CAPÍTULO 10

No es más que una muchacha. ¿Estás convencido?

Aun transformados en halcones, los vigías podían comunicarse mentalmente mientras se encontraban en el mundo de los mortales. Alexius apartó la mirada de la princesa de cabellera negra que había salido de aquel imponente castillo y contempló a su amiga Phaedra, posada en la rama a su lado.

Lo estoy.

¿Y qué significaría que fuera ella?, preguntó Phaedra.

Todo.

Significaba que por fin tendrían la oportunidad de encontrar a los vástagos antes de que cayeran en otras manos. Significaba que el Santuario podría salvarse.

El Santuario seguiría existiendo mucho después de que el mundo de los mortales desapareciera, pero no duraría eternamente. Aquel lugar que se había convertido en su prisión acabaría por convertirse en su tumba.

En ausencia de la magia elemental todo se desvanecía poco a poco, especialmente lo que había sido creado mediante la magia.

¿Y si no es ella?, insistió Phaedra.

Entonces, estamos perdidos.

Alexius había detectado las señales dieciséis años atrás: incluso las estrellas se habían alineado para celebrar el nacimiento de aquella preciosa muchacha. Presenció cómo aquellas dos brujas que descendían de los vigías la robaban de su cuna, arrebatándosela a su madre.

Era cierto que la madre no sabía a quién había dado a luz, pero las brujas no tenían derecho a llevarse a la niña y esconderla, derramando tanta sangre innecesaria para hacerlo.

Una de las brujas, la que albergaba bondad en su corazón, había fallecido a manos de su hermana.

La hermana superviviente todavía vivía y custodiaba a la niña, mientras Alexius las observaba a ambas de lejos. Y aunque los vigías valoraban la paciencia por encima de todo, lo cierto es que comenzaba a sentirse nervioso. Había visto las señales y había seguido a aquella niña muy de cerca; sin embargo, aún le faltaba la confirmación de que aquella muchacha fuera la elegida.

Detestaba admitirlo, pero su convicción empezaba a vacilar. Se le estaba agotando la paciencia. Y al tiempo que esta menguaba, en su interior crecía una sensación que no le resultaba familiar: la ira. Quizá aquella chiquilla acabara siendo una decepción, nada más que una mortal o, como mucho, una vulgar bruja. Permanecer demasiado tiempo en el mundo mortal resultaba peligroso para un vigía; necesitaba regresar cuanto antes al Santuario para liberarse de aquellas emociones tan perjudiciales e inútiles.

Sí, podía haberse equivocado; tal vez hubiera perdido el tiempo vigilando a la muchacha cada vez que salía al exterior, cada vez que se asomaba al balcón y contemplaba el jardín helado que se extendía bajo sus aposentos, cada vez que leía en voz alta o rezaba a una diosa falsa que no merecía aquella devoción.

A Alexius le hubiera gustado marcharse y dedicar su tiempo a otros asuntos en el mundo de los mortales, pero no podía dejarla.

Aún no.

Batió las alas y se elevó en el aire. La hermosa princesa levantó la vista y, durante un breve instante, sus ojos se encontraron.

Ella solo vio un halcón dorado.

Y eso, por algún motivo, le dolió a Alexius.