CAPÍTULO 9
—Hoy debo anunciar algo que me satisface —comenzó el rey Corvin, observando desde el estrado a la multitud de nobles y personajes distinguidos que se habían congregado para el banquete—. Mi hija menor, la princesa Cleiona Aurora Bellos, va a prometerse en matrimonio con lord Aron Lagaris, hijo de Sebastien Lagaris, señor de Pasoviejo. Confío en que todos os unáis a mí en la celebración de este feliz acontecimiento. ¡Por la princesa Cleo y lord Aron!
La multitud aplaudió mientras Cleo, de pie junto a su padre, luchaba por contener el llanto. Las lágrimas retenidas apenas le dejaban distinguir los rasgos de los asistentes, pero aun así, sabía que no debía llorar.
—Sonríe, Cleo —Aron hizo chocar su copa contra la de ella mientras volvían a sentarse a la mesa rebosante de manjares, y Cleo dio un respingo al oír el tintineo del cristal—. Si no lo haces, todos pensarán que no te alegra la noticia.
—Es que no me alegra, y lo sabes —masculló ella.
—Te acostumbrarás —aseguró Aron, aunque no parecía importarle lo más mínimo—. Y antes de que te des cuenta, será nuestra noche de bodas.
Aquello sonaba más a amenaza que a promesa.
Ya era oficial. Estaba comprometida.
Tras la desagradable conversación que había mantenido con Aron tres semanas atrás, Cleo había abordado a su padre confiando en que le permitiría disolver el compromiso antes de que se hiciera público. Él, sin embargo, se había limitado a responder que era lo mejor, y que debía confiar en su habilidad para escoger al mejor marido para ella.
A su padre, pensó Cleo con amargura, le encantaba la idea de tener como yerno a un hombre como Aron, capaz de lanzarse al combate para defender de un bárbaro aldeano a una princesa indefensa.
Después de aquella charla, el rey había estado demasiado ocupado para volver a hablar en privado con Cleo. Lo único que la consolaba era que, al menos, también estaba demasiado ocupado para realizar ningún anuncio. Cada día que pasaba era como un regalo, una oportunidad de encontrar la solución.
Pero no había encontrado ninguna. Y el tiempo se había agotado.
Y ahora, ¿qué?, pensó angustiada.
Era incapaz de pasar bocado; las náuseas le impedían probar el asado de ternera, el guiso de ciervo, el pollo relleno, la fruta y los dulces que componían, entre otras delicias, aquel lujoso banquete. En cuanto al vino, no quería ni siquiera olerlo.
En cuanto pudo, se escabulló cuidando de que Theon no la viera y abandonó el salón del banquete. Todos los comensales parecían felices ante la perspectiva de una boda real.
—¡Cómo me alegra celebrar tan buenas nuevas! —comentaba una mujer—. Espero que la fiesta se celebre en primavera. Lo único que me apena es que la princesa Emilia no pueda estar presente; es triste pensar que se encuentra tan indispuesta.
A Cleo le dio un vuelco el corazón. Era tan egoísta al preocuparse solo por sus problemas… Sí, había algo mucho más importante que su compromiso con Aron: los vértigos y las jaquecas de Emilia habían ido a más. Ahora guardaba cama, demasiado débil para asistir a un banquete como aquel. Ningún curandero entendía qué le pasaba; todos se limitaban a aconsejarle que descansara y tuviera paciencia hasta que, con suerte, sus problemas de salud desaparecieran.
Con suerte.
A Cleo no le gustaba depender de la suerte; prefería la certeza. Le gustaba saber que el día siguiente sería soleado, agradable y lleno de diversión. Le gustaba saber que su familia y amigos se encontraban bien y eran felices. Cualquier otra cosa le resultaba inaceptable.
Emilia se iba a poner bien porque tenía que ponerse bien; si Cleo pensaba en ello con todas sus fuerzas, acabaría por hacerse realidad. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, aquella táctica siempre le había funcionado.
Apartó de su mente el compromiso con Aron y se encaminó hacia los aposentos de su hermana. Emilia estaba oculta tras los cortinajes de su cama, entre un montón de almohadones de seda, leyendo a la luz de las velas. En una esquina de la estancia había un caballete con su último cuadro, un estudio del cielo nocturno. Al oír los pasos de Cleo, alzó la vista. Tenía los ojos vidriosos y el rostro pálido y demacrado.
—Hola, hermana…
Cleo quiso devolverle el saludo, pero estalló en llanto sin poderlo evitar. Odiaba cada una de las lágrimas que derramaba por Emilia y por ella misma; las lágrimas no servían para nada. Llorar hacía que se sintiera débil e indefensa ante la corriente de dificultades que amenazaba con arrastrarlas.
