CAPÍTULO 1

DIECISÉIS AÑOS DESPUÉS

—Sin vino ni belleza, la vida no merecería la pena, ¿no crees, princesa?— Aron rodeó los hombros de Cleo con un brazo mientras los cuatro caminaban por el camino empedrado.

Habían atracado en el puerto hacía menos de dos horas y ya estaba completamente borracho. La verdad es que no era raro, tratándose de Aron.

Cleo miró de reojo al guardia de palacio que los acompañaba; sus ojos refulgían de disgusto al ver a Aron tan pegado a la princesa de Auranos, pero no tenía por qué preocuparse. A pesar de que Aron siempre llevaba una elegante daga enjoyada al cinto, era tan peligroso como una mariposa. Como una mariposa borracha.

—Completamente de acuerdo —mintió Cleo.

—¿Falta mucho? —preguntó Mira.

Aquella bonita muchacha de melena cobriza y cutis perfecto era amiga de Cleo y doncella de honor de su hermana, la princesa Emilia; y aunque esta había decidido quedarse en casa por una repentina jaqueca, había insistido en que Mira acompañara a Cleo en aquel viaje de placer. Cuando el barco llegó a puerto, el resto de componentes de la expedición decidieron quedarse a bordo mientras Cleo y Mira acompañaban a Aron a visitar una aldea cercana para encontrar «la botella de vino perfecta». Las bodegas de palacio estaban abarrotadas de vino, tanto de Auranos como de Paelsia, pero Aron había oído hablar de un viñedo en particular que producía un caldo supuestamente incomparable. A petición suya, Cleo reservó uno de los barcos de su padre e invitó a un montón de amigos a viajar a Paelsia en busca de la botella ideal.

—Pregúntale a Aron. Él es nuestro guía en esta empresa.

Cleo se arrebujó en su capa de terciopelo para resguardarse del frío. La nieve no había cuajado, pero aún caían copos menudos sobre el camino. Aunque Paelsia estaba más al norte que Auranos, a Cleo le había sorprendido el frío; Auranos era cálido y luminoso incluso en los meses más crudos del invierno. Su paisaje era una sucesión de colinas verdes, robustos olivos y acres y más acres de tierra fértil de labranza. Paelsia, por el contrario, era gris y polvorienta hasta donde alcanzaba la vista.

—¿Que si falta mucho? —exclamó Aron—. ¿Mucho? Mira, corazón, lo bueno se hace esperar.

Recuérdalo.

—Señor mío, yo soy una persona muy paciente —sonrió para suavizar su protesta—, pero me están empezando a doler los pies.

—Hace un día precioso y tengo la suerte de viajar en compañía de dos bellas mujeres.

Debemos dar gracias a la diosa por los dones que nos concede.

El guardia puso los ojos en blanco. Cuando se dio cuenta de que Cleo había visto el gesto, no apartó la vista de inmediato como habría hecho cualquier otro, sino que le sostuvo la mirada con una altivez que la sorprendió. Era la primera vez que veía a ese guardia o, al menos, era la primera vez que se fijaba en él.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Theon Ranus, alteza.

—Bueno, Theon, ¿tienes algo que aportar a la discusión sobre lo mucho que hemos andado esta tarde?

—No, princesa.

Aron se rio y bebió de su petaca.

—Me sorprende, ya que tendrás que ocuparte de llevar las cajas de vino hasta el barco.

—Es mi deber y constituye un honor serviros.

Cleo le contempló por unos instantes. Tenía el pelo del color del bronce oscurecido y la piel morena. Si no hubiera sabido que se trataba de uno de los soldados que su padre se había empeñado en que llevara consigo, lo habría tomado por un joven noble de los que esperaban en la nave.

Aron debía de estar pensando justo lo mismo.

—Pareces muy joven para ser guardia de palacio —declaró, arrastrando las palabras y contemplándole con la mirada desenfocada—. No puedes ser mucho mayor que yo.

—Tengo dieciocho años, mi señor.

—Entonces retiro lo dicho —resopló—. Eres mucho mayor que yo. Muchísimo.

