CAPÍTULO 17
Viajar en un navío mercante no era tan cómodo como navegar en la lujosa embarcación del rey Corvin, pero Cleo y Nic no podían arriesgarse a cruzar a pie la Tierra Salvaje. En cualquier caso, pese a las muchas incomodidades, la travesía había transcurrido sin novedad y acababan de arribar a la costa de Paelsia. Cleo deseó que aquella fuera la primera de sus muchas victorias.
Su equipaje, un simple hatillo, solo contenía una muda de ropa. El vestido que llevaba de repuesto era tan sobrio como el que tenía puesto; Cleo sabía que no podía pasar por una campesina, pero tampoco quería dar aspecto de princesa. En la bolsa donde guardaba el dinero había monedas de oro y plata sin cuño, menos reconocibles que los florines auranios con el rostro de la diosa Cleiona. Y ya desde principio de la travesía se había acostumbrado a ocultar con la capucha sus cabellos dorados, aunque lo hacía más para resguardarse del frío que por discreción. Si no llamaba la atención, muy pocos en aquella tierra dejada de la mano de la diosa podrían reconocerla.
Tras desembarcar, emprendieron camino a pie.
Anduvieron y anduvieron, y después anduvieron un poco más.
Si a Cleo aquella infausta excursión en busca de vino se le había hecho interminable, comparada con aquello había sido un paseo. Las aldeas paelsianas estaban separadas por medio día de camino, en el mejor de los casos. Un par de veces habían conseguido que los llevaran en carreta, pero la mayor parte del tiempo viajaban a pie. Todas las poblaciones eran igual de pequeñas y miserables: un puñado de casas, una taberna, una posada y un mercado con frutas y verduras de aspecto poco apetecible. Ningún cultivo se daba tan bien como la uva en ese clima frío y seco; a Cleo aquello le parecía una prueba indiscutible de que los viñedos estaban tocados por la magia de la tierra, y se aferraba a ello para mantener el optimismo.
Poco después de atracar en el Puerto de los Comerciantes, Cleo y Nic habían atravesado unos viñedos. Las cepas se sucedían en filas regulares sobre la tierra helada. Sus uvas verdosas estaban frías al tacto, pero eran grandes, carnosas y dulces.
Asegurándose de que nadie los veía, arrancaron tantos racimos de uvas como pudieron y escaparon a todo correr. Aquella no fue una cena servida por criados en una confortable sala de palacio, pero al menos les llenó el estómago; si no hubiera sido por las uvas, esa noche habrían pasado hambre, ya que Nic era incapaz de cazar siquiera un conejo. Aquella mañana habían encontrado una tortuga que se desplazaba lenta y pesadamente, pero les había dado pena matarla y se habían contentado con terminar los frutos secos que llevaban consigo.
Y así continuaron su ruta, alejándose de la costa occidental, donde los viñedos crecían en la tierra rocosa, para internarse en el país por caminos sin pavimentar. Cada vez que encontraban una aldea, se detenían para preguntar si alguien conocía la leyenda de una vigía exiliada que vivía entre los campesinos.
Cuando les preguntaban por su procedencia, decían que eran dos hermanos del norte de Limeros y que viajaban juntos para recopilar leyendas. A Cleo le hacía mucha gracia la idea y le costaba contener la risa cada vez que Nic relataba su historia, cada vez más adornada con todo tipo de detalles. En poco tiempo se habían convertido en los hijos de un famoso poeta limeriano que les había pedido en su lecho de muerte que terminaran el trabajo de toda su vida: un libro sobre los vigías y los vástagos.
Nic, con su imaginación asombrosa y su carácter agradable, caía en gracia a todo el mundo. Los paelsianos no solían ser muy hospitalarios con los extranjeros, pero casi todos hacían una excepción al oírle contar sus historias. Los niños, especialmente, le adoraban, y siempre acababan congregados en torno a él al amor de la lumbre para escuchar los cuentos que iba creando sobre la marcha. Al dejar un par de aldeas, los niños los habían seguido un trecho para suplicar a Nic que se quedara unos días más.
