CAPÍTULO 22

Al amanecer de la mañana siguiente, Cleo volvía a mostrarse optimista. Antes de despedirse de Eirene, apretó las manos de la anciana y le miró a los ojos rebosantes de sabiduría.

—Te agradezco mucho tu generosidad. Has sido muy buena con nosotros.

—Tienes buen corazón, Cleo —sonrió Eirene—. Y se nota que adoras a tu hermana mayor.

Espero que encuentres una cura para ella.

Sí, Cleo también lo esperaba.

—Eirene, ¿cómo podría hacerte llegar algo? ¿Hay algún sitio en la aldea donde pueda enviarte mensajes? ¿La posada, tal vez? Me gustaría compensarte por tu amabilidad —Cleo tenía intención de enviar a la anciana dinero y regalos por haberlos ayudado aquella noche; Eirene y Sera vivirían cómodamente durante años.

—No es necesario.

—Por favor, Eirene; insisto.

La mujer frunció el ceño.

—Muy bien. Soy amiga del dueño de la taberna; supongo que si me quisieras enviar un mensaje, podrías mandarlo ahí. Te apuntaré su nombre.

Regresó a la cabaña y volvió unos instantes después con un papel doblado que apretó en la mano de Cleo.

—Gracias —sonrió ella mientras se lo guardaba en el bolsillo de la falda.

—La magia encuentra a aquellos que tienen el corazón puro, incluso cuando todo parece perdido. Y el amor es la magia más grande que existe; esa es la verdad.

Besó a Cleo en las mejillas y después a Nic, y los dos jóvenes se alejaron por el camino.

Aún no había salido el sol.

La historia de Eirene sobre las diosas y los vigías no había desanimado a Cleo; cada vez creía con más fuerza que podía encontrar una magia que salvara a Emilia. Estaba empeñada en ello, y cuando Cleo se empeñaba en algo, acababa por conseguirlo.

Desgraciadamente, era la única que pensaba de esa forma.

—Tienes que volver a casa —le espetó Nic.

—¿Perdona? —se detuvo en seco a poca distancia de la cabaña de Eirene.

—Ya me has oído: debes volver. Y sin demora.

—¡No puedo irme! ¡Todavía no!

—Cleo, creía que estábamos de acuerdo —suspiró y se pasó la mano por sus greñas rojizas—. Ha pasado una semana y lo único que hemos encontrado son leyendas. Si te quedas aquí, correrás un peligro cada vez mayor. Puede que me equivocara al dejarte venir, para empezar.

—¿Dejarme venir? —Cleo alzó la voz—. Nic, yo hago lo que quiero cuando quiero.

—Tal vez ese sea el problema: estás tan acostumbrada a salirte con la tuya que no eres prudente cuando la situación lo requiere.

Cleo guardó un silencio hosco.

—¿Nada que objetar? —inquirió Nic—. Perfecto: entonces, estamos de acuerdo en que debes regresar a Auranos.

—No hemos terminado de buscar. Aún quedan pueblos que no hemos visitado.

—Yo me quedaré y haré lo que pueda para encontrar a esa vigía en la que tanto crees, pero primero te quiero ver embarcada en dirección a Auranos. Necesito saber que estás a salvo y, lo que es más importante, el rey también lo necesita. Llevamos fuera demasiado tiempo.

A Cleo le habría gustado protestar, pero no podía discutir la lógica de lo que decía Nic. Lo miró, llena de gratitud por su oferta.

—¿De verdad vas a quedarte en Paelsia por mí?

—Por supuesto.

Cleo le abrazó con fuerza.

—Eres mi mejor amigo en el mundo entero, ¿lo sabías?

—Me alegra oírlo. Aunque no creas que lo hago solo por ti: la verdad es que no tengo ninguna prisa por regresar al palacio y enfrentarme a la ira del rey…

Cleo sabía que estaba en lo cierto, pero confiaba en no tener que pensar en ello durante un tiempo. Sí, su padre y Theon estarían furiosos con ella y también con Nic. Si hubieran regresado victoriosos, la cosa habría sido muy distinta. Pero volver derrotada, con el rabo entre las piernas…

Así que estarían enfadados. Muy bien: no era la primera vez ni sería la última. Haría frente a las consecuencias cuando llegara la hora.

