar por curiosidad.

Magnus sintió una punzada en el pecho.

No debía subestimar a su padre; el rey disfrutaba jugando con los prisioneros, ya fueran hombres o mujeres. Demostraba un gusto innato e insaciable por la sangre. El abuelo de Magnus, que había muerto cuando él era muy pequeño, se había disgustado mucho al descubrir la crueldad de su hijo y heredero.

Sí, el anterior rey de Limeros había sido famoso por su bondad. Sin embargo, incluso el más piadoso e indulgente de los reyes tenía una sala de tortura en su castillo.

—Me aburro —consiguió articular Magnus—. No sé por qué me has hecho abandonar la clase de esgrima para un asunto tan insignificante. Esta muchacha es simple, pero inofensiva. Se trata de su primera falta; creo que ya ha recibido escarmiento suficiente para asustarla. Si se la vuelve a sorprender espiando, yo mismo me encargaré de arrancarle los ojos.

—¿De veras? ¿Te importaría que yo estuviera presente?

—Como desees.

El rey le apretó las mejillas a Amia con tanta fuerza que a ella se le escapó un gemido.

—Tienes suerte de que esté de acuerdo con mi hijo. Vigila cómo te comportas de ahora en adelante; si te pasas de la raya una vez, solo una, ya sea por espiar o porque rompas un plato, te garantizo que regresarás aquí y lo menos que perderás son los ojos. ¿Me has entendido?

—Sí —jadeó ella—. Sí, majestad.

Gaius le dio una palmadita en la mejilla.

—Así me gusta —les hizo un gesto a los guardias—. Dadle veinte latigazos para que no se le olvide y mandadla de vuelta al trabajo.

Magnus descendió por la escalera del torreón, aguantando las ganas de volver la cabeza.

Los quejidos de Amia lo persiguieron hasta que llegó al patio del castillo.

—Hijo mío… —el rey le pasó el brazo por los hombros—. Eres todo un caballero incluso con la más humilde de las sirvientas.

Se echó a reír, y Magnus hizo un esfuerzo por unirse a sus carcajadas.

Al día siguiente, en cuanto su padre se marchó de caza, Magnus bajó a las cocinas.

Encontró a Amia moliendo la asquerosa kaana que iban a cenar mientras el cocinero mataba media docena de pollos. La cara de la chica mostraba un tono entre negro y violáceo, y su ojo derecho estaba cerrado por la hinchazón. Se puso tensa en cuanto le vio.

—No dije nada —musitó—. No podéis enfadaros conmigo.

—Fue una estupidez por tu parte dejarte atrapar.

Amia continuó moliendo, con los hombros estremecidos por los sollozos. Magnus se preguntó cómo aquella muchacha había podido sobrevivir tanto tiempo en el castillo de Limeros; francamente, no lo entendía. Era tan blanda… No había acero ni hielo en su interior. Le sorprendía de veras que una chica tan débil hubiera sobrevivido a una paliza y a veinte latigazos.

—No esperaba que hablarais en mi favor —susurró Amia.

—Bien, porque no habría intentado detenerle ni aunque te hubiera sacado los ojos. Nadie le dicta a mi padre su conducta; hace lo que le place y pisotea sin miramientos a quien se interpone en su camino.

Amia esquivó su mirada.

—Tengo mucho que hacer antes de la cena. Por favor, permitidme continuar, alteza.

—No. Tus tareas se han terminado. Y para siempre.

La agarró de la muñeca y se la llevó casi a rastras hacia el pasillo. Ella no dejaba de llorar; debía de pensar que Magnus la iba a devolver al torreón para seguirla torturando, esta vez él mismo. Aun así, no se resistió.

Solo la soltó cuando salieron al frío aire del atardecer. Ella retrocedió y miró a su alrededor con incertidumbre hasta divisar una carreta que aguardaba no muy lejos.

—Te marchas —dijo Magnus en tono cortante—. Le he ordenado al carretero que te lleve al este. Hay una aldea de buen tamaño a cinco días de viaje. Allí podrás vivir bien.

—No… no lo entiendo —declaró ella, boquiabierta.

Magnus le entregó una bolsa de oro.

—Con esto deberías tener suficiente para subsistir varios años.

—¿Me estáis echando?

—Te estoy salvando la vida, Amia. Mi padre te matará tarde o temprano; buscará una excusa insignificante y me obligará a tomar parte en lo que decida hacerte. No tengo interés alguno en verte morir, así que quiero que te vayas de aquí y no regreses jamás.

Amia contempló la bolsa de oro con el ceño fruncido. De pronto, se le iluminó el rostro.

—Venid conmigo, mi príncipe.

La idea casi le hizo sonreír.

—Imposible.

—Sé que odiais este lugar y despreciáis a vuestro padre. Es un hombre perverso, cruel y despiadado —levantó el mentón como si se sintiera orgullosa de decirlo en voz alta—. No os parecéis en nada a él y nunca lo haréis. Sé que tratáis de ocultarlo, pero tenéis buen corazón.

Venid conmigo. Podríamos comenzar una nueva vida juntos; yo os haría feliz.

