CAPÍTULO 29
LUCÍA
La magia ardía bajo la piel de Lucía suplicando que la liberara. Estaba atrapada, al igual que Lucía lo estaba en aquel extraño palacio con pasillos resplandecientes y suelos dorados, tan distinto al oscuro castillo de Limeros. La princesa extrañaba su auténtico hogar más de lo que hubiera creído posible.
Y su mascota era un escaso consuelo.
—Has crecido tan deprisa, Hana… —levantó al conejito para mirar su dulce rostro. Su corazón latía rápidamente contra sus manos, y su hocico no paraba de moverse; aquella era una de las pocas cosas que hacían sonreír a Lucía.
Dejó finalmente a Hana en la pequeña conejera que había en un rincón de su aposento y salió al balcón. Más allá de los muros de la Ciudadela de Oro se extendían las praderas verdes y las suaves colinas de Auranos.
Era dolorosamente hermoso. En ese momento, una mariposa rosa y violeta revoloteó en la cálida brisa como si quisiera dar un toque final a la escena.
—Puaj.
Lucía se dio media vuelta; no le interesaban las mariposas. Solo le interesaban los halcones, y llevaba días oteando el cielo con la esperanza de avistar a uno en concreto. Alzó la mirada: nada.
Habían pasado cinco largas semanas desde la última vez que viera a Alexius, cuando le prometió que volvería a visitarla… Cuando se besaron apasionadamente y el despertar la arrancó de sus brazos. Si era real, ¿por qué no había vuelto? No podía ser un sueño. No: Lucía sabía que Alexius se encontraba en alguna parte.
Agarró la barandilla, que se calentó entre sus dedos y empezó a desmoronarse bajo la influencia de la magia de la tierra. Lucía la soltó de inmediato y se sacudió las manos, echando una mirada recelosa a su alrededor por si alguien había presenciado aquello.
No había nadie. Tras enterarse de lo que había ocurrido con la que iba a ser su maestra de elementia, el padre de Lucía le había sugerido que se quedara en su aposento hasta encontrar otro tutor más adecuado.
Y así lo había hecho. Pero después de tantos días atrapada, necesitaba algo de libertad.
Sentía curiosidad por saber si el rey había ejecutado a Domitia al ver que no servía para sus propósitos. Y sin embargo, no le importaba demasiado si la mujer vivía o había muerto. Eso la entristecía.
Hacía no tanto, le habría importado.
La mariposa se posó en una maceta y Lucía contuvo el impulso de aplastar su belleza con la palma de la mano.
—¿Qué me está pasando? —musitó.
Llevaba demasiado tiempo encerrada en aquella habitación. Lo que necesitaba eran respuestas, y siempre las había encontrado en los libros. ¿Por qué iba a ser distinto en aquel momento?
Había oído que la biblioteca del palacio de Auranos era insuperable. La de Limeros, colmada de saberes y conocimientos objetivos, no le había sido de mucha ayuda. Tal vez allí pudiera hallar lo que buscaba.
Una vez tomada la decisión, Lucía abandonó su aposento y recorrió los pasillos, deteniéndose tan solo para pedir orientaciones a algún soldado. La biblioteca estaba en el otro extremo del palacio, y los corredores se hallaban prácticamente desiertos: solo se divisaba de vez en cuando algún guardia inmóvil como una estatua. Magnus siempre se había sentido orgulloso de su habilidad para desplazarse sin ser visto por el castillo, igual que una sombra. Era un auténtico talento que Lucía estaba empezando a valorar.
Le extrañaba echarle tanto de menos. Añoraba los tiempos en los que charlaban durante toda la tarde sobre bardos, libros o nada en particular, y la forma en que se reían al compartir algún chisme tonto como, por ejemplo, que lady Sofía se guardaba en los bolsillos pasteles de las cenas en el palacio. Siempre había logrado arrancarle una sonrisa a su hermano, incluso en sus peores días. ¿Le habrían arrebatado aquello para siempre?
Es culpa mía. Debería haber sido más amable con él y no decirle lo que le dije.
