CAPÍTULO 34
CLEO
—Mi hijo está de vuelta en el palacio —la voz del rey se cerró en torno a Cleo como un guante helado que aferrara su garganta—. Sin duda esperabas su regreso con anhelo, ¿verdad, Cleiona?
La princesa se giró lentamente y divisó al rey Gaius entre las sombras. Lo flanqueaban Cronus y sus temibles dogos.
—Lo aguardaba conteniendo la respiración, majestad.
—Ha capturado a una banda de rebeldes que atacaron uno de los campamentos de la calzada. Los que no murieron bajo su espada serán ejecutados públicamente.
Jonas. El corazón de Cleo dio un vuelco.
—Solo con saberlo me siento más segura —dijo forzando una sonrisa.
—Estoy convencido —el rey la examinó con sus ojos serpentinos—. No dejo de observarte, princesa.
—Igual que yo os observo a vos —respondió ella con dulzura.
—Quiero que recuerdes algo muy importante: careces de poder, y nunca lo recuperarás. Continúas viva por mi capricho, pero puede que te retire esa merced en cualquier momento, como hice con tu amiguita. ¿Cómo se llamaba? ¿Mira?
A Cleo se le heló la sangre en las venas.
—Os deseo que paséis un buen día, majestad —dijo, y continuó andando con calma por el corredor.
En cuanto dobló el siguiente recodo, se apoyó en la pared y respiró hondo. Tenía que controlarse.
—No me derrotará —musitó secándose las lágrimas con furia—. Cree que tiene poder, pero es como arena que le se escurre entre los dedos. Lo perderá todo.
Sin embargo, era consciente de que sus propios días estaban contados. El viaje de bodas había llegado a su fin, y el brillo de su falso romance comenzaba a desvanecerse. Sus únicos aliados eran dos muchachos: uno que no soportaba mirarla a los ojos después de que le hubiera rechazado, y otro que tal vez estuviera muerto o a punto de ser ejecutado.
Cleo se frotó el anillo, lo miró fijamente y rezó. Pero no dirigió sus plegarias a Cleiona, a quien había dejado de respetar después de haber averiguado que las dos diosas no eran sino vigías ladronas y hambrientas de poder. Pensó en su padre y rogó que le mostrara un camino en medio de la oscuridad.
—Padre, ayúdame, te lo suplico. No sé qué hacer. ¿Soy una ilusa por pensar que tengo alguna oportunidad de derrotar al rey Gaius?
La lectura de La canción de la hechicera le había proporcionado muchos datos interesantes. Al parecer, Eva podía invocar la magia de los cuatro elementos con tanta facilidad como si diera una palmada. Y al final del libro, Cleo había descubierto dos frases que no podía quitarse de la cabeza:
Mil años después de su muerte, la hechicera renacerá como mortal más allá del velo del Santuario. Una vez despierte, su magia desvelará el tesoro oculto que ansían mortales e inmortales por igual.
Eva había muerto a manos de sus codiciosas hermanas Cleiona y Valoria, que le robaron los vástagos y emplearon su poder para convertirse en diosas.
Aquello había sucedido hacía mil años.
Era el momento de que apareciera una hechicera reencarnada que pudiera manejar a su antojo las cuatro partes de la elementia.
—Hay algo muy raro en la princesa Lucía —había comentado una de las doncellas de Cleo a su hermana, unos días después de regresar de su viaje de bodas. Las dos muchachas se creían solas, y Cleo había puesto buen cuidado en no desengañarlas—. Dicen que su padre le asignó una bruja como maestra.
—¿Una bruja?
—El rey en persona la escogió, pero creo que ya está muerta. La vi antes de que se la llevaran; tenía el rostro retorcido por el terror. Mascullaba algo sobre fuego y hielo, y decía que la princesa era malvada.
La servidumbre siempre estaba inventando chismes absurdos… Pero aun así, aquel día en la biblioteca, las antorchas se habían encendido como por arte de magia.
—Magia —musitó Cleo—. ¿Es eso lo que hiciste ese día, Lucía?
¿Serían ciertas las murmuraciones de los criados, por una vez?
El anillo de Eva —el anillo de la hechicera— había brillado cuando tocó a Lucía; eso no le había ocurrido con nadie más. Solo con la rueda de piedra que, según decían, provenía de los propios vigías.
