CAPÍTULO 7

Tomas estiró el brazo hacia Cleo como si le pidiera ayuda. Intentó hablar, pero no pudo: la daga estaba enterrada en su garganta. Jamás volvería a decir nada. La sangre le brotaba de la boca y se derramaba a su alrededor hasta formar un lago rojo e insondable.

Cleo se ahogaba en sangre. Estaba empapada, chapoteaba en ella, no podía respirar.

—¡Socorro! ¡Ayuda, por favor!

Luchó por llegar a la superficie, por despegarse de la sangre caliente y espesa y aspirar una bocanada de aire helado. Una mano la agarró y tiró de ella hasta sacarla a flote.

—Gracias…

—No me lo agradezcas, princesa. Suplícame que no te mate.

Cleo abrió los ojos como platos; se encontraba frente al hermano del muchacho asesinado.

Jonas Agallon la miraba con las cejas fruncidas, y sus ojos oscuros rebosaban odio y dolor.

—Suplícalo —repitió clavándole los dedos en la carne.

—¡Por favor, no me mates! ¡Lo siento! ¡No quería que tu hermano muriera! ¡No me hagas daño, te lo suplico!

—Pero es que quiero hacerte daño. Quiero que sufras por lo que has hecho.

La empujó hacia abajo y Cleo gritó. El chico asesinado la agarró del tobillo y empezó a tirar hacia el fondo de aquel océano de muerte.

Cleo se despertó con un grito. Estaba enredada en las sábanas de seda, bañada en sudor.

El corazón le latía desbocado. Miró frenéticamente a su alrededor, pero solo vio los cortinajes de la cama y, más allá, su aposento.

Estaba sola. No era más que una pesadilla, la misma que la atormentaba todas las noches desde hacía un mes. Parecía tan real… Pero no, solo era un sueño provocado por la mala conciencia. Dejó escapar un largo suspiro y se tumbó sobre los almohadones.

—Esto es una locura —musitó—. Ya pasó. Ocurrió y ya no podemos deshacerlo.

Cómo le habría gustado retroceder en el tiempo para pedirle a Theon que interviniera, que detuviera el regateo abusivo y arrogante de Aron. Eso habría atajado todo antes de que culminara de forma tan horrible.

Había evitado a Aron desde su regreso a Auranos. Si él se presentaba en una fiesta, ella se marchaba. Si se acercaba a ella antes de que pudiera irse, se daba la vuelta y se ponía a hablar con otras personas. Él todavía no se había quejado, pero Cleo sabía que era cuestión de tiempo. A Aron le gustaba formar parte de su círculo de amistades; si se sentía ofendido, seguro que amenazaría con desvelar su secreto…

Cleo cerró los ojos y trató de no sucumbir al pánico.

Ya hacía un mes que lo esquivaba, pero sabía que tenía que hablar con él. Necesitaba saber si él también sufría pesadillas por lo ocurrido, si tenía remordimientos. No podía prometerse con él sin saber si era un monstruo capaz de matar a sangre fría.

Si él también se sentía culpable, Cleo podría verlo con otros ojos. Quizá estuviera tan avergonzado como ella por lo que había pasado, pero prefiriera ocultar sus sentimientos ante los demás. De ese modo tendrían algo en común; al menos sería un comienzo. Decidió hablar con él en privado en cuanto pudiera.

Tomar aquella decisión la alivió, pero aun así apenas pudo dormir en lo que quedaba de noche. Cuando llegó la mañana, se levantó, se vistió y desayunó fruta, queso fresco y pan que le sirvió una doncella en sus aposentos. Después respiró hondo y abrió la puerta.

—Buen día, princesa —saludó Theon.

Por temprano que se levantara, siempre lo encontraba esperándola junto a la puerta. Sus deberes como vigilante personal parecían incluir pisarle los talones todo el día; Cleo llevaba casi un mes encontrándose con su figura dondequiera que mirara.

