CAPÍTULO 5
—Los pájaros me vigilan— comentó Cleo mientras paseaba por el jardín.
—¿En serio? —Emilia contuvo una sonrisa mientras añadía otra pincelada a su lienzo, que mostraba el palacio de Auranos.
Cleo alzó la vista para observar la fachada de piedra pulida con incrustaciones de oro. El enorme edificio refulgía como una gema engastada en el paisaje verde y exuberante que lo rodeaba.
—Hermanita, ¿has empezado a imaginar cosas raras, o es que ahora crees en las antiguas leyendas? —preguntó Emilia sacándola de sus pensamientos.
—Tal vez las dos cosas —replicó Cleo. Giró bruscamente para señalar una esquina del jardín y su falda de color amarillo limón aleteó con un murmullo de seda—. Te juro que la paloma blanca de ese melocotonero no me ha quitado ojo desde que llegué.
Emilia se echó a reír y cruzó una mirada divertida con Mira, que bordaba no muy lejos.
—Se dice que los vigías pueden ver a través de los ojos de los halcones, no del primer pájaro que se les ocurra.
Una ardilla de orejas largas trepó por el tronco del árbol y la paloma levantó el vuelo.
—Si tú lo dices… Eres la experta en religión y mitología de la familia.
—Porque tú te niegas a estudiar —señaló Mira.
—Hay mil cosas más interesantes que hacer —replicó Cleo sacándole la lengua a su amiga.
La última semana, aquellas «cosas más interesantes» habían consistido en angustiarse durante el día y sufrir pesadillas por las noches. Aunque hubiera querido estudiar, no habría sido capaz; tenía los ojos doloridos e inyectados en sangre.
Emilia bajó el pincel y observó a Cleo.
—Deberíamos meternos dentro, donde no haya pájaros que te espíen con sus ojitos brillantes.
—Ríete si quieres, Emilia, pero no puedo quitarme de encima esa sensación.
—Te creo. Tal vez te sientas así por culpa de lo que ocurrió en Paelsia.
Cleo sintió una náusea y alzó el rostro hacia el sol. Aquella temperatura era tan distinta a la de Paelsia, donde el frío calaba hasta los huesos… Había pasado todo el viaje de regreso estremecida, incapaz de entrar en calor. Y aun después de llegar a la calidez del palacio, había estado varios días destemplada.
—Ah, en absoluto —mintió—. Ya se me ha olvidado.
—¿Sabes que ese es el motivo de que nuestro padre haya reunido hoy al consejo?
—¿A qué te refieres? ¿Cuál es el motivo?
—Bueno, lo que te pasó. Lo que hizo Aron, lo que ocurrió ese día.
Cleo sintió que la sangre abandonaba su rostro.
—¿Y qué están diciendo?
—Nada de lo que debas preocuparte.
—Si no hubiera nada de lo que preocuparme, no habrías mencionado el tema.
Emilia se levantó y se quedó inmóvil por un instante. Mira alzó la vista, preocupada, y dejó la aguja para acercarse a ella por si necesitaba ayuda; llevaba unas semanas sufriendo dolores de cabeza y vértigos.
—Cuéntame lo que sabes —instó Cleo, contemplándola con inquietud.
—Al parecer, la muerte del hijo de ese vinatero le ha creado problemas políticos a nuestro padre. Se ha convertido en una especie de escándalo: todo el mundo habla de ello, aunque no está claro a quién echarle la culpa. Nuestro padre hace lo que puede para mitigar el malestar, pero los paelsianos se niegan a vendernos vino hasta que pase la crisis. No quieren hacer tratos con nosotros; están ofendidos con este reino y con nuestro padre por permitir que aquello sucediera. La verdad es que están sacando las cosas de quicio…
—Es espantoso —exclamó Mira—. No sé lo que daría por poder olvidarlo.
Ya somos dos, pensó Cleo retorciéndose las manos.
—¿Cuándo crees que pasará todo esto?
