CAPÍTULO 12

Cleo esperó junto a la puerta de la sala a que su padre terminara de despachar con sus consejeros. Cuando se quedó solo en la estancia, entró y le explicó casi sin respirar lo que Emilia le había contado, evitando mencionar la historia de amor entre su hermana y el padre de Theon.

El rey la dejó hablar sin interrupciones. Después de muchas idas y venidas, la princesa acabó por resumir la situación con la mayor sencillez posible.

—No hay ningún curandero capaz de ayudarla, y cada vez se encuentra peor. Sé que puedo encontrar a esa vigía exiliada, pero tengo que ir a buscarla antes de que sea demasiado tarde.

Theon podría venir conmigo para protegerme; no creo que estemos fuera mucho tiempo —se retorció las manos—. Sé que es la solución, padre. Sé que puedo salvarle la vida a Emilia.

El rey la observó en silencio durante casi un minuto, con expresión perpleja.

—Una vigía exiliada —repitió—. Y tiene en su poder unas semillas mágicas con poderes curativos.

Cleo asintió.

—Sí, padre, y alguno de los habitantes de Paelsia sabrá dónde encontrarla. Si tengo que recorrer todas las aldeas una a una, lo haré.

—Los vigías no son más que una leyenda, hija —respondió él enlazando los dedos, con los ojos entornados.

Por primera vez desde que había entrado en la sala, Cleo dudó.

—Bueno, yo también lo pensaba, pero si hay una oportunidad… En realidad, no se sabe nada a ciencia cierta.

—¿Qué quieres saber? ¿Si hay vigías que nos espían a través de los ojos de los halcones para buscar sus preciados vástagos? Eso no es más que una fantasía que se cuenta a los niños para que se porten bien y no hagan travesuras.

Cleo levantó la vista hacia el escudo de armas que había en la pared: dos halcones, uno dorado y otro negro, bajo una corona de oro. Lo conocía tan bien como la palma de su mano, y sabía que tenía que significar algo. Era una señal de que estaba en lo cierto.

—Que no los hayas visto nunca no significa que no existan. Yo estaba equivocada al pensar así.

El rey parecía más fatigado que enfadado, y su rostro mostraba arrugas en las que Cleo nunca había reparado.

—Cleo, sé lo mucho que quieres a tu hermana…

—¡Más que a nada en el mundo!

—Por supuesto. Yo también la quiero. Pero la verdad es que no se está muriendo; solo se encuentra indispuesta. Aunque su enfermedad sea grave, acabará por mejorar si guarda reposo. Se recuperará, tenlo por seguro.

—¿Cómo lo sabes? —replicó exasperada—. Padre, déjame marchar.

—No pienso consentir tal cosa —el rey se tensó—. Es una locura que te plantees siquiera la posibilidad de viajar a Paelsia. Desde que murió ese chico, las cosas se han ido enconando en vez de calmarse.

—¿Qué cosas?

—Eso no te concierne. Yo me encargaré de todo, hija.

Cleo apretó los puños.

—Si las cosas van a peor, tengo que irme cuanto antes; tal vez dentro de un tiempo ya no sea posible y…

—Basta —la cortó su padre con voz casi amenazante.

Cleo se dio cuenta de que, hasta ese momento, le había seguido la corriente. Pero estaba cansado, y no se encontraba de humor para ocuparse de cuestiones que le parecían una pérdida de tiempo.

Sin embargo, salvar la vida de su hermana no era ninguna pérdida de tiempo.

—Puede que esté equivocada —insistió, echando a andar en círculos con los brazos cruzados—. Pero al menos tengo que intentarlo. ¿Por qué no eres capaz de verlo?

El rey apretó los labios.

—Lo único que veo es que mi hija de dieciséis años se ha inventado una historia inverosímil para esquivar a su prometido.

Ella le miró, anonadada.

—¿Crees que es por eso?

—Sé que te cuesta aceptarlo. Pero cuando se fije la fecha de la boda, todo irá mejor. Para entonces, Emilia ya se encontrará bien y podrá ayudarte con los preparativos.

Aquello no tenía nada que ver con lo que la había llevado hasta allí. Sin embargo, ya que lo sacaba a colación…

—Tú no obligaste a Emilia a casarse con un hombre al que no amaba.

—Era distinto —respondió él con un suspiro.

—¿Por qué era distinto? ¿Porque amenazó con suicidarse? ¡Puede que yo haga lo mismo!

El rey la miró con aire socarrón.

—Tú jamás lo harías.