Emilia dejó el libro, apartó los cortinajes y le tendió la mano a Cleo, que se tambaleó y acabó por sentarse en la cama junto a ella.
—Detesto verte así —sollozó.
—Lo sé. Pero no lloras por eso, ¿me equivoco? ¿Se ha anunciado ya tu compromiso?
Cleo se limitó a asentir, y Emilia le apretó la mano y la miró con seriedad.
—Cleo, nuestro padre no lo hace con mala intención. Cree de verdad que Aron será un buen marido para ti.
No, no lo sería; sería un marido espantoso. ¿Es que nadie era capaz de verlo excepto ella?
—¿Por qué ahora? ¿Por qué no podía esperar un par de años?
—Hay mucha gente, incluso aquí en Aurania, que considera lo que sucedió en Paelsia como un insulto hacia nuestros vecinos. Al anunciar tu compromiso con Aron, nuestro padre da a entender que lo acepta y lo considera un marido digno de su preciada hija. Así hace que se extienda el rumor de que Aron actuó de esa forma para protegerte y evita la crisis.
—Es tan injusto…
¿Cómo era posible que su boda se hubiera convertido en una fría cuestión de cálculo político? Cleo consideraba que el matrimonio debería celebrarse por amor, no por cuestiones de estado.
—Nuestro padre es el rey, Cleo. Todo lo que hace, dice y ordena está al servicio del reino y sirve para paliar sus debilidades.
Cleo lanzó un suspiro entrecortado.
—Pero yo no quiero casarme con Aron.
—Lo sé.
—Y entonces, ¿qué puedo hacer?
—Tal vez deberías aceptar la propuesta de fugarte con Nic —Emilia sonrió.
—No digas tonterías, anda —protestó Cleo reprimiendo una carcajada.
—Sabes que está locamente enamorado de ti, ¿verdad?
Cleo frunció el ceño y le dedicó a su hermana una mirada burlona.
—¡Qué va! Me habría dado cuenta.
Emilia se encogió de hombros.
—A veces nos cuesta darnos cuenta de lo evidente.
Era imposible; Nic no podía estar enamorado de ella. Eran buenos amigos, nada más. Cleo vio por el rabillo del ojo algo que se movía al otro lado de la puerta entreabierta: era Theon, que paseaba por el corredor para dar cuenta de su presencia. Al pensar que la había seguido hasta el dormitorio de su hermana, Cleo sintió una extraña satisfacción. No, Theon no pensaba perderla de vista.
Apartó la mirada de la puerta y de pronto se quedó sin aliento: de la nariz de Emilia caía un hilo de sangre. Ante la mirada horrorizada de Cleo, su hermana cogió un pañuelo de color crema que ya estaba manchado de rojo y se limpió sin darle importancia.
—Emilia…
—Sé que estás molesta por el compromiso —la interrumpió ella con suavidad, como si no se diera cuenta de su espanto—. Quiero contarte algo sobre la ruptura del mío. Puede que te ayude.
Cleo titubeó, sorprendida; nunca había pensado que le contaría la verdad.
—Dime.
—Al principio no me costó aceptar la idea: se trataba de mi obligación, y además lord Darius era un hombre encantador con el que me sentía a gusto. Estaba más que dispuesta a casarme con él. Por otra parte, nuestro padre quería esperar a que yo cumpliera dieciocho años para formalizar el compromiso; no había prisa, como ahora.
Los dieciocho años de Cleo parecían estar muy lejos. Si ella contara con tanto tiempo…
—¿Y qué ocurrió?
—Me enamoré de otra persona.
—¡Lo sabía! —Cleo le apretó la mano—. ¿De quién?
Emilia se humedeció los pálidos labios con la punta de la lengua, reacia a proseguir.
—De un guardia real —declaró al fin.
A Cleo casi se le salieron los ojos de las órbitas. Era lo último que esperaba oír.
—No hablarás en serio…
—Sí, Cleo. Jamás había experimentado nada igual. Era una emoción abrumadora; me parecía tan atractivo, tan interesante… Nunca me había sentido tan viva como cuando estaba a su lado. Sabía que estaba mal, que no me permitirían casarme con él; pero cuando tu corazón emprende un viaje como ese, lo único que puedes hacer es dejarte llevar. Le dije a nuestro padre que no podía desposar a lord Darius; le supliqué que no me obligara. Le dije que si lo hacía, yo… me suicidaría.
Cleo sintió un escalofrío al recordar la depresión en la que había caído su hermana cuando llegó el momento de anunciar el compromiso con lord Darius.
