CAPÍTULO 11
Lucía salió del castillo. El frío hacía que su aliento formara nubes de vaho a cada respiración. De pronto, vio un halcón que ascendía hacia el cielo despejado. Habría jurado que la miraba a los ojos.
Apartó la idea de su mente y miró a su alrededor en busca de algún rastro de su hermano.
Hacía semanas que guardaba aquel horrible secreto, y necesitaba desahogarse. Iba a contárselo pasara lo que pasara.
Pero, como era de esperar, ahora que necesitaba a Magnus no lo veía por ninguna parte.
Se había pasado una hora recorriendo las estancias del castillo hasta que una criada de las cocinas le dijo que había salido de cacería con su padre y que regresaría pronto.
Era extraño: Magnus jamás había mostrado interés por ir a cazar con el rey. De hecho, la caza nunca le había interesado. Lucía se preguntó si aquel cambio tendría algo que ver con la muerte de Tobías, su hermano ilegítimo —aunque nadie se había molestado en revelarle este detalle, Lucía lo había intuido enseguida—. El funeral del chambelán había sido rápido y poco ceremonioso, sin comentarios acerca del motivo de su repentino fallecimiento.
En vista de que Magnus no estaba en el castillo, Lucía había salido al jardín para despejar el torbellino de pensamientos que se agolpaban en su mente. El día era frío pero soleado, y había pensado que un paseo la ayudaría a concentrarse en sus clases de la tarde. Tenía lecciones de arte, de geografía y, por desgracia, de bordado; rara vez pasaba una clase entera sin clavarse la aguja. Tal vez Magnus pensara que no era torpe, pero sus yemas llenas de pinchazos indicaban lo contrario.
A cierta distancia divisó a Michol Trichas, un muchacho al que conocía. Le saludó con la mano, pero él no pareció darse cuenta y siguió andando.
Lucía se apresuró a alcanzarlo, arrebujándose en su capa forrada de piel para resguardarse del frío. El suelo helado crujía bajo las suelas de sus botines.
—¡Michol! —le llamó, sonriente.
Hacía unos meses, aquel muchacho había acudido al castillo para darle una clase de arte.
El padre de Lucía pretendía eliminar aquella asignatura, pero Lucía le había suplicado que lo reconsiderase: estudiar arte no era una frivolidad, sino una forma de conocer la historia y el patrimonio de su país.
Los padres de Michol pertenecían a la nobleza de la zona y eran amigos del rey. A la princesa le pareció un muchacho muy agradable, y disfrutó de su charla sobre escultura. Se pasaron una hora hablando de una misteriosa piedra grabada con forma de rueda que había en el norte de Limeros, en una región de hielos perpetuos; se decía que provenía del mismo Santuario, el legendario lugar de las Montañas Prohibidas desde donde los vigías observaban el mundo de los mortales. Algunos tratados antiguos que Lucía había encontrado daban a entender que era una marca de los vigías, una pista para localizar a los vástagos perdidos, unos objetos que podían considerarse como una bendición o una maldición, según los mitos que se decidiera creer.
Más tarde, Michol asistió a su banquete de cumpleaños y le aseguró que volvería para dar un paseo con ella por los terrenos del castillo. Nunca cumplió su promesa, y Lucía no entendía por qué.
El chico se volvió con timidez y se atusó el cabello en desorden.
—Princesa Lucía, es un placer volver a veros.
Ella reprimió su nerviosismo; prefería ser directa y natural.
—¡Llevo siglos sin verte!
—Ya…
—¿Querías evitarme? —Lucía esbozó una sonrisa, aunque temía que fuera cierto lo que había dicho—. ¿He hecho algo que te haya molestado?
Michol soltó un resoplido extraño.
—En absoluto.
—Llevo tiempo esperando que me vengas a buscar, como prometiste.
—Pero… —él la miró, perplejo—. No… no lo entiendo.
—Tampoco yo —repuso ella, ocultando las manos en las mangas para entrar en calor.
—Vuestro hermano me dijo que no queríais saber nada de mí.
Ella parpadeó.
—¿Cómo dices?
—Vine a veros y él me dejó muy claro que no era bienvenido. Me dijo que… que os gustaba pasear, sí. Pero no conmigo.
De pronto, Lucía lo vio todo claro y la cólera se apoderó de ella.
—¿Eso te dijo?
—Sí.
Hizo un esfuerzo por controlar sus emociones; últimamente, cada vez que se dejaba llevar pasaban cosas extrañas, cosas que debía mantener en secreto. Respiró profundamente y miró a los ojos de Michol.
—No debería haberte dicho eso.
—¿De veras?