—Quiero quedarme para ayudarte —musitó.

—Cleo, debes aceptar que no siempre puedes conseguir lo que quieres.

—De acuerdo —suspiró, aún abrazada a él—. Lo haremos a tu manera: tú serás el héroe.

—Siempre he soñado con serlo…

—Entonces, ¿vamos al puerto?

—Al puerto —asintió él tendiéndole la mano.

Ella se la agarró y siguieron caminando. No habían recorrido un gran trecho cuando Cleo notó la inquietante sensación de que alguien los observaba. Volvió la cabeza a un lado y a otro, pero no vio a nadie. Cuando hacía diez minutos que habían dejado atrás las últimas casas de la aldea, torcieron por un camino de tierra y Cleo volvió a notar lo mismo. Era algo extraño, como si unos dedos fríos se deslizaran por su espalda.

—¡Au! Cleo, no me aprietes tanto la mano —se quejó Nic.

—Chissst —chistó ella—. Alguien nos sigue.

—¿Cómo?

Se dieron la vuelta y, a la luz tenue del amanecer, descubrieron una silueta alta que caminaba hacia ellos. Cuando estuvo lo bastante cerca para distinguir su cara, Cleo se quedó petrificada: era el muchacho que la acosaba en sueños.

Jonas Agallon.

—¿Se puede saber…? —comenzó a decir.

—Buen día, princesa —la interrumpió Jonas con una sonrisa desagradable—. Es un honor volver a veros.

Se abalanzó sobre ellos, ágil como un gato, y le propinó a Nic un puñetazo en la cara. Este cayó al suelo, pero se incorporó de inmediato con la nariz ensangrentada.

—¿Qué haces? —chilló Cleo.

—Librarme de tu protector —contestó Jonas mientras aferraba a Nic, le daba la vuelta y le apoyaba una daga en la garganta.

Era el puñal enjoyado con el que Aron había matado a Tomas.

—¡No! —gritó ella—. ¡Por favor, no! ¡No le hagas daño!

Todo había ocurrido demasiado rápido. ¿Cómo sabía Jonas que estaban allí?

—¿Que no le haga daño? —repitió Jonas afirmando su presa sobre Nic, quien se debatía en vano—. ¿Me estás diciendo que te importa? ¿Que su muerte te causaría dolor?

—¡Suéltalo ahora mismo!

—¿Por qué habría de hacerlo?

Cleo se estremeció ante la frialdad de su mirada.

—¡Corre, Cleo! —gritó Nic.

Ella le ignoró: no podía abandonarle así. Tal vez fuera posible negociar con aquel bárbaro.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—Ah, qué pregunta tan peligrosa… Quiero un montón de cosas, ninguna de las cuales te gustaría demasiado. Ahora mismo, querría matar a tu amigo y verte llorar su pérdida.

—¡No, por favor! —exclamó Cleo, abalanzándose hacia él para tratar de apartar su brazo de la garganta de Nic.

Sin embargo, sabía que era inútil: Jonas era mucho más fuerte que ella y la detestaba desde la muerte de su hermano. Intentó recapacitar; necesitaba mantener la calma.

—Te daré todo el dinero que quieras si le perdonas la vida.

—¿Dinero? —su expresión era de hielo—. ¿Qué tal catorce florines auranios por cada caja de vino? Sería lo justo, ¿no crees?

Cleo tragó saliva e intentó que su voz no sonara suplicante.

—No le mates. Sé que me odias por lo que hizo Aron…

—¿Odiar? —sus ojos relampaguearon—. Esa palabra se queda corta.

—En cualquier caso, si tienes cuentas que saldar, no son con Nic sino conmigo. ¡Suéltale!

—Lo siento, pero no se me da bien obedecer órdenes.

—Quieres matarme para vengar la muerte de tu hermano —murmuró Cleo, con un nudo en la garganta.