Cleo había empezado el viaje con la esperanza de encontrar enseguida lo que buscaba, pero ya había pasado una semana desde su llegada al puerto y la paciencia comenzaba a agotársele. En cualquier caso, aunque algunos días eran mejores que otros, las condiciones eran pasables: tenían oro suficiente para alojarse en posadas y dormir más o menos a gusto en lechos de paja, y aunque las comidas de las tabernas no eran comparables a las del palacio de Auranos, tampoco eran espantosas.
Pero esa noche, en el trayecto de la taberna a la posada, unos tipos de aspecto patibulario los habían acorralado y les habían robado todo el dinero salvo un puñado de monedas que Nic llevaba repartidas por los bolsillos. Por primera vez desde su huida, Cleo se echó a llorar: aquello le parecía una señal de que las cosas iban a ir a peor. Cuando el dinero se acabara, tendría que regresar a Auranos, admitir su fracaso y resignarse a que la castigaran por haber escapado en busca de un cuento de magia.
Para estirar las monedas que les quedaban, aquella noche durmieron en el lecho seco de un arroyo. Hacía frío, y aunque se habían cubierto con la amplia capa de Cleo, la princesa no dejaba de temblar. Nic la abrazó para hacerla entrar en calor.
—No llores —musitó—. Mañana todo irá mejor.
—¿Cómo lo sabes?
—Tienes razón: no lo sé. Pero no pierdo la esperanza.
—No hemos encontrado nada. Nadie ha oído hablar de esa vigía.
Puede que no exista.
Cleo dejó escapar un suspiro y apretó la mejilla contra el pecho de Nic para escuchar los latidos de su corazón. Las estrellas brillaban en el cielo negro, y la luna era un corte curvo en lo alto. Cleo jamás había mirado el cielo con tanta intensidad. Lo había contemplado de vez en cuando, abstraída, pero nunca se había quedado absorta en él como aquella noche. Era inmenso y muy hermoso, incluso en aquel momento tan desesperado.
—¿Por qué viviría una vigía en el mundo mortal? —se preguntó en voz alta.
—Dicen que algunos se enamoran de un humano y se exilian por propia voluntad. Una vez se marchan, nunca pueden regresar.
—Hacer eso por amor… Abandonar el paraíso —tragó saliva—. Parece una locura.
—Depende de lo enamorados que estén.
Eso era cierto.
Contempló una vez más las estrellas y se preguntó si Theon estaría haciendo lo mismo.
Sabía que se habría puesto furioso al descubrir su huida y darse cuenta de que le había mentido. En aquel momento, a Cleo ni siquiera se le había ocurrido pensarlo; había creído que regresaría victoriosa en muy poco tiempo y que nadie se acordaría de su desobediencia.
Lo siento, Theon, pensó. Cómo me gustaría que estuvieras aquí, a mi lado.
Se sentía muy bien junto a Nic, pero cuando imaginó que eran los fuertes brazos de Theon los que la rodeaban, su corazón se aceleró. Ojalá Theon entendiera que no había tenido más remedio que irse; ojalá la perdonara con el tiempo.
—¿Qué aspecto tienen los vigías? —musitó—. Nunca he prestado mucha atención a las leyendas.
—Casi nadie cree en ellas. Se dice que los vigías son jóvenes y hermosos, y que su piel dorada reluce como el sol. Viven en un paisaje de prados verdes y paisajes deslumbrantes.
—¿Y están atrapados en ese paraíso?
—Eso dicen las leyendas: desde que se perdieron los vástagos, los vigías carecen de la magia necesaria para abandonar ese lugar. Es su castigo por haber perdido lo que debían custodiar.
—Pero todavía nos vigilan a través de los ojos de los halcones —murmuró Cleo al distinguir la silueta de un ave que se recortaba contra la luna brillante. No era una visión extraña, pero, por alguna razón, la hizo estremecerse.
—No creo que nos vigilen a todos. Seguro que muchos somos demasiado aburridos. Piensa en Aron, por ejemplo: solo le verían beber vino y mirarse al espejo. Menuda pesadez.
Cleo se rio a su pesar.
—Puede que tengas razón.
—Estoy pensando una cosa…
—¿Pensando? ¿Tú? —Cleo le miró a los ojos.
