CAPÍTULO 8
—Creo que nuestro padre trama algo en la sala de abajo.
La voz de Magnus sobresaltó a Lucía, que estaba concentrada en la lectura. Apagó rápidamente la bujía, cerró el libro y se giró hacia su hermano con expresión culpable.
—¿Qué decías?
Magnus esbozó una sonrisa divertida y observó el rostro en penumbra de Lucía. Se encontraban en un amplio aposento, dominado por una cama con dosel y cobertor de piel. Su hermana estaba sentada junto al ventanal que dominaba los jardines del castillo, cubiertos siempre de escarcha salvo en los dos meses templados del año.
—¿Te he interrumpido?
—No, tranquilo —respondió ella entrelazando las manos sobre el regazo.
—¿Qué leías?
—Nada importante.
—Ya —Magnus levantó una ceja y extendió la mano sin prisas.
A veces, Lucía deseaba que su hermano no la conociera tan bien. Aceptando su derrota, le entregó un librito encuadernado en cuero. Magnus le echó un vistazo a la cubierta y lo hojeó rápidamente.
—¿Poemas en honor de la diosa Cleiona?
—Quiero hacer un estudio comparativo —respondió ella encogiéndose de hombros.
—Qué traviesa…
Lucía trató de ignorar el rubor de sus mejillas. No estaba haciendo nada malo; si leía aquello era por simple curiosidad. Aun así, sabía que a muchas personas les habría disgustado conocer sus lecturas, empezando por su madre. Por suerte, Magnus no era una de ellas.
Cleiona era la diosa rival de Valoria; mientras que una de ellas se consideraba benéfica, la otra era tildada de malvada. El papel que representaba cada una dependía del reino en el que se encontraran los fieles. En Limeros, Cleiona era maligna y Valoria era la encarnación de la pureza y la bondad; representaba la fuerza, la fe y la sabiduría, los tres atributos que los limerianos valoraban por encima de todo. Cada escudo de armas que adornaba los muros del gran salón, cada pergamino que firmaba su padre, cada retrato del rey, mostraba esas tres palabras.
Fuerza. Fe. Sabiduría.
Todas las aldeas y ciudades de Limeros dedicaban dos días a la semana a orar en silencio.
Quien rompiera la ley era condenado a pagar una multa; si carecía de medios para abonarla, la pena era más dura. Los soldados del rey Gaius patrullaban sin descanso para asegurarse de que todos los limerianos cumplían la ley, pagaban sus tributos y obedecían las órdenes de su monarca. La mayor parte de los habitantes del país acataban aquellas severas normas sin discusión; Lucía estaba segura de que la misma Valoria las habría aprobado, por duras que parecieran a veces.
Limeros era una región de extensos páramos, paisajes abruptos y suelos rocosos. La tierra pasaba casi todo el año helada, con una capa resplandeciente de nieve y escarcha que solo desaparecía durante los breves y fértiles veranos. El paisaje era tan hermoso que a Lucía a veces se le humedecían los ojos solo de contemplarlo. Desde la ventana de su aposento se divisaban las aguas inabarcables del mar de Plata; si bajaba la vista, podía distinguir cómo los muros negros del castillo se apoyaban en el risco, sobre las aguas oscuras que se estrellaban contra el acantilado.
Resultaba impresionante incluso en pleno invierno, cuando era casi imposible salir al exterior sin envolverse de los pies a la cabeza en pieles y cuero para protegerse del frío cortante.
Pero a Lucía no le importaba el frío. Amaba a su reino, a pesar de las dificultades y las exigencias que comportaba pertenecer a la estirpe de los Damora. Disfrutaba de sus libros y sus clases, y absorbía los conocimientos igual que una esponja. Leía todo lo que caía en sus manos; por suerte, la biblioteca del castillo no tenía parangón. Para ella, el conocimiento era mucho más valioso que el oro y las joyas que le ofrecían algunos de sus pretendientes… o, más bien, que le habrían ofrecido si hubieran logrado eludir la vigilancia de Magnus para entregárselos.
Lucía suspiró. Magnus no consideraba que ninguno de los jóvenes que habían mostrado interés por ella fuera digno de sus atenciones; en realidad, su hermano siempre se había portado con ella de forma tan encantadora como frustrante. Hacía algún tiempo que a Lucía le costaba seguir sus constantes cambios de ánimo.
Observó el familiar rostro de Magnus y dejó el libro en una mesita. Él no compartía su sed de conocimientos; dedicaba la mayor parte del tiempo a practicar la equitación, la esgrima y el tiro con arco. El príncipe detestaba aquellas disciplinas, pero su padre insistía en que se ejercitara en ellas de todos modos.
—Ahora que lo pienso, la princesa más joven de Auranos se llama Cleiona —meditó Magnus—. Es de tu edad; no creo que os llevéis más de unos días.
Lucía asintió, recogió el libro y lo ocultó bajo un montón de volúmenes menos comprometidos.
—Me gustaría conocerla.
—Lo veo complicado; sabes cuánto odia a los auranios nuestro padre desde que… Bueno, ya sabes desde cuándo.
Sí, claro que lo sabía. Su padre despreciaba al rey Corvin Bellos, y lo expresaba de cuando en cuando con tremendos estallidos de ira que no se molestaba en disimular. Que Lucía supiera, aquella animosidad había brotado durante un banquete celebrado en el palacio de Auranos hacía unos diez años, durante el cual los dos monarcas habían estado a punto de llegar a las manos por una herida que Magnus había recibido en circunstancias poco claras.