—No —los rasgos de Jonas se tensaron—. Ese placer no está entre mis objetivos de hoy. En cambio, tu amigo tal vez encuentre su fin en unos minutos…

—¿Es que no me has oído, Cleo? —gritó Nic—. ¡Te he dicho que huyas!

—No pienso abandonarte —respondió ella con la voz rota, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Qué tierno —declaró Jonas torciendo el gesto—. Deberías hacer caso a tu amigo e intentar escapar. No creo que llegues muy lejos, pero puedes intentarlo; sería un acto de valor, viniendo de alguien tan cobarde como tú.

Lo fulminó con la mirada.

—Si crees que soy cobarde es que no sabes nada de mí.

—Sé lo suficiente.

—Eso no es cierto. Lo que le pasó a tu hermano fue una tragedia; no pienso defender a Aron, porque lo que hizo estuvo mal. Tampoco me siento orgullosa de mi comportamiento, porque no le detuve cuando tuve la oportunidad. Te aseguro que me horroriza lo que sucedió ese día, y comprendo que me odies; pero te juro por la diosa que, si le haces daño a Nic, te mataré con mis propias manos.

Sentía cada una de las palabras que acababa de pronunciar, cada inútil y ridícula palabra.

Jonas, sin embargo, la miraba como si no diera crédito a sus oídos.

—Sorprendente —declaró—. Puede que haya algo bajo esa cara bonita y esa aparente frivolidad.

—No te atrevas a insultarla —masculló Nic, y Jonas puso los ojos en blanco.

—Vaya, parece que los admiradores te persiguen. Este daría la vida por ti, ¿me equivoco?

¿Lo harías, Nic? ¿Morirías por la princesa?

Nic tragó saliva con dificultad, sin apartar los ojos del rostro de Cleo.

—Sí —dijo.

Oh, diosa… Aquello era demasiado. No podía quedarse allí mirando mientras aquel salvaje mataba a Nic delante de sus ojos.

—Yo también moriría por él —afirmó con voz clara—. Así que aparta esa ridícula daga de su garganta y clávamela a mí si quieres.

Jonas estrechó los ojos.

—¿Y si hacemos un trato? ¿Estás dispuesta a negociar?

Cleo le lanzó una mirada de miedo y odio. Solo había una respuesta posible.

—Sí.

—Estas son mis condiciones: vendrás conmigo voluntariamente, no tratarás de escapar y no me causarás ningún problema —torció la cabeza—. Si lo haces, permitiré que la cabeza de tu novio continúe sobre sus escuálidos hombros.

—Cleo, no —gruñó Nic—. No lo hagas.

La princesa alzó la barbilla y sostuvo la mirada ardiente de Jonas.

—¿Esperas que crea que no me vas a matar? ¿Pretendes que me vaya contigo sin saber adónde quieres llevarme? Sé lo que les pasa a las chicas secuestradas por los bárbaros.

—¿Eso es lo que piensas de mí? —rio Jonas—. ¿Que soy un bárbaro? Muy propio de una aurania. Podría matarle sin más, ¿sabes? Si estoy negociando contigo es precisamente porque no soy ningún bárbaro.

Si accedía a ir con Jonas, se pondría en manos de un hombre que la odiaba y la culpaba de la muerte de su hermano. Pero si se negaba o intentaba huir, no le cabía duda de que aquel salvaje mataría a Nic, y no podía soportar la idea.

—Bien, iré contigo —aceptó finalmente—. Y ahora, aparta esa daga de su garganta o te arrepentirás, maldito cerdo ignorante.

La amenaza era absurda; Cleo estaba en desventaja y lo sabía. Sin embargo, si hubiera conseguido arrebatarle la daga, no habría dudado en rebanarle el cuello con ella.

—Sus deseos son órdenes, princesa —respondió Jonas alejando la hoja de la garganta de Nic.

—Cleo, ¿qué haces? —preguntó Nic, horrorizado—. No puedes acceder a lo que dice…

Pero a Cleo no le angustiaba haber caído en las garras de aquel bárbaro dispuesto a matarla sin pensárselo dos veces. No: lo que la desesperaba era darse cuenta de que no podría encontrar una cura para la enfermedad de su hermana.