—Imagínate lo que diría Aron si nos viera dormir así, abrazados. ¿Crees que se pondría celoso?
Cleo sonrió.
—No te imaginas cuánto. Especialmente si se enterara de que estamos agotados, muertos de hambre y frío y sin una gota de vino en el cuerpo.
Nic cerró los ojos y sonrió.
—Si muero en brazos de la princesa Cleiona, habrá merecido la pena.
Hacía constantemente comentarios tontos como aquel. Por lo general, Cleo se los tomaba como simples bromas, pero a veces se preguntaba si su hermana tendría razón y Nic estaría un poco enamorado de ella.
Dejó de preguntárselo en cuanto se quedó dormida… para soñar con Theon.
—Se acabó —dijo Nic al día siguiente, cuando reemprendieron el camino—. Si hoy no encontramos nada, nos damos la vuelta y volvemos a casa. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
A Cleo le costaba caminar. Apenas les quedaba dinero y no habían hallado ni siquiera un indicio que les diera esperanzas; tenía que aceptar su derrota y poner fin a aquella aventura.
Cerró los ojos sin dejar de andar y, a pesar de su desapego hacia la diosa, le elevó una plegaria para que los ayudara en su búsqueda.
Sus tripas gruñeron tristemente por toda respuesta. Aquella mañana habían encontrado unas manzanas arrugadas en un árbol reseco, pero no habían bastado para quitarles el hambre.
—Ah, perfecto —dijo Nic—. Seguiremos el gruñido de tu estómago como si fuera una brújula.
Él nos conducirá a buen puerto.
Cleo le dio una palmada en el brazo. Le hubiera gustado sonreír, pero su rostro no parecía dispuesto a permitírselo.
—¡No te burles! Sé que tú también te mueres de hambre.
—Pues tendremos que escoger entre cenar en una taberna o dormir en una posada. Las dos cosas no pueden ser.
Resultaba irónico: justo cuando Cleo comenzaba a forjarse una imagen de los paelsianos como gentes honradas y trabajadoras, y no como bárbaros desesperados, aparecían aquellos ladrones para renovar todos sus prejuicios.
Están desesperados porque no tienen nada, mientras que yo lo tengo todo.
Era una idea escalofriante; tal vez ella también se convertiría en una salvaje si tenía que vivir en aquella tierra agonizante durante más de una semana.
El siguiente pueblo era como todos los demás: cuatro calles desiertas y polvorientas flanqueadas por cabañas con techumbre de paja. En el mercado, donde había más gente, hablaron con algunas personas y les preguntaron por la vigía.
Todo el mundo respondió lo mismo.
—¿Vigías? No sé nada de eso —dijo una mujer con los labios cortados y los dientes rotos—. No creo en esas tonterías, hermosa. Si hubiera por aquí un vigía con un chorro de magia en sus manitas doradas, ¿crees que viviríamos en cabañas con los tejados rotos y comeríamos verdura pasada?
—Es una vigía exiliada. Puede que sea distinta…
La mujer hizo un aspaviento.
—Bastante tenemos con la supuesta magia del caudillo Basilius, que nos asfixia a tributos mientras él vive a cuerpo de rey. Y ahora, encima, pretende llevarse a nuestros hombres para luchar en no sé qué locuras. Me pone mala…
—Calla —susurró con aspereza la mujer de cabello gris que la acompañaba—. No hables mal del caudillo. ¿No ves que puede oírte?
—Lo único que puede oír son sus regüeldos de satisfacción —gruñó la primera mujer.
La otra la arrastró lejos de allí antes de que dijera nada más.
—Tejados rotos… —repitió Nic echando un vistazo a la plaza—. Tiene toda la razón: la mitad de las cabañas tienen agujeros en la cubierta. ¿Cómo se las arreglan para sobrevivir durante el invierno?
—Algunos no sobreviven —la voz procedía de un puesto donde se vendían canastas de mimbre.
Cleo se volvió y vio a una mujer menuda, con el pelo entrecano y la tez arrugada. Sus ojos eran negros y brillantes, y por un instante le recordaron a los del vinatero Silas Agallon antes de que llegaran sus hijos. El recuerdo de aquella escena se había enquistado en su mente como un absceso lleno de pus.