Magnus estaba enfadado con ella y herido por el rechazo continuo de su amor. Con suerte, cuando regresara de su expedición de castigo, podría conseguir que la perdonara y hacerle ver que jamás podrían estar juntos, que su vínculo de hermanos era más importante que ninguna otra cosa. Lucía le necesitaba y él la necesitaba a ella. Sí, tenía que arreglar las cosas entre los dos.
Lucía apartó aquello de su mente y se centró en su objetivo. Consultaría todos los libros que pudieran ayudarla a descubrir quién era y qué podía esperar de su magia. Debía llevárselos y devorarlos, extraer todos sus conocimientos y darse un festín con ellos.
Aminoró la velocidad al divisar por fin el arco que daba acceso a la biblioteca. Su corazón dio un vuelco al atisbar las estanterías que se elevaban como montañas. Debía de haber decenas de miles de libros de todas las formas y tamaños, sobre todos los temas conocidos: allí había encerrados más conocimientos de los que Lucía habría osado soñar jamás. Las vidrieras de las ventanas iluminaban aquel paraíso con un caleidoscopio de color, como si la biblioteca estuviera tocada por la magia.
—Ah, princesa Lucía, veo que habéis salido de vuestro aposento; al fin nos conocemos.
La voz rompió el hechizo, y Lucía se volvió para descubrir a una muchacha que llevaba dos libros bajo el brazo. La reconoció al instante por su hermoso rostro, sus ojos del color del océano y sus cabellos dorados que caían en ondas hasta la cintura. Era más baja que Lucía, pero sus hombros erguidos y su mentón alzado la hacían parecer alta. Una sonrisa de curiosidad jugueteaba en sus labios rosados.
Aquella era la distracción que le había proporcionado el rey a Magnus para que dejara de centrarse en Lucía, que no deseaba sus atenciones. La princesa Cleiona era tan hermosa como se decía, y Lucía decidió de inmediato que la detestaba.
Aun así, esbozó una sonrisa a juego con la de ella.
—Princesa Cleiona, es un gran honor.
—Te lo ruego, llámame Cleo. Al fin y al cabo, ahora somos hermanas.
Lucía luchó por no mostrar su crispación.
—En ese caso, estaré encantada de que me llames Lucía —meneó la cabeza, aún sorprendida por la cantidad de libros—. Esta biblioteca es increíble; me ha dejado sin palabras. Eres muy afortunada de haber contado con ella toda tu vida.
Cleo no parecía tan impresionada como Lucía.
—Si he de ser sincera, la verdad es que nunca la visité con tanta frecuencia como mi hermana. A ella le encantaba. Siempre estaba leyendo; no me sorprendería que hubiera leído la mitad de todos estos libros antes de… —enmudeció de pronto, con un rictus dolorido.
La aversión de Lucía por Cleo aminoró ligeramente. Aquella muchacha había perdido tanto… Su hermana, su padre, su reino: todo le había sido arrebatado por sus enemigos, entre los cuales se encontraba Lucía. En aquel momento, aquella biblioteca le pertenecía más a ella que a Cleo.
—Tu hermana se parecía mucho a mí, en tal caso —comentó amablemente—. Me encanta leer.
—Entonces, aquí estarás en tu elemento.
—Me alegro mucho de verte al fin y hablar contigo.
A pesar de ser la esposa del príncipe heredero, Cleo era sometida a una vigilancia constante y residía en un ala aparte del castillo. Aunque su prisión fuera de oro, estaba bien cerrada. Y aun así, allí estaba: vagando por el palacio sin escolta ni guardias a la vista. ¿Acaso aquella enemiga de su padre había logrado congraciarse con él tras el éxito de la gira nupcial?
—Me alegro de que te encuentras mejor. Todos estábamos muy preocupados por ti y por tu misterioso letargo —comentó Cleo mirándola con curiosidad, como si esperara que le explicara el motivo.
—Fue una cosa muy extraña —Lucía meneó la cabeza, de nuevo en guardia—. Me temo que nunca lograremos descubrir qué lo causaba.
—Los criados decían que habías sido víctima de una maldición, que una bruja te había lanzado un hechizo.
Lucía frunció el ceño con toda la intención, como si le resultara absurdo.
—¿Un hechizo? ¿Crees en esas tonterías?
Cleo esbozó una sonrisa tensa.