—Sigue buscando a la vigía, Nic. No te preocupes por mí.

—¿Que no me preocupe por ti? ¡De ahora en adelante, no voy a poder hacer otra cosa!

—Jonas ha dicho que no me matará.

—¿Y le crees?

Nic hizo una mueca de desesperación. Aquel jovial muchacho, de sonrisa fácil e incapaz de hablar si no era en broma, estaba ahora mortalmente serio.

Pero Cleo tenía que creer a Jonas; no había otra alternativa.

—Vete y no intentes seguirnos —le espetó Jonas a Nic mientras aferraba el brazo de Cleo—. Si se te ocurre hacerlo, se terminó el trato: me quedaré con la princesa y te mataré. Corre, márchate a tu casa.

Le echó una última mirada de amenaza y echó a andar en dirección a la aldea por el sendero embarrado, con Cleo a rastras. Nic apretó los puños y contempló cómo los dos se alejaban, con el rostro tan encendido por la furia que parecía del mismo color que su cabello.

—¿Adónde me llevas? —inquirió Cleo en tono autoritario, volviéndose hacia su captor.

—Cierra la boca.

—¿Por qué? Ya no puedes amenazarme con matar a Nic.

—Ah, ¿prefieres ponérmelo difícil? No te lo recomiendo, princesa. No creo que te guste el resultado.

—Me sorprende que te tomes la molestia de llamarme por mi título real; es evidente que no lo respetas.

—¿Y cómo prefieres que te llame? ¿Cleo?

—Solo mis amigos me llaman así —replicó ella con desagrado.

—Entonces no lo haré. Creo que seguiré llamándote princesa. O alteza, tal vez; así recordaré lo noble y poderosa que te consideras ante un bárbaro como yo.

—Parece que te molesta el apelativo. ¿Por qué? ¿Te da miedo que sea verdad? ¿O te consideras civilizado?

—¿Qué tal si cierras la boca, como te he dicho antes? También puedo amordazarte, si lo prefieres.

Cleo guardó silencio unos instantes antes de volver a la carga.

—¿Adónde me llevas?

Jonas gimió.

—Y dale… Para ser una princesa, resultas bastante bocazas.

Cleo empezó a atar cabos.

—¿Vas a pedirle un rescate a mi padre?

—No exactamente. Se está preparando una guerra, ¿lo sabías?

Cleo se quedó sin aliento.

—¿Una guerra?

—Entre Limeros y Paelsia, por un lado, y tu queridísima Auranos, por otro. Dos contra uno; calcula las probabilidades. Tu amable visita a mi tierra puede contribuir a que las cosas terminen rápidamente y sin derramamiento de sangre.

A Cleo le daba vueltas la cabeza. Sabía que había disturbios, pero ¿una guerra?

—Como si eso te importara… No creo que alguien como tú desperdicie la oportunidad de derramar sangre.

—Piensa lo que quieras.

—¿Vas a usarme contra mi padre? ¿Me vas a utilizar de rehén? Me das asco.

La mano de Jonas se cerró en torno a su brazo hasta hacerle daño.

—Alteza, en este momento haría lo que fuera por dejar de oírte. O te callas o te corto la lengua.

Cleo cerró la boca y siguió caminando en silencio junto a su captor: sabía que no obtendría respuestas y, además, valoraba mucho su lengua. Los dos atravesaron la aldea y tomaron un nuevo sendero embarrado. Un conejo saltó delante de ellos y se ocultó en un campo lleno de maleza, sorprendentemente verde en aquel paisaje gris y triste.

Engañado por la actitud dócil de Cleo, Jonas la soltó para secarse el sudor. Sin dudarlo un instante, ella echó a correr tan rápido como el conejo y se internó en la maleza. Si era capaz de llegar al bosque que había al otro lado, podría ocultarse hasta el anochecer, encontrar después el camino hasta el puerto y escapar…

Pero Jonas la alcanzó antes de que llegara a los árboles, la agarró del vestido y tiró hasta derribarla. La princesa cayó cuan larga era, golpeándose la cabeza contra una piedra que sobresalía entre los terrones.