—Buen día —respondió con toda la naturalidad que pudo.

Necesitaba escabullirse de él para hablar con Aron en privado. Por suerte, sabía que no era imposible burlarlo; desde que ocupara su puesto, ya le había dado esquinazo unas cuantas veces. Aquello se había convertido en una especie de juego que Cleo ganaba en ocasiones, aunque Theon no parecía encontrarle la gracia.

—Necesito ver a mi hermana —dijo con firmeza.

—Por supuesto —asintió él—. Adelante, no os entretengo.

Cleo echó a andar por el corredor y se sorprendió al toparse con Mira en una esquina. Su amiga parecía molesta y distraída, y su hermoso rostro redondeado no mostraba la sonrisa de costumbre.

—¿Sucede algo? —preguntó Cleo apretándole el brazo.

—No es nada, estoy segura, pero voy a buscar un curandero para Emilia.

—¿Sigue enferma? —Cleo frunció el ceño.

—Tiene cada vez más dolores de cabeza y mareos. Dice que solo necesita dormir, pero creo que sería mejor que alguien la examinara.

—Por supuesto —respondió Cleo, preocupada—. Gracias, Mira.

Su amiga asintió y se marchó tras echarle una mirada a Theon, que permanecía detrás de la princesa.

—Ay, Emilia… —musitó Cleo—. Nunca acepta ayuda a no ser que la obliguen; sus deberes son lo primero, como es de esperar en una princesa. Supongo que mi padre estará orgulloso de ella.

—Es muy valiente —repuso Theon.

—Es posible, pero no sé por qué luego dicen que yo soy testaruda. Si yo sufriera de tantos mareos como ella, tendría a una docena de curanderos a los pies de mi cama y no los dejaría marchar hasta que averiguaran qué me pasa —se detuvo ante la puerta de su hermana—. ¿Podría hablar en privado con ella?

—Por supuesto. Os esperaré aquí.

Cleo entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda. Su hermana estaba en el balcón, contemplando los jardines. El sol le daba en las mejillas y hacía brillar su cabello dorado, algo más oscuro que el de Cleo porque Emilia pasaba menos tiempo que ella al aire libre.

—Buenos días, Cleo —saludó.

—Me han dicho que no te encuentras bien.

Emilia suspiró, pero una sonrisa curvó sus labios.

—Te aseguro que estoy perfectamente.

—Mira está preocupada por ti.

—Mira siempre está preocupada.

—Es posible que tengas razón…

Mira tendía a sacar las cosas de quicio; Cleo recordaba una ocasión en que se había puesto histérica porque en su cuarto había una víbora que al final resultó ser una culebra inofensiva.

Se relajó un poco; en realidad, su hermana no parecía enferma.

Emilia estudió su rostro con atención.

—Tienes una expresión sospechosa. ¿Estás tramando algo?

Cleo no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.

—Es posible.

—¿El qué?

—Quiero escapar —señaló la ventana—. Voy a bajar por el enrejado de la hiedra, como cuando éramos niñas.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Emilia, aunque no parecía del todo sorprendida.

Ella misma había enseñado a Cleo cómo bajar al jardín hacía años, antes de convertirse en la princesa ideal. En aquellos tiempos, no le importaba ensuciarse el vestido o despellejarse las rodillas en compañía de su hermana menor. Ahora, sin embargo, solo Cleo podía pensar en repetir aquella hazaña; una futura reina como Emilia jamás se arriesgaría a comportarse de manera tan imprudente y poco digna.

—¿Me cuentas por qué? —inquirió.

—Necesito ver a Aron a solas.

Emilia alzó una ceja con desaprobación.

—Nuestro padre todavía no ha anunciado tu compromiso, ¿y tú te escabulles para verte en privado con él? ¿Tanta prisa tienes?

A Cleo se le contrajo el estómago.

—No es por eso, Emilia.

—Será un buen marido, ¿sabes?

