CAPÍTULO 25
Encontrar a la princesa estaba resultando más difícil de lo que Theon esperaba. Sus dos hombres y él llevaban varios días recorriendo las aldeas de Paelsia en busca de pistas.
Una cosa era segura: Cleo y Nic habían pasado por bastantes de ellas, y se habían quedado el tiempo suficiente como para que la gente los recordara con agrado. Theon se sorprendió al enterarse de que se hacían pasar por dos hermanos de Limeros. Sí, muy inteligente.
Pero ahora había llegado a un punto muerto. No encontraba nada nuevo, ninguna pista de su paradero. La angustia crecía con cada nuevo día de búsqueda infructuosa. Finalmente ordenó a sus acompañantes que se separaran y que, si no encontraban nada en siete días, regresaran a Auranos sin él. Como guardia personal de la princesa, su deber —su único deber— era protegerla y mantenerla a salvo. Ni siquiera recordaba la amenaza que pendía sobre su cabeza; estaba más preocupado por la seguridad de Cleo.
Habían pasado diez días cuando al fin encontró una pista fiable. En una aldea a dos horas de camino del Puerto de los Comerciantes, cercana al pueblo tristemente famoso donde Tomas Agallon había encontrado la muerte, una mujer le dijo que había visto hacía una semana a una chica rubia que viajaba junto a un chico pelirrojo. Al parecer, el muchacho había vuelto a pasar por allí la noche anterior, esta vez solo. Con el corazón en un puño, Theon registró el pueblo y sus alrededores.
La mujer había vuelto a ver al chico, pero no a Cleo. Aquello no le gustaba…
Poco después, tras una tormenta inesperada, vio una figura que se aproximaba a él por un sendero embarrado: era Nicolo Cassian. Por un instante, Theon pensó que se trataba de una visión. Corrió hacia él y le agarró de la túnica.
—¿Dónde está la princesa? ¡Responde!
Nic parecía tan cansado y circunspecto como el propio Theon.
—Sabía que estarías buscándonos… No sabes cuánto me alegro de haberte encontrado.
—No te alegrarás tanto cuando vuelvas a Auranos: el rey te hará pagar muy caro que te hayas llevado a la princesa.
A pesar de la dureza de Theon, Nic no se amilanó.
—¿De verdad piensas que yo la obligué a venir? Cleo es muy testaruda, ¿no lo sabías?
—¿Dónde está? —insistió.
—La raptó un paelsiano hace tres días. Me puso un puñal en la garganta y amenazó con rebanarme el cuello. Cleo aceptó marcharse con él a cambio de que me perdonara la vida —Nic parecía destrozado—. No debería haberlo hecho… Tendría que haber huido y haber dejado que me matara.
A Theon se le encogió el estómago.
—¿Sabes quién era?
—Jonas Agallon —repuso Nic con expresión sombría.
Theon soltó la túnica polvorienta y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Aquel nombre le resultaba tan familiar como el suyo propio. Jonas: el chico que había amenazado de muerte a Cleo, el monstruo que la acosaba… La había capturado, y Theon no estaba allí para protegerla.
—Va a morir… Puede que ya esté muerta —susurró—. Le he fallado.
—Sé dónde se encuentra.
Theon levantó la cabeza, como impulsado por un resorte.
—¿Cómo?
—Desde que Jonas se la llevó, me he dedicado a preguntar a la gente por él y su familia. Sé dónde vive su hermana. Su marido y ella tienen una granja no muy lejos de aquí, y creo que Cleo está prisionera en un cobertizo.
—¿Lo crees o lo sabes? —jadeó Theon.
—No estoy seguro; no la he visto, pero siempre hay algún centinela frente a la puerta del cobertizo. Ayer estuve todo el día espiándolos. Una vez al día, una mujer entra con una bandeja de comida y agua y sale con otra vacía. Me fui de allí porque sabía que debía avisar a… bueno, a ti. Y aquí estás, gracias a la diosa —tomó aire—. Tenemos que salvarla, Theon.
Aún estamos a tiempo.
Theon se permitió un leve atisbo de esperanza.
—Condúceme allí de inmediato.
