CAPÍTULO 31
MAGNUS
Aron Lagaris había ejecutado al rebelde sin titubear; si no fuera por aquella prueba tangible de su crueldad, Magnus lo habría considerado un fanfarrón inofensivo.
Pero Aron poseía un curioso gusto por la sangre. El príncipe comenzaba a entender que el rey lo hubiera nombrado condestable: debía de haber visto en aquel muchacho algo que él había pasado por alto.
Magnus apenas había podido dormir; no dejaba de dar vueltas a lo sucedido. Aunque estaba rabioso por tener que posponer la búsqueda de Jonas, trató de consolarse pensando en el encuentro con Xanthus. Tal vez el ingeniero le ofreciera información útil sobre los vástagos.
La luna estaba alta cuando llegaron por fin al campamento, sucios y agotados después de tres jornadas de viaje por el polvoriento paisaje de Paelsia. Las Montañas Prohibidas dominaban el horizonte, un perfil ominoso de cimas grises y negras cuyos picos cubiertos de nieve resaltaban contra la noche. De todos los campamentos que había a lo largo de la calzada, aquel era el más aislado.
La tierra estaba seca y agrietada, y la escasa vegetación se encontraba marchita. No hacía tanto frío como en Limeros, donde el aliento se convertía en vaho, pero Magnus notó que la brisa gélida y seca le calaba hasta los huesos y por un momento echó de menos el clima templado de Auranos, luminoso y lleno de vida.
No, un momento. ¿En qué estaba pensando? No echaba de menos ninguna de esas cosas.
No le importaba Auranos; estaba deseando regresar a Limeros y no volver jamás a aquel reino abigarrado. Prefería los lagos congelados a los jardines llenos de flores.
—Alteza —dijo Aron en tono acuciante, como si llevara tiempo llamándole—. ¡Alteza!
Magnus retorció las riendas con tanta fuerza que se hizo daño a pesar de sus guantes de cuero.
—¿Qué?
—Decía que no es un paisaje muy acogedor, ¿verdad?
Al menos estaban de acuerdo en algo.
—No, la verdad es que no.
Charla insustancial. No era su pasatiempo favorito.
Viajaban hacia el este alejándose de la región del mar de Plata, donde Paelsia era más fértil y estaba cubierta de viñedos que producían un líquido codiciado en todos los reinos del mundo… salvo en Limeros, evidentemente, donde consumir alcohol estaba prohibido por orden del rey. Gaius aún no había decidido implantar las mismas leyes en Auranos; hacerlo conduciría seguramente a una rebelión.
Cuando llegaron al campamento, los recibió un hombre calvo con una sonrisa amplia y empalagosa.
—Es un gran honor —saludo besándole a Magnus la mano enguantada—. Me honra daros la bienvenida, alteza —Magnus asintió—. Y también a vos, lord Aron; estaba deseando conoceros.
—¿Eres Xanthus? —preguntó Magnus.
El hombre abrió los ojos como platos y soltó una carcajada.
—¡No, no! Solo soy Franco Rossatas, ingeniero ayudante de esta zona.
—¿Ayudante? ¿Dónde está Xanthus?
—En su tienda; es donde pasa la mayor parte del tiempo, alteza. Como habéis llegado más tarde de lo que esperábamos, se ha retirado y os atenderá mañana por la mañana.
Magnus sintió que se le agotaba la paciencia.
—Se supone que le habían informado de mi llegada. ¿Prefiere dormir en lugar de recibirme? ¿Qué clase de bienvenida es esta? ¿Un simple ingeniero ayudante recibe al hijo del rey, después de un largo y arduo viaje?
Franco tragó saliva.
—Me aseguraré de informar a Xanthus de vuestro descontento, alteza. Mientras tanto, si lo deseáis, os mostraré los progresos de las obras en su nombre.
Por un instante Magnus pensó exigir que despertara a aquel insolente, pero se mordió la lengua. A decir verdad, él también estaba muy cansado; el encuentro podía aplazarse hasta el día siguiente.
Franco los condujo hasta la calzada y les explicó los detalles mientras caminaban, haciendo gestos con su brazo flácido. Habían talado los árboles secos en una amplia extensión de terreno, y los troncos yacían como gigantes caídos en medio del campamento. A la izquierda había unos hombres que continuaban trabajando incluso de noche; parecían agotados y chorreaban sudor.
