CAPÍTULO 25

CLEO

Cuando Cleo salió de su aposento al amanecer, dispuesta para emprender la temida gira nupcial, se sorprendió de ver a Aron esperándola en el corredor.

—Que tengas buen viaje, princesa —deseó el condestable, caminando a su lado por el pasillo—. En vuestra ausencia, yo encabezaré la partida que dará caza al asesino de la reina; el príncipe Magnus se unirá a ella en cuanto regrese, si es que el rebelde continúa en libertad para entonces.

¿Encabezar la partida? ¿Aron?

—Es obvio que el rey tiene mucha confianza en tu capacidad como condestable.

—Más de la que piensas —Aron acercó la boca a su oído—. No he podido evitar darme cuenta de que el príncipe salió de la cámara nupcial unos minutos después de entrar. ¿Ya tenéis problemas en vuestro matrimonio?

—Ninguno —esbozó una leve sonrisa—. Te echaré de menos, lord Aron. Siempre me diviertes.

—Cleo… —protestó él con una mueca de desagrado.

—Princesa Cleiona —le corrigió—. No olvides dirigirte a mí con el debido respeto, y más ahora que estoy casada con el hijo del rey. Si me disculpas…

Cleo apuró el paso y le dejó atrás.

Menudo imbécil. Lo único que consolaba a Cleo era saber que encabezaría la partida que daría caza a Jonas; con aquel inepto al mando, el líder rebelde no corría ningún peligro.

Volveré a verte, paelsiano, pensó Cleo. Algún día, en algún lugar. Hasta entonces… cuídate.

Y así comenzó la gira nupcial en la que Cleo y Magnus recorrerían Auranos antes de visitar Paelsia y Limeros. Pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, las cosas apenas variaban. Los recién casados aparecían ante una multitud entusiasta, y luego escuchaban cortésmente los discursos de las autoridades y las baladas de los trovadores locales.

En un pueblo costero, al sur, unos niños representaron una obra de teatro para ellos; los chiquillos eran adorables y parecían emocionados ante la visita real, así que Cleo hizo un esfuerzo por parecer atenta y alegre. A Magnus, en cambio, se le veía aburrido e impaciente por unirse a Aron y a los soldados del rey.

Cuando terminó la obra, el pueblo entero se acercó para saludar a los príncipes. Cleo realizó su cometido de forma automática hasta que una mujer le agarró la mano y la miró a los ojos con expresión preocupada.

—¿Os encontráis bien, princesa? —musitó de forma que solo Cleo la oyera.

Ella intentó sonreír a pesar del nudo que tenía en la garganta.

—Sí, por supuesto. Me siento muy agradecida por lo bien que nos han acogido en este pueblo a mi… al príncipe y a mí.

No era capaz de llamarlo marido.

Como había predicho Gaius, la mayoría de los auranios los recibieron a bombo y platillo. Pero siempre había algún escéptico entre la multitud: gente que se situaba algo alejada, entre las sombras, con la mirada teñida de temor y sospecha.

Aquellas personas veían la mentira que ocultaba el exterior resplandeciente de aquel matrimonio. Sabían que no se podía confiar en el rey; que sus discursos solamente eran palabras, y sus promesas podían romperse con tanta facilidad como los huesos.

A Cleo le habría gustado abordarlos, decirles que algún día ella cambiaría las cosas. Pero no podía permitírselo: para asegurar su supervivencia, debía actuar como una perfecta recién casada.

A mitad del viaje se dio cuenta de la única ventaja que podía tener aquella situación: mientras se encontraba lejos del palacio podía recabar información sobre las leyendas locales, y tal vez averiguar datos importantes sobre los vástagos y el anillo. Y todo ello, delante de las narices de Magnus.

La idea la animó, y ese día se sintió un poco más alegre. Aun así, a pesar de que estaba constantemente rodeada de criados y soldados —por no mencionar la presencia hosca y silenciosa del príncipe—, se sentía muy sola.

En Puerto del Rey, cuando estaban a punto de subir al barco que los llevaría a Paelsia, divisó una figura familiar: Nic estaba de pie en el muelle, junto al enorme buque negro que los aguardaba como un monstruo marino dispuesto a engullirlos. Vestía la fea librea granate de los soldados limerianos, pero su pelo anaranjado estaba disparado en todas las direcciones y en su rostro lucía una enorme sonrisa.