—Por favor, no digas eso.
—Era la verdad, y nuestro padre se dio cuenta. Deshizo el compromiso de inmediato; valoraba más la vida de la futura reina de Auranos que un buen matrimonio. Ahora me siento mal por haberle alarmado, pero en ese momento no podía pensar con claridad.
—¿Y dónde está ahora? —musitó Cleo—. ¿Qué fue de ese guardia?
Los ojos de Emilia se llenaron de lágrimas.
—Murió —musitó mientras aferraba su libro favorito, un volumen de oraciones a la diosa Cleiona—. Ahora leo sobre la fortaleza de la diosa para hacerme fuerte. Cleiona hizo lo que debía para proteger Auranos; arriesgó la vida para mantener este reino a salvo de sus enemigos. A mí solo me queda la fe para sobrellevar estos tiempos oscuros. Sé que tú eres más práctica que yo…
A pesar de llevar el nombre de la diosa, Cleo no dedicaba demasiado tiempo a la religión.
No era la única; muchos súbditos del reino habían abandonado unas creencias que, hasta tiempos no tan lejanos, parecían fundamentales para los auranios. Hacía años que el rey había derogado la norma de dedicar un día de la semana a la oración. Ahora todos los días eran iguales, y sus súbditos podían dedicar su tiempo a lo que les apeteciera.
—Me cuesta creer en las cosas que no puedo ver —repuso encogiéndose de hombros.
—Ojalá le dieras una oportunidad a Cleiona y aprendieras algo más sobre ella. Era fuerte y valiente; por eso nuestra madre insistió en darte su nombre. Había perdido a un bebé antes de que nacieras, ¿sabes? Le dijeron que no podría volver a quedarse embarazada, así que tú fuiste casi un milagro. En cuanto supo que te iba a tener, se dedicó a rezar por la vida que crecía en su interior. Deseaba con todas sus fuerzas que salieras adelante. Y cuando naciste, insistió en que te llamaras como la diosa, con la esperanza de que eso te diera fuerzas para sobrevivir. Fue su última voluntad.
—Habría sido mejor que sobreviviéramos las dos…
A pesar de toda la riqueza y el poder del rey Corvin, su amada esposa había muerto tras el parto sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
—Es verdad, pero aun así me hace muy feliz que tú estés viva.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti, ¿verdad? —dijo Cleo en un susurro entrecortado—. Te quiero más que a nada en el mundo.
—Lo sé. Yo también te quiero.
Cleo se sobresaltó: a su hermana volvía a gotearle sangre de la nariz.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Nada —Emilia pestañeó con expresión sombría—. Me muero, Cleo.
—¡Emilia! ¡No digas eso! —exclamó Cleo; era la primera vez que escuchaba su mayor miedo pronunciado en voz alta.
—Es la verdad —le apretó la mano—. Tienes que prepararte para lo que venga; debes soportar las adversidades y procurar que te fortalezcan en vez de destruirte.
—Basta, Emilia. Deja de decir eso. No te va a pasar nada.
—Sí, Cleo. Sé que me muero. Cuando el hombre al que amaba murió hace dos meses, le pedí a Cleiona que me llevara consigo para volver a estar junto a él. La diosa ha escuchado mis plegarias.
El rostro de Emilia se crispó de dolor y por su mejilla corrió una lágrima rojiza. Más sangre, pensó Cleo. Y de pronto cayó en la cuenta: si el guardia del que se había enamorado su hermana había muerto dos meses atrás, no podía ser otro que…
—Era Simon, el padre de Theon, ¿verdad?
Emilia se sobresaltó y la miró sorprendida antes de estallar en sollozos.
Sí, Cleo estaba en lo cierto: su hermana amaba al escolta del rey, que había muerto al caer de su caballo. Ya entonces le había parecido una tragedia. Más tarde, su pesar se renovó al enterarse de que Theon era hijo de Simon; entonces aún no sabía que la pérdida también había destrozado a su hermana.
—Cuánto lo siento… —abrazó a Emilia, notando cómo las lágrimas sanguinolentas le empapaban el hombro del vestido.
Era extraño que su hermana se dejara llevar así por sus sentimientos; siempre contenía el llanto, incluso ante Cleo. Emilia era una joven perfecta, elegante y calmada, mientras que Cleo tenía que esforzarse para ser lo que se esperaba de ella. Y cuando las cosas le iban mal —cuando oía algún cotilleo molesto, reñía con una amiga o hacía cosas que no debía con Aron, por ejemplo—, Emilia era la columna en la que se apoyaba para no caer.