Durante sus tres días de cautiverio, Cleo había descubierto que Felicia Agallon la odiaba con la misma intensidad que Jonas. A pesar de todo, obedecía las órdenes de su hermano y le llevaba comida una vez al día: pan de centeno rancio y agua del pozo, que habría sido nauseabunda si no le hubiera añadido un poco de miel. La primera vez que Felicia apareció entre las sombras del cobertizo —un agujero frío y húmedo, con una abertura irregular en el techo por donde apenas entraba la luz—, Cleo observó el agua con cautela.
—¿Está envenenada?
—Merecerías que lo estuviera.
Cleo hubiera querido replicar, pero se mordió la lengua. Se hizo un silencio incómodo.
—No está envenenada —dijo al fin Felicia—. Jonas te quiere viva, no sé por qué.
Aun así, Cleo aguantó todo lo que pudo sin beber ni comer. Pasaba la mayor parte del tiempo tratando de dormir sobre un montón de paja; aquello no podía estar más lejos del lujo en el que había vivido hasta entonces.
Intentó morder las cuerdas que le ligaban las muñecas, pero no lo consiguió; además, aunque hubiera conseguido liberar sus manos, no tenía modo de abrir el grillete del tobillo. Y
en cualquier caso, el cobertizo estaba cerrado con llave y vigilado. A esas alturas, Cleo ya no pensaba en su hermana, en su padre, en Nic ni en Theon. Era un ratón atrapado que esperaba la llegada del gato.
Esperaba.
Y esperaba.
La última vez que Felicia había ido a visitarla, le dedicó una mirada de suficiencia antes de entregarle la bandeja.
—Ya queda poco —comentó—. He recibido un mensaje; dentro de poco te vendrán a buscar y me libraré de ti.
—Quién, ¿Jonas? —musitó Cleo.
—No, Jonas no —resopló ella—. Por suerte, también él podrá perderte de vista.
Cerró la puerta y la dejó sumida en la penumbra de nuevo, con la única compañía de sus angustiosos pensamientos.
Al cabo de lo que le pareció una eternidad, oyó algo. Gritos. Gruñidos. Golpes.
Luego, alguien llamó a la puerta.
El miedo la dejó paralizada. Sonó otro estruendo, esta vez más fuerte, y después se oyeron voces apagadas. Cleo contuvo el aliento y trató de reunir coraje para enfrentarse a cualquier monstruo que pudiera aparecer.
De pronto se dio cuenta de que no estaban llamando, sino tratando de echar la puerta abajo. Aún no se había hecho a la idea cuando la puerta se abrió de golpe, y Cleo tuvo que cubrirse los ojos para que el resplandor no la cegara.
Una figura borrosa entró en el cobertizo. ¡Theon! Cleo abrió los ojos como platos, con el corazón estremecido.
—¿Ves? —exclamó alguien en tono triunfal, y Cleo contuvo un grito de alegría al reconocer la voz de Nic—. Sabía que estaba aquí.
—¿Hay alguien más dentro? —preguntó Theon, y Cleo tardó unos segundos en darse cuenta de que se dirigía a ella.
—Yo… —los miró con la boca abierta—. ¿Qué? ¿Aquí? No, no hay nadie. Solo yo. Pero hay gente fuera…
—Ya me he encargado de ellos.
Nic corrió a su lado y le agarró las manos.
—Cleo, ¿estás bien? ¿Te ha hecho daño ese bárbaro?
La preocupación pintada en su rostro hizo que a Cleo se le humedecieran los ojos.
—Tranquilo, no me ha hecho nada.
Su amigo dejó escapar un suspiro de alivio y la abrazó con fuerza.
—Estaba loco de preocupación…
Theon no dijo una palabra, pero se acercó a ella en cuanto Nic la soltó. Su expresión era tensa, y Cleo dio un respingo al ver la palidez de su rostro.
—Theon…
Él alzó una mano.
—No quiero oír nada salvo que estáis bien.
—Pero…
—Por favor, princesa.
—Tienes derecho a enfadarte conmigo.
—Eso no importa ahora. Debéis salir de aquí cuanto antes. Quedaos quieta; tengo que liberaros antes de que despierten los centinelas.
El guardia desató las ligaduras de las manos con eficacia y sin miramientos; para cuando acabó, las muñecas de Cleo estaban casi en carne viva, pero ella no se quejó. Después, Theon desenvainó la espada y cortó de un tajo la cadena.