Cleo se quedó boquiabierta al verlo, pero logró controlarse y no lanzarse corriendo a sus brazos.

—¿Ocurre algo, princesa? —preguntó Magnus.

—Es… ¡es Nic! —se le aceleró el corazón—. ¡Está aquí!

—En efecto.

—¿No te sorprende?

—No. Yo solicité que viniera.

Se giró, recelosa y sorprendida.

—¿Por qué?

—Es evidente que lo estás pasando mal —repuso él quitándole importancia con un gesto—. Eso empaña nuestra imagen. Y dado que por algún extraño motivo valoras la presencia de ese idiota, he ordenado que nos acompañe durante el resto del viaje. Puede encargarse del equipaje y de limpiar el estiércol que vayan dejando los caballos; estoy seguro de que le encontraré muchos usos interesantes.

—Le llamaste para que no me sintiera tan triste —dijo ella, tan asombrada que apenas podía pensar con claridad.

La boca de Magnus se afinó.

—Necesito que me ayudes a cebar al pueblo con las dulces mentiras de mi padre. No hay otro motivo.

—Gracias —musitó ella.

A pesar de las duras palabras de Magnus, a Cleo le emocionaba pensar que hubiera tenido un gesto tan amable.

—Guárdate tu agradecimiento; no lo quiero —replicó él tratando de reprimir una sonrisa, y se alejó para conversar con un soldado que montaba guardia junto al barco.

Cleo se aproximó a Nic, esforzándose por no perder la compostura. Al llegar a su altura fue incapaz de contener una sonrisa de oreja a oreja. La expresión de su amigo era el reflejo de la suya.

—¡Estás aquí!

—Por orden real.

—Pues no sabes cuánto me alegro de que hayas recibido una orden real.

—En este caso, estoy de acuerdo contigo.

Y así comenzó la etapa del viaje en la que atravesarían Paelsia. Aunque su ruta bordeaba numerosos pueblos y viñedos, Cleo se percató de que no se acercaba nunca a la Calzada Sangrienta. Los aldeanos pobres se reunían en silencio a su paso; a Cleo le llamaban la atención los niños, que observaban emocionados su belleza y sus lujosos vestidos. En sus ojos había un brillo de esperanza del que carecían los adultos, algo que a Cleo le partía el corazón.

Estaba claro que los paelsianos no se dejaban engañar por Gaius, como hacían los auranios. Habían presenciado su crueldad y no estaban dispuestos a olvidarla.

Después de atravesar Paelsia de sur a norte, la comitiva nupcial se dirigió por la costa hacia el Puerto Negro de Limeros. Cleo se sentía impotente: no había descubierto nada de utilidad sobre aquel anillo que le pesaba en el dedo desde que dejara la Ciudadela de Oro. Tampoco había descubierto nada nuevo sobre los vástagos. Apenas le quedaba tiempo para recabar información, y su ansiedad crecía con cada día que pasaba.

Al entrar en el helado Limeros, la temperatura bajó de tal forma que Cleo hubo de abrigarse con una gruesa capa de armiño. Y sin embargo, cuando llegaron al castillo de los Damora, no fue el frío lo que estremeció a la princesa. Si el palacio de Auranos brillaba como una joya bajo el sol, el castillo de Limeros parecía absorber la luz. Era una mole gigantesca, oscura y ominosa, con torres que se elevaban hacia el cielo blanquecino como las garras de un demonio. Solo sus ventanas reflejaban la luz como los ojos de una bestia hambrienta.

El hogar de Magnus le sentaba como anillo al dedo.

—¿Ya está todo? —preguntó Magnus mientras observaba los baúles que Nic había bajado de los carruajes.

—Todo, alteza —respondió Nic en tono levemente sarcástico.

—Bien. Atiende a los caballos; yo voy a comprobar si ha llegado algún mensaje de mi padre —giró sobre sus talones y se alejó sin más por el pasillo.

—Le odio —gruñó Nic.

—Lo mismo digo —asintió Cleo.

—Pues nadie lo creería, viendo lo mucho que te has acurrucado contra su pecho durante el viaje.

