CAPÍTULO 4

Alexius abrió los ojos y aspiró una bocanada de aire tibio. La hierba verde, caldeada por el sol, cedía bajo su cuerpo como un colchón. Se incorporó hasta quedar sentado y esperó unos instantes hasta regresar por entero a su cuerpo, del que llevaba varias horas ausente.

Se miró las manos: lo que hacía un momento eran plumas ahora era piel, y las uñas sustituían a las garras. Siempre le llevaba un rato acostumbrarse.

—¿Qué has visto?

Parecía que no le iban a dejar tiempo suficiente. Alexius estiró el cuello y se volvió a mirar a Timotheus, que lo observaba sentado en un banco de piedra cercano. Su vaporosa túnica blanca estaba tan impecable como de costumbre.

—Nada distinto a lo habitual —respondió, aunque no era completamente cierto.

Los vigías que cambiaban de forma para salir de aquella realidad, como él, habían acordado poner en común sus descubrimientos antes de hablar con los ancianos que ya no eran capaces de transformarse en halcones.

—¿Ninguna pista?

—¿De los vástagos? Nada. Siguen ocultos, al igual que hace un milenio.

—Se nos acaba el tiempo —masculló Timotheus.

—Lo sé.

Si no encontraban los vástagos, la decadencia se extendería por la realidad de los mortales y pronto alcanzaría al Santuario.

Los ancianos ya no sabían qué hacer; habían pasado siglos sin que sucediera nada. Ni una pista, ni un solo rastro… Incluso el paraíso podía convertirse en una prisión si uno pasaba demasiado tiempo contemplando sus paredes.

—Bueno, hay una muchacha —admitió Alexius a regañadientes.

—¿Una muchacha? —Timotheus le miró con interés.

—Tal vez sea la que aguardamos. Acaba de cumplir dieciséis años mortales, y he sentido en su interior que algo despertaba… algo que va más allá de lo que he sentido hasta ahora.

—¿Magia?

—Creo que sí.

—¿Quién es? ¿Dónde está?

Alexius titubeó; a pesar de lo que había acordado con sus compañeros, estaba obligado a contar a los ancianos lo que sabía. Además, confiaba en Timotheus. Pero en aquella chica había algo frágil, como una semilla tierna que todavía no hubiera arraigado. Si estaba en lo cierto, la muchacha era tremendamente importante y había que tratarla con mucho cuidado.

—Espera a que averigüe algo más. Seguiré vigilándola y te contaré lo que vea. Me temo que eso significa que dejaré de buscar los vástagos…

—Los otros se ocuparán de eso —Timotheus enarcó una ceja—. Sí, continúa vigilando a esa muchacha cuya identidad prefieres ocultarme.

Alexius lo observó con inquietud.

—Sé que no deseas hacerle daño. ¿Por qué iba a querer ocultártela?

—Esa es una buena pregunta —repuso el anciano con una sonrisa—. ¿Quieres abandonar el Santuario para acercarte a ella, o prefieres continuar observándola desde lejos?

Alexius conocía a muchos que se habían marchado del Santuario, enamorados del mundo mortal y de aquellos a los que vigilaban. Pero quien abandonaba aquel lugar no podía volver jamás.

—Me quedaré donde estoy —respondió—. ¿Por qué querría estar en otro sitio?

—Eso mismo dijo tu hermana una vez.

El corazón de Alexius dio un vuelco.

—Se equivocó.

—Es posible. ¿Has ido alguna vez a visitarla?

—No. Ella eligió; no necesito ver el resultado. Prefiero recordarla eternamente joven, tal y como era. Ahora estará consumida igual que esa tierra a la que ama más que a esta, con nada salvo sus preciadas semillas como compañía.

Alexius apoyó la cabeza en la hierba tibia, cerró los ojos y se volvió a transformar para regresar al mundo frío e implacable de los mortales.