CAPÍTULO 24
El rey Corvin era muy distinto de lo que Jonas esperaba.
Los paelsianos lo consideraban un hombre codicioso, que ignoraba la miseria de sus vecinos mientras vivía en el lujo y la opulencia. Jonas, de hecho, había empezado a odiarlo mucho antes de conocerlo.
Pero al verlo en persona, le sorprendió su aspecto formidable. Era alto y de fuerte musculatura, como un caballero que acabara de dejar atrás la juventud. Su pelo castaño entrecano le llegaba hasta los hombros, y lucía una barba corta y bien arreglada. En sus ojos de un azul verdoso brillaba la inteligencia, y Jonas no pudo dejar de advertir que eran del mismo color que los de la princesa. A pesar de su resplandeciente palacio, el rey Corvin no parecía un hombre indolente que fomentara el hedonismo en su pueblo.
Las apariencias engañan, se recordó Jonas.
El caudillo Basilius había aguardado en su campamento la llegada del rey Gaius; querían entrar juntos en Auranos para dejar claro que ahora eran aliados. El monarca de Limeros también era un hombre fuerte, de pelo y ojos oscuros, pómulos afilados y labios finos. A primera vista parecía grave y severo, pero había algo en sus ojos —un asomo de malevolencia— que traicionaba la serenidad de sus rasgos. Jonas no sabía si aquello le agradaba o le hacía desconfiar de él.
Había escuchado muchas historias acerca de la forma en que el rey Gaius trataba a sus súbditos. Se decía que su ejército no se paraba en barras para hacer que respetaran las severas leyes que dictaba el monarca, y que su reinado estaba teñido de sangre. Aunque Jonas no estaba seguro de que los rumores fueran ciertos, jamás se le habría ocurrido subestimar a alguien con una reputación así.
El rey Corvin aceptó verlos de inmediato, los invitó a su palacio y los recibió en la sala del consejo. Allí se encontraban ahora Jonas y Brion, flanqueando al caudillo. El rey Gaius y dos de sus hombres se situaban al otro lado de la gran mesa rectangular. En el estrado, tras el rey Corvin, había otros dos soldados.
Todas las partes estaban igualadas en número, aunque sabían que aún no habría enfrentamiento armado; era el momento de parlamentar. Basilius había accedido a que el rey Gaius hablara en nombre de Paelsia, algo que consternó a Jonas.
—¿Y estos muchachos? —preguntó el rey Corvin haciendo un gesto en dirección a Jonas y a Brion.
Los hombres de Gaius no le habían llamado la atención: sus libreas granates los delataban como integrantes de la guardia real de Limeros.
—Se llaman Jonas Agallon y Brion Radenos —contestó el caudillo.
—¿Son vuestros guardias personales?
—Más que eso: Jonas pronto se convertirá en mi yerno.
¿Yerno? A Jonas se le revolvió el estómago. Tal vez lo más sensato fuera terminar la relación con Laelia cuanto antes; obviamente, ella tenía una idea de su situación distinta a la de él.
Al otro lado del caudillo sonó un resoplido ahogado; al parecer, a Brion aquello le hacía bastante más gracia que a Jonas.
—¿Tenemos que fingir una conversación cortés? —preguntó el rey de Auranos, incómodo—. Decidme a qué habéis venido y terminemos con esto.
—Siempre te he considerado un buen amigo, Corvin —el rey Gaius esbozó una sonrisa—. Sé que debería haberme esforzado más por mantener los lazos que nos unen.
—¿Qué lazos?
—Tenemos mucho en común: nuestros reinos son prósperos, y los dos limitan con Paelsia.
Juntos, nuestros tres países podrían ser muy fuertes; cuanto más estrecha sea nuestra amistad, más nos fortaleceremos.
—Entonces, ¿vienes a ofrecerme tu amistad? —el rey Corvin lo miró con recelo—. ¿Eso es todo?
Gaius asintió.
—La amistad es muy importante, y la familia está por encima de todo. Sé lo que es tener hijos jóvenes y desear para ellos un futuro brillante. Paelsia, en cambio, está pasando por tiempos duros, en comparación con nosotros.
—Y tú quieres ayudarlos.
—Con todo mi corazón.
El rey Corvin encaró al caudillo Basilius.
—Sé que Paelsia se enorgullece de ser un estado soberano. Nunca nos habéis pedido ayuda ni nosotros os la hemos ofrecido. Sin embargo, creedme cuando os digo que ignoraba lo desesperado de vuestra situación.
Jonas contuvo el comentario sarcástico que pugnaba por escapársele.
—Somos un pueblo orgulloso —declaró el caudillo—. Intentamos resolver solos nuestros problemas.
—Me asombra la valentía que muestran los paelsianos en tiempos tan difíciles —intervino el rey Gaius—. Mi corazón sufre ante sus padecimientos. Pero ha llegado el momento de que todo cambie.
—¿Y qué propones, Gaius? —inquirió el rey Corvin, sin poder evitar un deje de desprecio al dirigirse al rey de Limeros—. ¿Que apelemos a la caridad de nuestros súbditos? ¿Que enviemos dinero a los paelsianos? ¿Ropa, quizá? ¿Que les permitamos circular libremente por nuestras tierras? Nuestros vecinos llevan años practicando la caza furtiva en mis dominios.
¿Sugieres que haga la vista gorda, sin más?
—Si abriéramos nuestras fronteras, no habría caza furtiva. Nadie se vería obligado a robar.
El rey Corvin enlazó los dedos y paseó la mirada por los asistentes.