—El resto tendrá que esperar hasta que encontremos a un herrero —declaró mirando el grillete que aún rodeaba el tobillo de Cleo.
La princesa salió del cobertizo y se detuvo para disfrutar de la caricia de los rayos del sol en su rostro. Nic abrió la bolsa que Cleo había dejado atrás cuando Jonas la secuestró y sacó su capa. Se la echó por los hombros para que entrara en calor, y ella le miró con gratitud. Observó los alrededores y se fijó en los tres hombres que yacían inconscientes junto a la entrada del cobertizo. No reconocía a ninguno de ellos, pero sabía que estaban allí para impedir que escapara.
—¡Theon, cuidado! —gritó de pronto Nic.
El guardia se giró velozmente y descubrió a Felicia, que se había acercado con sigilo y se disponía a apuñalarlo por la espalda. La desarmó con facilidad y la inmovilizó agarrándola por las muñecas.
—¡Has matado a mi marido! —chilló ella.
—No he matado a nadie; no me gusta asesinar a hombres desarmados. Aunque tal vez merecieran la muerte… —sus ojos refulgieron de cólera—. ¿Sabes quién es la muchacha que manteníais prisionera? ¡Cleiona, princesa de Auranos!
Felicia se encogió de miedo.
—Me ordenaron que la retuviera aquí hasta que vinieran a por ella —su expresión se endureció—. Están cerca… Ya se oyen los cascos de los caballos. No tendrás ninguna oportunidad contra él.
—¿Contra quién?
Una sonrisa desagradable deformó el rostro de la muchacha.
—Espera un poco y lo verás.
—Mientes.
—¿Eso crees?
Theon la soltó con tanta brusquedad que Felicia estuvo a punto de caer al suelo junto a su marido.
—Partamos, princesa —ordenó el guardia, sin quitarle los ojos de encima a la impredecible Felicia—. Ignoradla; conmigo estáis a salvo.
Los tres echaron a andar con paso rápido hacia el camino embarrado. Cleo buscó algo que decirle a aquella mujer que la había tenido encerrada durante tres días por orden de su hermano, pero no se le ocurrió nada. Le hubiera gustado odiarla, pero no era capaz.
—Si nos damos prisa, podremos volver por mar —dijo Nic—. Mañana al amanecer zarpa un barco hacia Auranos. Estarás de vuelta en palacio antes de que te des cuenta, Cleo; ya verás como todo sale bien.
—No, no todo —murmuró ella—. No he encontrado a la vigía.
Theon se volvió hacia Nic.
—Necesito hablar a solas con la princesa. ¿Te importa dejarnos un momento?
—Depende —vaciló Nic—. ¿Cleo?
—Está bien, Nic —asintió ella—. Prefiero que Theon me riña ahora; así, cuando llegue a casa solo tendré que aguantar la reprimenda de mi padre.
En el fondo, Cleo sabía que la palabra «reprimenda» se quedaba corta para describir lo que la esperaba. La idea la inquietaba, pero estaba dispuesta a aceptar su destino.
—Bueno, entonces me acercaré al pueblo a buscar algo de comida —cedió Nic a regañadientes.
—Te veremos allí —asintió Theon con voz firme—. No tardaremos mucho; me inquieta lo que ha dicho esa mujer.
Nic les echó una última ojeada, y luego les dio la espalda y se puso a caminar a buen ritmo. Cleo observó cómo se alejaba, temiendo enfrentarse a la mirada de su airado guardaespaldas.
—A pesar de todo, no me arrepiento de haber venido —dijo al fin—. Lo hice para ayudar a mi hermana; si algo lamento es no haberlo conseguido. Sé que ahora mismo me desprecias, y no quiero ni pensar en cómo debió de ponerse mi padre al enterarse de que me había marchado —suspiró, exhausta—. Pero tenía que hacerlo.
Cuando se atrevió a mirarle, descubrió que la expresión de Theon había cambiado. Ya no mostraba furia ni dureza, sino algo confuso. ¿Pena, quizás?
—Sin embargo, sí que lamento todas las molestias que te he causado —musitó la princesa—. Me gustaría pedirte perdón, Theon.
Él se inclinó para agarrarle las manos y a ella le sorprendió su súbita cercanía.
—Estaba muy preocupado por vos.