—Aquí tenemos canteros que trabajan sin parar en el tallado de la piedra —comentó Franco—. La última capa de la calzada es de losas planas para facilitar el viaje de los carros.
—Franco, por favor —interrumpió Aron con un resoplido—. No hacen falta tantas explicaciones. ¿Acaso crees que el príncipe Magnus es un pueblerino que no sabe cómo se construye una calzada?
—Por supuesto que no, mi señor —Franco palideció—. Solamente intentaba explicarlo de forma que… que…
—Que hasta un pueblerino ignorante lo entendiera —completó Aron, sacando un cigarrillo y encendiéndolo en una antorcha.
—No quería faltaros al respeto. Os suplico que me perdonéis.
Magnus ignoró a los dos y contempló el claro salpicado de soldados a pie y a caballo. Varios esclavos paelsianos cargados con pesadas piedras pasaron a su lado, con los rostros sucios y la ropa rasgada. La mayoría rehuían la mirada de sus superiores con miedo; unos pocos los fulminaban con los ojos.
Aquello era muy distinto de las obras de la calzada que había en Auranos.
—¿Cuándo descansan los esclavos? —preguntó Magnus, siguiéndolos con la vista hasta que desaparecieron tras la tienda más alejada.
—¿Descansar? —repitió Franco—. Cuando se desmayan.
Un niño pasó cerca de ellos con una piedra que parecía pesar la mitad que él; su rostro era una mueca de dolor y sufrimiento.
—¿Cuántos han muerto?
—Demasiados —respondió Franco con fastidio—. Se supone que los paelsianos son gente dura, pero la verdad es que me han decepcionado. Son perezosos y egoístas, y solo se esfuerzan a golpe de látigo.
Aunque su eficacia fuera incuestionable, a Magnus nunca le había gustado emplear el látigo como acicate.
—Me pregunto cómo reaccionarías tú en su lugar. ¿Serías lo bastante duro para soportar este ritmo sin la amenaza del látigo?
Franco se sonrojó y arqueó las espesas cejas.
—Alteza, si no mantuviéramos la disciplina, sería imposible terminar la calzada en el plazo que exige Xanthus. Especialmente en este tramo de las montañas.
—¿Hay novedades en la búsqueda?
—¿Búsqueda? —frunció el ceño—. ¿Qué búsqueda?
—Da igual.
Al parecer, el ayudante del ingeniero creía que el propósito de aquella calzada era simplemente servir como vía de comunicación. Magnus se congratuló: cuanta menos gente conociera los secretos, mejor.
Cuando ya regresaban a la tienda del ingeniero, Aron apartó la vista del sudoroso rostro de Franco para examinar a una hermosa muchacha de pelo castaño que acarreaba un montón de leña. Llevaba un vestido sencillo, y su figura era delgada pero bien proporcionada. Había sido lo bastante osada para mirar a Magnus con curiosidad cuando pasó a su lado.
—¿Quién es esa belleza? —preguntó Aron.
—Es mi hija, Eugeneia —respondió Franco.
—Dile que venga: quiero que me la presentes.
Franco titubeó y cruzó una breve mirada con el príncipe, que dio permiso con un asentimiento. Al oír la llamada de su padre, la chica dejó su carga en el suelo, se limpió las manos en la falda y entró tras ellos en la tienda.
—¿Sí, padre?
—Eugeneia, quiero presentarte a unos huéspedes muy importantes: el príncipe Magnus Damora y lord Aron Lagaris.
La muchacha, asombrada, hizo una profunda reverencia.
—Es un honor.
—Dime, Eugeneia —comenzó Aron, con los ojos iluminados al ver su belleza de cerca—. ¿Te gusta vivir en el campamento con tu padre?
Ella consultó a Franco con la mirada antes de girarse hacia Aron.
—¿Deseáis una respuesta sincera, lord Aron?
—Por supuesto.
—Preferiría no estar aquí.
Franco chasqueó la lengua con desaprobación y agarró a la muchacha para llevársela, pero Aron le detuvo con un gesto.
—¿Qué es lo que no te gusta? —preguntó.
La chica miró al suelo un momento antes de encararle.
—Mi padre es un brillante ingeniero por mérito propio; me molesta que no le dejen tomar decisiones sin la aprobación de Xanthus, aunque tenga buenas ideas que puedan mejorar las cosas. No me parece lógico que un hombre tan brutal y cruel como Xanthus esté al mando y que nadie pueda estar en desacuerdo con él.
