CAPÍTULO 32
JONAS
Los rebeldes se detuvieron a una milla del campamento base de la calzada. No se atrevían a encender fuego, de modo que aguardaron acurrucados hasta que el sol se alzó entre las enormes montañas. El halcón hembra que parecía seguir a Jonas a todas partes los observaba desde un árbol raquítico y deshojado.
—¿Qué será? —musitó Jonas para sí mirando al ave dorada—. ¿Qué querrá de nosotros, de mí?
El halcón siguió imperturbable. Un instante antes de que se prepararan para entrar en acción, alzó el vuelo y desapareció en la lejanía.
Jonas dio la orden de avanzar. Silenciosos como sombras, los cuarenta y siete rebeldes se dispersaron para entrar en el destacamento en busca de Magnus y de Xanthus. Como sería imposible permanecer unidos durante el ataque, habían quedado en reunirse al caer la noche en un punto a tres horas de camino.
Tenían claro el objetivo. Conocían su misión. Nada los distraería. Y cualquiera que se cruzara en su camino moriría.
Si todo salía bien, nadie llegaría a enterarse de su presencia. Pero Jonas no confiaba en que todo saliera bien. Tanto él como sus rebeldes estaban preparados para hacer frente a cualquier obstáculo.
Tan solo unos minutos después de que entraran en el campamento, un centinela dio la voz de alarma.
Se desató la locura.
Los soldados se abalanzaron fuera de sus tiendas, con las espadas en ristre. Lysandra, oculta en la penumbra como un predador, disparaba una flecha tras otra, derribando a sus adversarios con disparos certeros en la garganta o en el pecho.
—Entra en el campamento antes de que reaccionen —le dijo a Jonas, quien forcejeaba con un centinela a cierta distancia—. Si encuentras a lord Aron antes que yo, mátalo de la forma más dolorosa que puedas.
La promesa de la venganza tan largamente anhelada espoleó a Jonas, que rodeó el cuello del soldado con el brazo y lo estranguló hasta dejarlo inconsciente.
—¡Suerte, Lys! Si las cosas salen mal, os veré a Brion y a ti en el más allá.
—¿De verdad crees que acabaremos en el más allá? —la muchacha sonrió, y sus dientes blancos resplandecieron a la luz dorada de la aurora. Jonas se quedó sin aliento. Brion estaba en lo cierto: aquella chica era preciosa—. Te veré en la tierra oscura, Agallon. Guarda algún demonio para mí.
Jonas le sostuvo la mirada un instante y luego se escabulló sin decir más.
Se internó en medio del caos como una alimaña en busca de su presa. Sus objetivos principales eran Magnus y el ingeniero, pero no podía evitar buscar a Aron: tenía que hacerle pagar la muerte de Tomas y la de Brion.
Se asomó a cada tienda según avanzaba, enfrentándose con todo el que se cruzaba en su camino. Era casi demasiado fácil: los guardias de aquel enclave aislado estaban tan acostumbrados a tratar con esclavos enfermos y desarmados que habían perdido los reflejos. Además, la ofensiva era devastadora: una avalancha de rebeldes decididos a atacar con uñas y dientes a las tropas que habían esclavizado a sus hermanos y hermanas, a sus padres y madres.
Jonas se limpió una salpicadura de sangre del rostro y continuó avanzando. Levantó la lona de una tienda grande y vio una figura que reconoció inmediatamente.
Aron Lagaris dormía tirado en el suelo. Jonas se encendió de cólera al recordar que aquel bastardo no solo había matado a su hermano, sino también a su mejor amigo.
—Estás borracho, ¿verdad? —gruñó—. Despierta: quiero que sepas que soy yo quien termina con tu vida.
Entró en la tienda y lo examinó. Frunció el ceño: Aron tenía los ojos abiertos y la mirada fija. Su camisa estaba manchada de sangre, que también empapaba la tierra.
Jonas se tambaleó como si le hubieran dado un puñetazo. Aquel bastardo ya estaba muerto.
Un brazo fuerte le agarró por detrás y le aplastó la garganta.
—¿Creíais que unos paelsianos hambrientos como vosotros podrían atacarnos con tanta facilidad? ¿Os figurabais que no íbamos a plantaros cara? —gruñó un guardia con mal aliento—. Pues estabais equivocados, rebelde.
