CAPÍTULO 6
Jonas había limpiado dos veces la hoja de la daga, pero cada vez que la miraba veía en ella la sangre de su hermano. Volvió a guardarla en la vaina de cuero que llevaba al cinto y contempló la frontera entre Paelsia y Auranos: una gruesa franja de bosque llamada Tierra Salvaje, que solo los más valientes —o los más temerarios— se atrevían a cruzar.
Normalmente, quien deseaba viajar entre los tres reinos lo hacía en barco, por el oeste. Esa era la forma «civilizada» de viajar.
A pesar de los muchos peligros de la Tierra Salvaje —predadores con colmillos afilados, paisajes agrestes, ladrones y asesinos que buscaban cobijo en el bosque…—, la región estaba vigilada. Había centinelas auranios apostados desde el mar de Plata, al oeste, hasta los montes orientales. No era fácil verlos, a no ser que supieras dónde buscar.
Y Jonas sabía dónde hacerlo. Había aprendido del mejor maestro: Tomas. La primera vez que se había acercado a aquella peligrosa región, él solo tenía diez años y su hermano catorce. Aquel día, Tomas le había revelado un secreto: a menudo se internaba en los bosques y los pastos de sus vecinos para cazar como furtivo. El castigo que los auranios reservaban para quienes cometían ese crimen era la muerte, pero Tomas consideraba que merecía la pena correr el riesgo si así podía mantener a su familia con vida. Jonas estuvo de acuerdo con él.
Paelsia, en tiempos, había sido una tierra llena de huertos, bosques frondosos y ríos repletos de peces: un lugar propicio para la caza. Aquello había cambiado hacía tres generaciones. Poco a poco, en un avance que parecía partir de las montañas cubiertas de nieve, la tierra de Paelsia se había ido quedando estéril. Ahora, gran parte del país era un yermo de hierba seca, piedras grises y muerte. Aún había tierras fértiles cerca del mar, pero solo la cuarta parte del país era capaz de albergar vida como antes.
Y por culpa de Auranos, aquellos suelos fecundos estaban llenos de viñedos que producían vino barato para sus vecinos del sur, en lugar de cultivos que alimentaran a los paelsianos.
Para Jonas, el vino era un símbolo de la opresión y la estupidez de su pueblo. Y en lugar de rebelarse y buscar una solución, sus compatriotas aceptaban la situación con mansedumbre.
Algunos paelsianos creían que el caudillo Basilius acabaría por sanar su tierra con magia; los más devotos afirmaban que era un hechicero, y lo veneraban como si fuera un dios de carne y hueso. El caudillo imponía a sus súbditos un tributo abusivo sobre las ganancias obtenidas por el vino. Casi todos pagaban sin rechistar, convencidos de que su magia los salvaría pronto.
A Jonas, sin embargo, aquello le enfurecía. La ingenuidad de sus compatriotas le parecía imperdonable.
Tomas, por otra parte, no creía en aquellas tonterías de la magia. Aunque respetaba al caudillo como jefe, no creía más que en la cruda realidad. Así pues, no le suponía ningún dilema moral cazar como furtivo en Auranos. No le habría importado hacerlo también en Limeros, pero los terreros rocosos, los interminables páramos y las heladas temperaturas de sus vecinos del norte no eran tan propicios para la caza como el clima templado y los valles de Auranos.
Jonas se había quedado atónito la primera vez que cruzó la frontera con Tomas. Un venado de cola blanca se había lanzado prácticamente sobre ellos, ofreciéndoles la garganta como si les diera la bienvenida al próspero reino. A partir de aquel día, los dos hermanos desaparecían de vez en cuando durante una semana y regresaban cargados de comida. Su padre estaba convencido de que habían encontrado algún lugar abundante en caza dentro de Paelsia, y los chicos jamás le habían sacado de su error. Aunque el anciano hubiera preferido que trabajaran de sol a sol en sus viñedos, toleraba aquellas excursiones sin protestar.
«Algún día», le había dicho Tomas en su primera expedición, mientras aguardaban el mejor momento para cruzar la frontera, «todos los habitantes de Paelsia podremos disfrutar de la abundancia y la belleza que los auranios derrochan cada día de sus miserables vidas. Se lo quitaremos todo y nos quedaremos con ello».
El recuerdo hizo que le escocieran los ojos. El dolor por la muerte de su hermano le atenazaba la garganta como una garra desde el día en que aquel auranio lo había asesinado.
Ojalá estuvieras aquí, Tomas. Ojalá.
Apretó la empuñadura de la daga con la que lord Aron había apuñalado a su hermano mientras la bella princesa los contemplaba, divertida.
Aquella princesa se había convertido en su obsesión; el odio que sentía hacia ella se intensificaba cada día. En cuanto acabara con lord Aron, Jonas pensaba matarla lentamente con aquel mismo puñal.
—Ha sido el destino —había dicho su padre cuando las llamas del funeral de Tomas iluminaron el cielo oscuro.
—El destino no ha tenido nada que ver —masculló Jonas.