Franco le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra él.
—Calla, niña. A nadie le interesa tu opinión. ¿Es que pretendes insultar a nuestros invitados?
—Lo lamento, padre —murmuró ella con las mejillas encendidas—. Olvidé mis modales por un instante.
—Yo agradezco tu apasionamiento —dijo Aron—. Es raro que alguien exprese su opinión con tanta libertad; a decir verdad, resulta refrescante.
—Gracias, mi señor —repuso ella agachando la cabeza.
—Franco, he de hacerte una petición —añadió Aron sin apartar la vista de la chica.
—Decidme.
—Desearía invitar a tu hija a cenar en mi tienda.
Magnus resopló y dio media vuelta.
—¿Esta noche?
—¿Cuándo, si no?
Franco carraspeó, aturdido.
—Supongo que no hay problema.
—Padre… —murmuró Eugeneia, dubitativa.
—Le acompañarás —la papada de Franco se plegó al asentir—. Lord Aron ha tenido el detalle de fijarse en tu presencia; lo mínimo que puedes hacer es cenar con él en muestra de gratitud. Será un gran honor.
—Sí, por supuesto —repuso ella con expresión abatida.
Una vez más, Magnus no lograba conciliar el sueño. Solo en su tienda, no dejaba de dar vueltas a los actos de magia que había presenciado, a su misión fallida, al asesinato de su madre, a la muerte del rebelde, al insolente vigía exiliado, a aquella princesa desafiante de cabellos dorados… Tras un buen rato de dar vueltas en el catre, decidió dar un paseo para despejarse.
Pasó junto a las filas de tiendas de todos los tamaños, preguntándose cuál de ellas albergaría al «brutal y cruel» Xanthus; aquel hombre estaba verdaderamente envuelto en misterios. Por el campamento había diseminadas varias hogueras que lanzaban pavesas al cielo oscuro. Los soldados de guardia patrullaban mientras sus compañeros dormían, y sus libreas granates se iluminaban con destellos apagados cada vez que rodeaban alguna antorcha.
Le incomodaba que Aron hubiera solicitado la compañía de Eugeneia. No confiaba en aquel cretino, y menos tratándose de una muchacha tan bella.
No es asunto tuyo, se dijo.
Aun así, no podía quitárselo de la cabeza. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que sus pasos le llevaban a la tienda de Aron.
El alojamiento del condestable era casi tan grande como el del propio Magnus. Ambas tiendas tenían el tamaño de una cabaña paelsiana, y poseían una zona de estar, un catre mullido y una mesa para comer. Nada que ver con el palacio de Auranos, pero Magnus estaba acostumbrado a los alojamientos austeros.
Se acercó a la entrada y por el resquicio de la tela vio a Eugeneia. La muchacha llevaba el pelo recogido en un moño y se había puesto un vestido más elegante que el que llevaba a la tarde. Estaba sentada tras una mesa llena de bandejas y platos vacíos: claramente, la cena había terminado.
—Es un honor para ti que te haya invitado a mi tienda —dijo Aron desde el otro lado de la mesa—. Lo sabes, ¿verdad?
El condestable cortó un pedazo de melocotón usando una daga decorada con gemas y le propinó un mordisco. El jugo corrió por su barbilla antes de que se lo limpiara con la manga de la blusa.
Eugeneia se levantó y tomó asiento en una silla con brazos.
—Lo sé —aseguró después de una pausa.
—En el preciso instante en que el rey Gaius me conoció, supo que estaba destinado a grandes cosas. Es inaudito nombrar un condestable tan joven, especialmente cuando el rey ha llegado al trono por conquista —la miró expectante, aguardando su reacción.
—Debéis de ser muy especial, mi señor.
—¿Te apetece beber algo más, querida?
—No, mi señor. Os lo agradezco mucho, pero debo regresar a mi tienda. Es tarde —echó una mirada a la entrada y Magnus se apartó para que no lo viera.
—No quiero que te vayas.
—Mañana he de levantarme temprano y…
Aron se abalanzó sobre ella sin previo aviso, la alzó de la silla y apretó los labios contra los suyos.
Ella ahogó un grito y le apartó de un empellón.
—¡Lord Aron! ¡Apenas os conozco!