—Estoy dispuesto a discutir de lo que deseéis.
—Si esto hubiera sucedido hace veinte años y todavía reinara mi padre, yo también lo estaría —replicó Gaius—. Sin embargo, los tiempos han cambiado.
El rey Corvin no disimuló su disgusto.
—Entonces, ¿qué sugieres?
—Un cambio —declaró Gaius simplemente—. A una escala mucho mayor.
—¿Por ejemplo?
El rey Gaius se reclinó en la silla.
—El caudillo Basilius y yo deseamos ocupar Auranos y dividirlo entre los dos.
El rey Corvin miró a Gaius sin pestañear, petrificado por un instante. Finalmente, mostró los dientes blancos y rectos y soltó una carcajada.
—Ah, Gaius. Nunca hubiera sospechado que te gustan las bromas.
—No bromeo —replicó él sin asomo de sonrisa.
La expresión de Corvin volvió a helarse.
—¿Quieres hacerme creer que te has aliado con el caudillo para quedaros con mis dominios y dividirlos? ¿Acaso me tomas por idiota? Hay otro motivo. ¿Qué te propones en realidad?
¿Y por qué ahora, Gaius, después de tanto tiempo?
—Es el mejor momento —se limitó a contestar Gaius.
Corvin se volvió hacia Basilius y lo contempló con lástima.
—¿De verdad te fías de él para un asunto de tanta importancia?
—Mi confianza es absoluta: me ha demostrado su fidelidad haciendo algo que muy pocos se atreverían a hacer. Me honró con un auténtico sacrificio, y eso vale más que el oro para mí.
—Entonces eres más necio de lo que creía —el rey Corvin arrastró la silla y se incorporó—. Esta reunión ha terminado; tengo cosas más importantes que hacer que escuchar una sarta de majaderías.
—Te hemos dado la oportunidad de llegar a un acuerdo en nuestros términos —repuso el rey Gaius sin inmutarse—. Sería inteligente aceptarlo. Tu familia recibirá un buen trato: os entregaremos un nuevo hogar y una compensación. De este modo se evitaría el derramamiento de sangre.
—Manchas de sangre todo lo que tocas, Gaius; esa es la razón de que no seas bienvenido en mi reino desde hace diez años —Corvin se acercó a la puerta y le indicó al guardia que abriera con ademán impaciente.
—Tenemos a tu hija.
La espalda del rey Corvin se tensó. Se dio la vuelta con lentitud.
—Creo que no he oído bien.
—Tu hija, Cleiona —silabeó Gaius con total claridad—. Parece que la encontraron dando vueltas por Paelsia sin protección alguna. Es extraño que hiciera algo tan poco recomendable para una princesa, ¿no crees?
Jonas se esforzó por mantener una expresión indiferente. Llevaba días esperando aquel momento; el único motivo por el que no había matado a la princesa con sus propias manos era la esperanza de utilizarla para mejorar la vida de su gente, de su familia.
—No deberías permitir que una hija tuya viaje por tierras extrañas sin una escolta adecuada —continuó el rey Gaius—. Pero no te preocupes: me aseguraré personalmente de garantizar su seguridad.
—¿Te atreves a amenazarme? —siseó el rey Corvin.
—En modo alguno. En realidad, esto es sencillo —Gaius extendió las manos y mostró las palmas—. Si nos entregas tu reino, nadie sufrirá daños.
El rey Corvin aferró el marco de la puerta con tanta fuerza que a Jonas le dio la impresión de que iba a arrancar un pedazo de madera.
—Hazle daño a mi hija y te despedazaré con mis propias manos.
—Nunca se me ocurriría perjudicar a tu hija menor, Corvin —respondió Gaius con calma—. Sé bien el amor que un padre siente por sus hijos. Por ejemplo, mi hijo mayor, Magnus, está demostrándome su valía incluso en este mismo momento. Me siento muy orgulloso de él, igual que tú lo estarás de tus hijas. Tenías dos, ¿verdad? —el rey de Limeros frunció el ceño—. Me han dicho que la mayor está enferma. ¿Se recuperará?
—Emilia se encuentra bien.
No era verdad; Jonas lo vio en los ojos del rey.
De modo que Cleo no mentía al hablar del motivo de su viaje a Paelsia. Había sido sincera, aun cuando Jonas no esperaba de ella más que mentiras.
—Reflexiona acerca de nuestra oferta. Piénsatelo bien —el rey Gaius se levantó de la silla y los demás, Jonas incluido, le imitaron—. La próxima vez que venga, espero que te encuentres ante las puertas del palacio dispuesto a ofrecerme tu rendición incondicional.
El rey Corvin guardó silencio unos instantes.
—¿Y si no lo hago?
Gaius paseó la mirada por la sala.
—Conquistaremos Auranos por la fuerza, y me aseguraré de que tu hija sufra tormento antes de permitirle morir.
—Si lo haces, tus hijos correrán la misma suerte —masculló el rey Corvin.
Gaius soltó una carcajada.
Mientras se marchaban, Jonas notó la tensa mirada del rey Corvin clavada en él. Se volvió para encararle.
—Tu hermano fue el que murió ese día en el mercado —dijo el rey—. He reconocido tu nombre.
Jonas asintió y apartó la mirada.
—No sé si te das cuenta, pero tu dolor y tus deseos de venganza han hecho que te metas en un nido de escorpiones. Ten cuidado o acabarán por picarte.
Sin decir nada, Jonas se volvió y abandonó la sala.