El rey Gaius no había querido volver a Auranos desde entonces; tampoco había sido invitado.
Magnus se acarició la cicatriz en un gesto inconsciente. Le cruzaba toda la mejilla derecha, desde la oreja hasta la boca.
—¿Todavía no recuerdas cómo te hiciste eso? —preguntó Lucía con curiosidad apenas reprimida.
Su hermano dio un respingo, como un niño al que hubieran sorprendido haciendo algo prohibido.
—Han pasado diez años. No era más que un chiquillo.
—Nuestro padre exigió que encontraran al culpable y se lo hicieran pagar con la vida.
—Sí, pretendía que le entregaran su cabeza en una bandeja de plata. Creo que ver a un niño bañado en sangre le impresionó un poco, aun cuando ese niño fuera yo —frunció el entrecejo—. Sinceramente, no me acuerdo de nada. Sé que estaba dando una vuelta, y mi siguiente recuerdo es que la sangre me chorreaba por la cara y la herida me escocía. No me preocupé demasiado hasta que vi a nuestra madre ponerse como una furia. Tal vez me cayera por las escaleras o me chocara contra una puerta; ya sabes lo torpe que soy.
Lucía se echó a reír. Su hermano se movía con la elegancia y el sigilo de una pantera; teniendo en cuenta que era hijo del rey Gaius, el soberano del puño de hierro, su agilidad podía parecer letal a más de uno.
—Me temo que la torpe de la familia soy yo —se burló.
—No estoy de acuerdo —protestó Magnus con una sonrisa torcida—. Mi querida hermana, posees gracia y belleza en abundancia, y una corte de pretendientes a tu entera disposición.
Es una desgracia que estés emparentada con un monstruo tan horrendo como yo, marcado con una cicatriz de por vida.
—Como si esa cicatriz te convirtiera en un monstruo —repuso Lucía; la sola idea era ridícula—. Es imposible no darse cuenta de cómo te miran las mujeres. ¡Si hasta las doncellas del castillo te espían cuando no te das cuenta! Todas te encuentran tremendamente atractivo, y esa cicatriz solo te hace más… —se detuvo a pensar la palabra exacta—, más misterioso.
—¿Eso crees? —los ojos negros de su hermano brillaron, divertidos.
—Sí, claro —le apartó el pelo oscuro para descubrir la cicatriz y la rozó con las yemas de los dedos—. Además, apenas se nota. Al menos, yo no la veo.
—Tal vez —farfulló él, con el rostro súbitamente deformado por una mueca de angustia.
Apartó con brusquedad la mano de su hermana y ella frunció el ceño.
—¿Te pasa algo?
Magnus dio un paso atrás.
—Nada. Yo… solo vine a… —se pasó la mano por el pelo—. Da igual; en cualquier caso, no sé si te interesará. Nuestro padre ha convocado una especie de consejo político improvisado…
En fin, no te entretengo más.
Magnus salió precipitadamente de la estancia ante la mirada atónita de su hermana.
Algo le preocupaba; cada día parecía más distraído y acongojado. Lucía odiaba verle así.
Le habría gustado ayudarle a soportar su dolor, fuera el que fuera. Y también ansiaba confiarle su secreto, el que llevaba casi un mes ocultando. Nadie lo sabía. Nadie.
Apartó de su mente el miedo y la incertidumbre y rogó a la diosa que le diera fuerza, fe y sabiduría suficientes para hacer frente a la oscuridad que se avecinaba.
Magnus descendió por la escalera de caracol hasta la planta baja del castillo. Pasó junto a varios rostros conocidos, muchachos de su edad con los que coincidía todos los días. Les dedicó una tensa sonrisa y recibió lo mismo a cambio.
En realidad, ninguno de ellos era su amigo. Ni uno solo. Pero dado que sus padres eran miembros del consejo real, estaban obligados a mantener una relación cordial con el príncipe de Limeros tanto si querían como si no. Y a unos cuantos, como bien sabía Magnus, no les hacía ninguna gracia.
Irrelevante.
Magnus daba por sentado que todos y cada uno de aquellos jóvenes —y eso incluía a sus hermanas, que accederían encantadas a emparejarse con el heredero del trono— intentarían aprovecharse de él si se presentaba la ocasión. Y Magnus, por su parte, hacía exactamente lo mismo: utilizarlos para sus propósitos.
No confiaba en nadie salvo en Lucía. Ella era distinta; era la única con la que podía ser él mismo, sin disimulos ni mentiras. Lucía era su confidente más cercana y su aliada. Habían compartido muchos secretos a lo largo de los años, y siempre se habían apoyado el uno en el otro para no contárselos a nadie.
Y ahora había salido de su aposento con tanta precipitación como si huyera de un incendio.
Nadie podía saber lo mucho que la deseaba. Nadie. Especialmente ella. Nunca debía averiguarlo. Estaba decidido a mantener aquel secreto profundamente enterrado en el fondo de su corazón, hasta que el fuego de la pasión lo convirtiera en cenizas. Ya casi lo había conseguido; tal vez, cuando el corazón se le abrasara por entero y no quedara rastro de él, todo fuera más sencillo.
Había pasado más de un mes desde el banquete, pero Magnus no había logrado averiguar nada que arrojara luz sobre la enigmática conversación que habían mantenido Sabina y su padre. Le había pedido a Amia que estuviera atenta a todos los rumores: si oía nombrar a Lucía, debía informarle de inmediato. La joven criada se había entregado a la tarea con entusiasmo, como siempre hacía cuando Magnus requería algo de ella.