—Me conoces lo suficiente. Vas a pasar la noche conmigo.
La muchacha se rodeó el torso con los brazos, ruborizada.
—No me parece buena idea. Mi padre…
—Tu padre lo aprobaría si yo se lo pidiera. ¿Crees que no? —Aron sonrió mostrando los dientes—. Sabe lo importante que soy para el rey: Gaius me encarga tareas muy especiales, y yo me ocupo de sus problemas al amparo de la noche.
—¿Problemas?
—Sí, de la gente ignorante que se interpone en su camino y le impide obtener lo que desea. He probado mi valía ante el rey de tal forma que me concederá todo lo que desee —la contempló de arriba abajo con interés—. Y ahora te deseo a ti.
—Debo irme —farfulló Eugeneia retrocediendo de espaldas hacia la entrada de la tienda.
—Me gustan las chicas que se hacen las difíciles —replicó Aron agarrándole el brazo—. Pero me temo que se me acaba la paciencia.
—No voy a pasar la noche con vos, por importante que seáis.
—¿Sabes qué? —Los dedos de Aron se cerraron aún más en torno al brazo de la muchacha—. Harás exactamente lo que yo te diga que hagas.
—No, lord Aron. Yo…
Aron la soltó para abofetearla con fuerza.
Magnus se tensó, pero guardó silencio y siguió observando. Prefería aguardar al momento oportuno.
Eugeneia se llevó la mano a la mejilla y retrocedió, con los ojos brillantes por las lágrimas.
—Por favor, no me hagáis daño.
—Tal vez no me haya explicado con claridad —gruñó Aron pegándose de nuevo a ella—. En vez de elegir a una mujerzuela paelsiana que estaría encantada de calentar mi cama esta noche, me he fijado en ti. No hagas que me arrepienta.
La abrazó con una mano y con la otra empezó a manosearla y a subirle las faldas.
De pronto, se tambaleó hacia atrás y bajó la vista. Tenía una daga clavada en el muslo, la que había usado para cortar el melocotón. Eugeneia debía de haberla cogido con disimulo. Magnus se quedó impresionado: no la había visto hacerlo.
Aron, cegado por el dolor y la rabia, se la arrancó, cerró las manos en torno al cuello de la muchacha y la derribó sobre la mesa.
Magnus observó la daga. Luego apartó la cortina de tela, recorrió los cuatro pasos de distancia que le separaban de Aron y le sujetó los brazos.
—No me parece una buena idea, Lagaris.
Aron le miró por encima del hombro.
—Esta perra ignorante me ha apuñalado.
—Sí, lo sé. Suéltala —la mejor forma de lidiar con aquel borracho era seguirle la corriente, así que el príncipe sonrió—. No merece la pena.
—La deseo —sus ojos relampaguearon—. Y yo siempre consigo lo que deseo.
—Te puedo encontrar muchas chicas más hermosas que esta. Una, dos… hasta tres al mismo tiempo. Tú eliges. Me temo que esta no merece la pena —Magnus le dirigió una mirada a Eugeneia—. ¿Me equivoco?
La chica temblaba de miedo, pero en sus ojos también había odio. Odio hacia ambos, en la misma medida.
—Sí, alteza. No soy digna de lord Aron.
—En tal caso, te sugiero que te marches.
Eugeneia se incorporó y salió corriendo de la tienda, perseguida por la mirada sombría de Aron.
—¿Cuánto has bebido esta noche? —preguntó Magnus. A juzgar por sus ojos desenfocados y la peste de su aliento, el condestable estaba más borracho que nunca.
—Lo suficiente.
—¿En serio? Qué lástima. Pensaba acompañarte en otra ronda —Magnus rasgó una tira del mantel de seda—. Ven, deja que te cure esa herida, aunque no parece gran cosa.
Aron permitió que le vendara.
—Creo que no me vendría mal otra…
—Estaba seguro de que acabarías por entrar en razón —asintió Magnus mientras terminaba de ajustar la venda.
Agarró una botella de vino, sirvió dos copas y le entregó una a Aron, quien la apuró de un ruidoso trago.
—Me avergüenza que hayáis presenciado esto, alteza.
Magnus le restó importancia con un gesto y dio un sorbo. Dado que el vino estaba prohibido en Limeros, lo había probado en contadas ocasiones. Aquel le pareció dulce, suave y agradable.