Jonas trató de alzar la espada, pero el guardia le aferró la muñeca y se la retorció con violencia. Sonó un fuerte chasquido: el hueso se había roto. Jonas rugió de dolor y se distrajo un segundo.
El soldado no necesitó más: de una estocada certera, le atravesó el corazón.
Sacó la hoja de un tirón y propinó un empellón a Jonas, que se derrumbó al lado de Aron. El rebelde alzó la vista, resollando. Todo le daba vueltas. El guardia era una silueta imponente recortada sobre la luz del amanecer.
—Un hatajo de salvajes no va detenernos, paelsiano. Me voy a acabar con unos cuantos más antes del desayuno —el soldado se limpió la sangre de las manos y se marchó de la tienda entre carcajadas.
Jonas se debatió, agonizante. La vida se le escapaba a borbotones; su sangre roja y brillante empapaba la tierra y se mezclaba con la de Aron.
—Brion… —murmuró con la garganta ronca y los ojos vidriosos.
Recordó su infancia: cómo corría por los viñedos junto a su amigo para robar racimos maduros, cómo huían de su padre, que los perseguía enfadado… Su padre había aceptado su destino sin resistirse. Siempre había acatado las órdenes del caudillo Basilius, aunque eso supusiera que su familia acabara con el estómago vacío. Jonas nunca había sido así.
Le vino a la mente su hermano Tomas, siempre dispuesto a jalear sus travesuras; Tomas, que jamás había seguido una norma salvo las que él mismo se imponía. Y Felicia, la mandona de su hermana, que los miraba con los brazos en jarras, meneaba la cabeza y les advertía que algún día se meterían en problemas. Su hermana era fuerte, lo bastante para sobrevivir sin él; tan fuerte como lo era su madre antes de que la enfermedad se la llevara. Jonas había oído que la hermana de Cleo había muerto de una dolencia parecida.
Nunca se lo dije. Tenía que habérselo dicho.
Por su mente pasaron imágenes de la princesa de cabellos dorados. Rememoró su beso en la cueva de ramaje, y lo confuso que se había sentido por albergar sentimientos tan fuertes hacia una chica a la que había odiado. Pero incluso el odio más frío podía templarse con el tiempo, igual que un feo gusano se convertía en mariposa.
Le vino a la mente la sonrisa que le había dedicado Lysandra aquella mañana, y la conmoción que había sentido al encontrarla repentinamente tan hermosa. Sus ojos castaños brillaban tanto cuando se enfadaba y discutía con él… Aquella chica no había hecho más que ponerle en apuros. Pero aun así, se alegraba de haberla aceptado entre los suyos: era hábil, decidida y tan apasionada que podía encenderle con solo unas palabras.
Y ahora, después de todo aquello, iba a morir contemplando los ojos vidriosos de Aron Lagaris. Durante meses, lo único que había deseado era cobrarse venganza, y en aquel momento el muchacho al que había odiado más que a nadie en el mundo yacía como una cáscara vacía.
La muerte no resolvía nada. Solo era el final.
Y el suyo había llegado.
De pronto, la luz se hizo más intensa. Aunque apenas podía enfocar la mirada, Jonas advirtió que alguien había entrado en la tienda. Su respiración era tan débil que cualquiera salvo un curandero experimentado le habría tomado por muerto.
Una silueta se arrodilló a su lado y posó una mano tibia en su frente. Otra mano le abrió la boca e introdujo algo. Jonas no podía resistirse, era incapaz de hablar; ni siquiera podía pestañear.
Eran unas piedrecitas. Ardieron en su boca como carbones encendidos, se derritieron como si fueran de lava y le quemaron la lengua y la garganta a medida que bajaban.
Arqueó la espalda cuando el fuego llegó a su estómago y se extendió desde allí hasta sus extremidades. Aquello era una tortura; en sus últimos instantes de vida, alguien le estaba torturando.
Una mano le apretó el pecho con firmeza para impedir que se moviera, mientras todo su cuerpo se retorcía.
Igual que se oculta el sol tras el horizonte, el dolor remitió lentamente hasta convertirse en un resplandor en el centro de su cuerpo. Jonás tomó aire. Su corazón latía con fuerza.
¿Su corazón? ¿Cómo era posible?
El limeriano acababa de atravesárselo con una espada y, aun así, latía con ritmo rápido y constante. Su visión se enfocó poco a poco hasta aclararse, y Jonas pudo distinguir a la persona que le había torturado.
