CAPÍTULO 19

Magnus contemplaba la oscuridad desde el balcón de su dormitorio. Había decidido cenar en sus aposentos para no soportar la presencia de su familia en el comedor. Aún no se sentía capaz de mirar a su padre a los ojos, después de la conversación que habían mantenido al principio de la semana.

Alguien llamó a la puerta y Magnus fue a abrirla de mala gana, convencido de que sería Amia. No estaba de humor para apreciar la visita de la criada ni sus especiales habilidades, por entusiasta que se mostrara la chica.

Pero no era Amia.

—Hola, Magnus —Sabina se apoyó en el marco de la puerta.

—Hola —respondió él con voz neutra.

Le sorprendía ver a Sabina allí, porque jamás se había acercado a sus aposentos. Después de lo que su padre le había contado, la miraba con un recelo teñido de interés.

Sí: todo el mundo guardaba algún secreto.

—¿Va todo bien? —preguntó ella—. Me preocupó no verte sentado a la mesa.

—Estoy perfectamente, pero gracias por tu interés.

—Ya que estoy aquí, me gustaría hablar un momento contigo.

—¿De qué?

—De algo privado.

Magnus se tensó. Sabina era la confidente del rey, y cualquier cosa que dijera en su presencia podía llegar a oídos de su padre. Sin embargo, no creía que estuviera en posición de negarse: Sabina no cejaría en su empeño si se limitaba a ignorarla.

—Por supuesto —abrió la puerta de par en par—. Pasa, te lo ruego.

El vestido de seda roja se ceñía al cuerpo de la bruja; era imposible pasar por alto su belleza. Mientras la reina se marchitaba más cada año que pasaba, Sabina continuaba tan bella como la primera vez que Magnus la había visto: alta, esbelta, con una larga cabellera oscura y los ojos de ámbar, siempre con una sonrisa fría en los labios.

—Cierra la puerta —le pidió cuando hubo entrado.

Tras un levísimo titubeo, Magnus obedeció. Sabina avanzó y fue pasando los dedos por todos y cada uno de los muebles, incluida la tabla con relieves de serpientes que había a los pies de la cama de Magnus.

—Diosa, qué frío hace aquí. Deberías cerrar la ventana y mandar que te enciendan la chimenea.

—Luego, tal vez. ¿De qué querías hablar? —dijo el príncipe, deseoso de acabar con aquello cuanto antes. Si Amia no iba a acercarse a sus aposentos, prefería pasar la noche solo.

Sabina se giró lentamente hacia él.

—El rey me contó la conversación que mantuvisteis.

Magnus ahogó una exclamación. Le hizo falta un momento para recomponer su máscara imperturbable.

—¿De veras?

—Sí.

—Se ha vuelto muy hablador.

—A veces le ocurre cuando está contento —sonrió ella—. Me dijo que ya lo sabías.

Magnus sopesó cuidadosamente sus palabras antes de hablar.

—¿Podrías ser un poco más concreta? Hay muchas cosas que sé.

—No creas; solo sabes las suficientes como para causar problemas, si quisieras. Sin embargo, creo que podemos confiar en ti. ¿Me equivoco?

—¿Respecto a qué?

—No te hagas el tonto, Magnus. No te pega. Me refiero al secreto de Lucía, por supuesto, a la profecía que dice que es una hechicera y puede hacer magia. Una magia que, sin duda, ya habrá mostrado a su querido hermano.

Magnus la fulminó con la mirada.

—Te equivocas. No me ha mostrado absolutamente nada.

Ella soltó una carcajada.

—Ay, Magnus… La verdad es que me haces gracia. A veces me cuesta creer que seas hijo de Gaius; el parecido físico es asombroso, pero tu corazón es mucho más tierno.

Especialmente si se trata de tu hermana.

Claramente, aquello no era ningún cumplido.

—No soy tan blando como piensas.

—¿No? Bueno, puede que te endurezcas con el tiempo y la experiencia. Quizá algún día seas capaz de aguantar las verdades más terribles sin pestañear siquiera. Me gustaría estar presente cuando eso suceda; creo que tienes potencial para convertirte en un gran hombre, aunque tú mismo no te lo creas.