—Por supuesto que no. Pero a los criados les gusta hablar, especialmente sobre la realeza. Les encanta inventarse chismes extravagantes.
—Sin duda. Pero no, te aseguro que no estaba bajo la influencia de ningún hechizo —repuso Lucía, sorprendida de la naturalidad con la que había aprendido a mentir.
—Me alegro de oírlo —Cleo cambio los libros de posición.
—¿Qué lees? —preguntó Lucía torciendo la cabeza para leer los títulos estampados en letras de oro—. Historia de la elementia. ¡Diosa! Una elección un tanto extraña para alguien que no cree en la magia.
—Sí, ¿verdad? —los nudillos de Cleo apretaron con fuerza el enorme tomo—. Era uno de los favoritos de mi hermana. Al leerlo siento que su espíritu está cerca de mí, como si me guiara.
Aquella conversación le estaba costando más esfuerzo de lo que Lucía esperaba. Hubo un tiempo, mucho antes de la guerra en la que su padre se apoderó de aquel reino, en que había imaginado que Cleo y ella se conocían y llegaban a ser amigas. Ahora dudaba mucho que tal cosa sucediera.
Aguzó la mirada para distinguir el título del segundo libro. Era más pequeño y estaba cubierto de polvo, como si Cleo lo hubiera sacado de un estante olvidado.
—La canción de la hechicera —leyó con el corazón acelerado—. ¿De qué trata?
Cleo bajó la vista.
—Es un poema sobre una poderosa hechicera que vivió en la época de las diosas. Se llamaba… bueno, igual que tú: tu segundo nombre es Eva, ¿verdad? Qué coincidencia.
—Sí —asintió Lucía con un nudo en la garganta.
Necesitaba aquel libro.
—Me voy a marchar para que curiosees tranquilamente. Te diría que tienes permiso para llevarte los libros que quieras, pero supongo que no lo necesitas.
Había una nota ácida en aquellas palabras, y Lucía se alegró al descubrir que aquella chica no era tan educada y serena como parecía. Ella también llevaba una máscara, igual que Lucía y Magnus. ¿Habría algún miembro de la realeza que no la llevara? Al pensarlo, Lucía sintió una nueva oleada de simpatía hacia ella.
—Sé que esto es difícil para ti —dijo, rozándole el brazo cuando Cleo pasó a su lado—. Lo entiendo.
—¿De veras? —en el rostro de Cleo se dibujó una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Es una observación muy amable por tu parte.
—Si necesitas hablar, quiero que sepas que puedes contar conmigo.
—Lo mismo digo.
De pronto, un destello captó la atención de Lucía. Bajó la vista hasta la mano de Cleo.
—Tu anillo —frunció el ceño—. ¿Está… está brillando?
Cleo dio un paso atrás, repentinamente pálida, y tapó con los libros la gema púrpura que llevaba en el índice derecho.
—Habrá sido una ilusión óptica.
Qué extraño.
—En cualquier caso, espero que nos veamos más a menudo de ahora en adelante.
—Sí, yo también espero verte más, ahora que somos hermanas.
¿Eran imaginaciones suyas, o Cleo había lanzado la última palabra como si fuera un hacha?
—¿Sabes cuándo regresará Magnus? —preguntó.
—¿No te lo ha dicho?
—No.
—Creí que tu hermano no tenía secretos contigo.
Lucía apretó los labios y decidió no contestar. Hasta no hacía mucho, aquello era cierto. Últimamente, sin embargo… La idea de haber perdido la confianza de su hermano le dolía como un punzón clavado en el pecho.
—Respondiendo a tu pregunta —continuó Cleo—, no sé cuándo volverá. Espero que pronto.
—¿Le echas de menos?
—¿Por qué no iba a hacerlo? —replicó Cleo sin perder la sonrisa.
Lucía la observó atentamente antes de contestar.
—¿Quién iba a pensar que dos personas tan distintas encontrarían el amor en unos tiempos tan turbulentos?
Las pupilas de Cleo se movían continuamente, posándose en Lucía un segundo y examinando la estancia al siguiente. La princesa estaba alerta: tras aquellos ojos en apariencia transparentes había mucho más de lo que la gente creía.
—Es cierto… Eres muy afortunada de haberle tenido como hermano.