—Ya, seguro —no pudo evitar que se le escapara el sarcasmo—. Tan bueno como Darius.

La expresión de Emilia se endureció.

—Vigila esa lengua, Cleo. La tienes muy afilada; si no tienes cuidado, puedes herir a alguien con ella.

Cleo se ruborizó, avergonzada. Lord Darius Larides y Emilia se habían prometido hacía un año, tras cumplir la princesa los dieciocho. Pero cuanto más se acercaba el día de la boda, más deprimida parecía Emilia, aunque todos opinaban que Darius —alto, guapo y carismático— era un buen partido. Nadie conocía la causa de su tristeza, pero Cleo creía que Emilia se había enamorado de otro, aunque no sabía quién podía ser: su hermana jamás había coqueteado con ningún hombre de palacio. Al final, poco antes de la fecha de la boda, el rey Corvin había accedido a anular el compromiso.

—Tengo que irme mientras pueda —susurró para cambiar de tema. Se asomó por el balcón y examinó el enrejado, que era tan resistente como una escalera.

—¿Intentas escapar de tu nuevo vigilante? ¿Pretendes dejarlo plantado frente a la puerta de mi aposento?

—Volveré lo más pronto que pueda —respondió Cleo en tono suplicante—. Ni siquiera se dará cuenta de que me he ido.

—¿Qué quieres que le diga si entra a ver cómo estamos?

—Dile que he descubierto cómo convocar la magia del viento y he desaparecido.

Cleo apretó las manos de su hermana. No estaría fuera más de quince minutos; volvería enseguida.

—Siempre te han gustado las aventuras… —suspiró Emilia—. Bueno, sea por amor o no, buena suerte, hermana.

—Gracias. Voy a necesitarla.

Cleo pasó las piernas por encima de la balaustrada y descendió sin dificultad por el enrejado hasta aterrizar de un salto en la hierba. Sin volver la vista atrás, se apresuró a recorrer los jardines hacia las mansiones de los nobles que estaban dentro de los muros de la ciudadela. La alta nobleza residía allí, protegida de toda amenaza externa.

Alrededor de la zona noble de la ciudadela se levantaba una auténtica ciudad. En las calles empedradas había tabernas, fondas, comercios y tiendas, intercalados con cuidados jardines —en uno de ellos, dispuesto alrededor de un laberinto de setos, Cleo y Emilia habían organizado una fiesta algunos meses atrás—. Allí vivían más de dos mil personas prósperas y felices, muchas de las cuales apenas salían del recinto amurallado.

La mansión de los Lagaris era una de las más impresionantes del lugar. Se encontraba a menos de cinco minutos del palacio, y estaba construida con la misma mezcla de piedra y oro que este. Al acercarse, Cleo vio a Aron en la escalinata de entrada, fumando un cigarrillo. En su apuesto rostro se dibujó una sonrisa.

—Princesa Cleiona —saludó arrastrando las palabras, mientras exhalaba una bocanada de humo—. Qué sorpresa.

Ella miró el cigarrillo con desagrado; no entendía qué interés podía tener aspirar el humo de hojas machacadas de melocotonero y otras plantas aromáticas. A diferencia del vino, los cigarrillos sabían mal, y su olor no era ni de lejos tan dulce y fragante como el de los melocotoneros.

—Me gustaría hablar contigo.

—Ah, estupendo. Estaba aburriéndome tanto aquí sentado que había empezado a considerar la idea de hacer algo al respecto.

Su voz sonaba un poco pastosa. La mayoría de la gente no se habría dado cuenta, pero Cleo sabía muy bien que Aron había estado bebiendo, y eso que ni siquiera era mediodía.

—¿Qué pensabas hacer?

—Aún no lo tenía claro —su sonrisa se ensanchó—. Pero ya no hace falta que piense en nada: estás aquí.

—¿Eso es bueno?