La oscuridad se cerró sobre ella.

Jonas siempre había pensado que las princesas eran complacientes, amables y fáciles de manejar. Hasta el momento, la princesa Cleiona Bellos no cumplía ninguna de esas características; incluso Laelia, la hija del caudillo, a pesar de sus bailes insinuantes y sus serpientes, resultaba mucho más dulce y agradable que ella.

La princesa Cleo era peor que las serpientes de Laelia; no volvería a subestimarla.

Una punzada de dolor atravesó el tobillo de Jonas, y el muchacho comprobó con rabia que se lo había torcido en la carrera. Habría disfrutado al ver cómo Cleo perdía el conocimiento al pegarse contra la piedra —una especie de escultura erosionada con forma de rueda—, pero la alegría le duró poco. Probó a mover el pie; al menos, no se había roto nada.

Observó a la princesa con impaciencia.

—¡Despierta!

Ella no se movió.

Jonas estudió su rostro con atención. Su belleza era innegable; de hecho, tal vez fuera la muchacha más hermosa que había visto en su vida. Pero incluso la mujer más bella podía ser malvada y mentirosa.

—Despierta —exigió—. Vamos.

Le dio un puntapié, pero ella no reaccionó. Jonas soltó una maldición y se agachó a su lado. Clavó la daga en la tierra para tener las manos libres y le tomó el pulso. Sí, latía.

—Es una pena —musitó, aunque en parte se sentía aliviado.

Le apartó el cabello sedoso para examinarle la cara de cerca. Era menuda; mediría media cabeza menos que él, y debía de pesar casi la mitad. Su vestido no era tan elegante como el que llevaba puesto aquel día en el mercado, aunque también estaba hecho de seda. No portaba más adornos que unos pequeños zafiros en las orejas. Muy astuto: si se hubiera puesto joyas más vistosas, habría llamado la atención de los ladrones. A diferencia de Laelia, no iba maquillada, pero sus mejillas estaban ruborizadas por el sol y sus labios tenían el color de las rosas. Así, inconsciente, no parecía la víbora fría y manipuladora que Jonas sabía que era.

Finalmente, Cleo parpadeó.

—Ya era hora, alteza. ¿Has dormido bien? —se burló Jonas, y de pronto dio un respingo: la punta afilada de la daga acababa de apoyarse bajo su barbilla.

—¡Aléjate de mí! —gritó la princesa.

Jonas se apartó con cuidado, sorprendido de que la muchacha hubiera conseguido hacerse con la daga sin que él se diera cuenta. Justo cuando empezaba a creer que era vulnerable, la hermosa serpiente mostraba sus colmillos…

Cleo se incorporó con torpeza, sin dejar de apuntarle con la daga, y retrocedió hasta parapetarse tras la rueda de piedra con la que se había golpeado.

—Bien, bien. De modo que tienes mi daga —dijo él sin dejar de mirarla.

—No es tuya, sino de Aron.

—Ya no: se la dejó clavada en la garganta de mi hermano.

La mirada de Cleo se suavizó, y a Jonas le asombró ver un brillo de lágrimas en sus ojos.

Resopló.

—No esperarás que crea que te sientes culpable.

—¿Cómo no iba a sentirme culpable? —repuso ella con voz rota.

—Tu querido lord Aron le mató sin pensárselo dos veces, y a pesar de eso vas a casarte con él.

Cleo soltó una carcajada teñida de amargura.

—¡Odio a Aron! El compromiso no fue idea mía.

—Interesante…

Los ojos de Cleo se endurecieron de nuevo.

—¿Por qué?

—Te obligan a casarte con un hombre al que detestas. Me gusta la idea.

—Me alegro de que mi desgracia haga feliz a alguien —masculló ella—. Pero basta de tonterías; ahora soy yo quien va armada. Si te acercas a mí, te atravesaré el corazón.

Jonas retrocedió un poco más y se puso en cuclillas.

—De modo que tienes mi daga. Ahora eres muy peligrosa, ¿no? Supongo que debería estar asustado.

Ella asintió, aferrando la empuñadura con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron.

