CAPÍTULO 33

LYSANDRA

Lysandra tropezó y cayó de bruces. Se retorció sobre el suelo de tierra y miró con rabia al soldado que la había empujado.

El oscuro calabozo rebosaba de presos. Sus paredes de piedra estaban húmedas y apestaban a moho y a muerte; en lo alto de una de ellas se abría un ventanuco no mucho más grande que la palma de la mano. Por la abertura penetraba un rayo de sol que a Lysandra le pareció una burla, un reflejo de la libertad que le habían arrebatado.

Solo cinco rebeldes habían llegado vivos. Durante el viaje a las mazmorras de Auranos, Phineas había insultado a un soldado; este le rajó la garganta sin más y arrojó su cuerpo por el pretil del puente que estaban atravesando.

Los demás rebeldes guardaron silencio tras presenciar aquello. Lysandra no soltó la mano sudorosa de Tarus durante todo el trayecto; aunque intentara ocultarlo, el niño estaba aterrorizado. Lysandra no sabía qué habría sido de Jonas, pero se negaba a creer que estuviera muerto.

A veces se preguntaba por qué se aferraba a una creencia tan absurda. Al fin y al cabo, casi todos sus compañeros habían caído.

Pero tal vez Jonas hubiera logrado escapar. Quizás en ese mismo instante estuviera planeando cómo rescatarlos.

No, no podía permitirse albergar esperanzas. Si quería salir de allí, tendría que hacerlo sola.

Y lo haría, costara lo que costara.

Contempló el ventanuco con tristeza: era imposible, y en el fondo lo sabía. Una lágrima rodó por su mejilla.

—Mi pequeña Lys, no llores —murmuró una voz familiar desde la oscuridad.

Lysandra se giró hasta distinguir a un muchacho que estaba sentado en la esquina más cercana.

—¿Gregor? —exclamó, incrédula. Echó a correr hacia su hermano y le agarró las manos sucias para comprobar si era real—. ¡Estás aquí! ¡Estás vivo!

—Apenas —intentó sonreír—. Me alegro de verte, hermana.

—¡Creía que habías muerto! ¡Te busqué por todos los campamentos de la calzada y no te encontré por ninguna parte!

—Conseguí escapar y fui a Limeros, pero me capturaron hace un par de semanas. Me trajeron por orden del príncipe Magnus, y llevo aquí desde entonces. No por mucho tiempo, me temo. Creo que pronto terminarán de hacerme preguntas. Nunca parecen satisfechos con mis respuestas… Sospecho que solo mi muerte puede satisfacerles.

—No hables así. Esto es lo que necesitaba, Gregor —Lysandra sintió cómo el peso que acarreaba desde hacía semanas se aligeraba—. Esta es la señal que necesitaba para saber que todo irá bien. Estamos vivos, estamos de nuevo juntos y vamos a salir de esto.

La mirada de Gregor cambió.

—Eso decía ella también. Siempre me repetía que debía tener esperanza. Me gustaría volver a verla, pero hace semanas que no me visita.

—¿De quién hablas?

—De la muchacha de oro y plata.

—¿Cómo?

—Me dijo que se llamaba Phaedra. Me visitó en sueños y me dijo que tuviera paciencia, que encontraría una nueva esperanza; supongo que hablaba de ti. Te han puesto en mi misma celda, Lys. En la mía. En un sitio tan grande como este… Tiene que significar algo, ¿no crees?

—¿Quién es? ¿A qué te refieres con eso de que te visitaba en sueños?

Gregor miró hacia el infinito con expresión melancólica.

—Es una vigía, hermanita. Me dijo que no sucumbiera a la desesperación, que yo podía cambiar las cosas y que otros como yo podrían ayudarme. Al principio pensé que estaba loca.

—Una vigía te visitó en sueños —murmuró Lysandra con incredulidad—. Tal vez no fuera ella la que estaba loca.

Gregor soltó una carcajada quebradiza.

—Puede que tengas razón.

—¿Qué más te dijo?

Su hermano frunció el ceño y le apretó las manos.

—Me dijo que cuando se derramara la sangre de la hechicera y tuviera lugar el sacrificio, serían libres por fin —sus ojos angustiados se encontraron con los de su hermana—. Y que el mundo ardería entonces. Eso es lo que me dijo, mi pequeña Lys. Que el mundo ardería…