—Lo sé.
—Podían haberos matado.
—Theon, yo… no pensaba con claridad.
—Tampoco yo. Y sigo sin hacerlo.
Cleo alzó la mirada y sus labios se encontraron con los de Theon.
No fue un casto beso de amistad, sino un beso apasionado como aquellos con los que Cleo solo había soñado hasta entonces. Su corazón saltó en el pecho mientras estrechaba a Theon para pegarse más a él. Cuando al fin se separaron, él retrocedió y agachó la cabeza, con la frente surcada de arrugas.
—Os pido mis más humildes disculpas, princesa.
Ella se rozó los labios con los dedos.
—Por favor, no me pidas perdón.
—No debería haberlo hecho. No puedo dar por sentado que vos sintáis… —tragó saliva—. Cuando regresemos, le pediré a vuestro padre que os ponga al cuidado de otro guardia. No solo he fallado en mi misión de protegeros; es que ni siquiera me siento capaz de trataros con la obligada reverencia. Ahora mismo, para mí sois mucho más que la hija del rey. En tan poco tiempo habéis pasado a… a serlo todo para mí.
—¿Todo? —exhaló ella.
Theon la miró a los ojos.
—Todo.
—Bueno, pues eso simplifica mucho las cosas —murmuró Cleo, conmovida.
Theon frunció el ceño.
—No lo entiendo…
—Es evidente: no puedo casarme con Aron ni con nadie que no seas tú. Me niego, diga lo que diga mi padre —se acercó y le rodeó la cara con las manos, feliz de pronto—. Yo… sabía que estábamos destinados a acabar juntos.
A Theon se le aceleró la respiración, pero las arrugas de su frente se hicieron más pronunciadas.
—Cleo, yo no soy más que un soldado.
—¡No me importa!
—A tu padre sí le importará. Y mucho, estoy convencido.
—Pues tendrá que aguantarse si no quiere que me escape otra vez —esbozó una sonrisa—. Contigo, claro.
Theon la miró, incrédulo, y luego soltó una carcajada profunda.
—Maravilloso: solo tienes que decirle a tu padre que vas a romper tu compromiso por mi culpa, pero que no pasa nada. Estoy seguro de que lo aceptará y no me meterá en una mazmorra de por vida.
—Puede que no lo acepte al principio, pero le haré entender que no hay otra alternativa.
Theon la observó con curiosidad.
—Así que sientes algo por mí.
—Tú me has salvado. Pero ya antes de eso… bueno, era como si supiera que esto iba a ocurrir pero no me diera cuenta de que lo sabía —a Cleo se le quitaba un peso de encima con cada palabra.
—No —negó Theon—. Yo no te salvé: fue Nic quien averiguó dónde estabas. Yo me limité a poner fuera de combate a los centinelas y a derribar la puerta.
La sonrisa de Cleo se ensanchó.
—Bueno, vale. En cualquier caso, no estoy enamorada de Nic, sino de ti.
Él volvió a estrecharla entre sus brazos, ahora más consciente de sí mismo.
—Todavía me pone furioso pensar que escapaste del palacio y estuviste a punto de perder la vida. No deberías estar aquí.
—Solo aquí encontraré la respuesta que necesito.
—Eso tendrá que esperar, Cleo.
—¡Pero es que no puede esperar! —protestó ella, de nuevo con un nudo en la garganta.
Theon clavó la vista en el suelo.
—Debemos marcharnos de aquí. Te das cuenta, ¿verdad?
El corazón de Cleo amenazaba con salírsele del pecho. No podía olvidar el motivo por el que había ido a Paelsia, pero tampoco podía negar que Theon tenía razón: si se estaba fraguando una guerra contra Auranos, aquel no era lugar para una princesa. Las lágrimas se agolparon en su garganta.
—¿Y no hay ninguna alternativa?
—Ten paciencia durante una semana —repuso Theon—. Después, yo mismo regresaré para averiguar si esa leyenda en la que crees es verdad o no. Permíteme que haga eso por ti.
—Gracias…
—También buscaré a Jonas Agallon —añadió él, sombrío—. Pagará con sangre lo que ha hecho.
Cleo se estremeció.
—Me culpa por lo que le hizo Aron a su hermano. Todavía conserva la daga con la que lo mató.