—Sí. Igual que tú al poder pasar el resto de tu vida a su lado.
—Por supuesto.
Lucía la observó con atención en busca de algún signo que le indicara que mentía. ¿Sería cierto que Cleo y Magnus estaban felizmente enamorados?
Imposible.
—El carácter de Magnus puede ser difícil en ocasiones —comentó—. A veces sufre cambios de humor. Y le gusta discutir; es temperamental.
—¿Quién no lo es, a veces?
—Sin embargo, también es comprensivo —enarcó una ceja—. Al fin y al cabo, ha pasado por alto que perdieras la virginidad con Aron Lagaris.
La única reacción de Cleo ante aquellas palabras, lanzadas como una bofetada, fue un leve parpadeo. Para Lucía fue un triunfo, pero uno muy pequeño.
Mientras Magnus recorría los tres reinos en su gira nupcial, el rey le había contado a Lucía un montón de cosas interesantes que se había perdido mientras dormía.
—Sí: como bien dices, soy muy afortunada —respondió Cleo afinando los labios.
—Siento haber comentado el asunto tan abiertamente, pero ya sabes: los criados hablan.
No había razón para que Cleo supiera que era el rey quien se lo había comentado; era mucho más fácil culpar a la servidumbre.
—En efecto —una sonrisa fría curvó los labios de Cleo—. Yo también he oído rumores. Sobre ti.
—¿Ah, sí? ¿Cuáles?
—Estoy segura de que no son más que infundios; a diferencia de otros, yo prefiero no prejuzgar ni dar crédito a los chismes de los criados.
Lucía se crispó ante el insulto implícito.
—¿Qué has oído?
Cleo se acercó como si fuera a hacerle una confidencia al oído.
—Se comenta que Magnus y tú manteníais una relación insana antes de venir a Auranos. Que estabas enamorada de tu propio hermano.
Lucía se quedó boquiabierta.
—¡Eso no es cierto!
—Por supuesto que no; como ya he dicho, yo no suelo dar crédito a los rumores. Pero aunque sería antinatural que te atrajera tu hermano, la verdad es que lo entendería. Magnus es muy atractivo, ¿no crees? —preguntó con una sonrisa burlona, como si supiera que estaba forzando la paciencia de Lucía hasta el límite.
Así era. Su magia gruñía y se revolvía dentro de su jaula. Ella no estaba enamorada de Magnus, y le repugnaba aquella acusación. ¿Y si Cleo supiera que era Magnus quien sentía aquel amor desagradable y antinatural por ella?
¿Y si había cambiado? ¿Habría seducido aquella chica a Magnus, lo habría apartado de Lucía para siempre? Él siempre había mostrado una lealtad inquebrantable hacia Lucía; aunque ella no le deseara de aquel modo, no quería perderlo en manos de una princesa malcriada.
Irracional. Estoy siendo irracional.
En aquel momento, no le importó.
La magia del fuego era la que estaba más a flor de piel, y la buscó de forma inconsciente. Las antorchas de la biblioteca se encendieron de golpe y sus llamas se elevaron con fuerza. La enorme vidriera se agrietó y se rompió en miles de pedazos que llovieron sobre el suelo.
Cleo, asustada, se giró hacia la ventana rota y las antorchas.
—¿Qué pasa? ¿Es otro terremoto? —se volvió hacia Lucía, que apretaba los puños intentando controlarse antes de hacer algo verdaderamente espantoso.
Como, por ejemplo, prender fuego a la esposa de su hermano y oírle soltar gritos de agonía.
De pronto, Lucía recuperó la cordura como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Jadeó, exhausta. Aquello estaba mal. Ella no era así. Algo la estaba volviendo violenta e irracional. Era su elementia: la estaba sujetando del cuello como un amo a su mascota, para dominarla, para obligarla.
Las llamas de las antorchas regresaron a una altura normal, iluminando la estancia ya soleada de por sí.
—No pasa nada: habrá sido una ilusión óptica —dijo Lucía, haciéndose eco de lo que había dicho Cleo hacía un momento.
Pasó junto a la princesa boquiabierta y se adentró en la biblioteca. Tenía que investigar; no podía permitir que aquella necia la distrajera. Los cristales rotos crujieron bajo sus pies.