CAPÍTULO 16

El rey había convocado a su hijo al salón del trono.

Magnus se preguntó, irritado, por qué su padre no podía dignarse visitarlo en sus aposentos. No: en vez de hacerlo, le llamaba a su presencia como si fuera un criado.

Irrelevante.

Recorrió los pasillos a paso lento. Debía obedecer, por supuesto; no tenía alternativa. Pero a pesar del repentino aprecio que el rey parecía sentir por él, Magnus no tenía prisa alguna.

Llevaba dos días practicando con Lucía para perfeccionar el control de su magia, que hasta ahora parecía depender de sus cambios de humor. Cuando discutían, especialmente sobre la cuestión de los pretendientes que Magnus se dedicaba a espantar, ella se enfurecía y su magia se hacía más fuerte. Cuando flaqueaba su confianza en sí misma, la magia se desvanecía.

De modo que Magnus se había asegurado de discutir mucho con ella. Era fácil: en cuanto se lo proponía, podía hacer que un rubor de indignación asomara a las mejillas de su hermana.

A Lucía aún le costaba aceptar su magia. Aunque no le gustara admitirlo, le daba miedo, y no es fácil acoger con los brazos abiertos lo que se teme.

Eso era exactamente lo que Magnus sentía hacia su padre.

—¿Me has llamado? —preguntó con sequedad cuando llegó a la sala del trono.

El rey Gaius levantó la vista de un documento y le escrutó como un águila que contemplara a una presa más o menos apetitosa.

—Has tardado en venir.

—Lo he hecho tan pronto como he podido —replicó; aquellas mentiras le resultaban fáciles.

—¿A qué te dedicas últimamente, Magnus? Llevas varios días desaparecido. Esta mañana te perdiste la oportunidad de acompañarme a una cacería.

—He estado leyendo.

—Me cuesta creerlo —repuso el rey con una sonrisa gélida.

Magnus se encogió de hombros.

—¿Solo deseabas ponerte al día en cuanto a mis ocupaciones, o hay algo importante de lo que debamos hablar?

El rey se recostó en su trono de metal y cuero negro, con los ojos clavados en su hijo.

—Me recuerdas tanto a mí mismo cuando tenía tu edad… Es asombroso, la verdad.

Magnus no supo si debía tomárselo como un cumplido o como un insulto.

—¿Cómo va la alianza con el caudillo Basilius? —preguntó para cambiar de conversación.

—Viento en popa. No te preocupes, hijo mío; te mantendré informado de todo cuanto suceda. Y pronto necesitaré tu ayuda en asuntos de importancia.

El cargo de chambelán había quedado vacante debido a la muerte repentina de Tobías, y Magnus tenía la sensación de que el candidato a ocupar el puesto era él.

—El rey manda y yo obedezco —le resultaba prácticamente imposible desterrar el sarcasmo de su voz; los viejos hábitos eran difíciles de romper.

—En cualquier caso, te he llamado por un motivo en particular —Gaius guardó silencio unos instantes—. ¿Qué sabes de Lucía? ¿Has visto algo extraño en ella?

Magnus estaba preparado para aquella pregunta. Fijó la vista en el escudo de los Damora y leyó el lema que tantas veces había oído repetir: «Fuerza, fe, sabiduría».

—La vigilo muy de cerca, pero no he notado ninguna diferencia. Si te parece distraída, tal vez sea porque se ha encaprichado de algún lechuguino.

—No, no puede ser algo tan insignificante.

—En cualquier caso, no sé qué tengo que buscar. Te niegas a decírmelo.

Tal vez lo que había dicho su padre acerca de darle un papel importante en el futuro del reino no fuera más que una promesa hueca. La idea le hacía sentirse extrañamente decepcionado.

El rey se inclinó hacia delante en su trono de hierro. A pesar de la sencillez de su diseño, resultaba severo e intimidante; Gaius lo había mandado construir tras su coronación para sustituir el trono de oro y piedras preciosas de su padre.

—Creo que estás preparado para saber la verdad —dijo enlazando los dedos.

Magnus enarcó las cejas, sorprendido.

—Adelante.

—Se me olvida que ya no eres un niño; eres casi un hombre, y debo dejar que participes en todo lo que hago —el rey se incorporó y rodeó lentamente a Magnus, escrutándolo con una mirada que mezclaba la crítica y la aprobación—. Verdaderamente, es como mirarme a mí mismo. Sabina me lo mencionó el otro día.

—¿El qué?

—Lo mucho que nos parecemos. Cuando conocí a Sabina, yo era más o menos de tu edad.