—¿Te amenazó con ella?
Cleo asintió y luego apartó la mirada para no ver la rabia que asomaba a los ojos de Theon.
—Le encontraré —gruñó él—. Dentro de poco no tendrá que preocuparse por la muerte de su hermano, porque se reunirá con él.
—Está destrozado por la muerte de Tomas. Eso no excusa sus acciones, pero las explica…
—No estoy de acuerdo.
Cleo no pudo evitar lanzarle una mirada divertida.
—¿Qué? —preguntó él con cautela.
—Hay muchas cosas en las que no coincidimos, ¿verdad?
Theon le apretó la mano.
—En muchas otras sí lo hacemos.
La sonrisa de Cleo se ensanchó.
—Sí: en las más importantes.
Rodeó el cuello de Theon con los brazos y volvió a besarle, primero con suavidad y después con abandono. Había recuperado todo su optimismo: sí, Theon regresaría pronto y su búsqueda daría frutos. Ella tendría que enfrentarse a la ira de su padre, pero cuando se le pasara el enfado, le explicaría que se había enamorado de uno de sus guardias, y que si quería verla feliz —¿y cómo no iba a quererlo?—, debía romper su compromiso con Aron y aprobar su unión con Theon. Tal vez accediera a nombrarle caballero y darle un puesto más importante en el palacio para convertirlo en un pretendiente adecuado para una princesa. No hacía falta tanto; al fin y al cabo, Cleo no era la heredera del trono de Auranos.
Entonces oyó algo que le provocó un escalofrío.
Caballos al galope.
Theon se tensó y se apartó de ella. Tres jinetes se aproximaban por el camino, en la misma dirección que llevaban ellos. Tardaron segundos en alcanzarlos y bloquearles el paso.
—Aquí estáis… Felicia tenía razón: no habéis llegado muy lejos.
El que hablaba estaba situado en el centro del trío. Era muy joven; no tendría más de dieciocho o diecinueve años, y tanto su ropa como su cabello y sus ojos eran negros. Los hombres que lo flanqueaban llevaban unas libreas de color granate que Cleo reconoció enseguida: eran guardias reales de Limeros.
Se arrebujó en la capa para disimular su nerviosismo.
—¿Qué queréis? —preguntó con sequedad.
—Eres la princesa Cleiona Bellos —dijo el muchacho de pelo negro mirándola con aire hastiado—. ¿Me equivoco?
Theon le apretó la muñeca con fuerza y Cleo intuyó que no debía contestar.
—¿Quién lo pregunta? —inquirió el guardia.
—Soy Magnus Lukas Damora, príncipe de Limeros. Es un honor conocer a la princesa en persona; resulta tan encantadora como se cuenta.
Ella le miró, sorprendida. También ella había oído hablar del príncipe Magnus. Pero no solo se conocían de oídas: los habían presentado durante una visita de la familia real limeriana a Auranos, cuando Cleo no tenía más de cinco o seis años. Su mirada se dirigió hacia la mejilla del muchacho, atravesada por una cicatriz desde la comisura de la boca hasta la oreja, y en ese momento recordó una escena en la que no había vuelto a pensar desde que era pequeña.
Un niño lloraba mientras la sangre caía por su mejilla y goteaba sobre una colorida alfombra del palacio. Su madre, la reina de Limeros, le dio un pañuelo para que se apretara la herida y cortara la hemorragia, pero no se lo subió al regazo ni lo abrazó contra su pecho.
Su padre, el rey, le ordenó con un gruñido que dejara de montar escándalo.
El muchacho que tenía delante no se parecía en nada a aquel niño llorón; de hecho, la frialdad de sus ojos parecía atravesarla como una daga de hielo.
Tal vez algunas personas lo consideraran atractivo, pero a ella no se lo pareció. Había en él algo cruel y despótico que la desagradaba.
Sin embargo, tratar con personas desagradables formaba parte de su cometido como hija de un rey.
—Es un placer encontrarte aquí, príncipe Magnus —dijo con voz medida y cortés—. Sin embargo, no nos podemos entretener; debemos encontrarnos con un amigo en el pueblo antes de emprender el regreso a Auranos.
—Ah, cuán agradable —repuso Magnus—. ¿Quién te acompaña?