La princesa le agarró del antebrazo y le clavó los dedos para hacer que la mirara.

—Lo que creas haber visto entre nosotros no son más que apariencias. Recuérdalo, Nic.

Los hombros de su amigo se hundieron.

—Lo siento, Cleo. En el fondo lo sé, y también sé lo duro que debe de ser esto para ti.

—Sí… Gracias a la diosa que estás conmigo.

—¿Lo dices en serio?

Cleo sonrió; el comentario hiriente de Nic ya estaba olvidado.

—Pues claro. ¿Quién iba a cargar con mis vestidos si no?

Nic soltó una carcajada y Cleo le abrazó con fuerza.

—Estoy aquí por ti, Cleo. Para ayudarte en todo lo que necesites.

Ella asintió, apretando el rostro contra la áspera librea granate.

—Lo sé.

—Eres tan valiente… Vivir con ese monstruo, dormir con él… —murmuró Nic con odio—. Todas las noches sueño que lo mato por ti.

Cleo se apartó y le estrechó las manos con fuerza.

—No te preocupes por mí: puedo encargarme sola del príncipe.

Le hubiera gustado contarle que Magnus no compartía su cama y que pasaba sola todas las noches, pero se mordió la lengua: nadie debía saberlo, ni siquiera su mejor amigo.

—Por favor, Nic, descansa para estar fresco mañana; necesitaré que me apoyes una vez más.

—Sí, descansaré… en cuanto haya atendido a los caballos de su majestad.

—Hasta mañana —se despidió Cleo, poniéndose de puntillas para darle un beso en la mejilla.

En el último momento, Nic giró la cara de forma que los labios de la princesa rozaran su boca.

—Hasta mañana, princesa —dijo luego con una sonrisa de oreja a oreja.

Cuando Dora y Helena entraron en su aposento al alba, Cleo apenas había podido pegar ojo. Con la misma falta de respeto que ya le habían mostrado en el palacio de Auranos, las dos doncellas la peinaron y la vistieron con uno de sus mejores vestidos nuevos y una capa de piel. Tanto el vestido como la capa eran rojos en homenaje al color oficial de Limeros: el de la sangre. En las mangas del vestido había bordadas unas serpientes de oro que imitaban el blasón del reino, un motivo igualmente apropiado para aquella tierra llena de víboras.

Cleo salió al exterior del castillo, donde ya esperaba Magnus, y recorrió con mirada ausente a los cortesanos reunidos en torno a lord Gareth, un noble muy cercano al rey. Habían acudido para entregar el regalo de bodas oficial. A la izquierda del grupo arrancaba una senda que culebreaba por los jardines escarchados hasta internarse en un laberinto de setos. A la derecha se abría una gran explanada con un estanque rectangular en el centro, helado en toda su superficie. El panorama era de una belleza inmaculada e inclemente. No había nada cálido en lo que reposar la vista.

—Se dice que es obra de los propios vigías.

Cleo se volvió de inmediato hacia lord Gareth y descubrió el regalo de bodas: una piedra labrada con forma de rueda, casi tan alta como ella. La habían dispuesto junto a la entrada del jardín helado.

—¿Los vigías? —preguntó, esforzándose por mantener firme la voz.

—Contadnos más, os lo ruego —intervino Magnus—. Me parece un tema fascinante.

Como ocurría casi siempre, en el tono del príncipe había una sorna inconfundible; a Cleo le sorprendía que nadie más que ella pareciera darse cuenta.

Le vino a la mente Tarus, aquel niño que formaba parte de los rebeldes. En cierta ocasión había mencionado unas ruedas de piedra que estaban relacionadas con los vigías y con el Santuario. ¿Podría tratarse de aquello?

El noble juntó las yemas de los dedos en un ademán distinguido y se balanceó sobre los talones, complacido de acaparar la atención de la pareja real.

—Se dice que los vigías nos observan en forma de halcones…

—Eso es un cuento para niños; lo he oído miles de veces —le interrumpió Magnus despectivamente.

—¿Sí? ¿Y si fuera cierto? —rebatió el lord—. La magia existe, alteza.

Magnus le miró fijamente.

—¿En qué os basáis para afirmarlo?