La voz de su padre retumbaba en la sala del trono. Magnus se asomó y observó a los trescientos caballeros que parecían beberse las palabras de su monarca, con la mirada fija en él. A la espalda de su padre pendía uno de los pocos elementos decorativos que quedaban en los fríos muros del castillo: un enorme tapiz que representaba al rey empuñando su espada, montado a lomos de un corcel negro. El soberano presentaba un aspecto fuerte y severo, propio de la realeza.
A su padre le encantaba ser el centro de atención.
—¡Un asesinato! —la voz del rey reverberó en la estancia—. En mitad de un mercado paelsiano, hace mes y medio. Era un día frío pero muy hermoso; los paelsianos disfrutaban del sol, vendían sus productos e intentaban ganarse la vida para dar de comer a sus familias.
Sin embargo, un puñado de nobles auranios estaba dispuesto a impedírselo.
Todos murmuraron. Algunos habían oído hablar del asesinato del hijo del vinatero, pero para otros era la primera noticia. A Magnus le extrañaba que aquello le interesara a nadie.
De hecho, le asombraba que su padre le diera tanta importancia al asunto. Cuando le mencionaron el incidente durante el banquete por el cumpleaños de Lucía, Magnus no le prestó atención alguna; más tarde, cuando su padre lo oyó, se limitó a encogerse de hombros.
Ahora parecía haber cambiado de opinión, tal vez por influencia del joven de pelo negro que estaba a su lado, recién llegado de una embajada en ultramar.
Magnus notó un temblor nervioso en la mejilla.
Se llamaba Tobías Argynos; el rey lo había mandado llamar hacía un año para convertirlo en su chambelán, y el joven pronto se había ganado su confianza. Cada vez que el rey necesitaba algo, Tobías se lo conseguía. Gaius Damora lo tenía en alta estima, y lo trataba como si fuera su hijo predilecto.
Y a juzgar por los rumores, lo era. Según las malas lenguas, Tobías era un hijo ilegítimo nacido veinte años atrás de una bella cortesana de Auranos.
Magnus no se fiaba demasiado de los cotilleos, pero tampoco podía ignorarlos; los chismes podían convertirse en realidad de un día a otro. A pesar de todo, no creía que Tobías pudiera poner en peligro su posición: Magnus era el heredero legítimo del rey, y hasta ahora nadie había discutido su derecho. Sin embargo, aunque no lo admitiera, le molestaba el trato afable que el rey dispensaba a Tobías, tan distinto de la frialdad con la que le trataba a él. El príncipe heredero solo había recibido una cicatriz en la mejilla; el hijo bastardo se sentaba a la derecha del rey cuando este hablaba en público.
Claro que al rey Gaius no le interesaban ni la justicia ni la bondad: sus principios rectores siempre serían la fuerza, la fe y la sabiduría.
—Los paelsianos sufren —continuó el rey—. Al ver a nuestros vecinos sumidos en la miseria, el dolor inunda mi corazón. Los auranios, por el contrario, alardean de sus riquezas. Su superficialidad resulta vergonzosa. Incluso han comenzado a renegar de la religión y la oración para glorificarse a sí mismos como si fueran ídolos, alardeando de su hedonismo y sus excesos. Un joven aristócrata auranio, lord Aron Lagaris, segó la vida de aquel pobre muchacho hijo de un vinatero. Su víctima era un joven fuerte que, si se hubiera hecho hombre, podría haber ayudado a su pueblo a superar la pobreza que los asedia desde hace generaciones. Pero le arrebataron la vida; un noble caprichoso se la quitó para presumir frente a la princesa Cleiona. Sí: la princesa recibe el nombre de la propia diosa del mal, la que asesinó a nuestra amada Valoria, diosa de la tierra y el agua. Y así, el noble y la princesa contemplaron impasibles cómo la vida del joven Tomas Agallon se esfumaba ante los ojos de su familia, sin importarles el dolor que con ello les causaban a ellos y a toda Paelsia.
Los murmullos aumentaron de volumen a medida que el rey avanzaba en su relato.
—¡Esto no es solo un asesinato: es un insulto! —clamó—. Yo, por mi parte, me siento profundamente indignado en nombre de todos los paelsianos, de esos vecinos con los que compartimos la frontera del sur. ¡Ha llegado el momento de ajustar cuentas, de resolver asuntos que llevan siglos pendientes!
El rumor de la multitud se hizo más fuerte, y a Magnus le dio la impresión de que era de aprobación.
Corrían leyendas sobre la opulencia de Auranos. Se hablaba de calles pavimentadas con oro, de mujeres nobles que se adornaban el pelo con joyas que tiraban por la noche, de riquezas dilapidadas en grandes fiestas que duraban semanas. Pero los rumores más insistentes trataban de la falta de interés de los auranios por el trabajo duro y los preceptos religiosos, los dos pilares de la sociedad limeriana.
—¿Qué te propones, padre? —murmuró Magnus para sí, desconcertado.
Una mano pesada se posó en su hombro. El príncipe se dio la vuelta, sorprendido, y vio a uno de los consejeros del rey, un hombre corpulento con una barba gris que le cubría casi todo el rostro. Sus ojillos redondos brillaban de emoción.
—Tu padre es el mejor monarca que Limeros haya tenido nunca —exclamó—. Debes de estar muy orgulloso de ser su hijo.
Magnus apretó los labios: si algo le inspiraba su padre, no era precisamente orgullo.
—Por supuesto —respondió con una sonrisa hipócrita—. Y nunca me he enorgullecido tanto de él como en este instante.