—Disculpa, ¿qué has dicho? —preguntó.
—Digo que los inviernos son duros en esta tierra —respondió la mujer—. Muchos no tienen la suerte de sobrevivir para ver la primavera. Así son las cosas. No sois de por aquí, ¿verdad?
—Venimos de Limeros —respondió Nic sin darle importancia—. Viajamos por estas tierras en busca de leyendas sobre los vigías y los vástagos para escribir un libro. ¿Sabes algo de ellos?
—Conozco algunas historias. Mi familia las contaba, y sé algunos cuentos que se han transmitido a través de los siglos y que se habrían perdido para siempre si yo no los guardara en mi memoria.
El corazón de Cleo dio un vuelco.
—¿Ha oído hablar de una mujer que antes era vigía? Dicen que se exilió y que ahora reside en esta tierra.
—¿Una vigía exiliada por aquí? —la mujer enarcó las cejas—. ¡Qué cosas! No, nunca he oído hablar de ella. Lo siento.
—Yo también —murmuró Cleo agachando la cabeza.
La mujer envolvió su mercancía en una tela, hizo un hatillo y se lo echó al hombro.
—Deberíais buscar refugio: tenemos la tormenta encima.
—¿Tormenta? —repitió Nic justo en el momento en que un relámpago atravesaba el cielo oscuro.
El retumbar del trueno tardó solo un instante en llegar a sus oídos. La mujer alzó la vista.
—Las tormentas no son frecuentes en Paelsia, pero cuando estallan son repentinas y muy fuertes. Nuestra tierra sigue estando tocada por la magia, aunque se vaya desvaneciendo ante nuestros ojos.
—¿Crees en la magia? —musitó Cleo sin aliento.
—A veces. Cada vez menos, la verdad —inclinó la cabeza—. ¿Seguro que sois limerianos?
Vuestro acento me recuerda al de nuestros vecinos del sur…
—Claro que somos de Limeros —respondió Nic sin dudarlo—. Cleo y yo nos dedicamos a viajar por toda Mytica y más allá, y a lo largo de nuestras expediciones hemos ido recogiendo muchas cosas: acentos, costumbres, amigos… Espero que podamos contarte entre los últimos. Mi nombre es Nicolo; por favor, llámame Nic.
—Yo soy Eirene —repuso la mujer, con una sonrisa que le arrugó el rostro—. Es un placer, joven. En cuanto a tu nombre, muchacha, he de decir que resulta poco común —añadió volviéndose hacia Cleo—. ¿Es un diminutivo de Cleiona?
Cleo se dio cuenta de que a Nic se le había escapado sin pensarlo, y mantuvo la mirada de la anciana sin pestañear.
—Sí. Fue cosa de mi padre: le gustaba mucho la mitología, y no hacía distingos entre las dos diosas, como es común entre los limerianos. Las consideraba a las dos iguales.
—Un hombre inteligente. Y ahora, os aconsejo que busquéis cobijo para pasar la noche.
Había empezado a caer una lluvia helada. Cleo se ajustó la capa y se caló bien la capucha, pero en unos instantes estaba calada hasta los huesos.
—Lo malo es que no podemos permitirnos una posada —comentó Nic—. Tenemos que comer, y no nos queda dinero para las dos cosas.
Eirene los miró de hito en hito y finalmente asintió.
—Podéis venir a mi casa. Os daré algo de comer y un sitio seco donde pasar la noche.
Cleo estaba atónita.
—Te lo agradecemos mucho, pero ¿por qué te portas tan amablemente con unos extraños?
—Porque confío en que alguna vez un extraño haga lo mismo por mí.
Los dos caminaron tras Eirene hasta llegar a su casa, que estaba a unos cinco minutos del mercado. Para cuando llegaron, estaban empapados; incluso las cosas que llevaban dentro de la bolsa se habían mojado. Mientras Nic ayudaba a Eirene a encender el fuego en la chimenea de piedra que se elevaba en el centro de la cabaña, Cleo miró a su alrededor. La casa estaba muy limpia, pero apenas tenía muebles: solo había una mesa, varias sillas y unos jergones de paja amontonados en un lado. El suelo era de tierra apisonada, tan dura como el mármol.