—Este es Theon Ranus, un guardia de palacio que ha venido conmigo a Paelsia.
—¿Puedo preguntar qué te trae a estas tierras?
—Deseaba disfrutar del paisaje. Me gusta conocer sitios nuevos.
—Sin duda —contestó Magnus sin despegar los ojos de ella—. No obstante, sé que mientes: me han informado de que estabas prisionera en un cobertizo cercano, uno que ahora tiene la puerta rota. Pueden atestiguarlo tres guardias llenos de moratones y una campesina medio histérica que no sabía cómo disculparse por haberte dejado escapar. La verdad es que he tardado en encontrarte algo más de lo que esperaba. No estoy familiarizado con esta tierra; al contrario que tú, yo no disfruto del paisaje —miró a su alrededor con disgusto—. De hecho, me alegrará marcharme cuanto antes.
—Por favor, no os entretengáis por nosotros —murmuró Theon.
Magnus le miró fijamente y una sonrisa serpenteó por su cara. Cuando se volvió de nuevo hacia Cleo, su rostro volvía a ser una máscara desprovista de emociones.
—Así que lograste escapar de tus captores. Eres una joven muy inteligente.
Cleo le sostuvo la mirada, esforzándose por no mostrar debilidad.
—Doy gracias a la diosa por haber podido liberarme con ayuda de Theon.
—Gracias a la diosa… —repitió Magnus—. ¿Cuál de ellas? ¿La diosa maligna de la cual has recibido el nombre? ¿La enemiga de mi pueblo?
—Aunque disfruto mucho de tu conversación, príncipe Magnus, es hora de que continuemos nuestro camino —repuso Cleo; la paciencia empezaba a agotársele—. Te ruego que saludes a tu familia de mi parte cuando regreses a Limeros.
Magnus les hizo una seña a sus hombres, que descabalgaron de inmediato. A Cleo se le aceleró el corazón.
—¿A qué viene esto? —saltó Theon, desenvainando la espada e interponiéndose entre la princesa y ellos.
—Me temo que todo habría sido más sencillo si la princesa se hubiera quedado donde estaba —dijo Magnus—. Tengo órdenes de llevarla a Limeros.
Cleo respiró hondo.
—No lo harás.
—Mi padre, el rey Gaius, me lo ha ordenado, y es justo lo que voy a hacer —sus ojos oscuros se dirigieron hacia Theon—. Te recomiendo que no intentes detener a mis hombres; preferiría evitar el derramamiento de sangre.
Theon alzó la espada.
—Y yo te recomiendo que des media vuelta y dejes en paz a la princesa. No va ir contigo a ninguna parte.
—No te metas en esto, soldado, y permitiré que regreses vivo a tu tierra.
Theon soltó una carcajada
—La verdad es que me dejas de piedra —dijo—. Eres el príncipe de Limeros, el primero en la línea sucesoria; siempre he oído decir que descendías de grandes hombres.
—Así es.
—Si tú lo dices… Tal vez seas la excepción que confirma la regla.
—Muy divertido —Magnus hizo un gesto—. Guardias, apresad a la princesa y libraos de su acompañante. Ahora.
Los soldados se aproximaron a ellos.
—Theon… —musitó Cleo.
—Quédate detrás de mí.
Un calambre de pánico recorrió la espalda de la princesa. Aquello no era justo. Ahora que casi lo habían conseguido… Habían escapado de Jonas; solo tenían que encontrarse con Nic, regresar al puerto y subir a un barco que los llevara a casa. ¿Por qué tenía que pasarles aquello?
—¿Qué quiere tu padre de mí? —preguntó—. ¿Lo mismo que Jonas? ¿Utilizarme como rehén para ganar la guerra?
—Digamos que te necesita para tratar de mejorar las relaciones entre nuestros países.
—¡Atrapadla! —ordenó a sus soldados.
Sin embargo, para apresar a Cleo tenían que enfrentarse a su escolta. Los dos hombres desenvainaron sus armas y Cleo los miró, aterrada.
Pero nunca había visto combatir a Theon.
Era increíble.
Cleo se echó hacia atrás cuando los limerios se abalanzaron sobre ellos. Las espadas soltaron chispas al encontrarse. Uno de los soldados, el rubio, alcanzó a Theon en el brazo, y la sangre empapó rápidamente la manga de su librea azul. Al ver que continuaba usando el brazo, Cleo se tranquilizó: tenía que ser una herida superficial. Entonces, Theon arremetió contra su atacante y le hundió la espada en el pecho.