Nunca se había dado cuenta de lo mucho que detestaba a aquella mujer.

—Te agradezco tu opinión, Sabina. Ahora bien, ¿por qué querías verme? ¿Para recordarme una conversación que mantuve con mi padre y que, la verdad, no es de tu incumbencia?

—Me apetecía hacerte una visita. Pocas veces hemos estado a solas.

—Es extraño, con lo amigos que somos…

Sabina le contempló como un animal predador, en una actitud que Magnus había advertido en ella más de una vez cuando creía que nadie la miraba. Era la mujer más intimidante que había conocido jamás. En cambio, su marido, ya fallecido, era la persona más bondadosa que había pisado el castillo. En su cara siempre había una expresión de perro apaleado a la espera del siguiente golpe.

Magnus confió en no compartir aquella expresión: en Limeros, quienes mostraban debilidad acababan por convertirse en víctimas.

—Si no tuvieras esa cicatriz, serías un joven de una belleza intachable. Incluso con ella resultas sumamente atractivo.

—Gracias por el cumplido —repuso él, acariciándose la mejilla de forma ausente.

—¿No me lo vas a devolver?

—Me he cansado de juegos, Sabina. Ve al grano o márchate —Magnus le sostuvo la mirada—. A no ser que quieras enseñarme tu magia, claro; mi padre me contó lo que eres, y yo nunca he conocido a una bruja de verdad. Admito que me intrigas.

—Una auténtica bruja jamás usaría sus poderes en público. Eso supondría exponerse ante personas que tal vez la quieran mal.

—Supongo que tienes razón.

—Te aconsejo que se lo digas a Lucía.

Magnus notó una opresión en el pecho.

—Mi padre cree que es una hechicera, pero te aseguro que no la he visto hacer nada extraño.

—¿Estás seguro? —Sabina lo observó con franca diversión—. Me parece que mientes.

—No miento. ¿Sabes de lo que sí estoy seguro? De que me gustaría quedarme solo —esbozó una sonrisa forzada—. Si me haces el favor…

—¿Te pongo nervioso?

—No. Estoy cansado y quiero dormir.

Sabina seguía con la misma expresión irónica; era como si Magnus no pudiera decir nada que la inmutara.

—Me agradas, Magnus.

—Es un honor.

Sabina se aproximó a él y recorrió lentamente con la mirada la alta figura del muchacho.

—A tu padre le obsesiona la conquista de Auranos. Últimamente no encuentra tiempo para mí; solo me llama para pedirme consejo en asuntos puntuales. Hoy ha pasado el día preparando un encuentro en Auranos con el caudillo Basilius y el rey Corvin para parlamentar antes de declarar la guerra.

—Es un hombre ocupado.

—Me siento sola —Sabina lo rodeó hasta situarse detrás de él, y Magnus notó su mirada en la nuca como un contacto físico—. Sé que tú también te sientes solo. Aún no has escogido prometida, aunque apenas te faltan unas semanas para cumplir los dieciocho. Pasas mucho tiempo aislado. ¿Qué haces durante tus largas noches, Magnus?

—No es de tu incumbencia.

—Frecuentas a una bonita criada de las cocinas de palacio, pero es la única, que yo sepa. Y no puedo creer que esa sirvienta suponga para ti algo más que una breve distracción sin importancia.

Le desagradaba profundamente comprobar lo mucho que sabía sobre él.

—Puede que sea una distracción sin importancia, pero no siempre es breve.

Se tensó al notar el roce de los dedos de Sabina en su espalda.

—Ya eres casi un hombre, y no un hombre cualquiera… Tus aristas son un poco romas, pero en las manos adecuadas, creo que acabarían por afilarse mucho. Podrías convertirte en un arma excelente.

Magnus se volvió para mirarla, no muy seguro de lo que estaba insinuando.

—¿Qué quieres decir?

—Lo mismo que le dije a tu padre cuando no era mucho mayor que tú. Te ofrezco convertirme en tu amante.

—¿De veras?

—Sí.