—He visto muchas cosas que soy incapaz de explicar. He conocido brujas que podían acceder a la elementia y utilizar una pequeña parte de ella para hacer magia en el mundo mortal.

Cleo le escuchaba, absorta. ¿Le revelaría aquel noble limeriano lo que más necesitaba saber?

—Entonces, ¿existen los vástagos? —preguntó—. He oído hablar de ellos, pero puede que solo sean una leyenda.

—Yo creo que existen —respondió Gareth observándola con atención—. Según una profecía poco conocida, en algún momento nacerá una hechicera que volverá a hallarlos.

¿Una hechicera? Cleo estaba cada vez más intrigada. Si de algo estaba convencida, era de que su anillo había pertenecido a la hechicera Eva.

Del cielo plomizo empezaron a caer copos. La capa roja de Cleo y los ropajes de los dignatarios se llenaron de puntos blancos.

—Continuad, lord Gareth —pidió Magnus.

Cleo, con el corazón acelerado, se retorció las manos acariciando la fría amatista de su anillo. Nic aguardaba junto a los demás guardias, inmóvil como una estatua, sin dejar de mirar a Magnus con expresión desdeñosa.

Lord Gareth se acercó a la rueda y pasó los dedos por sus relieves.

—Existen otras ruedas idénticas a esta, dispersas por toda Mytica. Durante siglos nadie supo lo que eran ni de dónde venían; solo se sabía que eran muy antiguas y que tenían algo que ver con los vigías.

—¿Cuántas hay? —preguntó Cleo.

—Se han encontrado unas doce, todas idénticas, aunque unas están más deterioradas que otras.

—¿Y cómo podéis estar tan seguro de que guardan relación con los vigías? —inquirió la princesa sin prestar atención a la extraña mirada de Magnus.

El noble contempló la superficie tallada.

—En cierta ocasión conocí a un anciano que habitaba en una aldea al norte de Limeros. Hacia el final de su vida, ese hombre dio en repetir a todo el que quisiera escucharle que era un vigía exiliado del Santuario, y que al venir al mundo humano se hizo mortal. Sus hijos, nietos y bisnietos escuchaban pacientemente sus divagaciones, pero no le hacían demasiado caso. El anciano afirmaba que las ruedas no estaban aquí por casualidad, y al sentir que la muerte se aproximaba pidió que le llevaran hasta una de ellas para tocar una vez más la inmortalidad.

Increíble: aquella rueda de piedra parecía tan vulgar que Cleo no la habría mirado dos veces si no supiera lo que significaba.

—¿Y lo consiguió?

—No. Murió antes.

—Probablemente no fuera más que un viejo loco —comentó Magnus con expresión indescifrable—. Os agradezco este regalo tan generoso y curioso a la vez, lord Gareth. Estoy convencido de que se convertirá en el mayor encanto de estos jardines.

—Apenas es un presente digno de vos —repuso el noble—. Príncipe Magnus, princesa Cleiona: en nombre de todos los limerianos, os deseo que compartáis largos años de felicidad.

Lord Gareth hizo una reverencia y se alejó junto a los demás.

—¡Príncipe Magnus! —llamó una mujer con el pelo gris y la cara llena de arrugas—. ¿Podríamos hablar un instante? Mi hijo todavía no está comprometido, y he pensado que tal vez vuestra hermana… ¿Seríais tan cortés de dedicarme un instante?

—Esta gira no se acaba nunca —murmuró el príncipe con hastío antes de dirigirse hacia la mujer.

Por fin sola, Cleo acarició la fría superficie de la rueda. Parecía muy antigua, y quien la hubiera tallado era un auténtico maestro.

Es lo que usan para entrar en el mundo mortal y regresar al Santuario. Hay ruedas de piedra escondidas en muchos lugares; a nosotros nos pueden parecer simples ruinas, pero sin ellas los vigías estarían atrapados en su mundo.

Aquella rueda había sido desplazada.

¿Funcionaría aún?

La piedra, un momento antes fría como el hielo, comenzó de pronto a entibiarse.

A Cleo le dio un vuelco el corazón: su anillo había empezado a brillar, y en el interior de la gema púrpura se arremolinaba algo que parecía oro fundido.