—Un año —le recordó Cleo.

—Un año puede ser una deliciosa eternidad —sonrió Aron—. Tengo intención de disfrutar al máximo mi juventud y esquivar todas las responsabilidades durante el año que me queda.

Cleo le ignoró; el apellido del guardia le sonaba de algo. Había oído a su padre comentar algo acerca de la familia Ranus cuando salía de una reunión del consejo. De pronto lo recordó: el padre de Theon había muerto hacía una semana al caerse de un caballo. Se había roto el cuello y había fallecido al instante.

—Siento la pérdida que acabas de sufrir —declaró con sinceridad—. Simon Ranus era el guardia personal de mi padre, y sé que lo quería y lo respetaba.

Theon frunció las cejas como si le sorprendiera oírle hablar de aquello.

—Ostentaba su cargo con orgullo, y espero que el rey Corvin me haga el honor de tenerme en cuenta cuando busque un reemplazo —repuso con frialdad, aunque sus ojos oscuros se habían nublado por la pena—. Os agradezco vuestra amabilidad, alteza.

Aron soltó un bufido y Cleo le fulminó con la mirada.

—¿Era un buen padre? —preguntó.

—El mejor. Me enseñó todo lo que sabía desde el instante en que fui capaz de sostener una espada.

Cleo asintió amablemente.

—Entonces, sus conocimientos no morirán con él.

Ahora que el apuesto guardia había captado su atención, le resultaba cada vez más difícil hacer caso a Aron. La vida de palacio había hecho al joven débil y pálido. Theon, en cambio, tenía los hombros anchos y los brazos musculosos, y llenaba de manera sorprendente la librea azul de los guardias reales.

—Aron —comenzó Cleo sintiéndose vagamente culpable por haber dejado abandonados a sus amigos—, media hora más y regresamos al barco. Los demás nos aguardan desde hace horas.

Los auranios eran más conocidos por su afición a las fiestas que por su paciencia. Sin embargo, como todos habían viajado hasta Paelsia en el barco del padre de Cleo, a sus amigos no les quedaba más remedio que esperarlos para volver a casa.

—¡Al fin! Ese es el mercado —señaló Aron, y Cleo y Mira distinguieron a lo lejos un grupo de gente que pululaba entre casetas de madera y carpas de colores. Eran los primeros habitantes que se encontraban desde hacía más de una hora, cuando adelantaron a un grupo de niños harapientos que se calentaban en torno a una fogata—. Ya verás cómo ha merecido la pena venir hasta aquí.

El vino de Paelsia era digno de la diosa; delicioso y suave, no tenía parangón en ninguna otra tierra. No dejaba resaca al día siguiente por mucho que se bebiera. Circulaba la leyenda de que había magia de la tierra en los suelos de Paelsia y en las propias uvas, y que por ese motivo el vino era perfecto en aquella tierra llena de defectos.

Cleo no tenía ninguna intención de catarlo. No pensaba volver a probar el vino en su vida; de hecho, llevaba meses sin hacerlo. Antes de dejarlo, había frecuentado más de lo aconsejable tanto el delicioso vino paelsio como el vino auranio, que no sabía mucho mejor que el vinagre. Pero la gente —Cleo, al menos— no bebía por el sabor del vino, sino por sus resultados: la embriaguez, la sensación de no tener ninguna preocupación en el mundo… Esa sensación, cuando no había nada que te anclara a la tierra, podía hacerte derivar hasta aguas muy peligrosas, y Cleo estaba decidida a no probar nada más fuerte que el agua o el zumo de melocotón en el futuro.

Aron vació la petaca de un trago. Él bebía por los dos, y jamás se disculpaba de nada que hubiera hecho estando borracho. A pesar de todos sus defectos, muchos en la corte lo veían como el futuro esposo de Cleo. A ella la idea le provocaba escalofríos, pero procuraba no perder de vista a Aron porque él conocía su secreto; aunque no lo había mencionado en varios meses, Cleo estaba segura de que no lo había olvidado. No lo olvidaría jamás.

Si ese secreto salía a la luz, la destruiría.