Magnus la agarró del brazo con suavidad y la condujo hasta el carro. Al llegar, la levantó en vilo y la dejó sentada en el pescante.

—Sé feliz tú por los dos —le dijo antes de darse media vuelta y regresar al castillo.

La reina de Limeros sonreía. Extraño… Lucía la observó con prevención cuando se cruzó con ella en el pasillo.

—Madre —saludó, aunque sabía que aquella forma de llamarla no era la más adecuada.

El miedo y la angustia que había sentido al conocer la verdad sobre su origen se habían desvanecido, y ahora solo quedaba la indignación de saberse engañada.

—Lucía, querida, ¿cómo estás?

Ella respondió con una carcajada contenida muy impropia de una dama, y la reina enarcó las cejas.

—Perdona, madre, pero no recuerdo la última vez que te interesaste por mi estado.

Por las facciones de la reina pasó una sombra de incomodidad.

—¿Consideras que te trato con demasiada indiferencia?

—Sí, pero ahora conozco el motivo —Lucía se encogió de hombros—. No eres mi verdadera madre. ¿Por qué ibas a preocuparte por mí?

La reina miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solas y le indicó con un ademán que entrara en una alcoba. La muchacha la siguió, sorprendida ante la expresión súbitamente apenada de la reina; había esperado ver un rictus severo en su rostro.

—Gaius debería habértelo dicho hace mucho tiempo —susurró Althea—. Yo quería contártelo.

—¿De veras? —respondió Lucía, incrédula.

—Por supuesto que sí. Es algo importante; no deberías haberte enterado así. Te pido perdón, Lucía.

—¿Qué?

—Perdóname, te lo suplico. Aunque soy la reina, debo plegarme a los deseos del rey, y él no quería que lo supieras. Tenía miedo de que te enfadaras si averiguabas la verdad antes del momento oportuno.

—¡Pero es que estoy enfadada! ¿Quién es mi auténtica madre? ¿Cómo puedo encontrarla?

La reina volvió a comprobar que no las escuchaba nadie. Era una cuestión espinosa; solo la diosa sabía qué podría ocurrir si el pueblo limeriano se enteraba de que su princesa había nacido en Paelsia.

—Tu madre murió.

Lucía se quedó sin aliento.

—¿Cómo?

—La mató Sabina.

—¿Por qué hizo tal cosa? —barbotó la muchacha.

—Porque Sabina Mallius era una bruja llena de malevolencia y crueldad. Por suerte, el destino ha acabado por alcanzarla.

Lucía intentó calmar su respiración. El mundo se tambaleaba bajo sus pies, y le daba la sensación de que nunca volvería a encontrar la estabilidad.

—¿Y por qué el rey la mantuvo tanto tiempo a su lado, después de lo que hizo?

—¿Aparte de por sus visibles encantos? —la expresión de la reina se agrió—. La consideraba una sabia consejera que podía ayudarle a obtener lo que más desea: el poder.

—Entonces, por eso estoy yo aquí. Sabina mató a mi madre y me trajo porque… —le costó tragar saliva—. Porque el rey pensaba que yo le haría más poderoso.

—Tu nacimiento fue profetizado por las estrellas, y Sabina logró leer su mensaje. En aquel momento yo estaba intentando sin éxito tener otro hijo. Mi cuerpo estaba destrozado por tantos embarazos malogrados, y ella apareció con una niña preciosa que yo podría hacer pasar por mía sin que nadie se diera cuenta. No pregunté nada; simplemente la acepté.

Lucía se sentía a punto de desfallecer, pero luchó por mantenerse firme.

—Si estabas tan feliz de ocuparte de mí, ¿por qué nunca me has hecho caso? ¡Apenas me mirabas! Jamás me has dicho una palabra amable…

—Eso no es cierto —comenzó la reina, pero frunció el ceño de pronto como si dudara de lo que acababa de decir—. No lo sé, Lucía. No me daba cuenta de que te estaba haciendo daño.

Mi madre era una mujer cruel y… fría. Tal vez me parezca a ella más de lo que pensaba.

Pero no lo hice a propósito; créeme si te digo que os quiero, tanto a ti como a tu hermano.

—Magnus no es mi hermano —murmuró Lucía.

Llevaba días rehuyendo el recuerdo de lo que había sucedido en sus aposentos. Los labios de Magnus exigiendo algo que ella no podía entregarle. Su mirada destrozada cuando lo apartó…

—Nada importa tanto como la familia —sentenció la reina—. Es lo único que queda cuando se desmorona todo lo demás. Y tú tienes una familia; tu padre está muy orgulloso de ti.

—No sé cómo puede sentir orgullo después de la forma en que maté a Sabina —alzó la vista bruscamente—. ¿Por eso me estás tratando hoy con tanta amabilidad? ¿Temes lo que te pueda hacer?

Las facciones de la reina se aflojaron en un gesto de sorpresa.

—Jamás podría tenerte miedo, hija mía. No te temo: te admiro. Veo la mujer fuerte y hermosa en que te estás convirtiendo y me siento impresionada ante tus capacidades.