—Por supuesto. Siempre es un placer verte —observó su falda de seda azul pálido, ahora arrugada y sucia por el descenso desde la habitación de Emilia—. ¿Has tenido que retozar por los macizos de flores para llegar hasta aquí?

Cleo frotó las manchas con expresión ausente.

—Más o menos.

—Me siento muy honrado de que hayas hecho ese esfuerzo por mí, pero si me hubieras mandado recado, habría ido a verte yo mismo.

—Quería hablar contigo en privado.

Él la miró con curiosidad.

—Quieres comentar lo que pasó en Paelsia, ¿me equivoco?

Cleo empalideció.

—Vamos dentro, Aron. No quiero que nadie nos oiga.

—Como quieras.

Abrió la pesada puerta y la invitó a entrar. Cleo pasó a un vestíbulo con altos techos de bóveda, pavimentado con losas de mármol en tonos tostados. En la pared había un retrato de familia en el que Aron aparecía como un niño pálido frente a unos padres atractivos pero severos.

El joven se quedó junto a la puerta, que había dejado entreabierta para que el humo escapara. A sus padres no les gustaba que fumara dentro de casa; por arrogante y confiado que fuera Aron, no dejaba de tener diecisiete años, y debía acatar la autoridad paterna al menos hasta su siguiente cumpleaños. Cleo le había oído a menudo quejarse y amenazar con irse de casa antes de tiempo, pero sabía que Aron jamás asumiría la carga de mantenerse a sí mismo.

—¿Y bien? —preguntó el muchacho al cabo de un minuto de silencio.

Cleo hizo de tripas corazón y lo miró. Albergaba la esperanza de que hablar con él le hiciera sentirse menos culpable por la muerte de Tomas; tal vez, si Aron se justificaba, le explicaba por qué lo había hecho y le ayudaba a encontrarle sentido, sus pesadillas se acabaran.

—No puedo olvidar lo que ocurrió con el hijo del vinatero —pestañeó y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿Y tú?

—Tampoco, obviamente —replicó él con voz dura.

—¿Cómo… cómo te sientes? —Cleo contuvo el aliento.

Él apretó la mandíbula, lanzó el cigarrillo a la calle y agitó la mano para dispersar el humo.

—Preocupado.

Cleo sintió una oleada de alivio. Si tenía que prometerse con Aron, al menos necesitaba saber que compartían la misma visión acerca de las cosas importantes.

—Tengo pesadillas todas las noches.

—¿Por la amenaza del hermano? —preguntó él.

Cleo asintió. Era como si los ojos de Jonas Agallon siguieran clavados en ella; nadie la había mirado jamás con tanto odio.

—No deberías haber matado a ese muchacho.

—Iba a atacarme; lo viste con tus propios ojos.

—¡No estaba armado!

—Pero estaba rabioso. Me podría haber estrangulado allí mismo.

—Theon nunca lo hubiera permitido.

—¿Theon? —frunció el ceño—. ¡Ah, el guardia! Mira, Cleo, sé que te sientes mal, pero ya no hay vuelta atrás. Tienes que pasar página.

—Ojalá pudiera, pero no soy capaz —murmuró ella—. Me impresionó tanto…

Aron soltó una carcajada y Cleo lo fulminó con la mirada.

—Disculpa, Cleo —dijo él recobrando la compostura—, pero no es raro que te impresionara.

A nadie le gusta presenciar una muerte; es un asunto desagradable y engorroso, pero son cosas que pasan. A menudo.

—¿No desearías que no hubiera ocurrido?

—¿El qué? ¿La muerte de ese aldeano?

—No lo llames «ese aldeano»; se llamaba Tomas Agallon. Tenía toda la vida por delante, tenía familia. Cuando apareció en el puesto, estaba feliz porque esa tarde iba a celebrarse la boda de su hermana. ¿Te fijaste en ella? Estaba destrozada. Aron, esa discusión nunca debiera haber comenzado. Si tanto te gustaba el vino, tendrías que haberle ofrecido un precio justo a Silas Agallon.