Y por ese motivo toleraba a Aron en público con una sonrisa en los labios. Nadie podría adivinar lo mucho que lo odiaba.

—Ya estamos —anunció él cuando entraron en el mercado de la aldea.

Más allá de los puestos, a la derecha, Cleo divisó algunas edificaciones. Aunque parecían menos prósperas que las granjas de Auranos, observó sorprendida que las granjas de adobe, con sus techos de paja y sus ventanucos, estaban limpias y cuidadas, lo cual no concordaba con la visión que tenía de Paelsia: una tierra repleta de campesinos miserables, gobernada por un caudillo —ni siquiera un rey— del que se decía que era un poderoso hechicero. A pesar de la proximidad de Paelsia, Cleo jamás dedicaba mucho tiempo a sus vecinos; apenas mostraba un vago interés de cuando en cuando por las leyendas y cuentos de los bárbaros paelsianos.

Aron se detuvo ante un puesto cubierto por un toldo púrpura que lamía el suelo polvoriento, y Mira suspiró de alivio.

—Por fin…

Cleo miró hacia la izquierda y se encontró con dos ojos negros que brillaban en un rostro curtido. Retrocedió, sobresaltada, y sintió la presencia reconfortante de Theon, firme y seguro a su espalda. El dueño del puesto tenía un aspecto rudo, incluso peligroso, igual que la mayoría de la gente con la que se habían topado desde su llegada a Paelsia. Sus dientes, algo mellados pero muy blancos, relucían a la clara luz del día. Vestía un sencillo jubón de lino, una pelliza de oveja y una capa de lana, y Cleo se sintió de pronto muy consciente de su capa forrada de marta cibelina y su vestido de seda azul pálido con bordados en oro.

Aron miró al hombre con expresión interesada.

—¿Silas Agallon?

—Ese soy yo.

—Bien. Es tu día de suerte, Silas. Me han dicho que tu vino es el mejor de Paelsia.

—Os han informado bien.

Una chica encantadora de cabello oscuro apareció tras la caseta.

—Mi padre es un gran vinatero —comentó.

—Esta es Felicia, mi hija —dijo Silas—, que debería estar preparándose para su boda ahora mismo.

Ella se echó a reír.

—¿Y dejarte aquí para que cargues barriles todo el día? No, he venido a pedirte que cierres temprano.

—Tal vez —el brillo satisfecho de los ojos del vinatero desapareció al contemplar los elegantes ropajes de Aron—. ¿Quién sois?

—Tú y tu encantadora hija tenéis el privilegio de hallaros en presencia de su alteza real Cleiona Bellos, princesa de Auranos —señaló Aron—. Esta es la dama Mira Cassian. Y yo soy Aron Lagaris, hijo del señor de Pasoviejo, en la costa sur de Auranos.

La hija del vinatero miró a Cleo con sorpresa y luego inclinó la cabeza respetuosamente.

—Es un honor, alteza.

—Sí, todo un honor —asintió Silas sin que Cleo notara sarcasmo en sus palabras—. Es raro que la realeza de Auranos o de Limeros venga a visitar nuestra humilde aldea. La verdad es que no recuerdo la última vez que ocurrió… Será un honor daros a probar mis productos mientras decidís qué queréis comprar, alteza.

Cleo negó, sonriente.

—Es Aron el que está interesado; yo me limito a acompañarle.

El vinatero pareció desilusionado, incluso algo dolido.

—Aun así, ¿me concederíais el honor de brindar por la boda de mi hija?

¿Cómo iba a rechazarlo?

—Por supuesto —asintió, intentando que no se le notara lo poco que le apetecía—. Será un placer.

Cuanto antes lo hiciera, antes se marcharían del mercado. Sí, estaba lleno de gente y era de lo más colorido, pero no olía demasiado bien. La verdad es que atufaba, como si hubiera una letrina cerca y nadie se hubiera molestado en plantar hierbas aromáticas o flores que atenuaran el hedor. Aunque Felicia parecía feliz ante su inminente boda, la pobreza de aquella gente resultaba asfixiante, y Cleo se arrepintió de no haberse quedado en el barco con sus amigos mientras Aron iba a comprar vino.

