CAPÍTULO 27

MAGNUS

Magnus estaba arrepentido de haber solicitado la presencia de Nicolo Cassian para aliviar la tristeza de la princesa durante el viaje de bodas. Aquel muchacho le odiaba; le culpaba por la muerte de su hermana, y le clavaría gustosamente un cuchillo por la espalda. La evidente hostilidad de Nic se había acrecentado aún más en los últimos días del viaje, tras aquel beso improvisado en el balcón. Eran celos: aquel muchacho estaba enamorado de la princesa, sin duda.

Al menos aquello podía servirle de entretenimiento.

—Es preciosa, ¿verdad? —comentó Magnus con ligereza la mañana que se disponían a regresar a Auranos, haciendo un ademán hacia el carruaje en el que estaba subiendo Cleo.

—Sí —siseó Nic.

Magnus se preguntó si la princesa le habría confiado a su amigo el secreto de su matrimonio no consumado; habría sido una enorme imprudencia por su parte.

—Cada día que pasa me siento más afortunado de compartir mi vida con ella. Parece tan inocente… Y sin embargo, es muy apasionada en los momentos de intimidad. Ardiente, diría yo —Magnus sonrió—. Disculpa, Nic: no debería comentar estas cosas con un simple sirviente, ¿verdad?

El rostro de Nic estaba tan rojo como su pelo y su librea. Por un instante, Magnus pensó que la cabeza le estallaría como un volcán.

Muy entretenido, ciertamente.

—Deberíais saber algo, alteza —murmuró Nic—. Ella os guardará rencor eternamente por lo que le hicisteis a Theon.

La diversión de Magnus se empañó. Se volvió hacia aquel insolente para lanzarle una mirada de advertencia, pero Nic ya se alejaba en dirección al vehículo.

El deshielo primaveral había llegado por fin al oeste de Limeros: durante dos cortos meses, parte de la nieve y el hielo se derretiría antes de que todo se helara de nuevo. Magnus se aproximó al carruaje y, al disponerse a subir, se dio cuenta de que había aplastado una florecilla de color púrpura que había conseguido brotar entre la nieve. El príncipe miró consternado la mota de color antes de que un soldado cerrara la puerta.

—Pareces enfermo. ¿Algo va mal? —le preguntó Cleo. Era la primera vez que le dirigía la palabra desde el beso en el balcón.

A la muchacha le había repugnado aquel beso, seguro. Todo en él le repugnaba.

Hay muchas cosas que van mal dentro de mí, princesa. No sabría ni por dónde empezar.

—Nada va mal.

El vehículo se puso en marcha y Magnus se giró hacia la ventanilla. No tenía ni idea de cuándo volvería a su verdadero hogar, aquel paisaje gélido salpicado de motas de belleza.

—Absolutamente nada —recalcó.

En cuanto bajó del carruaje, Magnus se reunió con su padre. El asesino rebelde ya estaba en las mazmorras del palacio auranio, y el príncipe le explicó a su padre lo sucedido. Por un momento temió que montara en cólera ante su decisión de enviar al prisionero a Auranos solo porque hubiera hablado de sueños y vigías; pero el rey pareció complacido, y resolvió interrogar al muchacho para comprobar si decía la verdad o deliraba.

El rey le comunicó que, además de unirse a la partida de búsqueda de Jonas Agallon, debía ir a Paelsia para visitar el campamento base de la calzada, al pie de las Montañas Prohibidas. Allí habría de hablar con un hombre llamado Xanthus, un presunto vigía exiliado al que Melenia, la misteriosa consejera del rey, había encargado dirigir las obras y representarla en el mundo de los mortales.

Según el rey, Xanthus hacía todo lo que Melenia le ordenaba. Si le había encargado construir la calzada e infundirla con su magia de la tierra, era para conseguir que su sinuoso recorrido conectara la energía de los cuatro elementos de forma que estos les desvelaran la ubicación de los vástagos.

A Magnus todo aquello le resultaba tan difícil de tragar como una cabra asada. Especialmente el hecho de que el rey creyera a pies juntillas la advertencia de su consejera: si daba un solo paso fuera de los muros de palacio, moriría. Aun así, había visto suficientes hechos mágicos en los últimos meses para dar cierto crédito a las afirmaciones de su padre.

Y si había algo, por descabellado que pareciera, que sirviera para poner los vástagos en manos de su familia, Magnus estaba dispuesto a intentarlo.

De modo que no discutió, no protestó, no resopló ni soltó carcajadas de incredulidad.

Lo único que hizo fue asentir.

—Como desees, padre.

A juzgar por la sonrisa del rey, de una franqueza poco habitual en él, por una vez Magnus había dado con la respuesta correcta.

—Muy bien, hijo. Ahora ve a visitar a tu hermana; estaba deseando que volvieras.