—Venga ya, Cleo —Aron se apoyó contra la pared—. No me digas que te importan esas tonterías.

—Claro que me importan —replicó ella, crispada.

Aron resopló con desdén.

—¿Un vinatero de Paelsia más pobre que las ratas? ¿Desde cuándo te fijas en esas menudencias? Eres una princesa de Auranos; puedes conseguir cualquier cosa que desees en cuanto la desees. Solo necesitas pedir algo para que sea tuyo.

¿Qué tenía que ver eso con haber regateado por el vino?

—¿Así me ves?

—Así eres: una hermosa princesa. Y lamento mucho no sentirme tan profundamente arrepentido como a ti te gustaría. Hice lo que tenía que hacer en aquel momento, y no me arrepiento —le lanzó una mirada afilada y fría—. Actué por puro instinto. He cazado muchas veces, pero esto fue completamente diferente: arrebatarle la vida a un ser humano… Jamás me había sentido tan poderoso.

Cleo sintió un escalofrío de repulsión.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?

—¿Preferirías que te mintiera? ¿Que te dijera que yo también tengo pesadillas? ¿Te sentirías menos culpable así?

Cleo se desinfló: eso era exactamente lo que deseaba.

—Quiero que me digas la verdad.

—Eso he hecho. Deberías darme las gracias, Cleo; no hay demasiada gente dispuesta a ser tan sincera como yo.

Aron era atractivo. Provenía de una estirpe noble. Era ingenioso, irónico e inteligente. Y a Cleo le repugnaba más que nadie en el mundo.

No podía casarse con él; la idea le resultaba inconcebible.

Si antes de la conversación había estado dispuesta a ceder, a permitir que su padre tomara aquella decisión tan importante por ella, ahora no pensaba doblegarse a su voluntad. Aunque fuera el rey.

—¿Te has enterado de los planes de mi padre? —preguntó.

Aron ladeó la cabeza sin dejar de mirarla.

—Ah, ¿prefieres cambiar ya de tema?

—Tal vez.

—Siento que estés molesta por lo que ocurrió en Paelsia.

Lo dijo sin alterarse, sin pestañear siquiera. Quizá le disgustara levemente que ella se sintiera mal, pero no albergaba ningún remordimiento. La amenaza de Jonas Agallon no le atormentaba en lo más mínimo.

—Gracias.

—Y ahora me preguntas si conozco los planes de tu padre.

Aron se cruzó de brazos y empezó a pasear en torno a Cleo, quien se sintió de pronto como un cervatillo ante un lobo hambriento.

—Tu padre es el rey, Cleo. Tiene cientos de planes acerca de muchos asuntos.

—Me refiero al plan que nos incumbe a los dos —repuso ella, girándose para mirarle a los ojos.

—Ya. Nuestro compromiso.

—Eso es.

—¿Cuándo crees que lo anunciará?

Una gota de sudor frío se deslizó por la espina dorsal de la princesa.

—No lo sé, Aron.

—El anuncio parece haberte sorprendido.

—Solo tengo dieciséis años —replicó Cleo con voz trémula.

—Sí, es una edad temprana para formalizar un compromiso.

—A mi padre le gustas.

—El sentimiento es recíproco —Aron torció la cabeza—. Y tú también me gustas, Cleo, por si se te ha olvidado. Si eso es lo que te preocupa, puedes estar tranquila.

—No es eso.

—En cualquier caso, no sé por qué te sorprendes; hace tiempo que se oyen rumores acerca de nuestro compromiso.

—Entonces, ¿te parece bien?

Aron la examinó con mirada calculadora y se encogió de hombros.

—Sí, me parece bien.

Dilo, Cleo. No esperes ni un instante.

Carraspeó.

—Yo no sé si es buena idea.

Aron dio un respingo.

—¿Perdona?