Lo único que sabía de aquella tierra tan miserable era que Paelsia poseía una riqueza de la que no gozaba ninguno de los otros dos reinos: en las comarcas cercanas al mar crecían unos viñedos que dejaban en ridículo a todos los demás. Cleo había oído historias de gente que robaba vides paelsianas para plantarlas en otro lugar, y luego descubrían que se secaban y morían en cuanto cruzaban las fronteras.

—Seréis mis últimos clientes —dijo Silas—. Voy a hacer caso a mi hija: en cuanto os atienda, cerraré la tienda y la ayudaré con los preparativos. Se casa al atardecer…

—Enhorabuena —masculló Aron con desinterés, revisando las botellas con los labios fruncidos—. ¿Dispones de vasos adecuados para la degustación?

—Por supuesto —Silas abrió una caja de madera desvencijada, sacó tres copas que refulgieron a la luz y descorchó una botella. Vertió en las copas un líquido ambarino y le tendió la primera a Cleo.

Antes de que pudiera tocarla, Theon apareció a su lado y se la arrebató. La expresión oscura del guardia hizo que Silas diera un paso atrás, tembloroso, e intercambiara una mirada con su hija.

—Pero ¿qué haces? —exclamó Cleo, asombrada.

—¿Pensáis probar sin más algo que os ofrece un extraño? —dijo Theon con brusquedad.

—No está envenenado.

—¿Estáis segura de eso? —replicó examinando el fondo de la copa.

Cleo comenzaba a impacientarse. ¿Cómo podía pensar que quisieran envenenarla? ¿Para qué? La paz reinaba desde hacía más de un siglo; no existía ninguna amenaza. Si había llevado escolta a aquella excursión era para que su padre se quedara tranquilo, no porque hubiera necesidad de ello.

—De acuerdo —Cleo se encogió de hombros—. ¿Quieres servirme de catador? Allá tú. Si caes muerto en el acto, me aseguraré de no probarlo.

—Menuda estupidez —dijo Aron arrastrando las palabras y, sin pensárselo dos veces, vació su copa de un trago.

—¿Y bien? —Cleo lo observó—. ¿Te estás muriendo?

—Sí, pero de sed —respondió él tras saborear el vino con los ojos cerrados.

Cleo se volvió hacia Theon y lo miró con sorna.

—¿Tendrías la bondad de devolverme la copa? ¿O piensas que este hombre se ha dedicado a envenenar algunas copas en concreto?

—Por supuesto que no. Tened, os lo ruego.

Cleo tomó la copa que Theon le ofrecía. Miró de reojo al vinatero: sus ojos oscuros mostraban más vergüenza que enfado ante el espectáculo que había provocado el guardia.

—Estoy convencida de que será una delicia —comentó, tratando de olvidar la dudosa limpieza del cristal.

El vinatero asintió, agradecido, y Theon se apartó de ellos para quedarse plantado junto al puesto. Aunque estaba en posición de descanso, se notaba que seguía alerta. Y ella que creía que su padre era demasiado protector…

Aron vació una segunda copa.

—Qué maravilla. Es absolutamente increíble, justo como me dijeron.

Mira dio un elegante sorbito y enarcó las cejas, sorprendida.

—¡Excelente!

Bien, era su turno. Cleo se llevó la copa a los labios y, en el instante en que el líquido le rozó la lengua, una expresión de pesar inundó su rostro. Y no porque estuviera rancio, sino porque era delicioso, dulce y suave; no tenía ni punto de comparación con nada que hubiera probado jamás. Sintió el deseo de beber más y el corazón se le aceleró. Vació la copa de un par de sorbos y contempló a sus amigos: de pronto el mundo parecía dorado, como si todos estuvieran rodeados de una aureola que los hacía mucho más hermosos de lo que eran. Para empezar, Aron le resultaba un poco menos repulsivo, y también encontraba atractivo a Theon a pesar de su actitud arrogante. Aquel vino era peligroso, no había duda. Valía todo lo que el vinatero quisiera cobrarles, y Cleo supo que debía mantenerse alejada de él tanto ahora como en el futuro.