Sintió cómo la superficie de piedra ardía bajo sus dedos, y una oleada de energía recorrió su brazo. Asustada, retiró la mano; la gema dejó de brillar inmediatamente, pero en su centro quedó un diminuto destello dorado que Cleo contempló como hipnotizada. Por un momento, le dio la impresión de que podría hundirse en el interior de la amatista y perderse allí para siempre.

Un mareo repentino hizo que le flaquearan las rodillas. Antes de que llegara a caerse, un brazo la sujetó de la cintura. Alzó la vista esperando encontrar a Nic, pero no era él sino Magnus.

—¿Te sientes mal, Cleiona?

Los nobles habían vuelto sobre sus pasos, alarmados, y la observaban con preocupación. Sin embargo, no parecían extrañados; debían de pensar que se trataba de un problema de salud. Cleo lanzó un suspiro de alivio: nadie era consciente de lo que acababa de ocurrir.

La noble con la que Magnus había estado conversando la miraba boquiabierta.

—Estáis muy pálida… ¿Os encontráis bien?

—Perfectamente —replicó Magnus con tono seco—. Os agradezco vuestra preocupación, lady Sofía. Creo que antes del discurso daré un paseo en compañía de mi… de la princesa. Así se despejará. Temo que tantas emociones hayan sido demasiado para ella. ¿Es eso lo que te ocurre?

—Sí, sí. Necesito… airearme —afirmó Cleo tragando saliva y mirando su anillo por el rabillo del ojo. El remolino se había desvanecido; ni siquiera la mota dorada era ya visible.

Nic la siguió con la mirada mientras Magnus la conducía hacia el laberinto.

¿Qué habría pasado si hubiera tenido el valor de mantener la mano pegada a la rueda? ¿Habría podido viajar hasta el Santuario, ella, una simple mortal? ¿Habría obtenido alguna pista sobre el paradero de los vástagos?

Si no encontraba respuestas pronto, Auranos continuaría sometido a la tiranía de Gaius y ella traicionaría la promesa que le había hecho a su padre. Cómo deseaba que siguiera vivo para guiarla… A veces, cuando menos lo esperaba —como en aquel momento—, notaba el vacío infinito de todo lo que había perdido.

—¿Te sucede algo? —preguntó Magnus—. Pareces de mal humor.

Cleo se enjugó una lágrima y respondió sin molestarse en mirarlo a los ojos.

—¿Acaso te importa?

—Por supuesto: una esposa sollozante no casa demasiado bien con nuestra imagen de matrimonio feliz.

—No estoy sollozando —replicó con una mirada dura—. Aunque tal vez te gustaría que lo hiciera.

—Cuánta agresividad, princesa. ¿Qué he hecho hoy para merecerla?

—Respirar —le espetó, incapaz de contenerse. Se mordió el labio inferior y decidió cambiar de tema—. ¿Dónde estamos?

—En los jardines del castillo de Limeros, evidentemente.

—No, digo este sitio en particular. ¿Por qué hay aquí un laberinto?

Magnus echó un vistazo a su alrededor.

—¿Te da miedo perderte?

—¿Podrías dejar de ser tan retorcido y responder a una simple pregunta? —estalló Cleo, y volvió a arrepentirse inmediatamente de su genio. Si al menos el príncipe no fuera tan irritante…

Magnus resopló.

—Dudo que seas capaz de hacerme preguntas simples, pero de acuerdo: te seguiré el juego. El laberinto fue un regalo que le hicieron a mi hermana hace unos seis años. Lord Psellos deseaba ganarse su favor para convencerla de que se casara con su hijo, así que lo mandó construir como regalo de cumpleaños —una sonrisa evocadora suavizó la dureza de sus rasgos—. A Lucía le encantaba este laberinto; siempre estaba desafiando a la gente a echar carreras en su interior. A menudo tenía que volver para rescatar a su contrincante, que no sabía cómo salir… Solía ser yo.

El rápido cambio de humor de Magnus al hablar de Lucía sorprendió a Cleo. Le vino a la cabeza el sórdido cotilleo que le habían comentado Helena y Dora.

—Amas a tu hermana —afirmó.

Él tardó en responder.