—Y tú no deberías haberlo creído sin hablar conmigo. Mi hermano no decide a quién debo ver ni cuándo debo hacerlo; la que decide soy yo.
—No lo sabía…
—Esta no es la primera vez que ocurre algo parecido.
Magnus parecía haberse acostumbrado a decidir quién merecía las atenciones de su hermana menor. Pero Lucía no necesitaba su opinión ni su ayuda para deshacerse de los pretendientes indeseados; era perfectamente capaz de hacerlo sola.
—Es indignante —murmuró—. ¿Cómo se atreve a inmiscuirse en mi vida de ese modo?
—Entonces, ¿podemos salir a dar un paseo?
Lucía contempló al muchacho como si lo viera por primera vez. Era bastante atractivo, algo más alto que ella, de piel pálida y perfecta.
Qué pena que tuviera tan poco temple.
Forzó una sonrisa que hizo despertar un brillo de esperanza en los ojos del chico.
—Tal vez en otra ocasión. Que tengas buen día, Michol.
Regresó al castillo sin volver la vista atrás, más furiosa con su hermano a cada paso que daba. Magnus se estaba convirtiendo en un metomentodo autoritario y sumamente irritante.
Dobló una esquina y estuvo a punto de chocar contra alguien.
—Lucía… —dijo la voz gélida de la reina Althea.
—Dime, madre —contestó Lucía sin atreverse a mirarla a los ojos.
La cabellera negra de la reina estaba veteada de gris, y su rostro se veía pálido y demacrado. Siempre que observaba a su hija parecía hacerlo desde una posición más elevada que la de ella, aunque eran de la misma altura.
—¿Qué andas tramando? ¿Por qué tienes las mejillas tan rojas?
—No tramo nada. Es que aquí fuera hace… hace frío.
—Estamos en pleno invierno; por supuesto que hace frío. ¿Por qué has salido del castillo?
En Limeros siempre era invierno. Lucía se aclaró la garganta, incómoda ante el escrutinio de su madre.
—Quería ver a Magnus. ¿Sabes cuándo volverá de la cacería?
—Muy pronto, estoy segura —la reina apretó los labios con desagrado—. Llevas el pelo hecho un desastre; no deberías salir así de tus aposentos. Podría verte alguien.
Lucía hizo una mueca y se acarició el pelo enredado.
—No creía que estuviera tan mal.
—Pues lo está. Mandaré una doncella a tu habitación para que te adecente.
—Es muy amable por tu parte, madre —murmuró Lucía, notando las mejillas ardientes y un lago de lava en las entrañas.
—No tiene importancia.
Jamás se le habría ocurrido contarle su secreto. Tal vez la hubiera traído al mundo, pero jamás le había dedicado siquiera unas palabras amables. Lucía se preguntaba a menudo si aquella mujer sería capaz de sentir afecto por alguien; las únicas ocasiones en que la había visto mostrar emoción eran sus escasos momentos de orgullo maternal ante terceros.
Al no encontrar cariño en la reina, Lucía había aprendido desde edad temprana a buscarlo en otras personas, y eso la había llevado a volcarse en el estudio. Todos los elogios que había recibido en su vida procedían de sus maestros, de Magnus y, alguna vez que otra, de su padre. Nunca había oído una palabra de aprobación de su madre, y no creía que las cosas pudieran cambiar.
—Regresa a tu aposento, hija —ordenó la reina en tono cortante—. No te entretengas. No sería adecuado que alguien viera a la princesa de Limeros con este aspecto.
—Como ordenes.
Aunque prefiriera ignorar la opinión de su madre, Lucía pocas veces se había sentido tan fea como en ese instante. Se encaminó con paso vivo a su habitación, temiendo la llegada de la doncella que la ayudaría a arreglar su aspecto; si su madre le enviaba a la criada habitual —una mujer ruda que siempre le tironeaba del cabello—, tendría dolor de cabeza el resto del día.
Sí: quedaría dolorida pero presentable, justo como a la reina le gustaba. Las conversaciones con Michol y con su madre la habían dejado molesta. Hecha un lío, como su pelo. Encrespada, incluso.
Le faltaba poco para llegar a su cuarto cuando una voz acariciante la detuvo.
—Lucía, querida, ¿ocurre algo malo?
Sabina Mallius le bloqueaba el paso.
Lo que faltaba.
—No, no pasa nada —respondió sin darle importancia—. Gracias por tu interés.
No le guardaba ningún afecto a la reina, pero jamás hablaría mal de ella en presencia de la amante de su padre.
—Déjame que adivine —Sabina le dirigió una mirada comprensiva—: acabas de hablar con Althea.
