CAPÍTULO 26

Cuando Magnus volvió en sí, los tres caballos habían huido. Estaba solo en medio de Paelsia, rodeado de cadáveres. Un halcón los sobrevolaba trazando círculos; por un instante, pensó que era un buitre.

Consiguió incorporarse y soltó una maldición para sus adentros. Lanzó una mirada sombría al pueblo que se veía en lontananza; no había ni rastro de la princesa Cleo y del muchacho que le había dejado fuera de combate.

Intentó apartar la vista del guardia auranio al que había matado, pero sus ojos se empeñaban en posarse en él. Aún tenía los párpados abiertos; la sangre se le había secado en los labios y había formado un charco a su alrededor.

Magnus se dio cuenta de que estaba temblando. Aquel guardia había acabado con dos de sus mejores hombres y podría haberle asesinado a él también en un abrir y cerrar de ojos.

Tenía que adelantarse, y lo había hecho. Por la espalda, como un cobarde.

Se agachó y escrutó su rostro: aquella era la primera persona a la que había matado. Se trataba de un muchacho poco mayor que él. Extendió la mano y le cerró los ojos.

Sin volverse a mirar los otros cadáveres, se encaminó al pueblo. Allí le compró un caballo a un paelsiano que parecía intimidado y temeroso ante su presencia y cabalgó a toda prisa hacia Limeros. Cuando el cansancio estuvo a punto de derribarlo de su montura, se detuvo, durmió unas horas y continuó al galope, dolorido, aturdido y exhausto. El arañazo que le había hecho la chica había dejado de escocerle. Se preguntó si le quedaría una nueva cicatriz; sería un recuerdo de su humillación y su derrota.

Cuando por fin llegó al castillo, dejó el caballo en el patio de armas y no se paró a llamar a ningún sirviente para que le diera comida y agua. Apenas podía pensar, y le costaba un esfuerzo sobrehumano caminar en línea recta. Fue derecho a sus aposentos y cerró la puerta antes de desplomarse de rodillas en el suelo.

Muchos decían que Magnus era igual que su padre en aspecto y carácter. Él lo había negado hasta ese día, pero ahora se daba cuenta de que era un digno hijo del rey: cruel, manipulador, mentiroso y violento. El rey Gaius habría hecho exactamente lo mismo: apuñalar a un hombre por la espalda para salvar la vida. La única diferencia era que él no habría vuelto a pensar en el asunto. Su padre nunca dudaba de sus actos; se habría felicitado por su rápida reacción, igual que se había alegrado de que su hija descubriera sus dotes para la magia convirtiendo a su amante en un montón de carne chamuscada.

Magnus no hubiera sabido decir cuánto tiempo llevaba arrodillado en la penumbra, pero en cierto momento supo que ya no estaba solo. Lucía había entrado en el aposento. No la veía, pero sentía su presencia y olía la suave fragancia a flores que siempre la precedía.

—Hermano… —musitó—. ¿Ya has vuelto?

No respondió. Tenía la boca seca y pastosa, y no estaba seguro de poder moverse.

Lucía se acercó y le rozó el hombro.

—Magnus —se arrodilló a su lado y le apartó el pelo del rostro—. ¡Estás herido!

Él tragó saliva.

—No es nada.

—¿Dónde has estado?

—En Paelsia.

—Te han… Ay, Magnus —suspiró ella.

Ignoraba lo que había hecho, o más bien lo que le habían ordenado hacer: apresar a la princesa Cleiona y llevarla a Limeros. Una tarea sencilla que su padre jamás le habría encargado si no pensara que era capaz de hacerla.

Y él había fracasado.

Lucía se incorporó, salió de la estancia y regresó poco después con un vaso de agua y un paño húmedo.

—Ponte de pie y bebe —le dijo con firmeza.

Magnus obedeció, pero el agua solo sirvió para despejarlo y reavivar el dolor que sentía.

Su hermana comenzó a limpiarle la herida con el paño.

—¿Y este arañazo?

No contestó; Lucía no lo entendería.

—Cuéntamelo —insistió ella con voz imperiosa, y Magnus levantó la cabeza para mirarla a los ojos—. Dime ahora mismo qué ha pasado.

—¿Acaso puedes arreglarlo?

—Tal vez.

Magnus tomó aire en un suspiro entrecortado, mientras Lucía lo observaba con gravedad creciente.