—¿Crees que no soy capaz de albergar sentimientos? —dijo al fin.

—Una vez más, has esquivado mi pregunta.

—Puede que la pregunta no merezca una respuesta.

—Por un instante pensé…

—¿Qué, princesa? ¿Que habías encontrado más pruebas de que poseo ese corazón que continúas poniendo en duda?

—Jamás cometería ese error. Al fin y al cabo, eres el hijo de Gaius.

—Sí. Y nunca debes olvidarlo —apretó la mandíbula—. Es casi la hora de mi discurso. Como hijo de Gaius, debo ser un gran orador; eso es lo que esperan todos. Con esto terminará nuestro viaje. Según las noticias que me han llegado de Auranos, lord Aron no ha tenido éxito en su persecución del líder rebelde. Emprenderemos el regreso y me uniré a la partida en cuanto llegue.

Cleo reprimió a duras penas una exclamación de alegría: Jonas continuaba en libertad. Cruzó los brazos y se arrebujó en el manto de piel para protegerse del frío, sin saber qué decir: el tema de los rebeldes era traicionero, y podía llevarla a territorios peligrosos. Decidió centrarse en las tareas de Magnus como heredero del trono robado por su padre.

—El rey es un maestro de la oratoria.

—En efecto.

Cleo frunció el ceño al darse cuenta de algo importante.

—Un momento. Estás haciendo tiempo, ¿verdad?

—¿Haciendo tiempo?

—No me has traído al laberinto para que me diera el aire, sino para retrasar el discurso. Es el primero que pronuncias, ¿verdad? Estás nervioso.

—Eso es absurdo —replicó Magnus con una mirada huidiza que desmentía sus palabras.

A Cleo le dio la impresión de que veía el interior del príncipe con más claridad que nunca.

—A tu padre le encanta escucharse. Tú, sin embargo… Tú eres distinto.

Y ella que los había creído idénticos…

—No pienso escuchar más insensateces.

Magnus echó a andar a buen paso por el laberinto y, tras un momento de sorpresa, Cleo lo siguió: si se quedaba sola, podía extraviarse y congelarse hasta morir. Levantó la falda escarlata para evitar mojarla con la escarcha.

—Magnus, estoy segura de que darás un gran discurso.

Él le dirigió una mirada sombría por encima del hombro.

—No gastes saliva, princesa. No necesito que me animes.

Cleo se dejó llevar por una oleada repentina de ira.

—Perfecto, porque no me importa lo más mínimo. Espero que hagas el ridículo y que todos se burlen de ti: te estaría bien empleado.

La expresión herida de Magnus la dejó estupefacta. Le resultaba difícil creer que el príncipe, normalmente tan frío y eficaz, dudara de sí mismo en algo tan sencillo como dirigirse a sus súbditos. Magnus intimidaba sin esfuerzo a todo el que se cruzaba en su camino: su altura, su fuerza, su posición y su título, la dureza de su voz… Todo aquello provocaba que cualquiera con menos poder que él se acobardara en su presencia.

¿Habría descubierto su punto débil?

Doblaron un recodo y en los setos cubiertos de nieve apareció una abertura: habían llegado a la salida del laberinto. Magnus se acarició la cicatriz, y Cleo cayó en la cuenta de que repetía aquel gesto inconsciente con frecuencia. La curiosidad se apoderó de ella.

—Tienes esa cicatriz desde que viniste con tu familia a visitar la corte de Auranos, hace diez años. Lo recuerdo muy bien. Debió de atacarte algún extraño, ¿verdad? No pudiste hacerte esa herida en un accidente.

Magnus le devolvió una mirada hostil.

—Ni me atacó un desconocido ni fue un accidente. Fue un castigo. Mi padre se aseguró de que recordara eternamente la falta que había cometido.

Cleo abrió los ojos de par en par. ¿Su propio padre le había rajado la cara?

—¿Y qué falta pudo cometer un niño para merecer ese castigo?

La espalda de Magnus se encorvó. Su expresión era a la vez dura y triste.

—Quise poseer algo hermoso por una vez en toda mi vida, aunque tuviera que robarlo. Evidentemente, aprendí la lección.