Hacía una semana de aquel discurso. Magnus acababa de asistir a una lección de esgrima, y los músculos le ardían. Después de lavarse y ponerse ropa limpia, se desplazó por el castillo como una sombra, intentando pasar desapercibido. Era una especie de juego; le gustaba comprobar hasta dónde podía llegar sin que nadie reparara en él. Normalmente llegaba muy lejos porque la costumbre de vestir de negro jugaba a su favor.
Llevaba todo el día sin ver a Lucía, después de haber coincidido con ella un momento en el desayuno. Su hermana se había quedado toda la tarde estudiando en sus aposentos.
Bien. Si no la veía, no pensaría en ella.
Le resultaba fácil convencerse de esa mentira.
Magnus se deslizó con sigilo por el vestíbulo, una sala de techo altísimo cuyas paredes estaban recorridas por una escalera de caracol horadada en la piedra. Había un joven allí plantado como si esperara algo.
Magnus lo reconoció: era el hijo de un noble de la zona. Al príncipe se le daban fatal los nombres; no era un problema de memoria, sino de interés. Solo recordaba los de las personas que le importaban o que servían a sus propósitos, y aquel muchacho no le interesaba en lo más mínimo. Aunque el interés que mostraba por Lucía era una cosa muy distinta…
Llevaba un tiempo observando cómo aquel chico miraba a Lucía en las fiestas y celebraciones. Parecía haberse convertido en uno de sus muchos enamorados, siempre al acecho de una oportunidad para pasar algo de tiempo con ella y consolidar su «amistad».
Al igual que había hecho con otros muchos pretendientes, Magnus rodeó al muchacho lentamente, como un gran felino, con los ojos clavados en él. La pálida frente del chico se perló de sudor.
Por mucho que Lucía le dijera que era atractivo, Magnus sabía que su aspecto —pelo negro, ojos oscuros, ropa negra y, por supuesto, la cicatriz— resultaba intimidante para la mayoría de la gente. Su condición de hijo del rey Gaius y heredero del trono de Limeros no hacía más que fortalecer esa impresión. Algunos reyes, como su abuelo, se ganaban el respeto de sus súbditos mediante el amor; su padre, en cambio, lo había conseguido con miedo y derramamiento de sangre. Distintos métodos, el mismo resultado.
Mucha gente pensaba que Magnus era igual que su padre; el príncipe lo sabía y a menudo se aprovechaba de ello. Siempre había usado cualquier arma que hubiera a su alcance en caso de necesidad. Y aquel era un caso de necesidad.
—No deberías estar aquí —susurró.
El chico, nervioso, apretó la punta del zapato contra el suelo de granito.
—Estoy… No voy a quedarme mucho rato. Mi padre me sugirió que acompañara a la princesa Lucía a pasear por el jardín; hoy no hace demasiado frío.
—Es una idea maravillosa —asintió Magnus, notando los celos como un ácido que corroía su garganta—. Lo malo es que Lucía no desea ir de paseo. No contigo, al menos.
—¿Pe… perdón? —tartamudeó el chico, con los ojos como platos.
Magnus se esforzó por adoptar una expresión de incomodidad, como si hubiera hablado de más y se sintiera culpable.
—No es asunto mío, la verdad.
—Por favor… Si pudieras darme algún consejo, te lo agradecería. Sé que Lucía y tú estáis muy unidos.
—Bueno, mi hermana me comentó algo —Magnus le pasó el brazo por los hombros; aquel era un momento perfecto para llamarlo por su nombre. ¿Mark? ¿Markus? ¿Mikah? Algo así…—. Me pidió que, si te veía aparecer por aquí alguna vez, no te diera muchas esperanzas.
No desea ofenderte, pero… me temo que sus preferencias están en otra parte.
—¿En otra parte?
—Sí. Y ahí es justo donde deberías ir tú: a otra parte.
—Oh —jadeó el muchacho, cabizbajo.
Magnus carecía de paciencia con la gente tan fácil de manipular. Si aquel pasmarote hubiera albergado un interés auténtico hacia Lucía, tendría que haber sido capaz de enfrentarse a todas las adversidades. Entre ellas, a su antipático hermano mayor.
Pero allí estaba: derrotado con apenas tres frases…
Si aquel muchacho hubiera sido un perro, habría metido el rabo entre las piernas antes de escabullirse del castillo y regresar a la mansión de sus padres.
Adiós, Mickey… o como te llames.
Con una sonrisa de triunfo, Magnus continuó merodeando por los pasillos. No tardó mucho en encontrar a alguien mucho más agradable que los pretendientes de su hermana.
Amia sonrió al cruzarse con él en el corredor y le hizo gestos con el índice antes de desaparecer tras una esquina. Magnus la siguió hasta una sala vacía y cerró la puerta a su espalda. Estaban solos.
La chica se mordió el labio inferior, con las mejillas arreboladas.
—Llevamos mucho tiempo sin vernos, mi príncipe.
—Solo un día o dos.
—Una eternidad —susurró ella apoyando las manos en su vientre y deslizándolas lentamente hasta llegar a sus hombros.
Magnus se lo permitió; necesitaba algo de contacto humano para mitigar el dolor sordo que traspasaba su pecho. Si cerraba los ojos, podía imaginarse que Amia era otra persona. La empujó contra la pared de piedra, apretó los labios contra su boca y la muchacha se estremeció. Magnus acarició su suave pelo castaño, imaginando que era oscuro como el ébano y le llegaba hasta la cintura; miró sus ojos de un tono gris como el invierno y los coloreó de azul estival.