El cabello de la muchacha, aún más rubia que Cleo, brillaba como el platino. Su tez parecía oro iluminado por el sol, y sus ojos plateados tenían un tono solo algo más oscuro que su pelo. Estaba casi desnuda, cubierta solo por un mantel que la envolvía a modo de túnica improvisada.
—Estoy muy enfadada contigo —dijo—. Te has lanzado de cabeza a la muerte.
—Entonces, he muerto —murmuró Jonas con la boca pastosa—. Estoy muerto y he entrado en la tierra oscura.
—Nada de eso —la muchacha soltó un suspiro de hastío—. Aunque estoy segura de que pronto acabarás allí: un instante más, y las semillas de uva no podrían haber hecho nada por ti.
Jonas examinó el rostro de la muchacha y su cuello esbelto y pálido.
—¿Quién eres? —musitó.
—Me llamo Phaedra.
—Phaedra… —repitió él lamiéndose los labios cuarteados—. ¿Semillas de uva? ¿De qué estás hablando?
—La magia de la tierra te ha apartado del abismo de la muerte. Puede curar o matar, dependiendo de cómo se emplee. No sabes la suerte que tienes de resultarme simpático.
Jonas bajó la vista, se abrió la blusa rasgada y se frotó la sangre. Había mucha, pero debajo no quedaba ni rastro de la herida. La piel había cicatrizado y su cuerpo estaba intacto de nuevo, incluso la muñeca que le había roto el soldado.
¿Había nombrado aquella desconocida la magia de la tierra?
Pero la magia no existía. Jonas nunca había creído en ella.
Era imposible. Y sin embargo…
—Me has salvado la vida.
—Sí. Traté de no inmiscuirme, de seguir vigilando de lejos. Aunque todavía no sé si nos servirás de algo… No lo habría hecho si te hubieran capturado; siempre habrías podido escapar. Pero verte morir… —gimió, y puso los brazos en jarras—. No he podido evitarlo: he tenido que abandonar mi forma de halcón y ahora estoy atrapada aquí. ¡Has tenido suerte de que lleve siempre entre las plumas algunas semillas curativas!
Aquella chica estaba loca de atar.
—¿Tu forma de halcón?
—Sí. Así actuamos los vigías.
—¿Vigías? —repitió con los ojos desorbitados.
—Observa —dijo—. Ya no podré cambiar de forma nunca más, así que te probaré lo que soy de otra manera. O mejor dicho, lo que era hasta ahora.
Bajó el mantel con el que se cubría el pecho, y Jonas se quedó boquiabierto. No porque no hubiera visto antes los senos de una chica —aunque los de Phaedra eran los más hermosos que había visto en su vida—, sino por la marca que tenía sobre el corazón: un remolino del tamaño de la palma de la mano, como una espiral de oro fundido que danzara sobre su carne.
—Se irá volviendo más oscuro con los años —musitó ella con tristeza—, según mi magia vaya desvaneciéndose.
Las palabras se negaban a salir de la boca de Jonas, y apenas era capaz de respirar. ¿Podía ser cierto aquello?
El halcón que se posaba junto al campamento rebelde día tras día, que le había seguido a Paelsia y al que él había intentado ignorar… ¿era Phaedra?
¿Existía la magia? ¿Eran reales los vigías?
La idea contravenía todo aquello en lo que Jonas creía. Pero verlo, verla a ella con sus propios ojos…
Jonas se sobresaltó al sentir que algo afilado se apoyaba en su garganta. Levantó la vista, y su corazón recién curado dio un vuelco al descubrir quién empuñaba la espada: era el príncipe Magnus, que había entrado en la tienda con sigilo felino.
El rebelde se maldijo a sí mismo por haberse distraído con la marca de Phaedra. Aquella prueba de que la magia existía le había sumido en la confusión, y sus pensamientos eran una maraña.
—Disculpadme —dijo Magnus—. No era mi intención interrumpiros.
—Qué coincidencia —repuso Jonas con una mueca—. Te estaba buscando.
—Lo mismo digo, rebelde.
Rebelde. ¿Qué les habría pasado a los demás? En su ausencia, Lysandra tendría que dirigirlos. Jonas esperaba que tuviera éxito y encontrara a Xanthus.
—Acabo de salvarle la vida, ¿y amenazas con arrebatársela? —le espetó Phaedra, ajustando el mantel en torno a su cuerpo—. Me parece muy poco considerado, príncipe.