—El vino es extraordinario —comentó, esforzándose por no delatar su inquietud. Le hubiera gustado pedir otra copa, pero se tragó las palabras.

Silas parecía radiante.

—Me alegra oír eso.

—Siempre lo digo —asintió Felicia—: mi padre es un genio.

—Sí, creo que merece la pena comprar este vino —dijo Aron con voz pastosa; teniendo en cuenta lo mucho que había bebido en la última hora, era sorprendente que pudiera mantenerse en pie sin ayuda—. Me llevaré ahora cuatro cajas, y quiero que me envíen una docena más a casa.

A Silas se le iluminaron los ojos.

—Podemos arreglarlo.

—Te daré quince florines auranios por caja.

—Pero… —la piel bronceada del vinatero perdió el color—. Valen al menos cuarenta cada una. Me han pagado incluso cincuenta.

—¿Cuándo? —los labios de Aron se afinaron hasta convertirse en una línea—. ¿Hace cinco años? Me temo que la clientela ya no es la misma que entonces. No es que Limeros compre demasiado, ¿verdad? Teniendo en cuenta las penurias por las que atraviesa el reino, dudo que la importación de vino esté en su lista de prioridades. Así que no queda más que Auranos, porque todo el mundo sabe que la gente de este país dejado de la mano de la diosa no tiene ni para comer. Quince por caja es mi última oferta; puesto que quiero dieciséis cajas, y quizá más en el futuro, diría que has hecho un negocio redondo. ¿No es una buena cantidad de dinero para la boda de tu hija? Se llama Felicia, ¿verdad? Felicia, ¿no crees que mi oferta es mejor que cerrar sin vender nada?

Felicia se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo.

—Sí, tal vez sea mejor que nada… Sé que la boda va a costar mucho dinero, pero… No lo sé. ¿Padre?

Silas abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Cleo no estaba prestando demasiada atención; intentaba resistir la tentación de beberse la copa que Silas había vuelto a llenarle.

A Aron le encantaba regatear, le servía de pasatiempo. Siempre intentaba conseguirlo todo al precio más bajo, fuera lo que fuera.

—No quisiera enemistarme con vos —dijo al fin Silas retorciéndose las manos—, pero ¿estaríais dispuesto a pagar veinticinco florines la caja?

—No —Aron se revisó las uñas—. Por bueno que sea el vino, hay otros vendedores en el mercado y en el camino hacia el puerto que estarían encantados de aceptar mi oferta.

Siempre puedo acudir a ellos, si prefieres perder la venta. ¿Es eso lo que quieres?

—No, yo… —Silas tragó saliva. Su frente estaba surcada de arrugas—. Quiero vender mi vino; por eso estoy aquí. Sin embargo, a quince florines…

—Tengo una idea mejor. ¿Qué tal catorce florines la caja? —un destello de maldad brilló en los ojos verdes de Aron—. Si no aceptas mi oferta a la cuenta de diez, bajaré un florín más.

Mira apartó la vista, avergonzada. Cleo abrió la boca para protestar, pero recordó de pronto que Aron conocía su secreto y podía utilizarlo contra ella, así que volvió a cerrarla.

Estaba decidido a conseguir el precio más bajo posible, y no porque le faltara el dinero; era lo bastante rico para comprar todas las cajas que le apetecieran al precio más alto.

—De acuerdo —gruñó Silas finalmente apretando los dientes, como si aquello le doliera en lo más hondo. Cruzó una mirada con su hija antes de volver la vista hacia Aron—. Catorce florines la caja, dieciséis cajas. Mi hija disfrutará de la boda que se merece.

—Excelente. Como decimos los auranios, siempre habrá uvas en Paelsia para alimentar a los paelsianos.

Con una sonrisita de satisfacción, Aron se metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y se puso a contarlos tranquilamente. Era evidente que tenía dinero de sobra para pagar diez veces más por el vino, y los ojos de Silas se encendieron con una mirada de indignación.