«Eres la misma persona que eras ayer y antes de ayer», le había dicho su hermana al enterarse de su desliz con Aron. «Nada ha cambiado en tu interior. Olvídalo, Cleo. No te arrepientas de nada; eso sí, aprende de los errores. Mañana te sentirás mejor, ya lo verás».
—Siento mucho que Simon muriera —le susurró Cleo al oído—. Daría lo que fuera por que no hubiera pasado. Pero, por favor, no digas que quieres morir. No puedes pensar eso.
—Cuando me enteré de su accidente, creí morir de pena. Fue como si hubiera perdido a mi esposo, no solo a mi amante —Emilia reprimió un nuevo sollozo—. Los dos sabíamos que nunca podríamos casarnos, pero dos semanas antes de su muerte, cabalgamos juntos hasta el valle de Lesturne. Pasamos todo el día juntos y nos comprometimos, con la naturaleza como testigo. Fue perfecto, Cleo; durante unas horas, todo fue perfecto. Él me dijo que, después de morir, nos convertiríamos en estrellas y cuidaríamos a nuestros seres queridos desde el cielo.
Ahora contemplo el firmamento todas las noches esperando encontrarle. Es la añoranza lo que me ha hecho enfermar, Cleo; el dolor me está matando como un monstruo que me devora por dentro.
—¡No puedes dejarte ir! —protestó Cleo—. Emilia, tú eres la heredera del trono; si te mueres, me tocará reinar a mí y, créeme, no es buena idea. Yo sería una reina espantosa. Sé que has sufrido mucho y me parte el alma conocer el secreto que has guardado, pero me niego a aceptar que la pena te esté matando. Estás enferma, eso es todo. La gente enferma se recupera.
—Ningún curandero sabe lo que me pasa. No tienen respuestas ni medicamentos que ofrecerme, solo tisanas que me adormecen —Emilia esbozó una sonrisa triste—. Uno me sugirió que fuera a Paelsia a buscar ayuda; según él, es mi única esperanza de sobrevivir.
—¿Y qué hay en Paelsia?
Emilia hizo un gesto de desdén con la mano.
—No es más que una leyenda.
—Cuéntamela.
—Así que de pronto te interesan los cuentos y las leyendas… Qué curioso: pensé que solo creías en aquello que podías ver.
—Si no me lo dices, empezaré a chillar.
—Ay, no, por la diosa —suplicó Emilia, recostándose en los almohadones con gesto fatigado—. El curandero me habló de una mujer paelsiana que custodia las semillas de la primera uva que se impregnó de la magia de la tierra. Dice que los viñedos del país provienen de aquellas semillas, y que por eso su vino es excepcional. La magia de esa mujer protege a todos los viñedos de Paelsia de los males que aquejan al resto del mundo.
—Magia… —murmuró Cleo con escepticismo.
—Sabía que no lo creerías.
—Así que esa mujer posee unas semillas mágicas y protege los viñedos de Paelsia para que crezcan sanos y fuertes. Dime, ¿por qué no usa su magia para hacer que el país salga de la pobreza?
—Puede que su poder no llegue tan lejos. En cualquier caso, se dice que sus semillas pueden curar cualquier enfermedad, incluso la más grave.
—¿Y quién es esa maravillosa mujer que cuenta con tanta magia a su disposición?
Emilia parecía reacia a responder.
—¿Y bien? —insistió Cleo.
—Es una vigía que abandonó el Santuario hace muchos años.
—Una vigía… —repitió Cleo, incrédula.
—Eso es. De modo que tienes razón: no son más que fantasías. Los vigías no existen; no hay nadie que nos espíe a través de los ojos de los halcones, en busca de alguna pista que conduzca hasta los vástagos.
—Nunca he creído en esas tonterías.
—Por eso no quería contártelo —volvió a enjugarse la nariz y a Cleo se le encogió un poco más el corazón.
—Emilia, no sé qué hacer —los ojos se le llenaron de lágrimas.
Su hermana la miró a los ojos. Parecía angustiada.
—Yo… no debería haberte contado nada de esto. Me he dejado llevar. Lo único que quería decirte es que, si tanto rechazo te produce casarte con Aron, debes hablar con nuestro padre.
Hazle entender que morirás si te obliga. Y si te enamoras de alguien, pasa con él todo el tiempo que puedas, porque no sabes cuándo te lo arrebatarán. Sigue siempre a tu corazón, te lleve donde te lleve, Cleo. Disfruta de la vida, porque es un regalo que nos pueden arrebatar en cualquier momento. No sé lo que será de mí, pero de algo estoy segura: no me arrepiento del tiempo que pasé junto a Simon.