—No tienes ni idea de lo poco considerado que puedo llegar a ser —murmuró Magnus—. ¿Deseas comprobarlo?
—Aparta la espada ahora mismo.
La hoja se hincó con más fuerza en la nuez de Jonas; si el rebelde hacía el menor movimiento, el filo rasgaría su piel. Continuaba débil por la pérdida de sangre, y la violencia de la curación mágica le había minado las fuerzas. Apenas podía protegerse a sí mismo, y mucho menos a Phaedra.
—¿Es cierto lo que le has dicho al rebelde? ¿Eres una vigía?
—Lo soy. Y tú eres el hijo del Rey Sangriento, el que busca los vástagos. ¿Acaso sabe lo que encontrará si su empeño culmina con éxito? ¿Lo sabes tú?
Jonas dejó escapar un jadeo cuando la espada de Magnus arañó su piel. Un hilo de sangre tibia descendió por su garganta.
—Te agradezco que me hayas confirmado la existencia de ese tesoro —Magnus entrecerró los ojos—. Debo admitir que tenía serias dudas. Dime, ¿cómo puedo encontrarlo?
Phaedra enarcó las cejas.
—La magia de tu hermana es semejante a la de Eva. Ella es la clave de todo esto.
—¿Y cómo puede localizarlos ella? —insistió Magnus con expresión sombría—. ¿Cuándo? ¿Debe estar terminada la calzada?
—Demasiadas preguntas —Phaedra inclinó la cabeza y le estudió—. Lo único que puedo decirte es que tu hermana está en peligro; su magia supone un gran riesgo para ella. Si no es capaz de contenerla, todo estará perdido antes de encontrar nada… y sé que eso no es lo que deseas. Creo que Lucía es más importante para ti que ningún tesoro, y yo sé cómo ayudarla. ¿Quieres que te lo diga?
El príncipe entrecerró los ojos.
—Habla.
—Hay un anillo. Se forjó en el Santuario a partir de la magia más pura para ayudar a la hechicera primigenia a dominar los vástagos y el poder de su elementia. Ese anillo se encuentra más cerca de ti de lo que crees.
—Dime más —exigió el príncipe en tono cortante—. ¿Dónde está?
—Si te lo digo, liberarás a Jonas y conseguirás que tu padre deje de construir la calzada.
—Si no me lo dices, le rebanaré el cuello en este mismo instante.
La parte de la marca que asomaba por el borde del mantel se arremolinó y comenzó a brillar. Inmediatamente, la empuñadura de la espada se puso al rojo vivo y Magnus la soltó con un grito de dolor.
—No has acertado en tu respuesta —sentenció Phaedra—. Tal vez no estés preparado para recibir mi ayuda; es una lástima. Recuerda mis palabras: algún día desearás haber prestado más atención a mis consejos. Jonas, tenemos que irnos.
Los dos se disponían a salir de la tienda cuando alguien se interpuso en su camino.
Era un hombre alto, con el pelo largo y broncíneo y los ojos del color del cobre. Aparentaba el doble de edad que Jonas.
Phaedra abrió los ojos como platos al verle.
—Xanthus.
—Ha pasado mucho tiempo, Phaedra —sonrió él.
—Demasiado.
—Sabías que estaba aquí, ¿verdad?
—Sí —asintió lentamente con la cabeza.
—Pero no se lo dijiste a nadie.
—Creen que estás muerto; te has escondido muy bien de ellos durante todos estos años.
—Pero no de ti.
—No, no de mí.
—Te he echado de menos, hermana. Muchísimo.
—Y yo a ti. Aunque te odié por marcharte…, por hacer lo que ella te pidió.
Un destello de dolor atravesó los ojos cobrizos del hombre.
—No quería hacerte daño.
—Lo sé —repuso Phaedra, y se lanzó a los brazos de su hermano para estrecharlo con fuerza—. Ahora puedes compensármelo: abandona este sitio. Puedes ayudarme, ayudarnos. Tenemos que salir del campamento.
Jonas intentaba seguir la conversación, perplejo. Aquel hombre, Xanthus, era uno de los objetivos de los rebeldes. ¿También era un vigía hermano de Phaedra?
—Sabía que vendrías —dijo Xanthus sin romper el abrazo.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó ella apartándose para mirarle a los ojos. Le rozó la mejilla, pero de pronto palideció—. Es malvada, Xanthus. ¿Por qué nadie lo ve tan claro como yo?