Aquella cabaña no admitía comparación ni siquiera con la vivienda más modesta de todo Auranos, pero resultaba habitable.
Eirene les dio unas ajadas mantas de lana para ayudarlos a entrar en calor, y les proporcionó algunas prendas limpias mientras se secaban las suyas. Para Nic había una sencilla camisa y unas calzas; en cuanto a Cleo, recibió un vestido liso de lana, tan sencillo que hacía parecer elegante al que había llevado hasta ahora bajo el manto.
—Pica —musitó al oído de Nic.
—Esto también.
—Supongo que es mejor que esperar desnudos a que se nos seque la ropa…
—Oh, sin duda —le dedicó una sonrisa pícara—. ¡Eso sería espantoso!
Mientras Eirene preparaba la cena, empezó a preguntarles acerca de su viaje por Paelsia.
Cleo tomó asiento y dejó que Nic se luciera con una de sus historias.
—De modo que buscáis a esa vigía porque queréis hablar con ella —concluyó Eirene cuando Nic acabó.
—Bueno, sí, en parte —Cleo cruzó una mirada con Nic—. Pero yo… nosotros… tenemos una hermana mayor que está muy enferma. Nos dijeron que esa vigía posee una magia que puede curarla, y…
—Semillas de uva —asintió Eirene—. Imbuidas de la magia de la tierra. ¿Me equivoco?
Cleo abrió los ojos como platos.
—Así que conoces la leyenda.
—Sí, pero lamento decirte que no es más que un cuento. La gente se pregunta por qué las viñas prosperan en estas tierras, y algunos opinan que esa es la respuesta. La mayoría, en cambio, cree que el caudillo Basilius hace magia para que su pueblo pueda producir vino y usarlo en rituales en su honor.
—¿Y cuál es la verdad?
—No sabría decirlo —contestó la mujer encogiéndose de hombros.
—Pero… —Cleo arrugó el entrecejo y se recostó en la silla—. Tú has dicho que creías en la magia, ¿no?
—Y creo, aunque nunca lo admitiría si viviera en Limeros. No soy ninguna bruja, pero no me gusta llamar la atención en un asunto tan peligroso.
—¿Sabes si hay alguna bruja por aquí?
Aunque a Cleo le dolía admitir que tal vez la vigía exiliada no fuera más que una leyenda, se resignaría si pudiera encontrar una bruja; cualquier cosa relacionada con la magia podía convertirse en una pista importante.
—Me sorprende que una limeriana se interese por las brujas. Debes de estar desesperada por salvar a tu hermana. Esa es la verdadera razón por la que has venido a Paelsia, ¿verdad?
Los ojos de Cleo se llenaron de lágrimas.
—Mi hermana es la persona que más quiero en el mundo. Si se muere, no sé qué voy a hacer… Tengo que ayudarla.
La puerta se abrió para dejar paso a una muchacha morena, empapada de la cabeza a los pies.
—¿Quiénes sois vosotros dos? —preguntó con insolencia.
—Sera, por favor —dijo Eirene—. Sé educada con mis huéspedes. Se quedarán a cenar y a pasar la noche con nosotras.
—Y eso, ¿por qué?
—Porque los he invitado. Os presento a Sera, mi nieta. Sera, estos son Cleo y Nic; han venido desde Limeros.
—Cleo… —repitió ella como si paladeara el nombre, y la princesa tragó saliva al pensar que podía reconocerla.
—Me alegro de conocerte —dijo, esforzándose por no perder la calma.
Sera la examinó con atención antes de volverse hacia su abuela.
—¿Pongo la mesa?
—Sí, por favor.
Se sentaron a cenar alrededor del tablero desvencijado. Cleo estaba tan hambrienta que disfrutó cada cucharada de las gachas de cebada que le sirvieron en un tazón de madera.
Aquel plato le habría hecho arrugar la nariz si se encontrara en palacio, pero esa noche lo agradeció de corazón. Por supuesto, Eirene también tenía vino; si había algo que los paelsianos no escatimaban en sus duras y azarosas vidas, era el vino.