Magnus notó que se le contraía el estómago.

—Cuánto me alegro. Dime, ¿ya estaba casada por aquel entonces, o esperaste a su noche de bodas para acostarte con ella?

—Tienes una lengua viperina —el rey sonrió levemente—. Pero eso es bueno: un futuro rey debe hacer uso de todas las armas que tenga a su disposición. Créeme: cuando ocupes el trono, no podrás confiar en casi nadie.

—Y aun así, tú confías en Sabina.

—Sí.

La única forma de obtener respuestas del rey era hacerle preguntas directas… y no parecer muy interesado por las respuestas. Si se mostraba demasiado ansioso, su padre seguiría ocultándole la verdad.

—¿Cuál es esa profecía que habla de Lucía? ¿Qué esperáis que suceda?

Los ojos del rey se estrecharon.

—Sabes lo que opino de la gente que escucha a escondidas, Magnus.

Se maldijo a sí mismo: debía sujetar su lengua cuando hablara con su padre si no quería encolerizarlo. Estaba al límite y le costaba recordar esas cosas. Su máscara de indiferencia solía funcionar mejor; pero desde que había averiguado la condición de Lucía, Magnus no conseguía encontrar el equilibrio. La máscara de la que tanto dependía se había soltado, y le costaba muchísimo mantenerla en su sitio.

Aguardó, seguro de que su padre se negaría a responder y lo despediría sin decirle nada más. Eso sería bueno: podría regresar de inmediato a los aposentos de Lucía para seguir practicando.

Pero el rey habló.

—Si te revelo esto, Magnus, entraremos en terreno peligroso.

—La verdad tan solo es peligrosa si puede herir —repuso, fingiendo estar más interesado en la bandeja con manzanas y queso que había en una mesa cercana que en las palabras de su padre.

—Las mentiras pueden hacer que la verdad sea menos dolorosa. Sin embargo, siempre he considerado que el dolor es esencial para madurar —la expresión del rey era severa—. ¿Crees que estás preparado para enfrentarte a la verdad?

Magnus le miró a los ojos, exactamente del mismo color que los suyos, y observó los rasgos pétreos de su padre. El rey siempre le había recordado a la serpiente que adornaba el escudo de armas de la familia: una criatura resbaladiza con colmillos emponzoñados.

—Quiero saber qué ocurre con Lucía —declaró con firmeza—. Y lo quiero saber ahora.

Su padre se dio la vuelta, atravesó la estancia y contempló el abismo que se abría al otro lado de la ventana.

—Hace años, Sabina y su hermana dedicaron mucho tiempo y esfuerzo a estudiar las estrellas. Buscaban una señal del nacimiento de alguien muy especial: una niña con el don de la magia que habría de convertirse en una leyenda.

—Magia… —incluso la palabra era peligrosa.

—Sabina es una bruja —dijo el rey.

Magnus palideció.

—Cuando tenía doce años, me llevaste a ver una ejecución en la hoguera para que aprendiera cómo tratamos en Limeros a la gente que dice hacer magia. ¿Y ahora me revelas que tu amante es una bruja? ¡Ni siquiera pensaba que creyeras en esas cosas! Creía que las utilizabas para dar ejemplo de lo que ocurre a aquellos que propagan las mentiras y el mal.

El rey extendió las manos abiertas.

—Los reyes debemos tomar decisiones difíciles. Durante mucho tiempo no creí en la magia.

Pero es real, Magnus. Existe.

—¿Y condenas a muerte a una mujer acusada de brujería mientras mantienes a una bruja como tu consejera más cercana? ¡Como amante, de hecho!

—No espero que me entiendas; solo te pido que aceptes lo que he hecho. Todas mis acciones han sido por el bien de mi reino. Sabina es una excepción.

—¿Qué tiene que ver todo esto con Lucía?

—La profecía hablaba de una niña que tendría el poder de dominar la magia. Pero no como bruja, sino como hechicera.

Magnus se quedó muy quieto.

—Y crees que es tu propia hija.

El rey lo agarró de los hombros y lo atrajo hacia sí.

—He esperado mucho tiempo para averiguar si era verdad, pero no he visto ninguna señal de que Lucía poseyera algún poder extraordinario. Han pasado dieciséis años, Magnus. Me siento decepcionado.

—No sé qué decir —respondió con un nudo en la garganta.

—¿No has visto nada? ¿Nada, de verdad?

Magnus escogió con cuidado las palabras.