—Melenia hace lo que debe para salvarnos a todos —repuso él—. Y es el momento, Phaedra. Estamos muy cerca —le acarició el rostro—. Lo siento mucho. Ojalá pudieras estar aquí cuando suceda lo que llevamos tanto tiempo esperando.
—¿Y dónde voy a estar si no? He sacrificado mi inmortalidad como hiciste tú. Podemos estar juntos de nuevo; el pasado es el pasado. Olvidémoslo.
—Me temo que no, hermana —dijo él entornando los ojos—. Sabes demasiado. Melenia me dio instrucciones muy concretas, y yo estoy a sus órdenes. Siempre lo he estado y siempre lo estaré.
Sus manos comenzaron a brillar con una luz dorada y Phaedra soltó una exclamación de dolor.
—¿Qué haces? ¡Suéltala! —exigió Jonas.
Magnus presenciaba la escena en silencio, de brazos cruzados.
—Nada puede detener esto —aseguró Xanthus—. Es lo mejor. Intenta recordarlo, hermana. Hago esto porque es mi obligación.
El brillo cubrió a Phaedra por completo. ¿Qué clase de magia era aquella?
Jonas se lanzó contra Xanthus para apartarlo de su hermana, pero el ingeniero le propinó una patada. El rebelde salió despedido contra la mesa con tanta fuerza que el tablero se partió. Phaedra cayó de rodillas y le miró con ojos vidriosos.
—Lo siento —susurró—. He fallado. Me hubiera gustado poder…
Un último aliento escapó de sus labios, y el brillo de la vida se extinguió en sus ojos. El remolino de la marca se extendió hasta cubrir todo su cuerpo y Phaedra desapareció en un fogonazo cegador.
Sin un momento de vacilación, Xanthus se dio la vuelta y abandonó la tienda.
Jonas contempló aturdido el lugar donde había estado la vigía hacía solo un instante. De pronto, se estremeció al notar una vez más el filo de la espada de Magnus contra su garganta.
—En pie, Agallon.
Jonas se incorporó con dificultad y encaró al príncipe con furia incontrolable. La bilis amarga le subía por la garganta.
—Actúas como si no acabaras de ver un milagro… y una tragedia.
—Admito que no esperaba presenciar un espectáculo así antes del amanecer —repuso Magnus con tono burlón.
Sin embargo, por más que impostara su tono, Jonas notó que le temblaba la voz. La muerte de la vigía le había impresionado, si es que era eso lo que había pasado. ¿Estaría realmente muerta Phaedra?
—En cualquier caso, tengo cosas más urgentes que hacer —prosiguió Magnus—. Ha llegado el momento de hacer una excursión al calabozo de mi padre en compañía de tus amigos rebeldes. Estará encantado de saber que por fin te he capturado.
¿Cómo podía fingir que nada de lo que había visto le importaba? Los vigías no eran una leyenda. La magia existía. Jonas se tambaleó: el mundo ya nunca sería igual que antes.
—Yo no asesiné a tu madre.
—Lo sé. Lo hizo Aron Lagaris.
Jonas se volvió hacia el cuerpo de Aron antes de clavar los ojos otra vez en Magnus.
—Mató a mi hermano y a mi mejor amigo.
—Y ahora está muerto; ha recibido el final que tenía reservado para ti. Aunque debo admitir que pensaba hacerte sufrir un poco más.
—¡Tenía que ser yo quien le matara!
Magnus le ofreció una sonrisa carente de humor.
—Hazte a la idea.
De pronto, en el exterior de la tienda sonó un grito. Un coro de alaridos aterrados estalló en el campamento; no parecía el estruendo propio de una batalla. Un instante después, descubrieron el motivo.
—¡Fuego! —gritó alguien.
Magnus apartó la espada y levantó con ella la lona. Un círculo de llamas serpenteaba alrededor de la tienda, como si fuera la misma tierra la que ardía.
El campamento entero era pasto del incendio. Las llamas amarillas y anaranjadas eclipsaban el fulgor del amanecer y prendían en los árboles caídos y resecos y en las tiendas. Los soldados y los esclavos huían gritando; algunos eran devorados por el fuego, que al contacto con la carne se volvía de un tono metálico y antinatural, con matices de un azul brillante. Las víctimas lanzaban alaridos de agonía hasta que la violencia del fuego convertía sus cuerpos en cristal que estallaba en mil pedazos.
Jonas contempló sus muertes con incredulidad.
