CAPÍTULO 20

Alexius regresó a su cuerpo y abrió los ojos para mirar el cielo eternamente azul del Santuario.

—Tenía razón —musitó.

Llevaba años vigilando a la princesa de cabello negro, a la espera de una señal. Los últimos meses había empezado a desesperar; llegó a pensar que se había equivocado, que estaba perdiendo el tiempo con aquella muchacha.

Pero no era así.

Por fin había aparecido una hechicera que les devolvería su antigua gloria. La magia que había presenciado aquella noche no tenía parangón en el mundo de los mortales… ni en el de los inmortales.

—¿En qué tenías razón? —preguntó alguien.

Alexius se incorporó con un respingo. La voz pertenecía a uno de los ancianos, Danaus.

Aunque todos los vigías mantenían su juventud eterna y su belleza, Alexius siempre había tenido la sensación de que había una veta oscura y siniestra en Danaus, justo debajo de la superficie.

Danaus nunca había roto las normas tácitas del Santuario. Sin embargo, en él había algo…

Alexius no habría sabido decir de qué se trataba, pero lo cierto era que desconfiaba de él.

—Tenía razón al decir que se acercaba la primavera —mintió—. Lo he sentido incluso en el frío Limeros.

—La primavera vuelve cada año al mundo mortal.

—Y aun así, siempre es un milagro.

—¿Sabes qué sería un auténtico milagro? —Danaus se lamió los labios—. Encontrar las respuestas que llevamos tantos siglos buscando.

—¿Te impacientas, Danaus?

—Si todavía pudiera alzar el vuelo para visitar el mundo de los mortales, ya habría encontrado los vástagos.

—Entonces es una lástima que no puedas hacerlo.

Solo los vigías jóvenes podían visitar el mundo mortal en forma de halcones y, en ocasiones muy especiales, como figuras que se inmiscuían en los sueños de los humanos. Una vez llegaban a cierta edad, perdían esas capacidades.

—Siempre puedes salir de esta realidad en forma física —añadió Alexius.

—¿Y no volver al Santuario? —Danaus sonrió con frialdad—. ¿Eso te gustaría?

—Claro que no. Solo digo que es una opción, si te cansas de esperar a que los demás busquemos la respuesta.

Danaus manoseó una hoja que había caído de un roble. Su color no era el verde de la vida, sino marrón; se trataba de una pequeña pero inquietante señal de la decadencia del Santuario, porque allí no había otoño que marchitara las hojas de los árboles. Solo existían el verano y la luz de un día eterno.

Al menos, así había sido hasta la desaparición de los vástagos. El declive había tardado muchos años en hacerse evidente, pero el proceso ya había comenzado.

—Si vieras algo significativo, me lo dirías —dijo Danaus; su tono no era de interrogación, sino de exigencia—. Me refiero a cualquier cosa que pueda ayudarnos a devolver los vástagos a su lugar.

Parecía absurdo sospechar de uno de los ancianos. Pero Alexius ya no era tan joven ni tan ingenuo, y recordaba bien cómo dos de sus compañeras se habían vuelto contra el Santuario, habían matado a la última hechicera y se habían apoderado de aquello que era esencial para su existencia. Las dos se habían dejado llevar por la codicia y el ansia de poder, y esto había terminado por destruirlas. Y ahora, tantos años después, las consecuencias de sus actos podían ser fatales.

¿Quién podía asegurar que aquellas dos eran las únicas en las que no se debía confiar?

—Por supuesto, Danaus —asintió Alexius—. Te contaré todo lo que averigüe, por insignificante que parezca.

A los vigías no les resultaba fácil mentir, pero Alexius sentía que no tenía alternativa.

Debía proteger lo que había descubierto. A cualquier precio.