—¿Por qué? Puedo hacerlo esta noche. Me puedo arrojar por las escaleras o dejar de comer.

Puedo… Bueno, ¡hay un montón de formas de suicidarme si quiero hacerlo!

—No, Cleo: tú jamás harías eso, porque no quieres morir. Hija, tú no te limitas a vivir: lo que haces es celebrar la vida —sus labios se curvaron en una discreta sonrisa—. Sé que algún día, cuando superes tu tendencia a llamar la atención y a hacer cosas extravagantes, se desvelará tu auténtica naturaleza y te convertirás en una mujer increíble, digna de llevar el nombre de la diosa.

—¡Si tú ni siquiera crees en la diosa!

El rey la fulminó con la mirada. Hasta ahora había mostrado una gran paciencia, pero Cleo había llegado demasiado lejos.

Desde que su esposa muriera en el parto, el rey Corvin había vuelto la espalda a la religión, y sus súbditos pronto habían seguido su ejemplo. Emilia era la única creyente que quedaba en la familia Bellos.

—Lo siento —musitó Cleo.

—Eres inmadura y hablas sin pararte a pensar en las consecuencias. Siempre has sido así, Cleo. No esperaba otra cosa de ti.

—No quería hacerte daño —murmuró frotándose la nariz.

—No te preocupes por mí, sino por ti misma. Yo lo hago: me preocupo mucho más por ti que por tu hermana. Algún día te meterás en un lío, Cleo, y espero que puedas salir de él.

Ese es uno de los motivos por los que he concertado tu matrimonio con Aron. Aunque seas joven, es lo mejor: enfrentarte a los deberes de una esposa te hará madurar —Cleo se estremeció, y la mirada del rey pareció suavizarse—. Solo quiero ayudarte, hija.

—¿Cómo? ¿Recordándome que no puedo controlar mi propio futuro?

El rey le agarró la mano.

—Debes confiar en mí, Cleo. Convéncete de que he decidido lo más correcto para ti y para nuestra familia.

—Mi familia es lo que más me importa; por eso necesito ir a Paelsia —susurró ella—. Por favor, dame permiso.

—No, Cleo.

—Entonces, ¿piensas quedarte mirando sin hacer nada mientras Emilia se muere? —protestó ella, notando en los ojos el escozor de las lágrimas—. ¿Esa es tu decisión tan correcta? A ti no te importamos ni Emilia ni yo; lo único que te importa es tu maldito reino.

El rey suspiró, agotado. Volvió a sentarse y contempló los documentos que había esparcidos por la mesa.

—Ya va siendo hora de que te marches, Cleo. Tengo cosas que hacer. Esta conversación ha terminado.

El corazón de Cleo dio un vuelco.

—¡Padre! Por favor, padre, no seas tan duro. ¡Sé que no eres tan cruel e indiferente como quieres hacerme creer!

El rey alzó la cabeza para mirarla con una cólera apenas disimulada, y Cleo dio un paso atrás.

—Ve a tu aposento y no salgas hasta la cena. ¡Theon!

El escolta entró al instante; había estado montando guardia junto a la puerta.

—Conduce a mi hija a su estancia y asegúrate de que no intenta hacer ninguna estupidez, como marcharse a Paelsia.

—Sí, majestad —respondió Theon con una reverencia.

A Cleo le habría gustado añadir algo, pero sabía cuándo tenía que guardar silencio.

Discutiendo no iba a sacar nada en claro; solo conseguiría enfadar aún más a su padre. Quizá incluso adelantara su boda con Aron como castigo. Cleo imaginó con un estremecimiento que la obligaban a celebrarla en una semana, o incluso al día siguiente.

El rey no creía que Emilia se estuviera muriendo, pero Cleo estaba cada vez más convencida. Lo sabía con el corazón.

Solo la magia podría salvarla.

—Lo lamento, princesa —murmuró Theon mientras los dos abandonaban la sala.

Ella recorrió los pasillos sin mirar por dónde iba, con las mejillas encendidas y los pies pesados como el plomo. Aunque había pensado que no tenía más lágrimas, todavía le quedaba un torrente que brotó en cuanto Theon cerró la puerta de su aposento y la dejó sola.

Cuando por fin dejó de llorar, las lágrimas dieron paso a una resolución inflexible.

El mundo entero —su padre incluido— podía decirle que no, pero eso no supondría ninguna diferencia. Cleo iba a solucionarlo. No importaba lo que tuviera que hacer ni adónde debiera ir: le salvaría la vida a su hermana antes de que fuera demasiado tarde.