—No te preocupes; es un ejemplo más de lo volubles que son las mujeres.
—Y también estúpidas —Aron apuró la segunda copa—. Os lo agradezco, alteza.
—Cuanto más bebas, menos te dolerá la herida.
—Confío en que estéis en lo cierto —se rozó el vendaje con una mueca de dolor—. Al principio creí que os enfadaríais conmigo por hacerle proposiciones a la chica.
¿Proposiciones? A Magnus le había parecido más bien un intento de violación.
—En absoluto —se obligó a mantener la sonrisa—. Era una criatura preciosa, pero no estaba hecha para ti.
—Las mujeres son alimañas traicioneras que nos tientan con su belleza para después clavarnos sus garras —los ojos de Aron se iluminaron con humor mientras daba otro largo trago—. Por eso hay que cortarles las garras tan pronto como podamos, como habéis hecho vos con Cleo.
—Unas garras muy afiladas, en efecto —ante la mención de la princesa, en la que había pensado más de lo que le gustaría durante el viaje, Magnus apuró su copa sin darse cuenta—. Hay algo que despierta mi curiosidad, lord Aron.
—Decidme.
—Antes le dijiste a Eugeneia que habías probado tu valía ante mi padre. ¿Qué hiciste para ganarte el título de condestable? ¿Has matado en nombre del rey, acaso? Aparte del rebelde del otro día, claro está.
—Lo he hecho —asintió Aron con gravedad.
Magnus se aproximó un poco más a él y esbozó una sonrisa cómplice.
—Creo que durante este viaje hemos conseguido dejar de lado nuestras diferencias para convertirnos en buenos amigos.
—¿De veras lo creéis?
—Por supuesto, y no sabéis cuánto me complace. La amistad siempre compensa: los amigos comparten secretos y se ayudan en momentos de necesidad.
—Hace mucho tiempo que no tengo amigos así —murmuró Aron con nostalgia, dando vueltas a su copa.
—Lo mismo digo.
No, ya no tenía: Lucía ya no podía mirarlo sin repulsión. Al recordarla sintió una angustia sorda en el pecho, aunque el mundo entero parecía bañado en un brillo dorado que amortiguaba el dolor. El vino de Paelsia era muy fuerte: una sola copa podía embriagar a un hombre.
A Cleo le gustaba el vino. De hecho, había bebido grandes cantidades en el banquete de bodas, y también durante el viaje nupcial. Tal vez eso la hubiera ayudado a aguantar la compañía de un esposo al que detestaba.
—La primera misión que me encomendó el rey aún supone un enorme peso para mí —susurró Aron.
—Te escucho.
El condestable apartó la vista y apretó la copa con fuerza.
—El rey me obligó a jurar que guardaría el secreto.
—¿Me permites adivinarlo? Si estoy en lo cierto, prometo perdonarte.
Los ojos de Aron se iluminaron de esperanza.
—¿De veras?
—De veras. Al fin y al cabo, yo te arrebaté a la princesa; supongo que te debo un favor.
Aron meditó sobre el asunto.
—Muy bien: intentad adivinarlo, pero pongo en duda que acertéis.
Magnus asintió y se agachó para recoger la daga que Aron había dejado caer al suelo. La colocó sobre la mesa y las joyas incrustadas en la empuñadura brillaron a la luz de las velas. La hoja estaba pegajosa por la sangre y el jugo de melocotón.
Aron la miró como si la viera por primera vez.
—¿Es tuya esta daga? —preguntó Magnus en un susurro.
El condestable titubeó antes de responder.
—Sí.
—Es idéntica a la que acabó con la vida de la reina; a mi padre le sirvió de prueba para acusar al rebelde de su asesinato. Creía que esa daga era única en el mundo, pero parece que tienes otra idéntica en tu poder. ¿Cuántas dagas iguales existen, lord Aron?
—Hay una explicación, os lo aseguro —respondió, lívido.
—No has respondido a mi pregunta. ¿Cuántas dagas enjoyadas existen? ¿Dos? ¿La que utilizó el rebelde para matar a mi madre y otra de tu colección personal? ¿O acaso hay tres, Aron? Si encuentro a Jonas Agallon, ¿descubriré que todavía tiene en su poder la daga con la que le cortaste el cuello a su hermano?
Una sensación de frío había invadido a Magnus. Se hacía más intensa con cada palabra que pronunciaba.