—Me refiero a este… este compromiso. No me parece bien, al menos por el momento. Sí, somos amigos, es verdad, pero no estamos… —notaba la boca seca. Por un instante, deseó beber algo de vino para que el mundo volviera a parecer dorado y maravilloso ante sus ojos.

—¿Enamorados? —terminó Aron.

Cleo pestañeó y clavó la mirada en el pavimento.

—Sí, bueno…

Esperó a que Aron dijera algo para aliviar la tensión, pero él se quedó callado.

Finalmente, se atrevió a levantar la vista. Él la miraba con el ceño fruncido.

—Entonces, no quieres que tu padre anuncie el compromiso, ¿me equivoco?

Cleo tragó saliva.

—Si los dos estamos de acuerdo en que no es el mejor momento, será más fácil convencerle.

—Esto es por lo que pasó en Paelsia, ¿verdad?

—No lo sé —respondió ella esquivando su mirada.

—Claro que sí. Estás enfadada por algo que le ocurrió a un completo desconocido.

¿También lloras cuando matan un ciervo? ¿Sollozas delante del plato cuando te sirven carne?

—No creo que sea comparable, Aron —protestó Cleo con las mejillas encendidas.

—¿No? Matar un ciervo, matar a ese chico… No me parecen dos cosas tan diferentes, la verdad. ¿Sabes, Cleo? Creo que te falta perspectiva. Eres demasiado joven.

—¡Solo tengo un año menos que tú!

—Un año basta para ver las cosas con más claridad —se acercó a ella y la agarró del mentón con una mano que olía a humo—. No pienso decirle al rey que no deseo comprometerme contigo. ¿Y sabes por qué? Porque sería mentira.

—¿Quieres casarte conmigo?

—Por supuesto que sí.

—¿Estás enamorado de mí?

Los labios de Aron se curvaron.

—Ay, Cleo. Es una suerte que seas hermosa: eso compensa tus numerosas deficiencias.

Ella intentó apartarse, pero Aron apretó los dedos hasta casi hacerle daño.

—Aún me acuerdo de aquella noche, Cleo. No se me olvida. La recuerdo perfectamente.

—¡No hables de eso!

—Estamos solos; no hay nadie que pueda escucharnos —le miró los labios—. Tú lo deseabas tanto como yo, no intentes negarlo.

—Había bebido demasiado vino y no tenía la mente clara. Ahora me arrepiento.

—Lo que tú digas, Cleo. Pero aquello ocurrió. Mira, tú y yo estábamos destinados a terminar juntos; aquello no fue más que un anticipo —elevó una ceja—. Si tu padre escogiera a otro para ser tu esposo, yo tendría algo que decir al respecto, y sé que eso no te gustaría. No querrás que el rey se entere de que su inmaculada princesa ha compartido el lecho con alguien distinto de su marido, ¿verdad?

Cleo apenas recordaba aquella noche de hacía ya seis meses, salvo que había bebido vino, demasiado vino. Recordaba unos labios que sabían a humo. Unas manos torpes, un revoltijo de ropas y de mentiras susurradas en la oscuridad.

Las muchachas decentes —y más aún las princesas— debían ser castas hasta la noche de bodas; su virginidad estaba reservada a su marido. Que Cleo hubiera cometido ese error con alguien como Aron, al que apenas soportaba cuando estaba sobria, le avergonzaba más que nada en el mundo. No, nadie podía enterarse de aquello jamás.

—Tengo que irme —farfulló Cleo.

—Todavía no —Aron se acercó más y tiró de ella hasta pegarla a su pecho. Le pasó la mano por el pelo, le desató el rodete de la trenza y la larga melena se deslizó hasta la cintura—. Te he echado de menos, Cleo. Me alegra que hayas venido a verme esta mañana. Pienso en ti muy a menudo.

—Deja que me vaya, Aron, te lo ruego. Y no le digas nada a nadie.

Él le acarició el cuello mientras la recorría con una mirada turbia.