—Podrías ser mi madre.

Sabina soltó una risa suave.

—La edad puede ser una ventaja, Magnus. Los años proporcionan experiencia. Eres joven; aparte de esa criada y tal vez de otras aventuras intrascendentes, careces de experiencia.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Sé lo que te falta; solo me hace falta mirarte para darme cuenta. Necesitas sentirte querido. Necesitado. Deseado —le pasó los dedos por el pecho—. Yo puedo hacer que sientas esas cosas.

Magnus jadeó, atónito: no acababa de creerse lo que estaba pasando.

—¿Y qué opina mi padre de tu oferta?

—Gaius no sabe nada, evidentemente. Ni tiene por qué enterarse.

—No creo que compartir amante haga que mi padre y yo estrechemos nuestros lazos.

—Como si alguna vez te hubieran importado esos lazos…

—Tal vez ahora me importen.

—Por eso quería hablar contigo hoy mismo —repuso Sabina, avanzando hasta situarse de nuevo frente a él—. Deseo ofrecerme a ti. Puedo quedarme contigo esta noche, si lo deseas; Gaius no se enterará, y te aseguro que puedo hacerte olvidar todos los problemas que crees tener.

Se puso de puntillas y le besó en la boca. Tardó unos segundos en darse cuenta de que él no respondía. Se echó atrás y le miró, perpleja.

—¿Qué te ocurre?

Magnus la observó: sus labios tenían un gusto más venenoso que placentero. Le repugnaba pensar que esa misma boca había besado a su padre.

—Creo que deberías marcharte.

Las pupilas de Sabina se convirtieron en dos puntos dentro de los iris ambarinos.

—¿Me estás rechazando?

—Lo has adivinado. Lo siento, Sabina, pero no puedo aceptar tu oferta. Estoy seguro de que encontrarás a alguien que ocupe el lecho que ha abandonado mi padre, pero no seré yo quien lo haga.

El hermoso rostro de la bruja se crispó por un momento.

—No creo que debas tomar una decisión precipitada. Piénsalo bien, Magnus.

—De acuerdo —torció la cabeza—. Ya está, lo he pensado. No me interesa.

Sabina le fulminó con la mirada.

—Qué se puede esperar de alguien que alberga deseos impuros hacia su propia hermana…

Magnus se estremeció: aquellas palabras le habían escocido como una bofetada. Por supuesto, Sabina era la confidente de su padre, y este debía de contarle todos sus secretos. O

puede que lo hubiera averiguado ella sola…

La miró. Sabina había recuperado su fría sonrisa.

—Siento curiosidad. ¿Cuánto hace que sientes ese vergonzoso deseo por ella? ¿Un año?

¿Más? ¿Desde que era niña?

—Cierra la boca —masculló Magnus.

—Es delicioso ver tanto dolor en tu cara —Sabina le agarró la barbilla y él se liberó con un movimiento brusco—. ¿Te atormenta el deseo, Magnus? Siempre pareces tan frío e impasible como un muro de hielo… Pero creo que he encontrado tu punto débil.

—Me temo que no.

—¿No? —ella se echó a reír—. Ay, Magnus, sé tantas cosas que tú ignoras… ¿Y si te cuento un secreto sobre tu querida hermana, uno que tu padre ha decidido no compartir contigo?

Magnus sintió una oleada de emociones contrapuestas. Quería echar a aquella mujer de su habitación y cerrarle la puerta en la cara, pero no podía. Si sabía algo sobre Lucía…

—¿De qué se trata? —gruñó.

—Pídemelo con educación.

Las manos le temblaban de ganas de estrangular a aquella mujer.

—Dímelo, te lo ruego.

—Siempre tan cortés… —susurró ella—. No como tu padre; él solo dice lo que necesita cuando lo necesita. Me parece curioso que no te haya contado el secreto, sabiendo lo mucho que te torturas.

—Y ahora tú quieres contármelo. Es tu venganza contra él por no haberte prestado atención últimamente, ¿verdad? Se lo merece, Sabina. Dímelo.

Ella tardó tanto en continuar que Magnus creyó que había cambiado de opinión.