—Es la única forma de verlo, de soportarlo: era su destino.
—Ha sido un crimen, padre. Lo ha asesinado un miembro de esa nobleza a la que seguirás vendiendo tu vino en cuanto te lo pidan. Y no va a pagar por ello. Tomas ha muerto en vano, ¿y tú te atreves a decir que era su destino?
Jonas se alejó de la multitud que se había reunido para presenciar el funeral de Tomas; sabía que la imagen del cadáver de su hermano no se le borraría nunca de la memoria.
Apenas se había alejado cuando se topó con los ojos vidriosos de su hermana.
—Sabes lo que tienes que hacer —murmuró ella con ferocidad—. Véngalo.
Y allí estaba ahora, dispuesto a entrar en Auranos: un predador dispuesto a matar una presa muy distinta de las habituales.
—Te veo muy serio —susurró una voz entre las sombras.
Todos los músculos de Jonas se tensaron de golpe. Se volvió hacia la voz, pero antes de que pudiera sacar su arma, un puñetazo en el estómago le dejó sin aliento. Una sombra lo derribó y, sin darle tiempo a revolverse, apoyó una hoja afilada en su garganta. Jonas aguardó la muerte, sin aliento.
De pronto, la silueta se despojó de su capucha y descubrió un par de ojos oscuros y una sonrisa torcida.
—Estás muerto, Jonas. ¿Ves qué fácil sería?
—Suéltame —masculló mientras forcejeaba para liberarse. Su agresor apartó el puñal con una carcajada.
—Idiota… ¿Creías que podrías desaparecer sin que nadie se diera cuenta?
Jonas tenía delante a su mejor amigo, Brion Radenos.
—No te he pedido que me acompañaras.
Brion se pasó la mano por el pelo desgreñado y sus dientes brillaron a la luz de la luna.
—Me he tomado la libertad de seguirte. No ha sido difícil, ¿sabes? Dejas un rastro de lo más evidente.
—Me sorprende no haberme dado cuenta —Jonas se sacudió la camisa, que había quedado aún más rota y mugrienta que antes—. Apestas como un cerdo, ¿sabes?
—Nunca se te han dado bien los insultos, así que me lo tomo como un cumplido —Brion olfateó el aire—. Tú tampoco hueles precisamente a flores; cualquier guardia fronterizo podría detectarte a más de cincuenta pasos. Por no hablar de algún lobo que haya salido a buscar el almuerzo…
—No te metas en mis asuntos, Brion.
—Si veo que un amigo mío va derecho al matadero, es asunto mío también.
—No.
—De acuerdo: estoy dispuesto a discutir contigo durante toda la noche si así evito que entres en Auranos.
—No sería la primera vez que cruzo la frontera.
—Pero sería la última. ¿Qué crees, que no sé lo que te propones? —meneó la cabeza—. Te lo voy a repetir: eres idiota.
—No lo soy.
—Pretendes colarte en el palacio real de Auranos y matar a un noble y a una princesa. En mi modesta opinión, se trata de una idiotez.
—Los dos merecen morir.
—Pero no así.
—Tú no estabas allí, Brion. No viste cómo mataron a Tomas.
—No, pero he oído la historia muchas veces y he visto tu dolor —Brion resopló y contempló atentamente a su amigo—. Sé lo que estás pensando, Jonas. Sé cómo te sientes. Yo también perdí a mi hermano, ¿recuerdas?
—Tu hermano se emborrachó y se cayó por un precipicio; no tiene nada que ver con lo del mío.
Brion se crispó al oírlo, y Jonas hizo una mueca. Había sido un golpe bajo traer a colación un tema tan delicado.
—La pérdida de un hermano siempre es dolorosa —repuso Brion al cabo de unos instantes—. Igual que la de un amigo.
—No puedo dejarlo así, Brion. No me quedaré tranquilo hasta que no les haya hecho pagar por lo que hicieron.
La mirada de Jonas se perdió entre los árboles, buscando el campo abierto tras el espeso bosque que separaba las dos tierras. El palacio estaba a una jornada a pie. Jonas tenía intención de trepar por los muros que lo rodeaban; siempre había sido buen escalador.
Aunque nunca lo había visto, había oído muchas historias sobre aquel lugar. Durante la última guerra, hacía un siglo, el rey de Auranos había mandado construir una muralla de mármol alrededor de los terrenos en los que se levantaban las mansiones de la nobleza y el palacio real. Algunos decían que la muralla medía más de cuatro millas; tenía que haber algún tramo poco vigilado. Al fin y al cabo, hacía años que los auranios no necesitaban protegerse de ninguna amenaza.
—¿Piensas que podrás matar a ese noble?
—Seguro.
—¿Y también a la princesa? ¿Crees que podrás cortarle la garganta a una mujer sin pensártelo dos veces?
Jonas clavó la mirada en su rostro desdibujado por las sombras.
—Ella es el símbolo de todos esos miserables que se ríen mientras nosotros nos morimos de hambre. Su asesinato enviará un mensaje al rey Corvin. Tomas siempre quiso que estallara una revolución; tal vez esto sirva para desencadenarla.