Lord Aron no era un caballero ejercitado, ni siquiera era un buen soldado. Además, carecía de capacidad para las intrigas palaciegas; no era más que un muchacho con ansias de grandeza y gusto por la sangre. ¿Qué habría hecho para merecer su título?
El sudor que perlaba la frente de Aron le dijo mucho más que si hubiera hablado.
—Desde que ejecutaste al rebelde he albergado sospechas —continuó Magnus—. Pero no era más que una intuición que intentaba ignorar. Ahora estoy seguro: querías acallar a Brion Radenos para que no me convenciera de que Jonas es inocente del asesinato de mi madre. Porque él no la mató, ¿verdad? Lo hiciste tú. La mataste por orden de mi padre.
La acusación le dejó un sabor amargo en la boca: el sabor de la verdad.
Una verdad muy dolorosa.
Aron volvió los ojos hacia la daga antes de enfrentarse a la mirada de Magnus.
—Era una mujer traicionera que impedía al rey alcanzar toda su gloria. Fría, incapaz de amar incluso a sus propios hijos. El rey me dijo que ella podría haberle destruido, que podría haberlo arruinado todo.
—Así que accediste a asesinarla.
—Sí. No se discuten las órdenes de un rey.
—No, si uno aprecia su vida —repuso Magnus dejando la daga en la mesa. Exhaló un largo suspiro e intentó despejar la ligera embriaguez que le había causado el vino—. Lo creas o no, te entiendo: mi padre sabe obligar a la gente a hacer cosas que no desean. Los manipula para lograr sus fines, y hasta ahora ha obtenido muchos beneficios de ello.
Manipulaba incluso a su propio hijo.
—Dijisteis que me perdonaríais —murmuró Aron con voz ronca.
—Eso dije, ¿verdad? Pero ¿cómo voy a perdonar a alguien que ha hecho una cosa así? Tú mataste a mi madre.
Magnus desenvainó la espada y apuntó al muchacho, que cogió la daga de la mesa y la blandió ante él.
—¡Me defenderé!
—Es lo que debes hacer.
—El rey me protegerá contra ti, contra cualquiera que intente hacerme daño. ¡Sabe lo valioso que soy!
—¿Por qué los auranios os tragáis con tanto apetito las mentiras de mi padre?
Una lágrima cayó por el rostro de Aron, y Magnus se sintió asqueado.
—Compórtate, bufón patético. Esto no es digno de un condestable.
—Perdonadme, alteza. No sabéis cuánto lamento lo que hice.
El fuego que había estallado en el interior de Magnus al saber que aquel necio había asesinado a su madre y le había engañado se apagó ligeramente. Matar a Aron bajo los efectos del vino paelsiano le daría tan poca satisfacción como aplastar una cucaracha con el pie.
—Trataremos este asunto con mi padre cuando regresemos al palacio.
Sí, su padre tenía muchas preguntas que responder.
Bajó la espada y se dirigió a la entrada de la tienda. Cuando estaba a punto de salir, el reflejo de una copa de plata le reveló que Aron se abalanzaba sobre él empuñando la daga.
Se giró, desvió la acometida con el antebrazo izquierdo y le clavó la espada en el pecho.
Aron se quedó petrificado, con los ojos muy abiertos, mirando sorprendido a Magnus. Su expresión aparentemente inocente avivó la cólera del príncipe, quien retorció la hoja provocando en Aron un chillido de dolor como el de un animal moribundo. Los ojos del condestable se apagaron. Con un tirón seco, Magnus extrajo la espada y el joven lord se derrumbó en el suelo.
El príncipe contempló en silencio al asesino de su madre, mientras la sangre se extendía por el suelo hasta llegarle a las botas. Los ojos vidriosos del muerto estaban clavados en el techo de la tienda. Tal y como Magnus esperaba, matarle no le proporcionó ninguna satisfacción. Solo una sensación de vacío.
Pero al menos ya sabía la verdad. No había sentido tanto odio en toda su vida: odio hacia un hombre al que siempre había admirado aunque no estuviera de acuerdo con sus decisiones, un hombre que no era débil, que hacía lo que era necesario, que había conquistado el poder y la gloria mediante la violencia, la intimidación, la inteligencia y la fuerza bruta.
Magnus siempre había aspirado a ser igual que su padre.
Ya no.