—Magnus, por favor, dime qué puedo hacer para ayudarte.

—Nada —murmuró negando con la cabeza.

—¿Por qué fuiste a Paelsia?

—Nuestro padre me envió para que le trajera algo. Fracasé. Y… las cosas fueron mal. Se va a poner como una furia.

Bajó la vista al suelo y luego se miró las manos. Había dejado la espada en la planta de abajo; ni siquiera se había molestado en limpiar la sangre de la hoja.

—¿Qué ocurrió?

—Los dos guardias que me acompañaban están muertos.

—¿Muertos? —abrió los ojos con sorpresa—. Pero tú lograste escapar… Estás herido, pero lograste escapar —le acarició la cara—. Gracias a la diosa que has sobrevivido.

Magnus contempló los preciosos ojos de Lucía. En su mirada se veía reflejado como una persona incapaz de hacer nada despreciable.

—He matado a un hombre.

Lucía dio un respingo.

—Pobre Magnus… Has pasado por una experiencia terrible. Lo siento muchísimo.

—Soy un asesino, Lucía.

—No —le rodeó la cara con las manos y le obligó a mirarla—. Eres mi hermano. Eres una persona maravillosa y nunca podrías hacer nada perverso, ¿me oyes?

Le abrazó con fuerza, tanta que Magnus olvidó por un instante lo que había pasado. Se aferró a ella: Lucía era su ancla, el peso que evitaba que la corriente lo arrastrara hasta la profundidad del océano.

—Nuestro padre no se va a enfadar —susurró ella—. No sé qué te ordenó que hicieras, pero no puede ser tan importante como que hayas regresado sano y salvo a casa.

—No creo que él piense lo mismo.

—Ya lo creo que sí. Cuando ocurrió lo de Sabina, me sentí tan culpable… —la voz se le quebró—. Sin embargo, padre me aseguró que no había hecho nada malo y que no tenía por qué temer el poder de mi magia. Dijo que lo de Sabina estaba escrito, que era el destino.

—¿Le creíste?

Lucía guardó silencio un instante.

—Me llevó un tiempo, pero ahora sí que creo en lo que me dijo. Ya no tengo miedo de lo que soy capaz de hacer. Deja que te enseñe lo que he aprendido.

Puso la palma de su mano en la mejilla herida de Magnus y, de pronto, empezó a brotar de ella una cálida luz blanca. Magnus clavó la mirada en sus ojos azules y se forzó a no apartarse cuando el calor se hizo más intenso y doloroso. Al cabo de unos minutos, Lucía retiró la mano y Magnus se acarició la mejilla. Estaba suave y lisa al tacto, salvo por la marca de su vieja cicatriz. Los arañazos habían desaparecido: Lucía le había curado con la magia de la tierra.

—Increíble. Eres increíble.

Una sonrisa juguetona y confiada asomó a los labios de la muchacha.

—Me sorprendió la amabilidad de nuestro padre después de… bueno, después de lo que hice. Le agradezco mucho que no me haya puesto las cosas más difíciles.

—¿Le quieres tanto como a mí? —inquirió Magnus; le ponía enfermo que Lucía se hubiera dejado engañar por unas palabras amables.

Ella se apoyó contra él y dejó escapar una risa suave.

—¿La verdad?

—Siempre.

—Entonces, este será nuestro secreto —musitó en su oído—. Te quiero más que a nadie en el mundo.

Magnus le tomó el rostro entre las manos y la miró a los ojos. ¿Sería verdad?

—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó ella.

—Sí —asintió muy despacio.

Y entonces, en un impulso demasiado poderoso para detenerlo, acercó sus labios a los de ella y la besó con toda la pasión que llevaba años ardiendo en su interior. Al saborear sus labios suaves y dulces, Magnus sintió que le embargaban la esperanza y el amor.

Pero había algo… Con un escalofrío, Magnus se dio cuenta de que Lucía le empujaba el pecho con las manos para alejarse de él. Cuando separó su boca de la de ella, Lucía retrocedió tambaleante y cayó al suelo. Se llevó la mano a la cara, con los ojos muy abiertos; parecía horrorizada. No, algo peor: asqueada.

En los labios de Magnus aún hormigueaba el tacto de su boca, su sabor. Pero la cruda realidad lo golpeó como un jarro de agua fría.

Lucía no le había devuelto el beso.