—No tengo nada que contarte, padre. Lucía es como cualquier otra muchacha de dieciséis años. La idea de que pueda ser una hechicera es… —tragó saliva—. Es sencillamente ridícula.

—Me niego a creerlo —masculló el rey—. Lucía es la clave, es esencial para mis propósitos.

Necesito todos los recursos a mi alcance.

—¿Qué? ¿Hablas de Auranos?

—Por supuesto; no hay nada más importante ahora mismo.

—Pero nuestro ejército, combinado con las fuerzas de Basilius, sin duda…

—¿Las fuerzas de Basilius? ¡Ja! Muchachos desnutridos que jamás han empuñado una espada. Auranos vive en la indolencia, pero eso no les impide mantener un ejército impresionante. No: necesitamos algo más.

Magnus sintió un escalofrío.

—¿Y Sabina? Si es una bruja, como dices, ¿no puede usar la magia para ayudarte?

El rey torció el gesto.

—Cualquiera que fuera su poder cuando era joven, se ha desvanecido con el tiempo. Es inútil para mis planes. No; ha de ser Lucía. La profecía dice que poseerá una magia inagotable, surgida de los cuatro elementos.

Los cuatro elementos… De momento, Magnus solo la había visto manipular dos: el aire y el fuego. Si eso era cierto, tarde o temprano se manifestaría la magia de la tierra y del agua.

—Con un poder así, podría aplastar al rey Corvin y destruir todo su mundo —el rey apretó los puños—. Podría acabar con Auranos en un solo día.

Magnus tragó saliva.

—Tal vez Sabina se haya equivocado con ella.

El rey clavó la mirada en su rostro con tanta intensidad que Magnus notó un hormigueo en la cicatriz.

—Me niego a creer eso.

—Entonces, me temo que tendrás que ser paciente.

La ira desapareció del rostro de su padre; ahora contemplaba a su hijo con interés.

—Aprecias mucho a tu hermana, ¿no es cierto?

Magnus se cruzó de brazos.

—Por supuesto que sí.

—Es una auténtica belleza. El hombre que la despose será afortunado.

Los celos brotaron de las entrañas de Magnus como un río de lava.

—Estoy convencido de ello.

La boca del rey se torció en una sonrisa mordaz.

—¿De verdad piensas que no me he dado cuenta de la forma en que la miras? No estoy ciego, hijo mío.

—No sé de qué me hablas —repuso Magnus, conteniendo la bocanada de bilis que le subía por la garganta.

—Hazte el sorprendido si te sientes mejor, pero no olvides que sé muy bien lo que te pasa.

Soy un hombre perspicaz, Magnus. Para ser rey no solo se necesita coraje: también hace falta inteligencia. Me gusta observarlo todo y emplear lo que veo para servir a mis propósitos.

—Me alegro por ti.

—¿Y sabes qué veo? Veo a un hermano que se preocupa mucho, muchísimo, por su bella hermana menor.

Magnus miró la puerta de soslayo.

—¿Puedo retirarme, padre? ¿O prefieres jugar conmigo un rato más?

—Esto no es ningún juego, Magnus; yo solo juego en el campo de batalla y en el tablero de ajedrez. ¿De verdad crees que no conozco las razones de tu desinterés hacia todas las candidatas a convertirse en tu esposa?

—Padre, te lo ruego… —susurró Magnus conteniendo una náusea.

—Lo sé, Magnus. Lo veo en tus ojos cada vez que Lucía entra en la sala donde estás. Veo cómo la miras.

Magnus sintió el impulso irrefrenable de echar a correr hasta llegar a un escondrijo en el que ocultarse del mundo. Jamás había compartido aquel secreto con nadie; lo había enterrado en su interior, en un lugar tan profundo que apenas era consciente de su existencia. Las insinuaciones de Andreas Psellos le habían dejado anonadado.

Y ahora, el rey exponía su secreto a la luz como si fuera una pieza de caza recién desollada, un trofeo ensangrentado. Como si no significara nada.

—Tengo que irme —farfulló volviéndose hacia la puerta.

Su padre le sujetó por el hombro.

—Tranquilízate: no pienso decírselo a nadie. Tu secreto permanecerá oculto. Y si haces todo lo que te pida, te garantizo que ningún hombre tocará a Lucía. Puede que eso te sirva de consuelo.

En cuanto el rey le soltó, Magnus salió de la estancia y se precipitó por los corredores hasta llegar a su aposento. Cerró la puerta a su espalda, se apoyó contra la pared y se dejó caer hasta quedar sentado en el piso frío y gris. Era incapaz de enfrentarse a Lucía esa noche.