Dos personas se acercaron por la izquierda.

—Felicia —preguntó una voz profunda—, ¿qué haces aún aquí? ¿No deberías estar vistiéndote con tus amigas?

—Ahora mismo, Tomas —murmuró ella—. Estamos a punto de acabar.

Cleo se volvió para mirar a los dos muchachos que se acercaban. Tenían el pelo casi negro, cejas oscuras y ojos de un castaño intenso. Eran altos, de hombros anchos y piel cetrina.

Tomas, el mayor, aparentaba poco más de veinte años.

—¿Pasa algo? —les preguntó a su padre y a su hermana.

—Nada, nada —masculló Silas—. Estoy cerrando una venta, nada más.

—No es cierto. Juraría que estás molesto.

—En absoluto, hijo.

El otro chico clavó sus ojos oscuros en Aron antes de girarse para contemplar a Cleo y a Mira.

—Padre, ¿esta gente está intentando timarte?

—Jonas —le apaciguó Silas con voz fatigada—, no es asunto tuyo.

—Sí es asunto mío, padre. ¿Cuánto te ha ofrecido este hombre? —Jonas examinó a Aron sin disimular su desagrado.

—Catorce florines por caja —contestó Aron con satisfacción—. Un precio justo que tu padre está muy contento de aceptar.

—¿Catorce? —escupió Jonas—. ¡Es un insulto!

Tomas agarró a su hermano de la camisa y le empujó hacia atrás.

—Tranquilízate.

—¿Que me tranquilice? ¡Este bastardo cubierto de seda y adornos intenta estafar a nuestro padre!

—¿Bastardo? —la voz de Aron era ahora gélida—. ¿A quién llamas bastardo, sucio campesino?

Tomas se volvió lentamente, con los ojos llameantes de cólera.

—A ti. Mi hermano te ha llamado bastardo a ti, bastardo.

Aquello era lo peor que le podían llamar, pensó Cleo con un suspiro. Aunque casi nadie lo sabía a ciencia cierta, Aron era hijo ilegítimo de una hermosa criada rubia a la que su padre había tomado aprecio. Puesto que la esposa de Sebastien Lagaris era estéril, había acogido al bebé para criarlo como si fuera suyo; la auténtica madre de Aron había muerto poco después en circunstancias misteriosas sobre las que nadie se atrevió a indagar.

Sin embargo, la gente murmuraba, y los rumores habían llegado a oídos de Aron en cuanto fue lo bastante mayor para entenderlos.

—Princesa… —murmuró Theon esperando una orden para intervenir.

Cleo le posó la mano en el brazo para evitarlo: no quería montar una escena todavía más escandalosa.

—Vámonos, Aron —dijo echando un vistazo a Mira, que había dejado en el puesto su segunda copa de vino y parecía nerviosa.

Pero Aron seguía con los ojos clavados en Tomas.

—¿Cómo te atreves a insultarme?

—Más vale que le hagas caso a tu amiguita y te largues de aquí —le advirtió Tomas—. Cuanto antes, mejor.

—En cuanto tu padre me entregue las cajas de vino, me iré encantado.

—Olvídate del vino; lárgate y considérate afortunado de que no tenga en cuenta la grosería con la que has tratado a mi padre. Es un hombre confiado, y siempre está dispuesto a malvender su mercancía. Yo no.

Aron se encrespó. La calma de la que había hecho gala anteriormente se había desvanecido por culpa de la borrachera, y se sentía lo bastante fuerte como para enfrentarse a dos mocetones.

—¿Sabes quién soy yo?

Jonas y su hermano cruzaron una mirada.

—¿Te crees que nos importa?

—Soy lord Aron Lagaris, hijo de Sebastien Lagaris, señor de Pasoviejo. He venido a este mercado acompañado de Cleiona Bellos, princesa de Auranos. Muéstranos la consideración que nos merecemos, paelsiano.

—Esto es ridículo, Aron —masculló Cleo; no le hacía ninguna gracia que se diera aquellos aires.

Mira le agarró la mano y se la apretó. «Vámonos», parecía decir.