—Mi hermana menor, Jana, era clarividente, una habilidad muy rara en una bruja —dijo Sabina al fin—. Poseía el don de adivinar las historias que narraban las estrellas. Y creía firmemente en una profecía que había pasado de generación en generación: que algún día nacería una niña especial, una criatura que albergaría en su interior los cuatro elementos con mayor fuerza que nadie desde la hechicera primigenia, Eva, a la que mi gente adoraba como vosotros a vuestra diosa —su expresión se ensombreció—. Hace dieciséis años, Jana vio en las estrellas el nacimiento profetizado: el de Lucía. Las dos unimos nuestra magia para localizarla, sabiendo que necesitaría nuestra tutela cuando la magia despertara en su interior.

La encontramos en Paelsia. Jana murió en la búsqueda, pero yo traje a Lucía a Limeros para que se criara como una princesa… y como tu hermana.

A Magnus le costaba respirar.

—Deja de contar embustes.

—Por supuesto —continuó Sabina con los ojos brillantes, disfrutando de la turbación de Magnus—, jamás te contaron nada. Nadie lo sabe; Gaius insistió en ello. Althea, al saber que no podría tener más hijos, estuvo de acuerdo en reclamar como suya a esa hermosa niña, aunque se la hubiera entregado alguien a quien despreciaba.

—Es imposible.

—No —Sabina le acarició el cuello y acercó su rostro hasta casi pegarlo al de él—. Lucía no es tu hermana de sangre, Magnus. ¿Esta revelación hace que se avive tu pasión? ¿O el hecho de que ya no sea algo prohibido le quita interés?

—Mientes —la agarró del vestido—. Estás intentando confundirme.

—No te miento: Lucía no es de tu misma sangre —entornó los ojos—. Sin embargo, ha sido educada como si lo fuera y te ve como a un hermano. No siente por ti lo mismo que tú sientes por ella. Es trágico.

Magnus la soltó. El mundo entero daba vueltas a su alrededor.

—Tal vez debiera mantener una pequeña charla con ella —añadió Sabina con una sonrisa desagradable, mientras alisaba las arrugas que le había hecho Magnus en el vestido—. ¿No te gustaría ver cómo reacciona si le cuento tu oscuro secretito? A mí me encantaría.

—¿Secreto? —la puerta crujió y Lucía apareció en el umbral. Magnus se quedó helado—. ¿Qué secreto?

Al ver que su hermano faltaba a la cena una noche más, Lucía se preocupó y decidió ir a buscarlo. Había pasado toda la tarde estudiando, y ahora quería practicar un poco más su magia de fuego. Magnus había demostrado ser un tutor excelente.

Salió de sus aposentos y recorrió los pasillos hasta llegar a la habitación de su hermano.

La puerta estaba cerrada, pero se oían voces en el interior. Oyó su nombre y algo acerca de un secreto, y al abrir la puerta, le sorprendió encontrarse a Sabina casi pegada a Magnus.

Ambos estaban acalorados y la miraron con furia cuando entró. Tal vez debería haber llamado a la puerta.

—¿Secreto? ¿Qué secreto? —preguntó.

—Qué chica tan dulce —ronroneó Sabina—. ¿No crees, Magnus? Tu hermana es dulce como una cucharada de miel que se derritiera en la boca.

—Déjala en paz —masculló él, y a Lucía le sorprendió lo afectado que parecía.

—La he dejado en paz durante dieciséis años —respondió Sabina con voz cortante—. Mi tiempo y mi paciencia se están agotando.

—Lucía es inocente. No tiene nada que ver con esto.

—Tal vez bajo esa superficie frágil haya algo duro e inquebrantable, lo mismo que te ocurre a ti, Magnus —Sabina se volvió hacia Lucía y le lanzó una sonrisa que la estremeció—. Puede que tú no me aceptes como profesora, pero tal vez ella sí lo haga. Sus clases serán menos entretenidas que las que tenía preparadas para ti, por supuesto, pero te aseguro que resultarán muy provechosas.

—¿Qué ocurre, Magnus? —preguntó Lucía, confusa. Jamás había visto a su hermano tan tenso.