—¿Te has enterado de algo? —preguntó, apartando la fantasía de su mente. Amia no olía a rosas y a jazmines, sino al pescado que había limpiado para la cena; no podía engañarse tanto a sí mismo.
—¿Acerca de vuestra hermana?
Asintió con un nudo en la garganta.
—Todavía no —le miró embelesada—. Pero está cociéndose algo interesante: el rey y Tobías se han reunido en secreto con unos visitantes.
Siempre Tobías, pensó con disgusto. Aquel entrometido no se despegaba de las faldas de su padre.
—¿Qué visitantes?
—El caudillo Basilius y su séquito. Llegaron hace una hora.
Magnus se quedó sin habla por un momento.
—No lo dirás en serio.
—Estaba buscándoos para informaros —repuso Amia con una sonrisa—. Si el caudillo de Paelsia ha viajado hasta Limeros para hablar con el rey, tiene que estar pasando algo muy interesante, ¿no creéis?
—Por supuesto.
Se rumoreaba que el caudillo Basilius era un hechicero respetado y temido por su pueblo.
Se mantenía apartado de los paelsianos, encerrado en sus dominios, y dedicaba el tiempo a la meditación y, al parecer, a la magia.
Magnus no respetaba esas tonterías, pero su padre sí, hasta cierto punto. El rey Gaius creía en el poder de los elementos, en la magia que había desaparecido del mundo cuando las diosas dejaron de caminar por la tierra.
—¿Te has enterado de alguna cosa más? ¿Sabes qué hace aquí el caudillo?
—Intenté escuchar tras la puerta, pero tenía miedo de que me pillaran.
—Procura que no te descubran; a mi padre no le gusta que le espíen.
—¿Ni siquiera si lo hacen por orden de su hijo?
—No dudaría un instante en negarlo —Magnus la agarró del brazo y apretó hasta que un destello de miedo atravesó los ojos grises de la muchacha—. ¿A quién creería el rey? ¿A su hijo y heredero, o a una criada de las cocinas?
Amia tragó saliva con dificultad.
—Os pido disculpas, mi príncipe. Nunca os traicionaría.
—Eres una chica lista.
La muchacha apartó la mirada un momento, pero enseguida se rehízo y continuó con su relato.
—Por lo que he podido oír, la visita del caudillo guarda relación con la muerte de aquel muchacho paelsiano y con el discurso que pronunció el rey Gaius la semana pasada.
Magnus aflojó la presa.
—Creo que me acercaré a la reunión; tengo tanto derecho como Tobías a participar en la política del reino.
—Tenéis toda la razón, mi señor.
Amia siempre se mostraba de acuerdo con él.
—Gracias por la información —dijo Magnus, observando cómo el rostro de la muchacha se iluminaba—. Me alegro de que hayas venido a contármela.
—¿Necesitaréis alguna otra cosa de mí?
El príncipe reflexionó un momento.
—Sí. Ven a mis aposentos esta noche.
—Por supuesto, mi señor —susurró ella, con las mejillas rojas y una sonrisa recatada.
Magnus salió de la capilla y se dirigió a la sala de reuniones de la planta baja, junto a la sala del trono. Al llegar entró directamente, sin molestarse en escuchar antes lo que se decía.
Varias cabezas se volvieron para mirarle.
—Perdonadme, os lo ruego. ¿Interrumpo algo?
Aunque Magnus disfrutaba fundiéndose entre las sombras, en ocasiones era conveniente exponerse a la luz. La presencia de Tobías en el castillo le tenía más tenso de lo que hubiera querido admitir; de pronto, sentía la necesidad perentoria de hacer valer sus derechos como legítimo heredero del trono de su padre.
El rey Gaius tomó la palabra desde su asiento elevado.
—Este es mi hijo, el príncipe Magnus Lukas Damora.
No parecía molesto por la interrupción, sino casi divertido ante aquella entrada imprevista. Tobías, en cambio, miraba a Magnus con furia, como si su grosería le pareciese un atentado contra la dignidad del rey.
—Es un gran honor conocer al príncipe —resonó una voz profunda a la izquierda de Magnus—. Soy Hugo Basilius, caudillo de Paelsia.
—El honor es mío, caudillo Basilius. Sed bienvenido a Limeros.
—Toma asiento, hijo mío.
Magnus reprimió un comentario mordaz y se acomodó junto al caudillo y sus cuatro acompañantes.
El aspecto imponente de Basilius desconcertó a Magnus, que esperaba algo distinto dada la miseria que reinaba en Paelsia. En el país vecino apenas existían la nobleza ni la burguesía: solo campesinos que malvivían en distintos grados de pobreza. La situación había empeorado todavía más durante las últimas generaciones, a medida que la tierra se hacía infértil.
Incluso viéndolo sentado, resultaba evidente que Basilius no era ningún campesino. De buena estatura, tenía los hombros anchos, el cabello grisáceo y un rostro curtido y surcado de arrugas. En sus ojos había un brillo penetrante. Sus ropajes, de cuero suave y piel de zorro plateado, estaban bien cortados; tenía un aspecto mucho más regio de lo que Magnus esperaba. Resultaba obvio que Basilius no compartía el estilo de vida de su gente.
—Tal vez fuera aconsejable poner al príncipe al corriente de lo hablado —propuso el caudillo.
—Por supuesto —contestó el rey Gaius.
Magnus sintió que la mirada de su padre se clavaba en él. La cicatriz de la cara le ardía y un hilo de sudor le corría por la espalda, pero se esforzó por mostrarse tranquilo.