—Sinceramente, no lo sé —contestó Emilia.
Cleo despreciaba los asuntos políticos; no le interesaban ni los entendía. Tampoco tenía por qué: gracias a la diosa, Emilia era la heredera del trono. Cleo no habría podido soportar aquellas reuniones interminables del consejo, donde había que mostrarse cortés y agradable con gente que no lo merecía. Emilia, en cambio, había sido educada para convertirse en la princesa perfecta, capaz de hacer frente a cualquier problema. Cleo… Bueno, Cleo se dedicaba a hacer excursiones, montar a caballo por el campo y pasar el rato con sus amigos.
Nunca había protagonizado ningún escándalo; salvo el secreto que solo conocía Aron, nadie podía contar nada inconveniente de la princesa Cleiona. Hasta ahora, pensó con ansiedad.
—Tengo que hablar con padre —sentenció—. Necesito saber qué está ocurriendo.
Sin decir una palabra más, echó a andar hacia el palacio y recorrió a buen paso los corredores soleados hasta llegar a la sala del consejo. Se asomó por el arco de la puerta; la luz entraba a raudales por las numerosas ventanas de la estancia, y la chimenea ardía alegremente iluminando aún más el ambiente. Su padre seguía reunido, de modo que Cleo decidió aguardar en el pasillo paseando de un lado a otro. La paciencia nunca se había contado entre sus virtudes.
Cuando al fin salieron los miembros del consejo, Cleo entró de sopetón. Su padre todavía estaba sentado a la cabecera de una larga mesa, lo bastante grande para dar cabida a un centenar de hombres; el bisabuelo de Cleo había encargado que la construyeran con madera de los olivos que rodeaban el jardín de palacio. En el muro más lejano colgaba un tapiz de vistosos colores que narraba la historia de Auranos. De pequeña, Cleo había dedicado muchas horas a contemplarlo, maravillada ante sus ricos detalles. Frente a él pendían el escudo de la familia Bellos y un mosaico que representaba a la diosa Cleiona, de la cual Cleo había recibido el nombre.
—¿Qué sucede, padre? —preguntó.
El rey despegó la vista de los legajos que había esparcidos frente a él. Estaba vestido de manera informal, con calzas de cuero y una túnica de tejido fino. Su cuidada barba castaña estaba surcada de gris. Cleo y su padre tenían los ojos del mismo tono azul verdoso, mientras que los de Emilia mostraban el tono castaño que habían tenido los de su madre. Sin embargo, las dos hermanas habían heredado el cabello rubio de su madre, un color poco habitual en Auranos, donde la gente tendía a ser morena y curtida por el sol. La reina Elena era hija de un rico terrateniente de las colinas orientales de Auranos; el rey Corvin se había enamorado de ella a primera vista en su viaje de coronación, más de dos décadas atrás. Según decía la tradición, los ancestros de Elena procedían del otro lado del mar de Plata.
—¿Te pitaban los oídos, hija mía? —preguntó el rey—. ¿O te ha contado Emilia lo que ocurre?
—¿Qué más da? Si tiene algo que ver conmigo, deberías informarme. Dime qué está pasando.
El rey le sostuvo la mirada tranquilamente, sin ceder a sus demandas. Conocía bien el carácter impetuoso de su hija menor y sabía tratar con ella. En realidad, no era difícil; de vez en cuando, Cleo se enfadaba, gritaba un poco y despotricaba, pero enseguida se olvidaba del asunto y se centraba en otra cosa. El rey la había comparado alguna vez con un colibrí que volara de flor en flor, y ella no se lo había tomado como un cumplido.
—Me temo que tu viaje a Paelsia está siendo objeto de controversia, Cleo. Cada vez más.