Después de la cena, Cleo llamó a sus dos mejores amigos, Nic y Mira.

—Me voy —sentenció después de explicarles la situación.

Nic pestañeó.

—A Paelsia.

—Sí.

—Para buscar a una vigía exiliada a la que quieres pedirle unas pepitas mágicas.

Cleo sabía que sonaba absurdo, pero le daba igual.

—Exacto.

—Gran idea —declaró Nic con una amplia sonrisa.

—¿Estáis de broma? —exclamó Mira—. Cleo, ¿te has parado a pensar? ¿Sabes lo peligroso que puede ser volver allí?

Ella se encogió de hombros.

—Tengo que hacerlo. Es la única forma de arreglar esto.

Su padre se pondría furioso cuando se enterara de que le había desobedecido, lo sabía muy bien. Pero no le importaba; de todos modos, no estaría ausente mucho tiempo. Si conseguía encontrar una pista —si hacía las preguntas correctas a las personas adecuadas y en los lugares precisos—, aquello no sería más que una excursión como la que había hecho con Aron para comprar vino.

Hizo una mueca al recordarlo; no era el mejor ejemplo de una búsqueda afortunada.

—Recordad que no podéis decírselo a nadie —insistió—. Solo os lo cuento para que no os preocupéis por mí mientras estoy fuera.

—Ah, claro —resopló Mira—. No hay motivo de preocupación. Cleo, de verdad, yo os quiero muchísimo a Emilia y a ti, pero estas tonterías me dan dolor de cabeza.

Nic cruzó los brazos.

—Lo que no entiendo es cómo funcionan esas semillas. Hacen crecer unos viñedos que producen un vino espectacular… ¿y también curan enfermedades?

—Es la magia de la tierra.

—Ah, ya entiendo. Tal vez deberías preguntarle de paso a esa vigía dónde están escondidos los vástagos que se perdieron hace mil años. Sería una información de lo más útil, ¿no crees?

—Me miras como si me hubiera vuelto loca.

La sonrisa del chico se ensanchó.

—Es que te has vuelto loca, pero eso no tiene nada de malo. Ahora bien, ¿ir sola? Eso sí que lo tiene.

—No voy a ir sola —Cleo meneó la cabeza—. Theon me acompañará.

—No —respondió el guardia en voz baja.

Se había quedado en pie detrás de ella, así que Cleo no había visto su expresión mientras hablaba con sus amigos. Giró en redondo.

—Por supuesto que vienes conmigo.

Él le lanzó una mirada severa.

—Vuestra hermana no debería haberos metido esas historias en la cabeza.

—Pero ahora que las conozco, tengo que averiguar si son ciertas. ¿No lo ves? Es la respuesta, lo único que puede salvar a Emilia. Si no voy… Si no vamos, Emilia morirá. Estoy segura.

—Vuestro padre no os ha dado permiso para viajar a Paelsia.

—¡No me importa lo que diga mi padre! —chilló Cleo, con las mejillas encendidas de furia—. Ya le oíste: no lo entiende. No cree en esto, pero yo sé lo que hago. Se enfadará si me voy, pero cuando Emilia se cure gracias a nosotros, agradecerá que le hayamos desobedecido.

—Lo único que quiere es manteneros a salvo.

—Y voy a estar a salvo: tú estarás a mi lado para protegerme.

—Puede que estéis dispuesta a desafiar sus órdenes, pero yo no lo estoy. La palabra de vuestro padre es la ley, tanto para mí como para el resto de sus súbditos. ¿Sabéis cuál es el castigo por desobedecer una orden directa? La muerte, alteza.

Cleo se estremeció.

—Nunca permitiría que te pasara nada, lo juro. No debes tener miedo.

—No lo tengo —Theon pareció erizarse—. Pero me parecéis increíblemente tozuda. ¿Tan acostumbrada estáis a conseguir siempre lo que queréis?

Nic y Mira asintieron con la cabeza al mismo tiempo.

—Siempre lo hace, en serio —recalcó Mira.

—Si tengo que ordenarte que vengas conmigo, lo haré, Theon —amenazó Cleo—. No me obligues.

—Podéis ordenarme lo que queráis: mi respuesta seguirá siendo la misma —gruñó él—. Respondo ante el rey, no ante vos, y si el rey se ha negado, yo debo hacerlo también. No vamos a ir a ninguna parte. Por favor, princesa, intentad aceptarlo. Si no lo hacéis, todo será más difícil.

A Cleo le ardían los ojos, pero no le quedaban lágrimas que derramar. Lo único que le quedaba era una determinación furiosa.