—Vete, Lucía —murmuró él.

—¿Por qué? —rio Sabina—. Esta es una oportunidad maravillosa para conocernos mejor.

Lucía, querida, ¿cómo te encuentras?

—Bien —respondió con sequedad; no confiaba en aquella mujer—. Gracias.

—¿En serio? ¿No has notado nada raro últimamente?

—No sé de qué me hablas.

—Magnus me ha contado lo poderosa que es tu magia.

Fue como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Le costó trabajo no perder pie.

—¿Cómo?

—Yo no he dicho tal cosa —gruñó Magnus.

—Puede que no —Sabina paseó la mirada de uno a otro, con una sonrisa leve—. Pero ahora sé todo lo que necesitaba. Es cierto: tus poderes se han despertado.

A Lucía le aterraron sus palabras. Aquello era como la continuación de su conversación anterior, llena de vagas insinuaciones sobre secretos peligrosos. Sabina conocía la verdad.

—No te preocupes —añadió Magnus lentamente; aunque sus rasgos ya no mostraban enfado, la cólera continuaba ardiendo en sus ojos—. Tu secreto está a salvo con Sabina, puesto que yo conozco otro secreto sobre ella: es una bruja.

Lucía se quedó boquiabierta.

—Y ahora que todo ha salido a la luz —Sabina la miró con curiosidad—, tal vez me quieras mostrar lo que eres capaz de hacer.

A Lucía no le salían las palabras, pero acabó por alzar la barbilla con decisión para encarar a Sabina.

—No mucho.

—¿Podrías ser un poco más concreta? —preguntó la bruja con impaciencia.

—Me temo que no —respondió Magnus por ella.

Se acercó a Lucía para pasarle un brazo por los hombros y el contacto hizo que la muchacha se tranquilizara de inmediato.

—Es tarde —añadió Magnus—. No vamos a hablar ahora de esto.

—¿Por eso viniste aquí esta noche? —inquirió Lucía—. ¿Para preguntarle a Magnus sobre mí?

—Esa era una de las razones —replicó Sabina con una sonrisa torcida—. ¿Deseas que te cuente las demás?

Magnus le echó una mirada amenazante, y Lucía se preguntó qué le estaría ocultando su hermano.

—¿Sabes lo poderosa que eres, Lucía?

Negó con la cabeza

—No entiendo de magia.

—Tu padre se disgustaría mucho si te revelara todo lo que sé sin esperar a que él esté presente. Créeme, ya te he dicho bastante para exponerme a su ira. Pero debes saber una cosa: estás predestinada. Tu nacimiento fue profetizado. Tu capacidad para acceder a la magia elemental es consustancial a ti. No eres una bruja, mi querida Lucía: eres una hechicera.

—Te equivocas —negó ella, angustiada—. Puede que sea capaz de hacer un poco de magia, pero no hay nada más.

—Tal vez solo hayas visto el comienzo. Pero has despertado, y toda la magia del mundo está a tu disposición para que te sumerjas en ella. Tendrás los cuatro elementos a tu merced.

—Puedes estar equivocada, Sabina —replicó Magnus.

—¡No lo estoy! —gritó ella, repentinamente fuera de sí—. Estoy en lo cierto desde el principio; jamás habría sacrificado tantas cosas si no estuviera absolutamente segura. Si te adentras en la magia, sé que lograrás despertar tu verdadero poder.

Lucía sintió el deseo imperioso de huir de aquella mujer —de aquella bruja— que siempre la había intimidado. Se volvió hacia Magnus, pero él miraba al infinito con el ceño fruncido; su máscara se había disuelto revelando una expresión atormentada.

—Magnus, ¿te encuentras bien?

—Yo no quería que pasara todo esto —murmuró él—. Nunca lo quise. Solo pretendía mantenerte a salvo.

—Ay, Magnus —dijo Sabina arrastrando las sílabas—. Deja de hacerte el santo delante de tu hermanita. A mí no me engañas: eres igual que tu padre, por más que te empeñes en negarlo.