Teniendo en cuenta las palabras de Lucía el fatídico día de su boda, a Magnus le sorprendió que su hermana le recibiera con un cálido abrazo y dos besos.

Estaba tan hermosa como siempre; incluso más que la última vez que la había visto, ya que el color que había perdido durante su letargo había regresado a sus mejillas. Y sin embargo, el ánimo de Magnus al verla estaba empañado por una extraña apatía, como una capa de nubes tormentosas que escondiera el brillo del sol. Aquella apatía había ido creciendo en el tiempo que había pasado lejos de ella. Además, la conversación que Magnus acababa de mantener con su padre no había mejorado su estado de ánimo.

—Te he echado muchísimo de menos —le dijo Lucía, sonriente—. Me han llegado rumores acerca de las palabras que pronunciaste en Limeros; ojalá hubiera estado allí para escucharlas.

—Sí, es una lástima que no estuvieras —replicó con frialdad.

—Tiene que haber sido duro para ti pasar tanto tiempo en compañía de la princesa Cleiona —añadió su hermana en tono amable—. Dicen que es una mocosa malcriada; la verdad es que no tengo muchas ganas de conocerla.

—No lo es. A decir verdad, la compañía de mi nueva esposa ha sido un honor y un placer para mí. A pesar de nuestras muchas diferencias, me hace más feliz de lo que podría haber previsto.

Lucía desmesuró los ojos como si no hubiera percibido el sarcasmo que había tras el comentario de su hermano. Y sin embargo, siempre había sido la única capaz de traspasar la máscara de Magnus; le conocía mejor que nadie. Tal vez hubiera perdido la capacidad de leer sus sentimientos durante su separación.

—¿Me disculpas, hermana? —murmuró el príncipe, tragándose el amargo sabor de la decepción con el que tan familiarizado estaba últimamente—. Debo partir de viaje una vez más; espero que mi bella esposa no me eche demasiado en falta mientras estoy fuera.

Aunque sabía que Xanthus, el vigía exiliado, podría ofrecerle información muy valiosa sobre los vástagos, la única prioridad de Magnus en aquel momento era la venganza. La idea de encontrar al rebelde que había matado a su madre afilaba su ánimo como una navaja.

Los rebeldes, sin embargo, eran más difíciles de localizar de lo que pensaba. Más de una vez se había burlado de Aron por sus escasos avances; pero tras una semana de búsqueda infructuosa, también él empezó a sentir el hormigueo del fracaso.

Al caer la tarde, la partida de caza alcanzó un destacamento militar al este de Auranos, a un tiro de piedra de la espesura impenetrable de la Tierra Salvaje. Los había llevado hasta allí el rumor de que los rebeldes estaban desplazando su campo de acción. Por el momento, aquella era su última oportunidad de encontrarlos; a continuación —a Magnus le dolía solo pensarlo— deberían abandonar la búsqueda de Jonas para cruzar Paelsia hasta llegar al campamento base de la calzada.

La tienda de Magnus ya estaba dispuesta para que el príncipe cenara y descansara. El sol casi se había puesto, pero aún quedaba una luz tenue reforzada por la hoguera que crepitaba en el centro del campamento. Aunque en aquella región los días eran cálidos, por la noche las temperaturas bajaban. El aire fresco traía un olor a humo de leña y a carne asada de venado. De fondo se oía el zumbido de los insectos y el trino de los pájaros ocultos en el espeso bosque, a treinta pasos del campamento.

—En mi opinión, vos y yo estamos hechos de la misma pasta —comentó Aron sacando a Magnus de sus pensamientos.

Aunque lord Aron Lagaris poseyera el título de condestable, el muchacho era una nulidad, pensó Magnus con amargura. Ni siquiera sospechaba que hubiera algún motivo oculto para dirigirse al campamento de la calzada; lo tomaba por una inspección rutinaria. Y la petaca de plata de la que bebía continuamente molestaba a Magnus casi tanto como la propia presencia del muchacho. El príncipe no podía respetar a alguien que recurría a medios artificiales para darse coraje.

Se quitó los guantes de cuero negro y se calentó las manos en la hoguera, mientras miraba a Aron de soslayo.

—¿No creéis que estamos hechos de la misma pasta? —insistió el condestable, y acto seguido volvió a beber de su petaca—. Sé que ha habido tensiones entre nosotros por lo de Cleo…

—¿Lo de Cleo?

Aron asintió.

—En cualquier caso, considero que lo mejor es que una princesa se case con un príncipe.

—Ya. Lo consideras.

Aquello era tremendamente desagradable. Conversar a la fuerza con un idiota ni siquiera le apetecía cuando tenía un buen día, y aquel no lo era.

—Solo espero que Cleo haya olvidado la noche de pasión que compartimos —prosiguió Aron—. Lo digo por vuestro bien…

Magnus le dirigió una mirada gélida.