—¿Tú qué opinas, Nic? —le preguntó volviéndose hacia él.

—Es una buena pregunta. La verdad es que la idea me resulta descabellada, pero sé que tu intención es buena.

—Ya basta —intervino Theon con brusquedad—. Se acabó la discusión: no vais a viajar hoy a Paelsia.

—No pensaba hacerlo hasta dentro de un par de días —murmuró Cleo—. Tal vez para entonces hayas cambiado de opinión…

La mirada de Theon se suavizó.

—Un par de días —meditó en voz alta—. Pueden cambiar muchas cosas en un par de días.

—Lo sé.

—Tal vez seáis vos la que cambie de opinión, princesa. Reflexionad durante dos días; confío en que eso os haga reconsiderar vuestro plan. ¿De verdad pensáis que existen los vigías y las semillas mágicas? Puede que os resulte menos creíble dentro de unos días.

—Tal vez… —admitió ella de mala gana.

Theon asintió, satisfecho con la respuesta.

—Os escoltaré hasta vuestro aposento.

La princesa deseó buenas noches a los hermanos Cassian y caminó sin pronunciar una palabra hasta llegar a la puerta de su habitación.

—Lo lamento —dijo Theon—. Sé lo mucho que amáis a vuestra hermana, pero no puedo contravenir los deseos de vuestro padre.

Ella suspiró.

—No te culpo; a pesar de lo que te dije antes, sé que eres noble y leal. Solo quieres actuar correctamente.

Él apretó la mandíbula y apartó la mirada.

—Lo mismo se puede decir de vos.

Cleo se quedó atónita.

—No mientas: sé que me ves como una mocosa malcriada que siempre intenta salirse con la suya.

—Jamás he dicho tal cosa. Sois testaruda, pero… Bueno, supongo que la testarudez no tiene por qué ser mala, siempre y cuando haya una buena razón para justificarla.

—Mi padre cree que solo quiero llamar la atención.

Cleo se mordió el labio inferior, dando vueltas a la frase que acababa de pronunciar. Si el rey pensaba realmente eso de ella, no era de extrañar que se hubiera negado a atender sus deseos cuando le había pedido algo importante.

—Con todos los respetos, me temo que no estoy de acuerdo con el rey —Theon la miró a los ojos—. En mi opinión, tenéis una forma muy personal de ver las cosas. Sabéis lo que queréis y, si se interpone algún obstáculo en vuestro camino, lo rodeáis… o lo atravesáis.

Cleo le dirigió una sonrisa de gratitud; aunque hacía poco que se conocían, la imagen que Theon tenía de ella era exactamente la que deseaba ofrecer. Ojalá fuera así de verdad…

—Gracias por tratar de protegerme, aunque eso signifique que de vez en cuando no pueda salirme con la mía.

—Es un honor custodiaros, alteza. Que descanséis —Theon se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó por el corredor.

Cleo entró en su habitación, se puso el camisón y se metió en la cama.

Una hora antes del amanecer, se levantó, se vistió y salió de su aposento, con cuidado de no despertar a la criada que dormitaba sentada junto a su puerta.

Había mentido al decir que pensaba esperar un par de días. Emilia se marchitaba a ojos vistas; Cleo tenía que marcharse cuanto antes, aunque tuviera que viajar sola. Disponía de dinero y podía pagar a alguien para que la guiara. En cuanto saliera de los muros de la ciudadela, tomaría una decisión.

—Buenos días, princesa —dijo una voz.

Cleo se quedó helada. Por un segundo creyó que Theon la había descubierto, pero no la conocía lo bastante como para saber cuándo mentía.

Sin embargo, había otra persona que la conocía a la perfección.

Nic la observaba apoyado en la pared, bajo un retrato del bisabuelo de Cleo y Emilia.

—¿Vas a alguna parte? —preguntó.

Su cabello pelirrojo estaba tan enmarañado como si se acabara de levantar de la cama y no se hubiera parado a peinarse. Seguramente era lo que había hecho.

—Yo… Me entró hambre. Voy a la cocina.

—Venga ya, Cleo. A mí no puedes mentirme.

La princesa alzó la barbilla, intentando no mostrar expresión de culpabilidad.

—Vale, muy bien. Me marcho. Ya pueden decirme lo que quieran, que yo me voy a Paelsia. ¿Vas a intentar detenerme?

Nic la contempló con rostro impasible.

—No, no voy a delatarte. ¿Sabes lo que voy a hacer?

—¿Qué?

Sonrió.

—Ir contigo.