—En efecto. Dice que tengo el pelo enredado.
Sabina tenía un aspecto impecable a cualquier hora del día o de la noche, sin que pareciera costarle esfuerzo alguno.
—A mí me parece que está precioso —hizo un gesto con la mano—. Salvaje, libre, sin ataduras… No permitas que nadie te diga lo contrario, ni siquiera tu madre.
Su tono era desenfadado, pero en sus palabras se adivinaba un doble filo. Lucía tuvo una intuición.
—¿Estás enfadada conmigo?
—¿Contigo? ¿Por qué habría de estarlo? —preguntó Sabina enarcando las cejas.
—Nada, no importa. Discúlpame, por favor; creo que me estoy imaginando cosas.
A pesar de su aspereza y su frialdad, la reina ejercía una gran influencia sobre Lucía. Le había inculcado a su hija que debía ser consciente de sus deberes, portarse con educación y refinamiento y mantener un aspecto pulcro. Aquellas eran las cualidades que debía cultivar una auténtica princesa.
También le había inculcado que Sabina Mallius era la encarnación del mal. La reina Althea llevaba años sintiéndose amenazada por la presencia de la amante del rey en la corte, aunque hubiera preferido cortarse la lengua antes que admitirlo.
—¿Estás segura de que todo va bien, querida? —insistió Sabina—. Pareces inquieta.
—¿De veras?
Lucía se esforzó por mantener una máscara impertérrita; su hermano lo hacía con maestría, pero a ella aún se le transparentaban las emociones en la cara. Trató de concentrarse: si se dejaba llevar por ellas, podían desencadenar los extraños fenómenos que parecían girar últimamente a su alrededor como borrascas precursoras de una ventisca.
—Estoy buscando a Magnus —dijo—. Quiero hablar con él cuando regrese de la cacería.
En realidad, ya no estaba tan segura de querer contarle su secreto. Primero quería discutir su empeño por alejar a cualquier muchacho que mostrara el menor interés hacia ella.
—Ya ha vuelto —respondió Sabina—. Los vi llegar desde mi ventana hace unos instantes.
¿Qué querías comentarle a Magnus?
—Nada de importancia.
Sabina la miró fijamente.
—Querida, deseo decirte algo con total sinceridad.
—Te escucho.
—Si alguna vez te da la impresión de que no hay nadie en quien confiar, recuerda que siempre puedes hablar conmigo —Sabina estudió su rostro como si buscara en él una respuesta oculta—. Puedes contarme cualquier cosa, Lucía, sea lo que sea. Ya eres una mujer, y tal vez estés experimentando algunos cambios difíciles para ti. Puedo ayudarte. Lo puedo hacer incluso aunque esos cambios te parezcan extraños… o aterradores.
Lucía respiró hondo. Era como si Sabina conociese su secreto.
—No sé de qué me hablas.
Los ojos de Sabina se entrecerraron.
—Es terrible tener un secreto, algo que incluso puede parecer peligroso, cuando no hay nadie con quien compartirlo. ¿Me comprendes, Lucía?
La muchacha tenía la boca seca; aunque hubiera querido, no habría podido articular palabra. Sabina se aproximó más a ella y su voz se convirtió en un susurro.
—Hay quien comparte ese mismo secreto tan peligroso, Lucía, y te aseguro que no tienes nada que temer. Puedo ayudarte si lo necesitas. Y vas a necesitarlo.
El mismo secreto…
¿Por qué no contárselo todo a aquella mujer? Podría desahogarse, compartir los extraños descubrimientos que había hecho, mostrarle lo que de pronto era capaz de hacer…
Pero las palabras se negaban a salir de su boca. No: Lucía no era tan estúpida como para contar la verdad al primero que pasara, por muy persuasivo que fuera.
—Si necesito decirte algo, prometo que te buscaré.
A Sabina le tembló un párpado de forma casi imperceptible.
—Muy bien —asintió—. Te veré en la cena, querida.
Lucía tuvo que obligarse a no apretar el paso para alejarse de Sabina. Tal vez la hubiera malinterpretado; aquella mujer no podía saber lo que le estaba pasando. Pero ¿y si Sabina compartía sus extrañas habilidades?
Imposible: se habría dado cuenta antes.
Tenía que seguir siendo tan discreta como lo había sido hasta ahora.
Al menos, Sabina había dicho la verdad en una cosa: Magnus y el rey habían regresado de la cacería y se estaban quitando las botas llenas de barro en el frío vestíbulo. Lucía recorrió la escalera de caracol que bajaba por las paredes de la estancia, con la mirada fija en Magnus. La extraña conversación que acababa de mantener no le había hecho olvidar lo enfadada que estaba con él.