Cleo estuvo a punto de rechazar el vaso que le ofrecieron, pero se mordió la lengua. Tal vez el vino la hubiera impulsado a hacer cosas de las que ahora se arrepentía, pero un solo vaso no le haría daño.
Aún lo tenía a medias cuando Nic apuró su tercer vaso. La habitual labia del muchacho se había acrecentado.
—Parece que sabes mucho acerca de las brujas y esas cosas —le dijo a Eirene—. ¿Por qué no nos cuentas algo que nos pueda ayudar en nuestra investigación sobre los mitos de los vigías?
Ella se apoyó contra el respaldo de la silla, que chirrió.
—Solo conozco historias. Las historias no son hechos.
—Me gustan las historias; en realidad, me encantan. A menudo son mejores que los hechos.
—¿Y si esas historias hablaran de diosas?
—Otra vez no… —gruñó Sera—. A mi abuela le encanta alborotar a la gente con esa patraña, pero nadie más que ella cree que las dos diosas fueran vigías.
Cleo se atragantó con un sorbo de vino.
—Cleiona y Valoria, ¿vigías?
Eirene sonrió maliciosamente.
—¿Estás dispuesta a escuchar algo así de escandaloso? ¿O eres tan devota como la mayoría de tus compatriotas?
Para los limerianos, Valoria era la deidad que encarnaba la magia de la tierra y el agua, mientras que Cleiona personificaba la magia del fuego y el aire. Las dos eran igualmente poderosas, pero su violenta rivalidad las había llevado a destruirse mutuamente, y eso había hecho que la magia elemental desapareciera del mundo de los mortales. Los limerianos consideraban a Cleiona culpable de aquella batalla; afirmaban que había tratado de robarle a Valoria su poder, y que eso había traído como consecuencia la desaparición de su amada diosa. Para ellos, Cleiona era la encarnación del mal, el reverso oscuro de la luz que representaba Valoria. Los auranios, en cambio, creían justo lo contrario… si es que creían en algo.
—Soy una persona de mente abierta —afirmó Cleo, deseosa de averiguar cualquier cosa sobre los vigías—. Cuéntanos esa historia; me encantaría escuchar todo lo que quieras compartir con nosotros.
—Háblales de Eva —pidió Sera mientras retiraba los platos de la mesa.
—Enseguida. Paciencia, cariño.
—Eva fue la última hechicera —explicó su nieta—. Podía dominar los cuatro elementos.
Nada ni nadie era tan poderoso como ella, salvo los cuatro vástagos en sí.
Cleo contuvo una sonrisa; hacía un momento se mostraba remisa a que su abuela relatara aquella historia, y ahora parecía ansiosa por contarla ella misma.
—Entonces, una hechicera es una bruja muy poderosa, ¿no?
—Es mucho más que eso —la corrigió Eirene—. Eva era una vigía, una de las entidades que viven más allá de este mundo, en el lugar que los humanos llamamos Santuario. Los vigías, como sabrás por las leyendas, eran los protectores de los cuatro vástagos, gemas primigenias que contenían la esencia de los elementos: obsidiana para la tierra, ámbar para el fuego, aguamarina para el agua y piedra de luna para el aire. Las gemas estaban tan colmadas de magia que, si alguien las miraba de cerca, podía verla girando y retorciéndose en su interior.
Eva, la hechicera, portaba un anillo que le permitía tocar las gemas sin que su magia infinita la corrompiera; has de saber que los vástagos eran muy bellos, pero también muy peligrosos.
La tarea de los vigías era custodiarlos para que no cayeran en malas manos y su poder no se desatara en el mundo mortal. Hace mil años, Mytica no estaba dividida en tres naciones: éramos un solo pueblo que vivía en paz. Por aquel entonces, la magia formaba parte de la vida; en el Santuario reinaba la armonía, y esta se extendía al mundo de los humanos.
Cleo recordó sus clases de historia y las frecuentes riñas de su preceptor para que prestara atención. Sí, en los libros se decía que Limeros, Paelsia y Auranos habían sido un único reino, pero siempre le había costado creerlo. La gente de los tres países era ahora tan distinta…
—¿Y qué pasó? —preguntó Nic—. Según dicen, los vástagos llevan perdidos mil años.