—Háblame de esa guerra —exigió—. ¿Cuál es su objetivo?

—Conquistar tu preciada tierra y dividirla a partes iguales entre Paelsia y Limeros.

Vosotros tenéis demasiado mientras nosotros no tenemos nada, y todo es por culpa de la política que impuso tu codicioso reino hace un siglo. Os arrebataremos vuestras riquezas y las haremos nuestras.

—Eso no sucederá. Mi padre no se rendirá jamás.

—Por ese motivo es tan conveniente para nosotros tener prisionera a su querida hija. En breve acompañaré al caudillo Basilius a una reunión con tu padre; allí veremos qué tiene que contarnos. Aunque tal vez al rey Corvin no le importe perder una hija, dado que ni siquiera es la heredera oficial… La princesa Emilia habría sido una moneda de cambio incomparablemente mejor, pero, por desgracia, no se encuentra en Paelsia. Siento curiosidad, alteza. ¿Qué has venido a hacer aquí?

—No es asunto tuyo.

Jonas frunció el ceño.

—Oí cómo le decías a tu amigo que continuara buscando a una vigía. ¿Qué clase de estupidez es esa?

El hermoso rostro de la princesa se ensombreció.

—No es asunto tuyo, bárbaro —repitió.

Jonas se tragó la humillación y extendió la mano.

—Dame esa daga antes de que te hagas daño con ella.

Ella la agitó.

—No seré yo quien se haga daño si te acercas más a mí.

La lengua de aquella muchacha era mil veces más peligrosa que ningún arma. Jonas estaba seguro de que, hasta hacía un momento, jamás había empuñado una daga, pero aun así vigiló con atención todos sus movimientos. Sí: por mucho que la despreciara, tenía que admitir que era una auténtica belleza.

—Ya me he cansado de este juego —declaró al fin.

Se abalanzó sobre la princesa y le propinó un golpe en la mano que envió la daga lejos de allí. De un empellón la obligó a arrodillarse, le aferró las muñecas y le hizo estirar los brazos hacia arriba, aprisionándola contra la rueda de piedra.

—¡Suéltame, bestia! ¡Me haces daño! —chilló ella, asustada y furiosa a la vez.

—Si buscas compasión, no encontrarás ninguna en mí —le sujetó las muñecas con una sola mano y cerró la otra en torno a su garganta.

En la cara de la princesa apareció un gratificante destello de pánico; creía que la iba a matar a pesar de lo que había dicho antes. Jonas aumentó ligeramente la presión, sin dejar de mirar aquellos ojos que habían contemplado impasibles cómo Tomas se desangraba hasta la muerte.

—¿Qué haces en Paelsia? —preguntó—. ¿Has venido a espiar por orden de tu padre?

—¿Espiar? —abrió los ojos como platos—. ¿Te has vuelto loco?

—Esa no es una respuesta.

—No, no soy una espía, gañán. Es ridículo que pienses eso.

—Entonces, ¿qué has venido a hacer aquí? ¿A qué te referías cuando le pediste a tu amigo que buscara a una vigía? ¡Responde! —bramó Jonas con el rostro pegado al de ella, notando cómo su aliento tibio y dulce le acariciaba la piel—. Contesta o te arrepentirás.

—Estoy aquí por mi hermana —murmuró ella al fin.

—Tu hermana… —repitió Jonas sin saber si creerla.

—Según cuentan las leyendas, en Paelsia vive una vigía exiliada que posee unas semillas con poderes curativos.

Jonas bufó.

—¿Intentas hacerme creer que has venido a buscar a una vigía del Santuario? Supongo que, ya de paso, también querrás encontrar el final del arco iris, ¿no?

Sus burlas obtuvieron por respuesta una mirada cortante.

—Si fuera necesario, lo buscaría también. Mi hermana se encuentra muy enferma; se está muriendo y no hay nadie que pueda ayudarla, así que decidí venir sin que mi padre lo supiera para buscar a la vigía y suplicarle que me ayudara.

La historia era absurda, pero en ella había algo que a Jonas le pareció sumamente interesante.

—De modo que la heredera al trono de Auranos se está muriendo.