Con un gruñido, el guardia limeriano cayó de rodillas y se desplomó boca abajo en la tierra.
Magnus soltó una maldición, aún montado a caballo; parecía sorprendido por la muerte de su hombre, como si hubiera esperado que Theon se rindiera y le entregara a Cleo sin resistencia alguna.
Aquello no iba a resultar fácil, pero Cleo se tranquilizó: Theon vencería, seguro. Ya la había salvado una vez y la salvaría de nuevo.
Theon, mientras tanto, se esforzaba por detener al segundo guardia, un hombre mayor y más experimentado que manejaba la espada con tanta facilidad como si formara parte de su cuerpo. Cleo había presenciado muchos combates de entrenamiento y había asistido a los torneos que se celebraban en la corte todos los veranos, pero jamás había visto una lucha tan encarnizada.
Justo cuando empezaba a temer que Theon fuera derrotado, su adversario tropezó con una piedra y perdió pie. Theon lo atravesó con la espada sin titubear.
El limeriano soltó el arma y se derrumbó. Su cuerpo se sacudió en un estertor y quedó inmóvil. Estaba muerto.
La princesa suspiró de alivio: Theon lo había conseguido. No le gustaba que hubiera matado a aquellos dos hombres, pero se daba cuenta de que no tenía otra opción: si no lo hubiera hecho, la habrían llevado a Limeros y la habrían usado para chantajear a su padre.
Le miró agradecida, con una sonrisa en los labios. Theon jadeaba, sudoroso. Sus ojos se encontraron por un instante.
Y entonces, algo brillante y afilado apareció en el pecho de Theon. Él bajó la vista con asombro, justo a tiempo para ver cómo la punta de la espada se retiraba y la sangre oscura empezaba a empapar la tela de su librea.
Por un momento, Cleo lo vio todo negro.
—¡Theon! —chilló.
Él se llevó la mano al pecho y la retiró teñida en sangre. Dirigió a Cleo una mirada llena de dolor y se desplomó de rodillas. Luego, su mirada se desenfocó y cayó de espaldas, con los ojos fijos en el cielo.
A su espalda, Magnus sostenía una espada ensangrentada. Contempló el cuerpo con el ceño fruncido y negó con la cabeza.
—Mató a mis hombres; me hubiera matado a mí después.
Cleo se acercó a Theon y se arrodilló junto a él, temblorosa. Acarició sus brazos, sus hombros, su rostro… Las lágrimas le impedían ver con claridad.
—Theon, no pasa nada. Solo es una herida. ¡Theon, mírame, te lo suplico! —rogó, en un sollozo histérico que hacía casi ininteligibles sus palabras.
Theon estaba bien; tenía que estar bien. Cleo lo tenía todo planeado. Iría con él a Auranos, y su padre se enfadaría al verla pero después la perdonaría. Entonces le diría que amaba a Theon aunque no fuera más que un soldado. Él lo era todo para ella: le quería. Y Cleo siempre conseguía lo que quería, si se esforzaba lo bastante.
—Lamento que hayamos tenido que llegar a esto —dijo Magnus—. Si el guardia se hubiera rendido cuando se lo dije, nada de esto habría sucedido.
—No es solo un guardia —musitó ella.
El príncipe la agarró del brazo para levantarla y Cleo se debatió.
—¡Suéltame! ¡No me toques!
—Tienes que venir conmigo —declaró él, inexpresivo.
—¡Nunca!
—No hagas las cosas más difíciles de lo que ya son.
Ella le miró, anonadada. Aquellos rasgos borrosos pertenecían al peor de los demonios.
Había hecho daño a Theon, que solo quería rescatarla y ahora estaba…
Ahora estaba…
No. No lo estaba. Iba a sobrevivir. Tenía que hacerlo.
Cleo se desasió y abrazó otra vez a Theon; quería ayudarlo a incorporarse, protegerlo de aquel príncipe que podría volver a hacerle daño. La sangre manchó su vestido, el mismo que había intentado proteger de la suciedad durante los tres días que había pasado encerrada en aquel cobertizo frío y oscuro. Los otros dos hombres no importaban: estaban muertos. Pero Theon no lo estaba. No podía estarlo.