—No se perdieron —replicó Eirene—. Los robaron. A cambio de guardarlos, los vigías obtenían juventud, belleza y magia eternas. Sin embargo, entre sus filas había algunos que aspiraban a más.
—¿Más que la juventud, la belleza y la magia? —intervino Cleo—. ¿Qué les faltaba?
—Poder; el poder siempre ha sido seductor. El deseo de ejercer un dominio absoluto está detrás de las mayores atrocidades que se han cometido en el mundo. Pues bien: había dos vigías que ansiaban quedarse con todo el poder. Pero estoy divagando…
—Cuéntales la parte de Eva y el cazador —intervino Sera—. Es mi favorita.
—Mi nieta es una romántica —se rio Eirene mientras se levantaba a servir más vino—. Eva era una vigía, una hechicera muy poderosa; como ya he dicho, era la única que podía tocar los vástagos sin peligro. Casi todos los vigías la respetaban y la consideraban su líder, aunque era bastante más joven que muchos de ellos. Algunos, sin embargo, la envidiaban y la tachaban de ingenua. A menudo atravesaba la barrera del Santuario y pasaba al mundo de los mortales; por entonces la frontera no estaba cerrada, como ahora. En el Santuario no había animales salvajes, así que su pasatiempo preferido era observar a los pájaros. Un día se encontró con un cazador herido de muerte por un puma; se había aventurado hasta lo más profundo de las Montañas Prohibidas y se había extraviado. Estaba agonizando cuando Eva apareció ante él.
»Cuentan que fue amor a primera vista, y que la hechicera hizo algo prohibido: usó su poderosa magia de la tierra para curar las heridas del cazador y salvarle la vida. Durante las semanas siguientes, salió una y otra vez del Santuario para verle, cada día más enamorada.
El cazador le rogó que abandonase a los vigías y se quedara con él en el mundo de los mortales, pero ella no podía abandonar sus responsabilidades con tanta ligereza. Sin embargo, un buen día descubrió que se había quedado embarazada y comenzó a plantearse qué hacer.
¿Podría vivir dos vidas, una junto al hombre al que amaba y otra con los inmortales, o tendría que sacrificar una de las dos para siempre?
»Eva tenía dos hermanas mayores que estaban celosas porque, aunque también eran vigías poderosas, sus habilidades palidecían al lado de las de ella. Pues bien: al enterarse del secreto de su hermana, la envidia las envenenó más aún. Cuando Eva dio a luz a la hija del cazador, sus dos hermanas salieron del Santuario, secuestraron a la niña y amenazaron con quitarle la vida si Eva no les entregaba los vástagos.
»Ella sabía que no debía hacerlo, pero no podía soportar la idea de perder a su hija. Así que recogió las gemas que se encontraban en las cuatro esquinas del Santuario y se las entregó a sus hermanas, que aguardaban en el mundo de los mortales. Cada una de ellas tomó dos de los vástagos y, en cuanto los tocaron, fueron corrompidas por la magia, que las cambió para siempre.
—Las convirtió en diosas —exclamó Cleo casi sin aliento—. Las dos hermanas eran Valoria y Cleiona.
Eirene asintió con gravedad.
—Ellas dos absorbieron todo el poder de los vástagos y se convirtieron en fuego y aire, tierra y agua. Pero al salir los vástagos, las fronteras del Santuario se sellaron y las dos hermanas quedaron atrapadas en el mundo de los humanos. Aunque gozaran del poder de diosas, su cuerpo era mortal. Eva sabía que eso ocurriría, pero no se lo había advertido.
»La cólera de las dos hermanas bastó para destruirla. La niña desapareció. Algunos dicen que murió; otros afirman que las dos diosas la dejaron ante la puerta de un campesino como último acto de piedad hacia su hermana muerta. El cazador encontró el cuerpo de su amada en el bosque, pero no halló el de su hija por ninguna parte. Se guardó el anillo de Eva para recordarla… y se dispuso a esperar.