Ella sintió que una oleada de culpa y de miedo la inundaba. Hasta aquel momento, ni siquiera había sido consciente de que su padre conociera el suceso. De hecho, desde que embarcara en Paelsia para regresar a casa, no se lo había contado a nadie salvo a Emilia; esperaba olvidar así la muerte del muchacho, pero su táctica no había funcionado demasiado bien. La revivía cada noche en cuanto cerraba los ojos, y tampoco lograba quitarse de la cabeza la mirada asesina del hermano pequeño, Jonas, cuando la había amenazado antes de que Mira, Aron y ella huyeran del mercado.
—Lo siento —las palabras se le atascaron en la garganta—. No fue mi intención que pasara todo esto.
—Te creo, pero parece que los problemas te siguen allá donde vas.
—¿Vas a castigarme?
—No exactamente, pero este problema me obliga a pedirte que no salgas de palacio de ahora en adelante. No puedes volver a usar mi barco hasta nuevo aviso.
A pesar de la vergüenza que sentía por lo sucedido en Paelsia, la idea de quedarse en tierra hizo que a Cleo le hirviera la sangre.
—¡No puedes esperar que me quede aquí encerrada como una prisionera!
—Lo que ocurrió fue inaceptable, Cleo.
Se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Crees que no lo sé? —susurró.
—Estoy seguro de que sí, pero eso no cambia nada.
—No debería haber pasado.
—Pero pasó. No habrías debido ir allí, Cleiona. Paelsia no es lugar para una princesa; es demasiado peligroso.
—Pero Aron…
—Aron —los ojos de su padre brillaron—. Es el que mató al campesino, ¿me equivoco?
La violenta reacción del muchacho había sorprendido incluso a Cleo, y aunque no esperaba mucho de él, la asombraba y disgustaba su falta de remordimientos.
—Sí, fue él —asintió.
Su padre guardó silencio durante unos instantes y Cleo contuvo la respiración, temiendo su comentario.
—Gracias a la diosa que estaba allí para protegerte —declaró el rey finalmente con un suspiro—. Nunca he confiado en los paelsianos, y esto me ha decidido a anular el acuerdo comercial que manteníamos con ellos. Son gente impredecible y salvaje, inclinada a la violencia. Siempre he tenido en gran consideración a lord Aron y a su familia, pero este giro de los acontecimientos ha hecho que me reafirme en mi opinión. Estoy orgulloso de él, y sé que su padre también lo está.
Cleo se mordió la lengua para no contradecirle.
—Aun así —continuó el rey—, me disgusta que ese desafortunado incidente se produjera ante la vista de una multitud. Cada vez que salgas de palacio o visites otro reino, debes tener presente que eres una representante de Auranos. Según mis informantes, los ánimos están revueltos en Paelsia. Nos miran aún con más ojeriza que antes; han dilapidado sus recursos hasta quedarse sin nada, y ahora envidian los nuestros. Por supuesto, han interpretado el incidente a su manera, y lo consideran como un insulto de Auranos a su dignidad.
—¿Un… insulto? —Cleo tragó saliva con dificultad.
—Ya pasará —el rey hizo un gesto desdeñoso con la mano—. De momento, los auranios debemos tener mucho cuidado al viajar por Paelsia; la pobreza y la desesperación de esa gente los hacen peligrosos —su expresión se endureció—. Es un lugar poco recomendable, y no quiero que vuelvas allí bajo ningún concepto.
—No es que me apetezca volver, créeme, pero… ¿nunca?
—Jamás.
Su padre seguía tan exagerado como siempre, y Cleo decidió no discutir con él. Por mucho que detestara la idea de que Aron apareciera como un héroe por haber asesinado a Tomas Agallon, sabía cuándo debía guardar silencio para no buscarse más problemas.
—De acuerdo.
El rey asintió y amontonó algunos documentos.
—He decidido anunciar pronto tu compromiso con lord Aron. De ese modo, todos comprenderán claramente que mató a aquel muchacho para protegerte a ti, su futura esposa.
—¿Qué? —exclamó Cleo, helada.