—No vas a morir —Cleo apretó la mandíbula—. No pienso permitirlo.
Emilia dejó escapar un suspiro.
—Me duele mucho la cabeza; necesito dormir. Esos estúpidos brebajes que me obligan a tomar los curanderos… Buenas noches, hermana querida. Mañana todo irá mejor.
Cleo le sostuvo la mano hasta que se quedó dormida, y luego le besó la frente y salió al pasillo con las piernas temblorosas. Theon seguía allí montando guardia.
La puerta estaba entreabierta; aunque no las hubiera espiado, tenía que haber oído su conversación.
—Creí que volveríais a escaparos por el balcón de vuestra hermana —murmuró él.
—Esta noche no —Cleo le miró a los ojos, oscuros y penetrantes—. ¿Lo sabías?
Theon negó con la cabeza.
—Intuía que mi padre estaba enamorado de alguien, pero nunca me dijo quién era. Supuse que sería una mujer casada. Ahora sé la verdad.
Cleo se rodeó el torso con los brazos mientras caminaban. Las llamas de las antorchas creaban un contraste de luces y sombras parpadeantes en el corredor.
—¿Crees que de verdad existen vigías exiliados y semillas mágicas que pueden curar todas las enfermedades?
—No lo sé.
Cleo se detuvo en seco.
—¿Cómo que no lo sabes? Entonces, ¿te parece posible?
—Mi padre creía en la magia y en las antiguas leyendas acerca de los vigías y los vástagos.
Me contó que los vigías que se exiliaban al mundo mortal podían tener hijos capaces de hacer magia. Brujas, magos.
—No creo que existan vigías. Ni brujas tampoco.
—Lo mismo pienso yo —se le oscureció el semblante—. Y no creo que debamos empezar a creer ahora.
—Me pregunto si los campesinos de Paelsia sabrán quién es la mujer de la que hablaba Emilia —musitó Cleo al cabo de un rato—. Si averiguara su nombre o supiera de un lugar donde encontrarla, tal vez podría hablar con ella…
Theon guardó silencio unos instantes.
—No estaréis pensando ir en su busca, ¿verdad? —dijo al fin—. Solo es una leyenda.
—Si existe algo que pueda ayudar a Emilia, tengo que encontrarlo.
El guardia frunció el ceño ante la súbita determinación de Cleo.
—Después de lo que sucedió con lord Aron, no creo que sea buena idea que ningún auranio cruce las fronteras de Paelsia hasta que se tranquilicen las cosas.
Ella le miró, sorprendida.
—¿Crees que se tranquilizarán pronto?
—En mi opinión, ese es el principal motivo por el que el rey ha decidido anunciar vuestro compromiso. Pretende distraer la atención del pueblo.
—Ah, fantástico —Cleo agachó la cabeza—. Me destroza la vida para distraer a la gente.
—Como dijo vuestra hermana, no tenéis por qué casaros con él a menos que queráis hacerlo.
—¡Lo dices como si tuviera elección!
—Vuestra hermana rompió su compromiso porque estaba enamorada de otra persona.
—¿Piensas que debería enamorarme de otro?
Theon guardó silencio. Cleo levantó la cabeza y se dio cuenta de que la observaba.
—Tal vez deberíais —dijo el guardia al fin.
El corazón de Cleo dio un vuelco y su mirada bajó inconscientemente hacia los labios de Theon. Cuando se dio cuenta, la apartó de inmediato.
—Quiero ayudar a Emilia —susurró—. No puedo perderla.
—Lo sé.
—Tengo que ir a Paelsia a buscar a la vigía exiliada.
La expresión de Theon se endureció.
—Olvidadlo, princesa. Además, vos no creéis en la magia.
—Te equivocas: no creo en nada que no pueda ver con mis propios ojos. Por eso debo ir a Paelsia cuanto antes para comprobar si es cierto lo que se cuenta.
Un destello de interés apareció en los ojos de Theon.
—Estáis decidida a salvar a vuestra hermana.
—Se está muriendo. Lo… lo noto, Theon. Si no hago algo, sé que voy a perderla —tragó saliva y se enfrentó a su mirada—. ¿Me acompañarás?
Él tardó en contestar.
—Si vuestro padre os da permiso, por supuesto que os acompañaré.
Tal vez aquella fuera la respuesta que necesitaba, la solución para que Emilia recobrara la salud. Y si había problemas en Paelsia, Cleo se aseguraría de evitarlos. Con Theon a su lado, nada podría detenerla. Notó que la invadía una sensación de optimismo.
—Bien. Entonces, conseguiré el permiso de mi padre.