Un mensajero se aproximó a ellos y le tendió una misiva al rey, quien rompió el lacre y leyó enarcando las cejas.
—Excelente.
—¿Qué dice? —preguntó Magnus.
—El caudillo Basilius declara oficialmente su alianza con Limeros. Le complace mi plan y… —apretó la mandíbula—. Y se siente profundamente honrado por el sacrificio que hice en su honor.
—¿Debo felicitarte ahora, o es mejor que lo haga una vez conquistemos Auranos? —preguntó Magnus con sequedad.
Lucía se quedó petrificada. ¿Conquistar Auranos?
—Antes, durante y después —el rey soltó una carcajada sin humor—. Esta es una buena nueva; el día de hoy no caerá en el olvido. Y todo lo que obtengamos será tuyo algún día, hijo mío. Todo: ese será mi legado.
Magnus alzó la cabeza, como si hubiera intuido la presencia de Lucía, y su mirada se cruzó con la de ella. Había algo en su expresión, algo que Lucía no había visto nunca.
Codicia.
Por un instante a Lucía le pareció estar en presencia de un desconocido, y un escalofrío recorrió su espalda. Sin embargo, la sensación no duró más de un segundo; los ojos oscuros de su hermano recuperaron enseguida su calidez y humor, y ella soltó el aliento al descender el último peldaño. No se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—Lucía —saludó Magnus con una sonrisa.
Optó por fingir que no había oído nada; su padre detestaba a los fisgones.
—Tenemos que hablar, hermano.
—Dime.
—He visto a Michol.
—¿Michol? —Magnus frunció el ceño.
—Un buen chico —comentó el rey asintiendo—. Creo que está enamorado de ti, hija mía.
—Ah, ese… ¿Ha venido a verte?
—Me contó que habíais mantenido una conversación —dijo Lucía con tono seco—. ¿Te importaría contarme de qué trataba?
—Preferiría no hacerlo —contestó él con una leve sonrisa.
Lucía lo fulminó con la mirada. ¿Cómo podía encontrarlo divertido?
—Te he traído algo de la cacería —añadió Magnus, sonriendo ahora con franqueza.
—¿Algo que has cazado?
—Ven y lo verás.
Lucía se acercó de mala gana, preguntándose qué sería. A pesar de lo hábil que era con el arco, a Magnus nunca le había gustado cazar. Algunos jóvenes de la corte se burlaban a sus espaldas, pero a él nunca le había importado lo que pensaran. En cierta ocasión le había dicho que no le importaba matar para comer, pero que se negaba a hacerlo por deporte.
Consternada, Lucía pensó en lo mucho que parecía haber cambiado su hermano, y una oleada incontenible de pena, enfado e incertidumbre se abrió paso en su interior.
De pronto, las altas puertas de hierro de la estancia se cerraron con estruendo. El rey volvió la cabeza para mirarlas, confuso, y luego clavó una mirada de intriga en Lucía. La muchacha apartó la vista, con el corazón en un puño.
Magnus sacó de una cesta algo pequeño y peludo, con orejas largas. No dejaba de mover la nariz.
—¡Un conejo! —exclamó Lucía, sorprendida—. O más bien un gazapo…
—Una conejita. Para ti.
Le entregó el animalillo, que se acurrucó entre su cuello y su hombro. Lucía notó el rápido latido de su corazón bajo las yemas de los dedos y el suyo dio un vuelco de la emoción.
Siempre había querido tener una mascota, especialmente cuando era pequeña, pero aparte de los caballos y los lebreles del rey, su madre jamás le había permitido tener animales.
—No la has matado…
Magnus la contempló, perplejo.
—Claro que no. Un conejo muerto sería una mascota pésima, ¿no crees?
Tenía la piel tan suave… La acarició para tranquilizarla y alzó la vista, sintiendo un nudo en la garganta.
—¿Crees que con esto vas a conseguir que me olvide de lo que has hecho con Michol y quién sabe con cuántos más?
—¿Lo he conseguido? —repuso él con cautela.
Ella resopló, pero no pudo contener una sonrisa.
—Un poquito.
Magnus era testarudo, orgulloso, molesto y desafiante, y ocultaba sus sentimientos bajo una máscara. Pero Lucía le quería y sabía que haría cualquier cosa por él, aunque a veces pusiera a prueba su paciencia.
Le contaría su secreto en cuanto se presentara la oportunidad. Tal vez entonces él le revelara qué lo tenía tan preocupado; incluso ahora, mientras la veía abrazar su regalo, sus ojos albergaban una tristeza infinita.