—¿Acaso no te agrada la idea? —algo en la mirada del rey contradecía su tono desenfadado, y Cleo se tragó la protesta.
Era imposible que su padre estuviera al corriente de su secreto… ¿o no? Forzó una sonrisa.
—Por supuesto que sí, padre. Haré lo que tú me digas.
Ya encontraría la forma de hacerle cambiar de opinión cuando el escándalo se hubiera disipado. Además, debía cerciorarse de que su padre no sabía nada de lo ocurrido aquella noche; si llegaba a enterarse de su secreto, Cleo no podría soportar mirarle a la cara.
—Estamos de acuerdo, entonces —sentenció el rey.
La princesa se volvió hacia la puerta; no veía el momento de salir de aquella sala.
—Ah, una cosa más, Cleo.
Ella paró en seco y se volvió lentamente.
—¿Sí, padre?
—De ahora en adelante, serás escoltada en todo momento por un guardia.
—¡Pero padre, aquí no hay ningún problema! —protestó horrorizada—. Si no vuelvo a Paelsia, ¿para qué me hace falta vigilancia?
—Para que tu padre esté tranquilo, hija mía. Y no te molestes en protestar, porque no voy a cambiar de opinión. He elegido a Theon Ranus para el puesto; ya lo he mandado llamar para informarle de su nueva posición.
Theon: el soldado que la había acompañado a Paelsia. Aunque lo encontraba atractivo, le horrorizaba pensar que lo tendría a su lado a todas horas, sin permitirle ni un momento de intimidad.
Miró a su padre y se sorprendió al descubrir una chispa de humor en sus ojos. Claro, ahora se daba cuenta: aquello era parte de su castigo por haber ensuciado el buen nombre de Auranos y haber sembrado la discordia entre las dos tierras. Cleo se obligó a mantener la calma y agachó la cabeza.
—Como desees, padre.
—Muy bien. Siempre he sabido que podrías ser tan razonable como tu hermana si te esforzaras un poquito.
Cleo estaba convencida de que, con los años, Emilia había aprendido a morderse la lengua para ser la princesa ideal. Pero ella no era tan perfecta como su hermana; ni siquiera quería serlo.
De todos modos, ya sabía qué hacer: tan pronto como Theon se presentara ante ella, le liberaría de sus obligaciones y los dos podrían hacer lo que les apeteciera. El rey solo la veía durante las comidas, así que no se daría cuenta.
Sí, eso era fácil.
El compromiso con Aron, sin embargo, suponía un problema más serio. Después de lo ocurrido en Paelsia y de su comportamiento en la travesía de regreso —durante la cual solo parecía preocupado por haber perdido su preciada daga y por no haber logrado comprar vino, pese a todos sus esfuerzos—, Cleo no soportaba su compañía, y mucho menos la idea de casarse con él.
Y tampoco ella pensaba cambiar de opinión al respecto. Su padre no podía obligarla.
Aunque la verdad era que podía, claro que podía. Si decidía casarla con alguien, Cleo no era quién para desobedecer. Su padre era el rey; nadie se negaba a obedecer sus órdenes, ni siquiera una princesa.
Salió corriendo de la sala del consejo, cruzó el patio, subió un tramo de escaleras, recorrió un pasillo y desembocó en una balconada antes de gritar de frustración.
—Uf… Princesa, por favor, compadécete un poco de mis pobres tímpanos.
Cleo se giró, con el corazón desbocado; había creído que estaba sola. Al ver quién era, soltó un largo suspiro de alivio y de pronto rompió en llanto.
Nicolo Cassian cruzó los brazos y se apoyó contra la pared de mármol, con el rostro fruncido en una mueca de preocupación.
—Ah, no. Por favor, no llores. No puedo soportar las lágrimas.
—Mi… mi padre es cruel e injusto —sollozó ella antes de abrazarlo.