—¿Te parece sensato recordar eso en este momento?

—No pretendía faltaros al respeto —farfulló el condestable palideciendo.

—Por supuesto que sí —la ira amenazaba con reemplazar al simple aburrimiento—. Cada palabra que sale de tu boca es una falta de respeto, Lagaris.

Aron se pasó la mano por el pelo y echó a andar en círculos. Le dio otro trago rápido a la petaca.

—Lo único que digo es que casarse con una muchacha que no fue capaz de mantenerse pura para su futuro esposo…

—Cierra la boca antes de insultar el honor de mi esposa con una palabra más —advirtió Magnus, desenvainando su daga y hurgándose con el filo de forma ausente bajo las uñas—. Ahora Cleo me pertenece. Nunca lo olvides.

Tampoco le importaba realmente, se recordó con severidad. Ni siquiera le había puesto un dedo encima a la princesa, salvo aquel beso en Limeros al que le habían obligado las circunstancias.

Aun así, debía admitir que la chica era una magnífica actriz. Cuando sus labios se encontraron, habría jurado que sabían a miel tibia en lugar de a frío veneno. Y también tenía que admitir, aunque solo fuera para sí mismo, que aquella dulzura inesperada hizo que prolongara el beso mucho más tiempo de lo que había previsto.

Aunque pudiera parecer inocente a alguien que no la conociera, la princesa era una criatura peligrosa, como una araña en una brillante red dorada. Tal vez Magnus hiciera bien en considerar a Aron como una mosca que había tenido la mala fortuna de caer en su trampa.

En aquel momento, varios soldados se acercaron arrastrando a un prisionero maniatado. El chico no tendría más de dieciocho años; su pelo oscuro estaba enmarañado y su piel bronceada por el sol. Le dirigió al príncipe una mirada desafiante y cargada de ira.

—¿Quién es este? —preguntó Magnus contemplando de arriba abajo al muchacho.

El jefe del destacamento empujó al prisionero hacia delante.

—Sorprendimos a un grupo de rebeldes que intentaba robarnos armas.

—¿Un grupo? ¿Y solamente habéis capturado uno?

—Lo lamento, alteza. Sí, solo uno.

—¿Cuántos eran? —preguntó Aron.

El soldado empezó a sudar.

—Tres, mi señor.

—¿Cuántos habéis matado?

Al oficial se le crispó un músculo en la mejilla.

—Son hábiles, lord Aron, se dirían animales salvajes, y…

—Creo que no has oído bien mi pregunta —le cortó Aron—. Eran tres. ¿Cuántos habéis matado?

El guardia pestañeó.

—Me temo que ninguno, mi señor.

Aron le dirigió una mueca de disgusto.

—Lárgate. Ahora.

El soldado se retiró al instante.

Aron era un completo idiota, un pusilánime que se dedicaba a intimidar a los demás sin poseer la fuerza ni el temple necesarios para cumplir sus amenazas.

—Decidme, alteza —dijo Aron al darse cuenta de que Magnus tenía los ojos clavados en él.

—¿Puedo interrogar al prisionero, o te gustaría hacer los honores?

No era una pregunta retórica, aunque en sus palabras había un trasfondo de amenaza. Aron hizo un aspaviento.

—Adelante, os lo ruego.

Sorprendente: era la respuesta correcta.

—Muchas gracias, lord Aron.

Magnus ordenó a los guardias que llevaran al prisionero junto al fuego. El rebelde, erguido a pesar de tener las manos atadas, le miró sin pestañear.

—Bienvenido —comenzó el príncipe, con una sonrisa tan carismática como la que sabía esbozar su padre cuando convenía a sus propósitos—. Soy Magnus Lukas Damora, príncipe heredero del trono de Mytica.

—Sé muy bien quién eres —gruñó el muchacho.

—Bien. Eso simplificará las cosas. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

El rebelde apretó los labios y sus ojos se endurecieron como la piedra.

Magnus hizo un gesto hacia un guardia, que le cruzó la cara al prisionero de un revés. La sangre goteó de la comisura de su boca, pero su mirada se hizo todavía más desafiante.

—¿Con quién tengo el placer de hablar? —repitió Magnus—. Podemos hacerlo por las buenas o por las malas: la elección es tuya. Responde a mis preguntas y seré clemente.

El muchacho dejó escapar una carcajada ronca y soltó un escupitajo sanguinolento.

—¿El príncipe Magnus, clemente? Es difícil de creer.

La sonrisa se Magnus se afinó.

—¿Cómo te llamas?

—Brion Radenos.

—Muy bien, Brion —Magnus avanzó hasta encararle—. Ahora dime: ¿dónde está Jonas Agallon?

—¿Jonas Agallon? —torció la cabeza—. No tengo el gusto de conocerle.