El rey Gaius tenía muy mal temperamento, y Magnus sabía de primera mano lo que suponía provocarlo demasiado. Al fin y al cabo, tenía una cicatriz para recordárselo.
Sabía muy bien cómo había aparecido aquella marca en su cara.
Diez años atrás, el rey había llevado consigo a la reina Althea y a su hijo Magnus en una visita regia a la corte de Auranos. No pasó mucho tiempo antes de que el príncipe se dejara llevar por la curiosidad infantil que le provocaban aquellas estancias adornadas con opulencia, tan alejadas de la severa austeridad del castillo de Limeros. Se escabulló de un banquete para explorar el palacio y en una sala encontró una panoplia llena de dagas enjoyadas. Una de ellas, de oro macizo con incrustaciones de zafiros y esmeraldas, le atrajo especialmente; en Limeros, las armas eran herramientas forjadas en acero sin adorno alguno.
Magnus deseó poseer aquella daga más que ninguna otra cosa en el mundo. En sus siete años de vida, nunca había deseado nada con tanta intensidad.
Su padre lo sorprendió con la daga en las manos. Se puso tan furioso de que su hijo estuviera robando, de que manchara el buen nombre de su familia, que arremetió contra él, le arrancó el arma de las manos y le abrió con ella la mejilla.
El estallido de ira se desvaneció en un instante; pero en lugar de ayudar a su hijo y curarle la herida, el rey Gaius se arrodilló frente a él, le puso las manos en los hombros y le habló con voz sorda mientras la sangre resbalaba por la cara del niño y goteaba sobre el mármol del suelo. Le dijo que, si le contaba a alguien lo ocurrido, lo mataría a él, a su madre y a su hermana.
Y Magnus había cumplido. Aún recordaba la amenaza y la rabia ciega de su padre cada vez que se miraba al espejo.
Pero ya no era un niño de siete años: estaba a punto de cumplir dieciocho. Era tan alto como su padre y casi tan fuerte como él. Ya no tenía razones para temerle.
—Hace algún tiempo, le envié un mensajero al caudillo Basilius —empezó a relatar el rey—. Quería transmitirle mi deseo de hablar con él acerca de los problemas que aquejan a su tierra, ultrajada por el asesinato de Tomas Agallon a manos de un aristócrata auranio. Él accedió a acudir para debatir una posible alianza.
—¿Una alianza? —repitió Magnus, sorprendido.
—La unión de dos naciones con un propósito —explicó Tobías.
Magnus le lanzó una mirada asesina al bastardo del rey.
—Sé perfectamente lo que es una alianza.
—Creo que esta podría ser la señal que esperaba —intervino Basilius—. Llevo mucho tiempo buscando una solución que ayude a mi nación moribunda.
—¿Y qué conseguiréis aliándoos con Limeros? —quiso saber Magnus.
El rey y el caudillo intercambiaron una mirada y Gaius se volvió hacia su hijo.
—Le he propuesto que unamos nuestras fuerzas para rescatar a Auranos de su rey, un hombre codicioso y egoísta que permite que su gente haga lo que le plazca sin pensar en las consecuencias.
—¿Rescatar a Auranos? —Magnus no daba crédito a sus oídos—. Os referís a conquistarlo, ¿verdad?
La sonrisa del rey se ensanchó.
—¿Qué opinas, hijo mío?
Se trataba de una pregunta con trampa. Estaba claro que llevaban hablando del asunto un buen rato antes de que Magnus se uniera a ellos, porque nadie se había inmutado ante la sugerencia de declarar la guerra después de varias generaciones de paz.
Magnus tomó aliento; a pesar de su asombro inicial, la idea no le sorprendía demasiado.
Su padre profesaba un odio hacia Corvin Bellos que no se cuidaba de disimular en público.
Además, el pueblo limeriano desaprobaba la actitud frívola y hedonista de los auranios, un tema frecuente de conversación en las reuniones del consejo real y en los banquetes. No; ahora que lo pensaba, lo extraño era que su padre hubiera tardado tanto en pasar a la acción.
Los dominios del caudillo Basilius se interponían entre Limeros y Auranos; para llegar hasta su destino, el ejército limeriano debía atravesarlos. Una alianza haría que el trayecto fuera mucho más agradable.
—Yo puedo decir lo que opino del asunto —intervino Tobías—. Creo que es una idea brillante, alteza.
Magnus contempló al chambelán con desagrado. Compartía con él la altura, la constitución, el cabello negro y los ojos oscuros. Los rasgos de Tobías eran más suaves que los suyos, pero no cabía duda de que era hijo del mismo padre. De hecho, a Magnus le incomodaba pensar en lo mucho que se parecían: si el rey admitía algún día su paternidad y presentaba oficialmente a Tobías como su hijo mayor, este se convertiría en el primero de la línea sucesoria. En Limeros no había ley alguna que estableciera la pureza de sangre de los monarcas; incluso el hijo de una criada podía convertirse en rey.
—Piense yo lo que piense, creo que mi padre hará lo que crea más conveniente —declaró Magnus—. Esa es su costumbre.
El caudillo soltó una carcajada.
—Me temo que vuestro hijo os conoce demasiado bien.
—En efecto —comentó el rey Gaius con una sonrisa burlona—. Así pues, ¿qué opináis, caudillo? ¿Secundáis mi plan? Los auranios se han vuelto perezosos y descuidados tras tantos años de paz, y no serán capaces de resistir un ataque por sorpresa. Auranos caerá y los dos juntos recogeremos sus restos.
—Los recogeremos… y los compartiremos, espero.
—Así es.