—Crudelísimo —repuso él palmeándole la espalda—. Nunca ha habido un padre más cruel que el rey Corvin. Si él no fuera el rey, y yo no fuera su escudero y estuviera obligado a obedecer sus órdenes, acabaría con él solo por ti.
Nic era hermano de Mira. Era poco mayor que ella; acababa de cumplir los diecisiete y, a diferencia de su hermana —que tenía el pelo oscuro con brillos rojizos y un cuerpo agradablemente redondeado—, era un muchacho desgarbado, con una mata de pelo anaranjado que salía disparada en todas las direcciones y llamaba la atención entre los morenos auranios.
En su rostro anguloso destacaba una nariz ligeramente torcida y cubierta de pecas que destacaban más cuanto más tiempo pasaba al sol. Estaba tan delgado que Cleo pudo rodearle la espalda con los brazos mientras enterraba el rostro en su pecho y humedecía de lágrimas su túnica de lana.
Nic y Mira eran hijos de Rogerus Cassian, un amigo íntimo del rey que había perecido junto a su esposa en un naufragio hacía siete años. El rey había acogido en palacio a los dos huérfanos, permitiéndoles que compartieran aposentos y comidas con él y sus dos hijas, y que fueran educados por los preceptores de estas. Más tarde, Mira se había convertido en dama de honor de Emilia y Nic en escudero del rey, una posición envidiada por muchos.
Si Mira era la mejor amiga de Cleo, Nic era su mejor amigo. Se sentía más cómoda con él que con nadie excepto con su hermana… y tal vez más que con ella. Aquella no era la primera vez que lloraba abrazada a él, ni sería la última.
—Mi reino por un pañuelo —murmuró Nic—. Vamos, Cleo, ¿qué pasa?
—¡Mi padre va a anunciar dentro de poco mi compromiso con Aron! —jadeó—. ¡Oficialmente!
Él sonrió.
—Ah, ahora comprendo tu enfado. ¡Un compromiso con un atractivo joven de la nobleza!
Espeluznante, sin duda…
Ella le propinó una palmada en el hombro sin poder contener una risita.
—No te rías, Nic. Ya sabes que no quiero casarme con él.
—Lo sé, pero prometerse no es lo mismo que casarse.
—A la larga, sí.
—Bueno, si tanto te disgusta la idea, puedo proponerte una solución muy simple —dijo él encogiéndose de hombros.
—¿Cuál?
Nic enarcó una ceja.
—Dile a tu padre que estás locamente enamorada de mí y que no piensas casarte con ningún otro. Y si no le gusta la idea, amenázale con fugarte conmigo.
Aquello consiguió hacerla sonreír, y le abrazó con fuerza.
—Ay, Nic. Sabía que tú podrías animarme.
—¿Eso es un sí?
Cleo contempló aquel rostro que tan familiar le resultaba.
—Deja de decir tonterías; somos demasiado amigos para plantearnos nada más.
—Bueno, tenía que intentarlo.
—Además —Cleo dejó escapar un suspiro trémulo—, a mi padre le daría un ataque. No eres exactamente de la alta nobleza.
—Soy lo menos noble que te puedas imaginar —le dedicó una sonrisa torcida—. Y a mucha honra: los miembros de la alta nobleza sois unos estirados. A Mira, en cambio, le encantaría pertenecer a la aristocracia. Es su sueño dorado.
—Menuda es tu hermana…
—Sí, no sé si encontrará un marido que dé la talla.
—¿Existirá alguno?
—Lo dudo…
Un ruido de pasos resonó sobre el pavimento de mármol.
—Alteza… —era Theon, vestido con su rígida librea azul. Su expresión era severa—. El rey me pidió que os buscara.
Cleo soltó un débil suspiro. Ya empezamos…
—¿Hay algún problema? —preguntó Nic.
—Este es Theon Ranus —explicó Cleo, observando en el rostro del guardia una tirantez muy distinta a la arrogancia que había mostrado en Paelsia—. Theon, no pareces muy contento.