—Ya es suficiente —Magnus volvió a aferrarla del brazo y la levantó de un tirón—. No quiero más complicaciones; debes venir conmigo. No pongas a prueba mi paciencia, Cleiona.
—¡Suéltame! —chilló Cleo.
Se retorció y le arañó la cara hasta hacerle sangre en la mejilla de la cicatriz, y Magnus le dio un empujón que la hizo caer de espaldas. Cleo se quedó tendida, aturdida y sin aliento.
El príncipe se inclinó sobre ella, con el rostro y las manos manchados de sangre; se había ruborizado, pero parecía más molesto que furioso. Por un instante Cleo recordó al niño que había conocido, el que lloraba con la cara ensangrentada. Magnus extendió el brazo y, de pronto, cayó al suelo con un gruñido y soltó la espada.
Cleo se puso en pie y vio que Nic corría hacia ellos. Lo que había derribado a Magnus era una piedra que Nic le había lanzado a la cabeza. El príncipe no estaba inconsciente, pero parecía desorientado y gemía de dolor.
—¡Cleo! —su amigo parecía horrorizado—. ¿Qué ha pasado?
La princesa asió la espada del príncipe y la levantó; era muy pesada. Aunque jamás había empuñado un arma, sacó fuerzas de flaqueza —unas fuerzas que no sabía que poseía— para apoyar la hoja ensangrentada en el pecho de Magnus. Las lágrimas le nublaban la visión, pero la rabia y el dolor la ayudaron a apretar la punta sobre el corazón del príncipe.
—Princesa… —murmuró él, todavía desorientado—. No…
—Theon solo quería salvarme y tú le hiciste daño —dijo con voz entrecortada—. Ahora yo te haré daño a ti.
—No, Cleo —Nic le agarró la muñeca—. No lo hagas.
—Tengo que detenerlo; no quiero que haga daño a nadie más —murmuró.
—Mírale, Cleo: ya le has detenido. Ya le has hecho bastante daño. Si le matas, las cosas se pondrán todavía peor. Tenemos que volver a casa cuanto antes.
—Quería llevarme prisionera a Limeros. Theon se lo impidió.
Nic le quitó la espada con delicadeza.
—No te secuestrará, te lo prometo.
Magnus alzó la vista hacia Nic, con expresión lúgubre pero aliviada.
—Gracias por tu ayuda; no la olvidaré.
—No lo he hecho por ti, estúpido —Nic agarró la espada por la hoja y propinó a Magnus un golpe con la empuñadura que lo dejó fuera de combate. Luego arrojó el arma al suelo y se limpió en las calzas las manos manchadas de la sangre de Theon.
Cleo se dejó caer una vez más junto al guardia y le apartó de la frente un mechón del color del bronce. Seguía con la mirada fija en el cielo, sin pestañear. Tiene unos ojos tan bonitos… Me gustan sus ojos, su nariz, su boca. Me gusta todo de él, pensó.
Le acarició los labios y los dedos se le mancharon de sangre.
—Despierta, Theon —musitó—. Por favor, necesito que vuelvas a encontrarme. Estoy aquí, a tu lado. Estoy esperando a que me rescates.
Nic le tocó el hombro con suavidad y ella negó con la cabeza.
—Está bien, Nic. Solo tenemos que esperar un momento.
—Cleo, se ha ido. No podemos hacer nada.
Le puso la mano en el pecho empapado de sangre y no notó los latidos de su corazón.
Tenía los ojos vidriosos. Su espíritu ya no estaba allí; aquello no era más que una carcasa.
Jamás podría volver a encontrarla.
Un lamento casi animal escapó del pecho de Cleo. No encontraba palabras para describir su dolor: había perdido a Theon justo después de averiguar lo mucho que significaba para ella. Si no hubiera ido a Paelsia, Theon no habría tenido que acudir a buscarla. Él la amaba; quería que estuviera a salvo, y ahora había muerto por su culpa.
Cleo se inclinó y rozó los labios de Theon con los suyos. Era su tercer beso.
Y el último.
Luego permitió que Nic la apartara del cuerpo de Theon y del príncipe inconsciente y la guiara hacia el puerto.