Aturdida, Cleo vio cómo se alejaba hasta mezclarse con un grupo de nobles y dignatarios deseosos de estrecharle la mano. Las palabras de Magnus siguieron resonando en sus oídos mientras las damas de la corte limeriana la rodeaban, le daban la bienvenida y la felicitaban por su matrimonio con el príncipe.

Tras aquel recibimiento, Magnus y ella se dirigieron al castillo. La multitud que se había congregado en el patio para presenciar el discurso estalló en vítores ante la simple visión de la pareja real. De pronto, una figura encapuchada se separó del gentío y avanzó en dirección a ellos; su paso era tan decidido que nadie reaccionó hasta que estuvo a diez pasos de distancia. Entonces sacó un puñal de debajo de la capa y se abalanzó hacia delante.

Magnus extendió el brazo y empujó a Cleo hacia atrás con tanta energía que la tiró al suelo. El desconocido asestó un mandoble que rozó el brazo del príncipe, pero este logró esquivarle y le propinó un puñetazo en el estómago.

Los soldados, saliendo al fin de su estupor, se echaron sobre el desconocido y lo redujeron. Nic ayudó a Cleo a levantarse mientras Magnus se agarraba el brazo herido, furioso.

—¿Quién eres? —rugió.

Los guardias retiraron la capucha del desconocido; por un instante irracional en el que casi se le detuvo el corazón, Cleo estuvo segura de que se trataba de Jonas.

Pero no: se trataba de un muchacho algo mayor que Magnus al que Cleo no había visto nunca.

—¿Que quién soy? —gruñó—. Soy alguien cuya aldea has destruido para esclavizar a sus habitantes y hacer que trabajen en tu maldita calzada. Alguien que no se deja engañar por las mentiras de tu padre y que quiere veros a los dos muertos.

—¿De veras? —Magnus inspeccionó al chico con desagrado—. Pues parece que has fracasado en tu empeño.

—Ella no quería que te matara —el muchacho se debatió, pero los soldados lo mantenían firmemente sujeto—. Yo no estaba de acuerdo.

—¿Ella? ¿Quién?

El agresor alzó el mentón y clavó en él una mirada desafiante.

—La vigía que me visita en sueños para guiarme y decirme que no todo está perdido; la que me indica que lo que está oculto no debe encontrarse nunca.

Magnus entrecerró los ojos.

—Y esa supuesta vigía no quería que me mataras.

—No estábamos de acuerdo en eso.

—Obviamente.

Cleo dio vueltas a su anillo en el dedo mientras observaba atentamente la reacción del príncipe. Aunque aseguraba que no creía en la magia y se había burlado de lord Gareth por su regalo de bodas, parecía muy intrigado ante aquella mención de los vigías. De hecho, no parecía tener prisa por castigar al agresor, a pesar de la gravedad de su crimen.

Se hizo un silencio tenso. Todos los presentes estaban pendientes de la decisión de Magnus.

—Llevadlo a las mazmorras —ordenó finalmente—. Pero no aquí; a Auranos, para que lo interroguen allí. Le mandaré un mensaje a mi padre de inmediato.

—Alteza, ¿estáis seguro? —preguntó el soldado más cercano.

Magnus lo fulminó con la mirada.

—Obedece.

—Sí, alteza.

Cleo miró cómo se llevaban a rastras al muchacho. Mil preguntas se agolpaban en su mente. ¿Habría dicho la verdad aquel hombre, o estaría loco? ¿Y por qué Magnus había ordenado que lo llevaran a Auranos para interrogarlo? ¿Daría crédito el príncipe a sus palabras?

—Príncipe Magnus… —intervino el capitán de la guardia—. Os pido disculpas por no haber sabido evitar este incidente.

—Asegúrate de que no se repita o sufrirás el mismo destino que él —le espetó Magnus.

—Sí, alteza. Vuestro brazo…

—No es nada. Condúceme hasta el balcón.

—Ese malnacido te ha tirado al suelo —murmuró Nic al oído de Cleo—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, tranquilo —le aseguró ella.

Se sentía muy confusa, y no solo por lo que había dicho el asesino. Al ver la daga, Magnus había actuado de forma instintiva: no la había arrojado al suelo por crueldad, sino para… para protegerla.