—No me parezco en nada a él —rugió Magnus—. ¡Le odio, y odio todo lo que representa!

—El odio es una emoción muy fuerte, mucho más que la indiferencia. Quienes odian intensamente saben amar con intensidad, ¿no crees? —le sonrió como si compartieran una broma—. Cuando odias y cuando amas, Magnus, lo haces con todo tu corazón; tanto, que te sientes morir. ¿Me equivoco?

—¡Cállate! —bramó él.

—Te he dado una oportunidad y la has rechazado. Podría haberte ayudado tanto…

—Tú no ayudas a nadie salvo a ti misma, y siempre ha sido así. No sé cómo no me he dado cuenta antes de que ese disfraz esconde una bruja que debería acabar en la hoguera, como todas las demás.

Sabina le abofeteó en la mejilla marcada.

—Ten cuidado con lo que dices, chico.

Magnus se llevó la mano a la comisura de la boca. Cuando la retiró, las yemas de sus dedos estaban manchadas de sangre. Fulminó a Sabina con la mirada.

—No te atrevas a tocarle —masculló Lucía mientras notaba en su interior una oleada de rabia más intensa de lo que jamás había sentido.

No, eso era mentira: no era la primera vez que se sentía así. Hacía tres años, había espiado desde un rincón cómo el rey golpeaba a Magnus por haberle replicado en público. Su hermano intentó levantarse y devolverle el golpe, pero su padre le pegó hasta derribarlo.

Magnus acabó por huir como pudo; Lucía le siguió hasta sus aposentos y se lo encontró acurrucado en una esquina, con la cara ensangrentada y los ojos borrosos por un dolor que no era solo físico. Se sentó a su lado sin decir nada, apoyó la cabeza en su hombro y escuchó sus sollozos ahogados. Le hubiera gustado que Magnus matara a su padre por haberle hecho daño.

No, eso también era mentira. Le hubiera gustado matarle ella misma.

—Pues claro que me atrevo —replicó Sabina—. Tengo permiso de vuestro padre, el rey, para pegar a tu hermano siempre que quiera. Puedo hacer lo que se me antoje. ¡Mírame, niña!

Sabina volvió a cruzarle la cara a Magnus y él gruñó, con los puños apretados. Por un momento, Lucía creyó que le devolvería el golpe; si Sabina no hubiera sido una mujer, lo habría hecho sin dudar un instante.

Pero Lucía no tenía ese problema. Alzó la mano en el aire como si esgrimiera un látigo invisible y la cara de Sabina se ladeó con violencia igual que si la hubiera abofeteado, a pesar de que se encontraba a seis pasos de distancia. La bruja se llevó la mano a la mejilla y la miró con ojos brillantes.

—¡Mi querida niña! —exclamó—. ¡Muy bien! Sí, así se hace. De modo que es la ira lo que te ayuda a controlar tu magia, ¿verdad? Tal vez la cólera la despierte del todo.

—Detente —susurró Magnus—. No quiero que hagas esto.

—Nadie te ha preguntado —Sabina sonrió.

De pronto, tan rápido que Lucía apenas pudo seguir sus movimientos, la bruja se llevó la mano bajo la falda y desenfundó una daga que llevaba amarrada al muslo. En un instante se encontraba detrás de Magnus, con la punta de la daga hincada bajo su barbilla. La sangre comenzó a deslizarse por la garganta del muchacho.

—¡Magnus! —chilló Lucía.

—No… puedo… moverme… —articuló él con esfuerzo.

—Para las brujas normales como yo, conjurar algo de magia elemental requiere gran esfuerzo y sacrificio —explicó Sabina tranquilamente, mientras un hilo de sangre comenzaba a caer de su nariz—. Pero puedo hacer un poco de magia cuando es necesario. Por ejemplo, sé cómo formar ataduras e incluso asfixiar con el aire.

—¡No le hagas daño! —exclamó Lucía, tan furiosa como asustada.