Aquello no era un incendio normal que hubiera prendido durante la batalla.
No: aquello era… magia. Magia horrible, destructiva, letal. Magia de fuego.
—¿Qué es esto? —exclamó Magnus aterrado.
Sangre derramada en la Calzada Sangrienta. Tres veces. Tres desastres.
Un tornado, un terremoto, un incendio.
El corazón revivido de Jonas se aceleró. Se situó al lado del príncipe.
—¿Crees en el destino, príncipe Magnus? Hasta hace poco, yo no creía. ¿Y tú?
—¿Por qué lo preguntas?
—Simple curiosidad —dijo propinándole un cabezazo en la cara.
La cura mágica de Phaedra le había dejado muy débil, casi incapaz de moverse. Había tardado un buen rato en recuperar las fuerzas.
Pero al fin habían vuelto.
Le dio al príncipe un codazo en la nariz que le hizo rugir de dolor. Aprovechando su indefensión, Jonas le arrebató el arma y lanzó un mandoble hacia su cuello. Pero Magnus era rápido y reaccionó bloqueando su mano con el antebrazo.
La tienda estaba envuelta en llamas que casi lamían los cuerpos de ambos.
El rebelde usó la empuñadura para golpear al príncipe en la boca del estómago, y este resolló. Cuando Jonas se disponía a descargar otro golpe, Magnus le agarró del pelo, le propinó un rodillazo en el pecho y le arrebató la espada.
—Tenemos que salir de aquí o moriremos —rugió Magnus.
—Venía dispuesto a morir hoy. De hecho, ya he muerto.
Jonas se abalanzó sobre Magnus y los dos cayeron sobre los restos de la mesa. En el último momento, el rebelde consiguió apartarse de forma que la cabeza del príncipe golpeara la madera. Magnus jadeó, aturdido, pero consiguió agarrar a Jonas antes de que este huyera.
—Tengo un calabozo preparado para ti, rebelde —masculló.
Cinco soldados pasaron junto a la tienda llamando a gritos a Magnus.
—¡Aquí! —exclamó—. ¡He hecho un prisionero!
—Te equivocas —gruñó Jonas, haciendo acopio de fuerzas para liberarse.
Logró arrebatarle de nuevo la espada e intentó clavársela, pero Magnus la esquivó a tiempo. El rebelde soltó una maldición, pendiente de los guardias que se acercaban.
—¡Prendedlo! —gritó el príncipe.
—Tal vez en otra ocasión, alteza.
Había ido allí con la intención de apresar a Magnus. Si se detenía un instante más, ocurriría justo lo contrario.
Sin perder un momento, rajó la lona, salió al caos del exterior y se agazapó para escapar de la vista de los soldados. El incendio mágico rugía a su alrededor.
A cierta distancia vio a un anciano calvo que se acurrucaba lejos de la carnicería protegiendo a una niña. Todas las tiendas ardían ya; el campamento entero era un infierno. Por el suelo había decenas de cuerpos esparcidos, soldados y rebeldes por igual. Su sangre se derramaba sobre la calzada como la pintura sobre un lienzo. Algunos se habían convertido en aquel extraño cristal después de arder, y sus restos se habían fragmentado sobre el suelo polvoriento. Jonas contempló atónito la escena.
¿Dónde está Lysandra?, fue el primer pensamiento coherente que pudo formular.
Escudriñó a su alrededor buscándola a ella y a los demás rebeldes, pero solo distinguió a los que yacían muertos en el suelo. Era incapaz de contarlos.
Avanzó, buscando con la mirada a sus amigos, y descubrió el cuerpo de una muchacha con el cabello largo y negro. De su espalda, a la altura del corazón, sobresalía una flecha. A Jonas se le cortó el aliento al verla.
—No. Por favor, no —se arrodilló, le dio la vuelta y le apartó el pelo del rostro.
No era Lysandra. Era Onoria.
Un pérdida… una pérdida terrible para todos. Onoria era valerosa e inteligente.
Le cerró los ojos y corrió a parapetarse detrás de una tienda. No podía quedarse allí. Lo matarían; si no lo hacía el fuego, lo haría un soldado.
—Lys —musitó—. Maldición, ¿dónde te has metido? ¿Dónde?
Tenía que estar viva. Lysandra Barbas no estaba destinada a morir ese día.
No, decidió con firmeza. Estaba viva.
Y si lo estaba, la encontraría.