Allí había gato encerrado.
Cleo recorrió los pasillos laberínticos hasta llegar a la habitación de Lucía. Nadie la detuvo, nadie se fijó en ella.
¿En qué estás pensando, idiota?, se reprendió a sí misma mientras aceleraba el paso. ¿Acaso crees que la hija del Rey Sangriento, la hermana de Magnus, es la hechicera reencarnada?
Se detuvo ante las puertas del aposento con el corazón desbocado, alzó el puño, llamó y aguardó.
No hubo respuesta; tal vez Lucía no se encontrara allí.
Pero antes de que Cleo se alejara, oyó un ruido en el interior.
Alguien lloraba.
Haciendo acopio de valor, Cleo agarró la falleba, la levantó y empujó la puerta de roble.
La princesa Lucía se encontraba frente al balcón. Su cabello negro como ala de cuervo se derramaba por su espalda, y sus hombros se sacudían en sollozos desgarradores.
A Cleo se le encogió el corazón al oírlos.
Sin pensarlo, entró en la habitación y se acercó a ella para ponerle la mano en el hombro.
Lucía se dio la vuelta, pestañeando de sorpresa, y Cleo ahogó una exclamación: su aliento se convertía en vaho ante sus ojos. Hacía mucho frío en la estancia, tanto como en los jardines del palacio de Limeros.
—He matado a Hana —susurró Lucía con voz entrecortada.
La princesa tenía en las manos un conejito cubierto de escarcha, tan rígido como un bloque de hielo.
—¿Qué ha ocurrido? —musitó Cleo.
—No pretendía hacerlo. La agarré en brazos; Hana me hace feliz, me recuerda mi hogar. Entonces recordé las esculturas de hielo del Festival de Invierno… Las sirenas, los dragones, las quimeras… Tan frías, tan perfectas… Y solo con pensarlo, yo… le hice esto. ¡Está muerta y ha sido culpa mía!
Conjurar el hielo: eso era magia del agua. Magia del agua muy poderosa.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Lucía.
—Que la diosa me ayude. No puedo dominar esto.
—Sí puedes —dijo Cleo apoyando la mano en su hombro.
El corazón se le aceleró al ver que el anillo empezaba a brillar igual que la vez anterior.
—Puedes dominarlo, Lucía —insistió—. Tu magia es… increíble.
—Eso es lo que dice mi padre —sollozó ella—. Pero ahora todo el mundo lo sabrá.
—No. Te juro que no se lo contaré a nadie —aseguró Cleo, quitándole con suavidad el animal congelado y depositándolo en el suelo—. Yo puedo ayudarte —dijo agarrándole las manos.
Lucía tragó saliva con dificultad y frunció el ceño.
—Ahora que estás aquí, me noto más tranquila. Me siento más como yo misma.
Por supuesto que sí: tengo en mi poder el anillo que controla tu magia.
No era de extrañar que solo funcionara si Cleo tocaba algo mágico: ella no poseía magia propia que dominar.
Aún no.
—No empezamos con buen pie, Lucía. Y no sabes cuánto lo siento, porque de verdad querría ser tu amiga. Necesitas alguien en quien confiar, y yo también —no podía perder su coraje ni su fuerza, ahora que los necesitaba más que nunca—. Sé lo que eres y lo que puedes hacer. Eres una bruja.
—¿Lo sabías? —preguntó con los ojos muy abiertos.
Así que era cierto. Aquello era lo que Cleo necesitaba, la señal que había buscado, por la que había rezado. La pieza que faltaba en el rompecabezas, porque el anillo solamente era una mitad.
La otra mitad era la princesa Lucía.
—Sí, lo sabía.
—¿Y no me tienes miedo?
Un miedo imposible de describir.
—En absoluto —Cleo sonrió y estrechó a la peligrosa muchacha entre sus brazos—. Tú y yo… ahora somos hermanas. Si quieres, podemos ayudarnos la una a la otra.
Lucía asintió, con el rostro apretado contra el hombro de Cleo.
—Eso me gustaría.
La princesa era la criatura más poderosa que existía en la tierra. Y su magia, domeñada con ayuda del anillo, era esencial para que Cleo recuperara el trono.
La clave para destruir al Rey Sangriento era su propia hija.