—Yo la maté, madre. La estrellé contra la pared y luego le prendí fuego.

Algo oscuro y frío se asomó a la mirada de la reina.

—Me alegro de que esté muerta y de que haya sufrido. Me alegro muchísimo.

—La muerte no es algo de lo que alegrarse —protestó Lucía con un escalofrío.

La reina Althea apartó la vista.

—Tu padre desea hablar contigo; iba de camino a tus aposentos para decírtelo. Tiene algo muy importante que comunicarte. Ve a verle ahora mismo.

La reina salió de la alcoba y se alejó por el pasillo sin mirar atrás. Lucía se quedó inmóvil hasta que desapareció de su vista y después fue derecha a la sala de consejos, donde su padre pasaba últimamente la mayor parte del día.

—Entra, Lucía —le dijo el rey Gaius en cuanto empujó las grandes puertas.

No estaba solo; Magnus se encontraba a su lado, y Lucía notó una presión en el pecho en cuanto lo vio.

Se encontraba de pie junto a la pared, con los ojos fijos en la figura del rey. Había pasado mucho tiempo con su padre desde que este regresó de Auranos. Lucía ignoraba cómo habría reaccionado el rey ante el fracaso de Magnus en Paelsia y la muerte de los dos guardias reales. Su hermano estaba tan disgustado cuando volvió…

—Sé que todo esto te resulta difícil de aceptar, especialmente lo que Magnus te ha revelado acerca de tu nacimiento —dijo el rey.

La princesa hizo un esfuerzo por apartar la mirada de su hermano, pero notaba sus ojos gélidos clavados en ella.

—Intento asumirlo como mejor puedo.

—Hay una cosa que debes tener clara: eres mi hija. El cariño que siento por ti no habría sido mayor si fueras carne de mi carne; formas parte de esta familia ahora y siempre, en todos los sentidos. ¿Te parece que miento?

—No —aquellas palabras sonaban tan sinceras que se relajó un poco—. Te creo.

El rey se acomodó en una silla de respaldo alto y Lucía se atrevió a echarle una ojeada a Magnus, pero este esquivó su mirada. Ni siquiera había reaccionado ante su entrada en la sala; llevaba casi dos semanas comportándose de esa forma, desde la noche en que Lucía acudió a su aposento. La ignoraba durante las comidas. Cuando se cruzaban por los pasillos, se hacía a un lado. No la miraba; actuaba como si fuera invisible.

A Lucía le dolía verlo así, pero no tenía alternativa. No podía darle lo que él ansiaba.

—¿Conoces mis planes respecto a Auranos? —inquirió el rey, y Lucía asintió.

—Te refieres a conquistar el reino mediante una alianza con el caudillo de Paelsia, ¿verdad?

—Justo. ¿Te parece un buen plan?

Lucía se sentó y enlazó las manos sobre su regazo.

—Me parece peligroso.

—Sí, lo es. Pero ya está decidido. Magnus me acompañará al campo de batalla; tal vez perdamos la vida en el empeño de lograr un futuro próspero para Limeros.

Ella levantó la vista, alarmada.

—Por favor, no digas eso.

—Te preocupas por nosotros, ¿verdad, Lucía? A pesar de que no somos tu familia de sangre.

Se quedó pensativa. Era una huérfana; los Damora la habían acogido y la habían cuidado cuando lo necesitaba. ¿Qué más daba la forma en que hubiera llegado a esa situación? Sin su familia adoptiva, no tenía nada. Sin el apellido Damora, no era más que una campesina de Paelsia.

—Sí, me preocupo por vosotros.

El rey asintió.

—Deseo que nos acompañes. Las profecías revelan que tu magia acabará por ser la más poderosa que el mundo ha presenciado en un milenio. Tus poderes son esenciales para nuestro triunfo: sin ti, puede que no sobrevivamos.

Lucía tragó saliva con dificultad.

—¿Quieres que emplee mi magia para ayudarte a conquistar Auranos?

—Solo si fuera necesario. Les diremos que poseemos un arma de gran poder y quizá entonces se rindan sin condiciones.

—No estoy seguro de que sea una estrategia inteligente —objetó Magnus—. Puede que la profecía no diga la verdad; tal vez Lucía no sea más que una bruja corriente.

Lucía se estremeció al oír el frío tono de su hermano. Lo había dicho como si le lanzara un insulto, como si ella fuera un objeto del que se pudiera prescindir sin problemas. Alzó la vista, desconcertada, y Magnus enfrentó su mirada unos instantes antes de apartar los ojos.

La odiaba.

—Te equivocas, Magnus. En cualquier caso, Lucía tiene la última palabra, por supuesto —replicó el rey—. Creo con toda mi alma que ella es la clave de nuestro éxito o nuestro fracaso y, en última instancia, de que sobrevivamos o perezcamos.

Por mucho desapego que Magnus mostrara hacia ella, Lucía nunca dejaría de quererlo.

Aunque Magnus fuera cruel con ella, aunque la odiara hasta la muerte, habría hecho cualquier cosa por salvarle la vida.

—Iré con vosotros —sentenció tras un largo silencio—. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros a derrotar a Auranos.