—En cuanto estemos prometidos, me aseguraré de que gocemos de frecuentes momentos de intimidad. Estoy esperándolo con impaciencia.

Cleo intentó desasirse, pero Aron tenía más fuerza de lo que parecía. Lo único que había conseguido con esa visita era recordar aquella noche de la que tanto se avergonzaba, que la deshonraba a ella y a su familia. Aron, sin embargo, parecía disfrutar del secreto tanto como ella deseaba desterrarlo de su mente.

Y por si fuera poco, aquel aliento… ¡Por la diosa! Se diría que Aron no había parado de beber y fumar desde el amanecer.

En la puerta entreabierta sonó un golpe seco. Aron clavó los dedos en el costado de Cleo y se giró para mirar a su espalda.

—Por fin os encuentro, princesa —saludó Theon.

Aron la soltó tan rápidamente que a Cleo le costó mantener el equilibrio. La mirada del guardia osciló entre los dos.

—¿Va todo bien? —preguntó estrechando los ojos.

—Sí —respondió ella en voz alta—. Muy bien, sí. Gracias.

La expresión de Theon era feroz, y su mirada quemaba: no le hacía ninguna gracia que la princesa le hubiera dado esquinazo. Sin embargo, Cleo estaba deseando marcharse con su furioso escolta con tal de perder de vista a Aron cuanto antes.

—Quiero regresar al palacio —dijo con firmeza.

—En cuanto estéis preparada, alteza.

—Ya lo estoy —enderezó los hombros y le echó un último vistazo a Aron, que la observaba con pose de aburrimiento.

En lo más profundo de sus ojos se atisbaba un brillo desagradable: la promesa silenciosa de que aquella noche de borrachera que Cleo quería olvidar sería la primera de muchas otras.

La princesa se estremeció.

Tenía que convencer a su padre de que terminara con aquella situación absurda. Al fin y al cabo, el rey no había obligado a Emilia a casarse con su prometido.

Y si Aron desvelaba su secreto… Bueno, Cleo lo negaría. Podía hacerlo; al fin y al cabo, era una princesa. Su padre la creería a ella antes que a Aron, aunque le contara una mentira.

No, aquella noche no podía hundirla. Se negaba a permitir que Aron tuviera aquel poder sobre ella ni un instante más.

—Te veré pronto, princesa —dijo Aron. Se detuvo en el umbral, encendió otro cigarrillo y observó cómo Cleo se alejaba seguida del guardia.

Cleo caminó sin decir una palabra; quería alejarse de aquella mansión tan rápido como pudiera. Aunque sentía la mirada furiosa de Theon clavada en su nuca, no se volvió a mirarle hasta que estuvieron cerca del palacio.

—¿Algo que decir? —preguntó, intentando ocultar que estaba al borde de las lágrimas. La recorrió una náusea: si Theon no hubiese intervenido…

Y sin embargo, por más que se alegrara de haberlo visto aparecer, no conocía otra forma de librarse de la frustración y la ira acumuladas en su interior que descargarlas sobre la persona que tenía más cerca.

El guardia la observó. En su expresión no había ni rastro del respeto debido a los miembros de la realeza; parecía más bien hastiado, como si estuviera obligado a vérselas con una niña testaruda.

—Alteza, no podéis seguir escapando a hurtadillas.

—No me he escapado. Necesitaba ver a Aron a solas.

—Sí, me di cuenta de ello —Theon se volvió en dirección a la mansión dorada, más allá del camino bordeado de árboles y de los jardines—. Os pido disculpas por interrumpir vuestra cita romántica. Daba la impresión de que…

—No daba ninguna impresión —interrumpió ella recalcando cada palabra.

Aunque sabía que no debería importarle la opinión que tuviera su escolta sobre ella, prefería que no indagara en su relación con Aron.

—Además, no era lo que piensas —remachó.

—¿De veras?

—Sí. Solo estábamos hablando.

—Parecía una conversación interesante.

Cleo se secó los ojos con la manga del vestido, furiosa.