¿Acaso mi padre te ha ordenado que hagas algo que no te agrada?
—El rey manda y yo obedezco.
—Ya veo. ¿Y qué desea que hagas ahora? —preguntó, a sabiendas de lo que le iba a responder.
La mandíbula de Theon se tensó.
—Me ha ordenado que sea vuestro guardia personal.
—¿Mi guardia personal? ¿Y qué te parece la idea?
—Me siento honrado —masculló el joven.
—¿Guardia personal? —Nic subió las cejas—. ¿Para qué lo necesitas?
—Mi padre considera que, con un escolta pisándome los talones todo el día, no me meteré en más líos. Tampoco podré divertirme, claro…
—El hermano del campesino asesinado la amenazó de muerte, alteza —señaló Theon, y Cleo notó un nudo en el estómago.
—No me da miedo; nadie puede entrar en la ciudadela sin permiso.
—Vaya, qué curioso —comentó Nic—. Vigilancia personal a todas horas, incluso dentro de palacio.
—Es ridículo y absolutamente innecesario —exclamó Cleo—. Además, Theon comentó que esperaba conseguir el puesto de guardia personal de mi padre y ahora le toca protegerme a mí. Tiene que ser decepcionante, ¿no crees?
—La verdad es que sí —afirmó Nic con tono comprensivo.
Theon endureció la expresión, pero no dijo nada.
—Tendrá que vigilarme cuando salga a pasear al sol —continuó Cleo—, cuando me prueben los vestidos, durante mis clases de arte, cuando las doncellas me trencen el pelo… Será fascinante, ¿no crees?
—Bueno, si no puede despegarse de ti, siempre puede ayudarte con lo de las trenzas —comentó Nic en tono jocoso.
Theon se estremeció levemente, como si cada palabra fuera una daga que se le clavara en la espalda.
—¿Qué te parece, Theon? ¿A que suena bien? —bromeó Cleo—. Tendrás que acompañarme en todas mis excursiones y aventurillas… durante el resto de mi vida.
La mirada que le devolvió el guardia hizo que se quedara petrificada. Había esperado encontrar disgusto en ella, pero tras ese sentimiento había algo más, un tenue brillo de intriga que la desconcertó.
—Los deseos del rey son órdenes para mí —respondió Theon finalmente.
—¿Y los míos? ¿Obedecerás mis órdenes?
—Dentro de lo razonable.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Nic.
Los ojos negros del guardia se clavaron en el muchacho pelirrojo.
—Significa que si la princesa se encuentra en una situación peligrosa, intervendré sin pensarlo un instante. No voy a presenciar otro incidente como el de la semana pasada.
Aquella muerte se podría haber evitado si me hubierais permitido intervenir.
Cleo notó que la culpa se enterraba aún más profundamente en su corazón. De pronto, no tenía ganas de gastar más bromas.
—Aron no debería haber matado a ese chico.
La oscura mirada de Theon se posó en ella.
—Me alegro de que estemos de acuerdo en algo.
Cleo le sostuvo la mirada, deseando con todas sus fuerzas que ese pesado no le pareciera tan fascinante. Pero aquellos ojos, aquella expresión de desafío…
Ningún guardia la había mirado con tal audacia. De hecho, nadie la había mirado jamás así: con enfado, arrogancia, hostilidad… y algo más. Como si Cleo fuera la única mujer del mundo. Como si algo los conectara.
—Vaya, vaya —la voz de Nic interrumpió sus pensamientos—. ¿Queréis que me marche para poder seguir mirándoos durante el resto del día?
Cleo apartó la vista de Theon, con las mejillas encendidas.
—No digas tonterías.
Nic se rio, pero ahora su carcajada carecía de humor. Se inclinó hacia ella y le murmuró al oído:
—En tu nueva vida de princesa con guardia personal, deberías tener algo presente.
—¿A qué te refieres?
Nic le sostuvo la mirada.
—Él tampoco es de la alta nobleza.