El caudillo se reclinó en su asiento y recorrió con la mirada a todos los presentes. Los cuatro hombres que montaban guardia tras él portaban cimitarras al cinto y vestían de cuero de la cabeza a los pies; parecían dispuestos para lanzarse a la batalla en cuanto les dieran la orden.
—¿Has oído los rumores que circulan sobre mí? —preguntó el caudillo, y Magnus tardó un instante en darse cuenta de que se dirigía a él.
—¿Rumores?
—Historias que explican por qué soy el elegido para guiar a mi pueblo.
—Me han contado que sois el último de una estirpe de hechiceros tocados por la elementia, la magia de los elementos. Dicen que descendéis de los vigías que guardaban los vástagos antes de que estos se perdieran para siempre.
—Así es. Por ese motivo soy el caudillo de mi gente, que confía en mí por encima de todo.
Mi pueblo no rinde culto a ninguna diosa; en vez de eso, me tienen a mí. Cuando rezan, dirigen sus plegarias a mi persona.
—¿Y vos escucháis sus ruegos?
—Mi espíritu lo hace. Sin embargo, cuando necesitan que les preste una atención especial, tienen por costumbre ofrecer un sacrificio de sangre en mi honor.
¿Un sacrificio de sangre? Algo digno de salvajes… No era de extrañar que los paelsianos fueran un pueblo agonizante, cuyo único recurso de supervivencia consistía en un puñado de viñedos.
—Qué interesante —repuso Magnus.
—Para realizar un auténtico sacrificio, se debe renunciar a algo a lo que se tiene auténtica estima. Sacrificar algo sin valor es inútil.
—Por supuesto.
—¿Es eso lo que me pedís? —intervino el rey Gaius—. ¿Un sacrificio de sangre en vuestro honor?
Basilius extendió los brazos y se giró para encarar al rey.
—Al igual que corren rumores sobre mí, también se cuentan historias sobre el rey Gaius.
Resulta difícil separar la realidad de la ficción.
—¿Y qué se dice de mí?
—Que no aceptáis nada salvo la perfección absoluta en todos los que os rodean. Que los tributos que imponéis tienen a vuestros súbditos al borde de la inanición. Que vuestros soldados patrullan día y noche las aldeas de Limeros, y que cualquiera que se desvíe de las normas que imponéis paga muy caro su error, a menudo con la vida. Se cuenta que mandáis torturar y ejecutar a cualquier acusado de brujería, que gobernáis mediante la violencia y el miedo, que vuestros súbditos os temen aun cuando se arrodillan a vuestros pies. Y que os llaman el Rey Sangriento.
Magnus observó atónito al caudillo. ¿Eso era lo que se contaba del rey Gaius?
Era increíblemente… veraz.
Miró de soslayo a su padre, esperando que estallara en cólera y expulsara en el acto al caudillo y a sus hombres.
En vez de hacerlo, el rey Gaius se echó a reír. Su carcajada cavernosa retumbó en toda la sala, y Magnus se estremeció al oírla.
—Qué historias —dijo—. Exageradas para causar un mayor efecto entre la audiencia, obviamente. No obstante, caudillo, ¿os ofendería que fueran ciertas?
—Todo lo contrario. Un hombre como el que he descrito jamás se quedaría sentado mientras los demás luchan por él: pelearía con sus propias manos, mataría y tomaría lo que necesitara cuando lo necesitara. ¿Sois vos ese hombre?
El rey Gaius se inclinó hacia delante. No quedaba ni rastro de burla en sus ojos.
—No soy ese hombre: soy ese rey.
—Deseáis conquistar Auranos, pero dudo mucho que vuestro deseo nazca de la indignación por un asesinato cometido en mis tierras. Decidme por qué queréis uniros a Paelsia para invadir Auranos.
El rey Gaius se quedó pensativo unos instantes, como si valorara a qué clase de hombre se estaba enfrentando.
—Quiero ver el sufrimiento de su rey cuando sus dominios queden en manos de alguien a quien odia. Esta es mi oportunidad de conseguirlo.
El caudillo Basilius pareció satisfecho con la respuesta.
—Bien; en tal caso, solo queda un asunto pendiente. Debéis probarme vuestro compromiso de una forma más tangible que las meras palabras. Hacedlo, y me comprometo a considerar esta propuesta de alianza y daros una respuesta a la mayor brevedad.
—¿Me pedís un sacrificio de sangre?
El caudillo asintió.
—Quiero que sacrifiquéis algo que os importa, algo cuya pérdida lloréis sinceramente.
Los ojos del rey se dirigieron hacia Magnus, que se tensó y aferró el borde de la mesa.
Tenía húmedas las palmas de las manos.
No era posible. Su padre no aceptaría cometer una salvajada como esa para satisfacer el capricho de aquel cacique paelsiano.
—Tobías —dijo el rey—, entrégame tu daga.
—Tened, majestad —el chambelán le tendió el puñal que llevaba al cinto—. Me permito recordaros que hay varios ladrones en las mazmorras a la espera de que los juzguéis.
—¿Consideraríais aceptable ese sacrificio, caudillo Basilius? —el rey se puso en pie sobre el estrado—. Aquí no condenamos el robo con la muerte; a lo sumo, le cortamos las manos al ladrón. La vida de un limeriano cualquiera supone una pérdida para mi reino y, por tanto, para mí.
Basilius se levantó también. Magnus miró alternativamente a los dos gobernantes, con una sensación a medio camino entre la curiosidad y el desagrado.
—Me decepcionáis —declaró el caudillo—. Mi gente sacrifica a sus propios hijos en mi honor.