—¿Por qué has hecho eso? —dijo ella, con la voz amortiguada por la mano que le tapaba la boca.

—Lo siento —murmuró él, y de pronto sacudió la cabeza—. No, la verdad es que no lo siento.

Llevaba mucho tiempo deseando besarte de ese modo, pero tenía miedo.

Ella apartó la mano de los labios, temblorosa.

—¡Eres mi hermano!

—Dijiste que me querías.

—Sí, es verdad: te quiero más que a nada en el mundo… pero como a un hermano. Esto ha sido… —sacudió la cabeza—. Esto está mal. No puedes volver a hacerlo nunca más.

—No somos hermanos —replicó Magnus.

Se negaba a sentir vergüenza; la amaba con todo su corazón, y no podía permitir que ese sentimiento se convirtiera en algo sucio. No lo era: era puro, lo más puro que tenía en su interior.

—Lucía, tú no eres mi hermana de sangre. No naciste en esta familia, sino en Paelsia.

Sabina te robó de la cuna y mi madre te crio como si fueras mi hermana, pero no compartimos lazos de sangre. Podemos estar juntos, no hay nada que lo prohíba.

El rostro de Lucía estaba tan pálido como el de un fantasma, y sus ojos ya no mostraban cólera sino asombro.

—¿Por qué me dices esas cosas tan horribles?

—Porque son verdad. El rey debería habértelo dicho. Quiere utilizar tu poder en su beneficio. Por eso te trajo aquí, por eso te educó como si fueras su hija.

Lucía sacudió la cabeza.

—¿Lo sabes desde siempre?

—No; me lo dijo Sabina la otra noche. Pero la reina lo confirmó.

—No lo entiendo —Lucía se incorporó con dificultad.

Magnus le lanzó una mirada cautelosa; en ese momento, ni siquiera recordaba lo ocurrido en Paelsia. Hubiera preferido contarle aquello a Lucía de forma menos brusca.

—Tranquilízate, por favor —le pidió—. El rey te sigue queriendo como a una hija, no me cabe duda. Y es verdad que nos hemos criado juntos. Sin embargo, ahora que sé la verdad no puedo seguir viéndote solo como a una hermana. Para mí eres mucho más.

Lucía tragó saliva.

—No me digas eso, te lo ruego.

—Eres la única persona que me importa —dijo Magnus con la voz rota—. Te quiero, Lucía; te quiero con toda mi alma.

Ella se limitó a mirarlo.

—Dijiste que me querías más que a nadie en el mundo… —insistió.

—Como a un hermano, Magnus. Eres mi hermano, y te quiero por encima de todas las cosas.

Magnus sintió que se le paraba el corazón y que el mundo entero se hacía añicos.

—Solo como a un hermano…

—No debes volver a hacer eso. No puedes tocarme así. Está mal, Magnus.

—No lo está —replicó apretando los puños.

—Yo no siento lo mismo por ti.

—Pero tal vez algún día…

—No —las lágrimas brillaron en sus ojos—. Nunca lo sentiré. Por favor, no quiero que volvamos a hablar de esto jamás.

Se pasó la mano por su larga cabellera negra y se dirigió hacia la puerta, pero él le aferró la muñeca para detenerla.

—Lucía, no te vayas.

—Tengo que hacerlo. No puedo estar cerca de ti ahora mismo.

La muchacha se desasió y salió del aposento. Magnus se quedó inmóvil frente a la puerta, con la mente en blanco, aturdido por lo que acababa de pasar.

Ella le había dado la espalda. Le había castigado por mostrarle sus sentimientos, por abrir su corazón como nunca había hecho con nadie.

Ya estaba bien. Magnus llevaba toda la vida portándose como un necio, como un niño.

Había soportado sin rechistar las injusticias y maltratos de quienes tenían más fuerza que él; se había acostumbrado a soportar el dolor con la única protección de una fina coraza, una máscara que protegía sus sentimientos. Pero las máscaras podían romperse con una frase.

Aquel día había dejado de ser un niño. Había matado a un hombre y había perdido a la persona que más amaba en el mundo, porque Lucía jamás volvería a confiar en él. Había destruido aquella relación, la había estropeado para siempre. Durante un instante, solo en sus aposentos, cerró los puños y lloró la pérdida de su preciosa hermana, de su mejor amiga.

Y luego, su corazón roto en mil pedazos empezó a helarse.