»Las dos diosas vivieron mucho tiempo separadas. Sin embargo, al cabo de los años se dieron cuenta de que la posesión de los cuatro vástagos les daría el poder definitivo y la inmortalidad, incluso en el mundo de los humanos. Fue entonces cuando se enfrentaron en una gran batalla con la intención de arrebatarle a la otra sus poderes y se destruyeron mutuamente ante los ojos del cazador, que las había vigilado sin descanso. Cuando murieron, los vástagos recuperaron su forma de gemas. Dado que el cazador conservaba el anillo de Eva, pudo tocarlos y los escondió donde nadie pudiera volverlos a hallar. Después de esta última hazaña, murió.
—Fantástico —murmuró Nic—. Una historia con final feliz.
—Depende de cómo se mire, la verdad —Eirene sonrió—. ¿Más vino?
Nic levantó su copa.
—Sí, por favor.
—Y nadie ha encontrado los vástagos… —concluyó Cleo.
—No hasta el momento. De todos modos, muchos creen que esto es solo un mito y que los vigías no son más que seres legendarios.
—Antes has dicho que crees en la magia. ¿Y en estas leyendas?
Eirene le escanció más vino a Nic y se sirvió otro vaso.
—Con todo mi corazón.
Cleo cerró los párpados un instante, anonadada.
—Así que los vigías siguen buscando los vástagos. ¿No se dice que ven por los ojos de los halcones?
Eirene asintió.
—Quieren encontrar los vástagos y devolverlos al Santuario; solamente les quedan restos de magia, y hay quien dice que se están agotando. Salen de su paraíso en forma de pájaro, porque si lo hacen de otra manera ya no pueden regresar. El Santuario está separado del resto del mundo, existe en un plano diferente a este, pero la ausencia de magia le está afectando igual que nos afecta a nosotros. Cuanto más tarden en aparecer los vástagos, más se deteriorarán los dos mundos.
—¿Crees que están conectados? —preguntó Nic.
—Por supuesto que sí.
—A mí me gusta la historia de amor —intervino Sera—. El resto es difícil de creer, la verdad. Abuela, les dije a unas amigas que las vería en la taberna. ¿Te importa que vaya?
—Ve, hija.
Sera se despidió, se envolvió en una capa y salió de la cabaña.
—Me sorprende que no os indignéis ante la sugerencia de que vuestra amada Valoria, diosa de Limeros, no era más que una vigía corrompida por el poder —dijo Eirene.
Nic y Cleo intercambiaron una mirada.
—Como ya te ha dicho mi hermana, procuramos mantener la mente abierta a nuevas ideas —replicó él—. Aunque me resulta difícil creer que fuera tan malvada como dices.
—Yo no he dicho que fuera malvada, aunque tampoco digo que fuese buena. Mirad, incluso la persona más oscura y cruel conserva algo de bondad en su interior. Y al revés: en el más luminoso de los héroes hay una semilla de oscuridad. La pregunta es si nos inclinaremos hacia lo uno o hacia lo otro. Es una decisión que tomamos cada día de nuestra vida, con cada elección que hacemos. Lo que a uno no le parece malo puede parecérselo a otro. ¿Y sabéis una cosa? Saber esto nos hace tan poderosos como si poseyéramos magia.
—Dicen que otros vigías han abandonado el Santuario —Cleo pasó el dedo por el borde de su vaso vacío—. Lo hicieron a sabiendas de que no podrían regresar.
—Sí, eso dicen.
—¿Conservan su magia? ¿Es posible que algún antiguo vigía posea unas semillas imbuidas de la magia de la tierra?
—Te veo tan esperanzada que me cuesta decirte que no —Eirene le apretó la mano—. Sigue creyéndolo con todas tus fuerzas; a veces, basta con creer algo para que se haga realidad.
—Creo que me voy a ir a la cama —bostezó Nic, y la sonrisa de Eirene se ensanchó.
—Es una idea estupenda, joven.
La anfitriona preparó dos jergones junto a la chimenea, apagó las velas, cubrió la ventana con una tela y les deseó buenas noches a los dos amigos.
Cleo se tumbó en el fino colchón de paja y fijó la vista en el techo ennegrecido, preguntándose qué haría Theon en ese instante. Cuando se quedó dormida, soñó con hechiceras, diosas y semillas mágicas.