—Ah, alteza —dijo Jonas con sarcasmo mientras se inclinaba en una reverencia burlona—. Mis tres altezas, es un honor encontrarme ante vuestra deslumbrante presencia.

—Podría hacer que te decapitaran por esa falta de respeto —gruñó Aron—. A vosotros dos, a vuestro padre y a vuestra hermana también.

—¡No mezcles a mi hermana en esto! —rugió Tomas.

—Déjame adivinar… Si se casa hoy, supongo que ya estará embarazada, ¿me equivoco? He oído que las mujeres paelsianas no esperan al matrimonio para disfrutar de los placeres de la vida, si tienes con qué pagarlas —Aron miró de arriba abajo a Felicia, que lo observaba con una mezcla de vergüenza e indignación—. Tengo dinero, así que tal vez me puedas conceder media hora de tu tiempo antes de que atardezca…

—¡Aron! —gritó horrorizada Cleo.

Él la ignoró; Jonas, en cambio, la miró con tanta furia que Cleo sintió como si sus ojos la quemaran. Tomas, que parecía algo menos impetuoso que su hermano, le lanzó a Aron la mirada más oscura y venenosa que Cleo había visto en su vida.

—Podría matarte por decir eso de mi hermana.

Cleo se volvió hacia Theon, que parecía a punto de estallar. Prácticamente le había ordenado que no interviniera, pero la situación estaba fuera de control; lo único que quería era regresar al barco y dejar atrás aquella desagradable escena.

Sin embargo, ya era demasiado tarde: Tomas, encendido por el insulto hacia su hermana, se había lanzado contra Aron con los puños cerrados.

Mira dio un respingo y se tapó los ojos. Estaba claro que Tomas llevaba todas las de ganar, y por un momento Cleo imaginó al enclenque Aron convertido en un guiñapo sanguinolento. Pero Aron iba armado: llevaba su elegante daga prendida al cinto.

Y ahora la tenía en las manos.

Tomas no la vio. Cuando se acercó para agarrar a Aron de la ropa, este le hundió la hoja en la garganta, y el paelsiano se llevó las manos a la herida con los ojos muy abiertos por el dolor y la sorpresa. Un instante después, cayó de rodillas y se desplomó aferrándose el cuello, con el puñal todavía clavado. La sangre se extendió rápidamente hasta formar un charco alrededor de su cabeza.

Todo había sucedido tan rápido…

Cleo se llevó la mano a la boca para no gritar. Un ruido estridente le heló la sangre: era el chillido horrorizado de Felicia. Todo el mercado parecía haber visto lo ocurrido, y se sucedían los gritos. Una súbita marea de personas la zarandeó; Cleo chilló, y Theon la agarró de un brazo y tiró de ella hacia atrás. Sin soltarla, el guarda empujó a Mira para ponerla en marcha y echó a andar a grandes zancadas mientras Aron los seguía de cerca. Los cuatro escaparon del mercado perseguidos por la voz furiosa de Jonas:

—¡Estás muerto! ¿Me oyes? ¡Te mataré por esto! ¡Os mataré a los dos!

—Se lo merecía —murmuró Aron—. Él intentó matarme y yo me defendí.

—Daos prisa, mi señor —gruñó Theon.

Se abrieron paso entre la multitud y tomaron el camino de regreso al puerto. Tomas no viviría para ver la boda de su hermana; Felicia jamás volvería a ver a su hermano mayor.

Había presenciado su asesinato el mismo día de su boda. Cleo sintió que el vino se revolvía en su estómago, se liberó del brazo de Theon y vomitó en la cuneta.

Podía haberle ordenado a Theon que detuviera todo aquello antes de que la situación se desbocara. Pero no lo había hecho.

Nadie parecía perseguirlos. Al cabo de un rato, cuando resultó evidente que los paelsianos los habían dejado marchar, dejaron de trotar y adoptaron un paso rápido. Cleo se apoyaba en Mira, con la cabeza gacha. Los cuatro recorrieron el árido paisaje en un silencio absoluto.

Jamás podría olvidar la mirada horrorizada de aquel chico.