—Te alegra, ¿verdad?

—¿Eso piensas?

—Pienso que mi dolor es tu triunfo. Me culpas de la muerte de tu hermano, y ahora que sabes que mi hermana agoniza y yo no puedo hacer nada por salvarla, sientes que el destino te ha vengado —se le saltaron las lágrimas al decirlo.

Jonas escrutó sus facciones, aún incrédulo.

—¿Por qué no me crees? —exclamó ella con desesperación—. Cuando me miras, lo único que ves es el mal absoluto. Pero yo no soy malvada —exhaló entrecortadamente—. ¡No lo soy!

A primera vista parecía tan menuda y frágil… Sin embargo, poseía una extraña fuerza en su interior, una llama que se avivaba y que podía quemar a cualquiera que se acercara demasiado a ella. Incluso Jonas sentía su calor, y eso le sorprendió. Cleo le estaba dejando estupefacto.

—¿Piensas decir algo, o vas a limitarte a mirarme? —la princesa le contemplaba con sus enormes ojos de color azul verdoso.

Jonas se incorporó tan rápido que estuvo a punto de volver a torcerse el tobillo. La obligó a levantarse de un tirón y Cleo se tambaleó, incapaz de encontrar el equilibrio por un momento. El golpe que se había dado en la cabeza debía de haberla mareado.

Sin decir una palabra más, Jonas recogió la daga, la enfundó en la vaina de cuero que llevaba al cinto y arrastró a la princesa de nuevo hacia el camino.

—¿Adónde me llevas?

La discusión regresaba a su origen.

—A un sitio tranquilo donde no me causes más problemas. ¿Sabes una cosa? Deberías haberme clavado la daga cuando tuviste la oportunidad, porque no conseguirás volver a escapar de mí.

Cleo echaba chispas por los ojos.

—La próxima vez, no dudaré en matarte.

—Ya lo veremos —replicó él con una sonrisa fría.

En cuanto llegó al cobertizo que había en el límite de la granja de su hermana Felicia, Jonas le ató las manos a Cleo por delante y le ciñó una cadena larga al tobillo. Ella se debatió y le insultó, pero no le sirvió de nada.

—Sé que me odias —dijo al fin, con los ojos bañados en lágrimas.

—¿Crees que no tengo derecho a hacerlo?

—También yo me odio a mí misma por lo que le pasó a tu hermano. No sabes cuánto siento lo que le hizo Aron. Tomas no merecía morir.

—Lo dices para que no te mate.

—En parte sí, pero es la verdad —admitió ella.

Él no pudo evitar reírse ante su sinceridad.

—¿Crees que voy a hacerte daño?

—Ya lo has hecho.

—Teniendo en cuenta tu estilo de vida, cualquier cosa es un suplicio, pero aquí estarás a salvo.

—¿Cuánto tiempo?

—Unos días. Como mucho, una semana.

Cleo examinó el cobertizo, horrorizada.

—¿Una semana encerrada aquí?

—Mi hermana y su marido han aceptado cuidar de ti, y sus amigos montarán guardia junto a la puerta para que no se te ocurra escapar. Te traerán agua y comida todos los días —le agarró la barbilla y le giró la cabeza—. Allí hay un agujero recién cavado para que su majestad lo use cuando lo requiera; no es un orinal de oro y piedras preciosas, pero te servirá. Este alojamiento es todo un lujo para los paelsianos como yo, princesa.

—¡No eres más que un bárbaro horrible! Mi padre te matará por esto, salvaje.

—No soy ningún bárbaro —gruñó él—. Ni tampoco un salvaje.

—Y yo no soy una bruja que se alegra de ver cómo matan a la gente.

—Unos cuantos días de privaciones no te matarán. Incluso puede que te vengan bien.

Los ojos color aguamarina de Cleo brillaron.

—Espero que los lobos te devoren en tu viaje a Auranos.

Jonas asintió con una sonrisa burlona; no esperaba otra reacción por su parte. Antes de salir, echó un último vistazo por encima del hombro.

—Te veré pronto, alteza. Intenta no echarme mucho de menos.