Brion negó con la cabeza.
—Eres un cazador, no un asesino.
Jonas notó un escozor en los ojos y apartó rápidamente la mirada. No quería llorar delante de su amigo; no podía permitirse mostrar debilidad ante nadie. Admitir su flaqueza sería la derrota final.
—Tengo que hacer algo.
—Estoy de acuerdo, pero debe haber otra forma. Piensa con la cabeza y no con el corazón.
Jonas soltó un bufido.
—¿Te parece que estoy pensando con el corazón?
Brion puso los ojos en blanco.
—Pues claro. Y para que no haya lugar a dudas, opino que tu corazón es tan idiota como el resto de tu cuerpo. ¿Crees que la idea que tenía Tomas de la revolución era andar clavándoles dagas a los nobles auranios?
—Tal vez.
—¿En serio? —insistió Brion ladeando la cabeza.
Jonas frunció el ceño mientras recordaba a su hermano.
—No —admitió finalmente—. Qué va. Tomas me habría dicho que dejara de hacer el idiota si no quería cavar mi propia tumba.
—Ya. Entonces, parece que tu plan no es mucho mejor que emborracharte para olvidar tus problemas y caerte por un acantilado, ¿eh?
Jonas dejó escapar un suspiro entrecortado.
—Era tan arrogante… «Soy lord Aron Lagaris», dijo, como si esperara vernos caer de rodillas ante él.
—No estoy diciendo que ese bastardo no deba pagar con su sangre; digo que no debería pagar con la tuya —replicó Brion.
Aunque todo lo que había dicho aquella noche sonaba muy juicioso, Brion no era el más sensato de los amigos de Jonas. Siempre era el primero en meterse en cualquier pelea, y solía salir de ellas con un par de huesos rotos, ya fueran suyos o de su adversario. Una cicatriz le dividía la ceja derecha como recordatorio de sus muchas trifulcas. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas, Brion no estaba dispuesto a aceptar mansamente su «destino» de hambre y opresión.
—¿Recuerdas el plan de mi hermano? —preguntó Jonas tras un largo silencio.
—¿Cuál? Tenía cientos.
Jonas sonrió.
—Es cierto. Pero uno de ellos consistía en solicitar audiencia al caudillo Basilius.
—¿Hablas en serio? —Brion alzó las cejas—. Nadie pide audiencia al caudillo; es él quien te convoca si desea verte.
—Lo sé.
El caudillo Basilius llevaba varios años recluido, sin ver a nadie salvo a su familia y su círculo íntimo de consejeros y guardias. Algunos decían que dedicaba sus días a la búsqueda espiritual de los vástagos, cuatro objetos legendarios que contenían la magia perdida un milenio atrás.
Jonas, como su hermano, reservaba su fe a cuestiones más tangibles. Sin embargo, el recuerdo de Tomas le hizo cambiar de planes sobre la marcha.
—Tengo que verle —murmuró—. Voy a hacer lo que Tomas tenía pensado. Las cosas deben cambiar.
Brion le miró con sorpresa.
—Hace un minuto eras incapaz de pensar en otra cosa que no fuera vengarte, ¿y ahora quieres solicitar audiencia con el caudillo?
—Algo así.
Sí, de pronto lo veía claro: matar a dos nobles auranios sería un momento de venganza gloriosa, pero no ayudaría a su pueblo a conseguir un futuro mejor. Y aquello era lo que deseaba Tomas por encima de todas las cosas.
Jonas no creía que Basilius fuera un auténtico hechicero, pero estaba seguro de que poseía el poder y la influencia necesarios para cambiar las cosas, para sacar a los paelsianos de la pobreza y la desesperación que los atenazaba desde hacía años. Solo hacía falta que quisiera hacerlo.
Puesto que vivía al margen del mundo, tal vez no supiera cómo era la vida en Paelsia.
Alguien tenía que contarle la verdad, alguien que no tuviera miedo de hablar.
Brion observó a Jonas con aire inquieto.
—De pronto pareces muy convencido. ¿Debería preocuparme?
Jonas le agarró del brazo y sonrió por vez primera desde la muerte de Tomas.
—Es que estoy convencido. Las cosas van a cambiar, amigo mío.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. ¿Se te ocurre un momento mejor?
—¿Así que no piensas colarte en el palacio de Auranos para clavar dagas a diestro y siniestro?
—Hoy no.
A Jonas le asaltó la imagen de su hermano mayor riéndose a mandíbula batiente de sus constantes cambios de parecer. Pero le daba igual: sabía que había hecho bien. Sí, aquella era la decisión más acertada que había tomado en su vida.
—¿Me acompañarás a buscar al caudillo Basilius? —preguntó.
—¿Para ver cómo ordena que te corten la cabeza y la claven en una pica por incitar a la revolución en nombre de tu hermano? —Brion soltó una carcajada—. No me lo perdería ni por todo el oro de Auranos.