—Me gustaría probar esta noche tu magia de la tierra —respondió Sabina como si no la hubiera oído—. Cuando le rebane la garganta a tu hermano, tendrás el tiempo justo para curarle y salvarle la vida. Si profundizas en tus poderes hasta ese punto, estoy segura de que despertarás por entero. Gaius comprenderá que haya tomado una medida tan extrema; le estoy ahorrando un tiempo precioso.

¿Salvar la vida? ¿Magia de la tierra? Lucía jamás había intentado nada así.

Pero Sabina no bromeaba: iba a degollar a Magnus. El reguero de sangre iba creciendo a medida que la punta de la daga se hundía en su garganta.

La furia estalló en el interior de Lucía y actuó sin pararse a pensar, ciega de rabia y de miedo. Lanzó las dos manos en dirección a Sabina y la magia que dormía en su interior brotó a la superficie.

La bruja salió despedida hacia atrás y se estrelló contra la pared de piedra; cuando su nuca chocó contra la dura superficie, se oyó un crujido repugnante. Lucía dejó los brazos extendidos para mantenerla suspendida en el aire.

—Bien hecho —gorgoteó Sabina con dificultad, ahogándose con la sangre que salía a borbotones de su boca—. Tu magia… del viento… es aún más poderosa de lo que pensaba.

Pero necesitas… necesitas dominarla. Cúrame, Lucía. Me… me necesitas.

—¡No te necesito! ¡Te odio! —chilló la muchacha, mientras una ira ardiente caracoleaba en su interior.

Como si la realidad quisiera imitar sus sentimientos, una llamarada brotó de pronto del pecho de Sabina. La bruja bajó la vista, con los ojos desorbitados por el dolor y la sorpresa.

—¡Ya es suficiente! ¡No! ¡Basta, Lucía! Ya has demostrado que…

Pero antes de que pudiera pronunciar una palabra más, un infierno rugiente se desató en la estancia y calcinó a Sabina. La larga cabellera de Lucía salió despedida hacia atrás por la explosión de calor. La bruja soltó un chillido que se cortó en seco cuando su cadáver ennegrecido cayó pesadamente al suelo, ya sin rastro de llamas.

Lucía se dejó caer de rodillas, anonadada por lo que acababa de hacer. Su odio hacia Sabina era tal que había deseado verla envuelta en llamas.

Y la bruja había ardido.

Magnus solo tardó un instante en llegar a su lado. Se agachó junto a ella y la abrazó con fuerza para que dejara de temblar.

—Iba a matarte —sollozó Lucía.

—Y tú me has salvado la vida. Gracias —le secó las lágrimas con los pulgares.

—¿No me odias por lo que he hecho?

—Nunca podría odiarte, Lucía. Nunca. ¿Me oyes?

Lucía enterró la cara en su pecho, reconfortada por la determinación de su hermano.

—¿Qué hará nuestro padre cuando se entere de esto?

Magnus se tensó y Lucía se apartó de él para mirarle a la cara. Su hermano tenía los ojos clavados en la puerta, que ahora se encontraba abierta de par en par.

En el umbral estaba su padre.

Observó los restos carbonizados de Sabina Mallius y luego fijó la mirada en sus hijos.

—Lo has hecho tú, ¿verdad, hija? —aunque su voz era suave, sonaba más amenazadora que nunca.

—No. He sido yo —Magnus alzó la cabeza—. Yo la maté.

—Embustero… Ha sido Lucía —el rey agarró a su hija del brazo y la obligó a levantarse—. La has matado tú, ¿verdad? ¡Contesta!

Ella abrió la boca, pero fue incapaz de pronunciar una sola palabra. Le dolía la garganta.

—Lo siento… —susurró al fin.

—Sabina iba a matarme —la defendió Magnus poniéndose en pie.

—Y tú lo salvaste con tu magia —insistió el rey zarandeándola—. ¿No es así?

Lucía se limitó a asentir, con la cabeza gacha. Las lágrimas se deslizaban tibias por sus mejillas.

El rey le levantó la barbilla y la obligó a mirarle a la cara. Su expresión sombría estaba mezclada con otro sentimiento.

Victoria.

Un halcón alzó el vuelo desde el balcón mientras el rey decía:

—No podría sentirme más orgulloso de ti.