—No era lo que piensas —repitió.

La expresión de Theon pasó de la cólera a la preocupación en una fracción de segundo.

—¿Va todo bien?

—¿Qué más te da? ¡Para ti no soy más que un encargo del rey!

El guardia se estremeció como si Cleo le hubiera abofeteado.

—Disculpad mi atrevimiento —dijo, y en sus ojos brilló un destello de comprensión—. Un momento: fuisteis a hablar con Aron de lo que ocurrió en Paelsia porque os sentís mal por ello.

Cleo sintió una punzada en el pecho. Había tantas cosas por las que se sentía mal…

—Entremos en palacio.

—Princesa, lo que pasó no fue culpa vuestra.

¿Que no era culpa suya? Ojalá fuera cierto. Había contemplado cómo Aron asesinaba a aquel chico y no había hecho nada por evitarlo. Y unos meses antes había hecho con Aron cosas de las que ahora se arrepentía, y luego le había echado la culpa al vino como si ella no hubiera tenido nada que ver. Pero él no la había forzado; en aquel momento, con la mente nublada por la embriaguez, le había parecido bien dejarse cortejar por aquel atractivo lord que hacía suspirar a tantas de sus amigas.

Meneó la cabeza. Le dolía la garganta; ni siquiera podía tragar saliva.

—La muerte de ese muchacho me atormenta.

Theon le puso las manos en los hombros.

—Ocurrió; no tiene vuelta atrás. Debéis apartarlo de vuestra mente. Si teméis que el hermano del chico venga a buscar venganza, sabed que yo os protegeré. Lo juro. Es uno de los motivos por los que me han ordenado que os vigile —se le oscurecieron los ojos de nuevo—. Por eso tenéis que dejar de huir de mí.

—No huyo de ti —de pronto le costaba encontrar las palabras—. Huyo de… no sé de qué. Me gustaría encontrar un sentido a todo esto, pero no soy capaz.

Theon se pasó la mano por el pelo.

—He oído al rey comentar vuestro compromiso con lord Aron.

A Cleo le faltó la respiración por un momento.

—¿Con qué ánimo hablaba de ello?

—Parecía contento.

—Bien, al menos uno de los dos lo está —murmuró ella en tono sombrío, con la vista clavada en un carruaje que pasaba por el camino.

—¿No os satisface el compromiso?

—¿Satisfacerme? ¿Que me obliguen a hacer algo sin rechistar? No, no me satisface en absoluto.

—Lo siento.

—¿De veras?

Theon se encogió de hombros.

—Creo que nadie debería estar obligado a hacer cosas que no desea.

—¿Te refieres a cosas como aceptar un trabajo que no te interesa?

—Eso es distinto —masculló Theon.

Cleo se quedó pensativa.

—Tú y yo formamos una especie de matrimonio extraño —dijo al fin—. Tú estás obligado a permanecer a mi lado y yo no puedo escapar de ti. Y vamos a pasar juntos mucho tiempo…

Theon enarcó las cejas.

—¿Significa eso que os resignáis a que os escolte?

—Sé que no debería haber salido del palacio sin consultártelo —Cleo se mordió el labio inferior mientras pensaba en todas las tonterías que había hecho ese día—. Te pido disculpas si te he causado algún problema.

—Vuestra hermana me informó de buen grado acerca de vuestro paradero.

—¡Qué traidora!

Theon se echó a reír.

—Os habría encontrado de todos modos. Aunque estemos en una situación que ninguno de los dos ha escogido, me tomo muy en serio mi trabajo. No sois una muchacha cualquiera: sois la princesa, y mi único deber es protegeros. Así que vayáis donde vayáis, alteza, podéis estar segura de una cosa.

Cleo aguardó, algo intimidada por la mirada penetrante del joven guardia.

—¿De qué?

Theon sonrió, y su aspecto se volvió tan peligroso como incitante.

—De que acabaré por encontraros.