—¿Y aceptáis ese crimen? —preguntó Gaius con expresión tensa—. La familia es lo que más valoro en el mundo, y los hijos constituyen nuestro legado. Son más preciosos que el oro.
—Nuestra conversación ha terminado. Consideraré vuestra propuesta de forjar una alianza —repuso Basilius en tono casi aburrido mientras se volvía hacia la puerta.
—Tobías… —dijo el rey sin alterar la expresión.
—¿Sí, majestad?
—Lamento que esto sea necesario.
El rey Gaius se desplazó con rapidez tras el muchacho, le agarró del pelo para echarle la cabeza hacia atrás y le rajó la garganta.
Con los ojos desorbitados, Tobías se llevó las manos al cuello y la sangre chorreó entre sus dedos. Se desplomó en el suelo y su cuerpo se agitó durante unos segundos. El rey Gaius lo contempló con expresión sombría hasta que quedó inmóvil.
Magnus contuvo la avalancha de emociones que le invadían, obligándose a mantener la máscara impasible en la que tanto había trabajado a lo largo de los años.
Basilius se había detenido en el umbral y observaba desde allí al rey y al muchacho muerto. Frunció el ceño y sus guardias hicieron ademán de empuñar las armas, pero el caudillo los disuadió con un gesto.
—Era vuestro chambelán, ¿no es cierto? —preguntó.
—Lo era —respondió el rey con el rostro rígido.
—Y más que eso, si he de creer los rumores.
El rey Gaius se quedó callado, y el caudillo finalmente asintió con la cabeza.
—Agradezco el alto honor que me acabáis de conceder; vuestro sacrificio no caerá en el olvido. Pronto os remitiré mi respuesta.
Se dio la vuelta y salió escoltado por sus hombres.
—Retirad el cadáver —ordenó el rey a los soldados que aguardaban a su espalda.
Cuando los hombres se llevaron el cuerpo de Tobías, solo quedó un charco de sangre como prueba de lo sucedido. Magnus se esforzó por no mirarlo y aguardó, inmóvil y silencioso.
Al cabo de unos minutos, el rey se acercó a él y se situó a su espalda. Todos los músculos de Magnus se tensaron de golpe; tal vez a Tobías le hubiera sorprendido encontrar la muerte a manos de su propio padre, pero Magnus había aprendido a no subestimar jamás al rey.
Se estremeció al notar una mano sobre su hombro.
—Los tiempos difíciles requieren decisiones difíciles —dijo el rey.
—Hiciste lo único que podías hacer —respondió Magnus con voz neutra.
—Así es. No me arrepiento de nada; nunca lo he hecho y jamás lo haré. Levántate, hijo mío.
Magnus se incorporó y se dio la vuelta para enfrentarse a la mirada del rey, que le contempló de los pies a la cabeza antes de asentir.
—Siempre supe que había algo especial en ti, Magnus. Tu comportamiento de hoy no ha hecho más que reafirmarme en mi idea. Has estado a la altura, hijo.
—Gracias.
—Llevo un tiempo observándote con atención. Puede que fueras un niño difícil, pero te has convertido en un hombre capaz, dispuesto a renunciar a los placeres inmaduros de la juventud para asumir nuevas responsabilidades. Cada día me siento más orgulloso de llamarte hijo.
Que su padre pudiera sentirse orgulloso de él le dejó atónito.
—Me complace oírlo —consiguió decir finalmente.
—De ahora en adelante, quiero que estés a mi lado; debes observar y aprender todo lo que puedas para ser digno de heredar el trono y gobernar el reino. Antes no mentía: para mí, la familia está por encima de cualquier cosa. Deseo que me acompañes en todo lo que haga.
¿Estás de acuerdo?
¿Se trataría de una decisión meditada, o habría sido la brutal muerte de Tobías el desencadenante de aquel repentino afecto paternal?
En el fondo, ¿qué más daba?
—Por supuesto —respondió Magnus—. Estaré junto a ti para cualquier cosa que precises, padre.
Solo cuando las palabras salieron de sus labios se dio cuenta de que eran verdad.
—Bien —asintió el rey.
—¿Requieres algo de mí ahora, o prefieres esperar a que el caudillo nos responda antes de trazar un plan de acción?
El rey se volvió hacia los dos soldados que continuaban en la estancia y los despidió con un gesto.
—Necesito que hagas algo, pero no está relacionado con mis planes sobre Auranos —dijo cuando estuvieron a solas.
—¿De qué se trata?
—Tiene que ver con tu hermana.
Magnus se quedó helado.
—¿Qué le ocurre?
—Sé que está muy unida a ti, mucho más que a mí o a vuestra madre. Necesito que la vigiles. En cuanto notes algo raro en ella, debes informarme de inmediato; si no lo haces, puedes ponerla en grave peligro.
—¿Qué clase de peligro?
—No puedo decirte nada más de momento —la expresión del rey se ensombreció—. ¿Me obedecerás sin hacer más preguntas? Es importante, Magnus. ¿Estarás pendiente de Lucía y me avisarás si notas cualquier cosa extraña?
Magnus sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Aunque no había albergado ningún afecto hacia Tobías, la muerte de aquel bastardo le había conmovido. Y ahora, Lucía… La petición de su padre tenía que estar relacionada con la conversación que habían mantenido Sabina y él la noche del cumpleaños de su hermana. Habían hablado de magia y misterios. Si Lucía estaba en peligro, Magnus no tenía elección: debía enterarse de lo que pasaba. Asintió.
—Por supuesto que lo haré, padre.