Aquel tipo estaba agotando su paciencia.

—Mientes. Dime dónde está.

Brion volvió a reírse.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Magnus lo contempló con desdén.

—Jonas Agallon entró en los jardines del palacio y le quitó la vida a la reina Althea: hay pruebas de ello. Y lo pagará con la vida.

—He visto los carteles con la recompensa y he oído los rumores —el rebelde frunció el ceño—. De todos modos, te equivocas. No sé qué pruebas creerás tener, pero Jonas no tuvo nada que ver con ese asesinato.

Magnus notó que la rabia crecía en su interior hasta hacerle temblar. Los soldados se miraron, inquietos.

—Por un instante creí que eras inteligente. Ahora veo que no eres más que un idiota con la boca más grande que el cerebro.

—Jonas no mató a la reina —insistió Brion con expresión obstinada.

Dejándose llevar por la cólera, Magnus agarró la garganta del muchacho.

—Te lo preguntaré una vez más. Una respuesta satisfactoria te reportará una recompensa y la libertad, y te ahorrará mucho dolor. ¿Dónde está Jonas?

—Vete al cuerno —sus ojos relampaguearon—. Te crees fuerte, pero no lo eres: eres débil y estás ciego, igual que tu padre. Su codicia será su perdición; los auranios no siempre se dejarán engañar, y algún día se alzarán junto a los paelsianos para acabar con vosotros. Puede que incluso logremos convencer a los limerianos para que se nos unan.

Magnus apretó con tanta fuerza que el rostro de Brion se puso encarnado. El rebelde se debatió y le escupió en la cara, y Magnus le soltó y se limpió la saliva con desagrado.

—Comprendo —su corazón latía con fuerza—. Quieres que sea por las malas. Muy bien: conseguiré respuestas, ya sea ahora o en el calabozo, bajo tortura. Y tal vez tenga la oportunidad de capturar a Jonas si es tan imprudente como para intentar rescatarte.

—No lo hará.

—El tiempo lo dirá.

Magnus se dio media vuelta, haciendo un enorme esfuerzo por mantener la máscara imperturbable a pesar de su frustración creciente.

—Esta escoria rebelde no te dirá nada, ni aquí ni en ninguna otra parte —gruñó Aron a varios pasos de distancia, con una mueca de enojo en su pálido rostro—. No tenemos tiempo de regresar para llevarlo a las mazmorras; mañana nos pondremos en camino y no podemos prescindir de ningún hombre.

—Esto es más importante, lord Aron.

—No estoy de acuerdo, alteza. Los rebeldes deben servir de ejemplo. No sirve de nada tratarlos bien.

—¿A ti te parece que le estoy tratando bien? —replicó apretando los puños.

—El rey Gaius no resolvería así esta situación.

Aquel muchacho era tan molesto que Magnus apenas era capaz de encontrar palabras para contestarle.

—¿Ah, no? Dime entonces, Lagaris, ¿cómo resolvería este asunto el rey?

—Así —Aron desenvainó la espada y la sostuvo con ambas manos.

Magnus se tensó.

—Aron, no…

Pero el condestable no pareció oírle; sin añadir una palabra más, con los ojos chisporroteando de emoción, le atravesó el pecho a Brion.

El rebelde abrió los ojos de par en par y resolló con un burbujeo macabro. La sangre chorreó por su labio inferior mientras se desplomaba en el suelo y dejaba escapar un último aliento sibilante.

Magnus contempló con perplejidad al muchacho muerto.

—Cuando se inauguró la Calzada Imperial, vuestro padre ejecutó con sus propias manos a un agitador; deberíais recordarlo tan bien como yo —Aron limpió la hoja ensangrentada con un pañuelo—. Sé que al rey no le habría gustado que el condestable actuara de forma distinta con este otro. Le diré a vuestro padre que fuisteis vos quien lo ejecutó; prometo no arrogarme el mérito.

Magnus le agarró de la camisa y le propinó un empellón que lo lanzó a la hoguera. Aron soltó un grito de alarma y se apartó a toda prisa, dando manotazos a las chispas que empezaban prender en su ropa.

—¡Era mi oportunidad de encontrar a Jonas, cretino borracho! —bramó el príncipe.

—¡No os habría revelado nada! —protestó Aron, congestionado—. Mantenerlo con vida solo os haría parecer débil ante vuestros hombres. ¡Deberíais darme las gracias!

Magnus se acercó a él en actitud amenazante.

—Reza a tu diosa para que encontremos pronto al líder rebelde —le gruñó al oído—, o te aseguro que tú pagarás mi decepción. Tú y solo tú. ¿Me has entendido, escoria?

Los ojos de Aron se entrecerraron hasta convertirse en rendijas en cuanto Magnus lo soltó. El miedo y el odio luchaban por imponerse en su interior.

—Entiendo, alteza.