Cleo contempló la multitud. Los copos de nieve caían lentamente pintando el suelo de un blanco inmaculado, y el cielo era de color pizarra. Cuando Magnus y ella salieron al balcón, la gente empezó a vitorear a voz en grito. Un recibimiento como ese podría hacer sido agradable, pero después del drama que acababa de presenciar…

Había sido un recordatorio de lo falso que era todo aquello: una fina capa de nieve que pronto se derretiría para revelar la fealdad que se ocultaba debajo.

El príncipe se acercó a la barandilla, alzó los brazos para silenciar a la multitud y comenzó a hablar con confianza, orgullo y convicción. Al menos, eso parecía.

Su máscara estaba perfectamente colocada. Era el príncipe Magnus, heredero del trono de Mytica, imperturbable a pesar de que acababan de atentar contra su vida.

Cleo tuvo que admitir para sus adentros que resultaba impresionante.

—Henos hoy aquí, después de tantas luchas y conflictos —exclamó Magnus en voz alta y clara; hacía tanto frío que su aliento formaba nubecillas—. No ha sido un camino fácil, pero los grandes cambios requieren una gran fortaleza. Y el mayor símbolo de este cambio es la calzada que mi padre ha ordenado construir, que unirá los tres reinos y culminará en el templo de Valoria. Sin embargo, no es el único. A mi lado se encuentra otro símbolo: la princesa Cleiona, una joven valiente que se ha enfrentado a innumerables dificultades y las ha superado con fuerza y gracia. Me siento honrado de estar junto a ella.

Le lanzó una mirada inescrutable y ella se la devolvió. Sus palabras eran tan hermosas que casi podría engañarse a sí misma y pensar que las decía de corazón.

—Estoy seguro de que cada día de felicidad y amor que compartamos redundará en incontables beneficios para el reino —remachó.

Una vez más sus palabras encerraban una ironía deliberada, y sus ojos brillaron con un destello de humor al referirse a aquella unión forzada como un modelo de felicidad romántica.

La gente estalló en un aplauso estruendoso y los hombros del príncipe se relajaron de forma casi imperceptible. Cleo se fijó en su manga desgarrada; de la herida caía un hilo de sangre que manchaba el suelo del balcón. Rojo: el color de Limeros.

La multitud había empezado a corear algo que Cleo no entendía.

—¿Qué gritan? —preguntó.

Magnus apretó los labios.

—Piden que os beséis, alteza —explicó lord Gareth, que se encontraba en la parte trasera del balcón junto a varios guardias entre los que se contaba Nic—. Desean que la pareja real muestre su amor en público.

Magnus apartó la vista de la muchedumbre.

—No me interesa esa clase de frivolidades.

—Tal vez, pero al pueblo le gustaría verlo.

El príncipe recorrió el gentío con la mirada. Los gritos se hacían cada vez más insistentes.

—En cualquier caso —continuó con una mueca irónica el consejero—, no sería la primera vez que se hace algo así. ¿Qué os cuesta complacer a esta gente hambrienta de emociones?

—No sé… —comenzó Cleo, asqueada solamente de pensarlo. ¿Hasta qué punto estaba dispuesta a fingir?—. La verdad es que no me parece buena idea.

Sin previo aviso, Magnus la agarró del brazo, la atrajo hacia él y la besó.

Cleo se quedó rígida, helada de la cabeza a los pies. Se sentía como un pájaro que aleteara para escapar, para volar tan lejos como pudiera. Pero Magnus la sujetaba con fuerza, su boca contra la de ella, suave pero exigente. De pronto, Cleo se dio cuenta de que le había agarrado de la blusa; no sabía si lo había hecho para alejarle o para acercarle más a ella. Aquello era como bucear en aguas profundas, sin saber si al final encontraría aire o terminaría por ahogarse.

Y por un instante, descubrió que no tenía importancia.

El calor del cuerpo de Magnus contra el suyo, su familiar aroma a madera de sándalo, la tibieza de su boca… Cleo dejó de actuar con lógica.

Cuando Magnus se apartó, los labios de Cleo ardían como si hubieran estallado en llamas, unas llamas tan brillantes como las que se extendían por sus mejillas.

Magnus se inclinó hacia ella para hablarle al oído y su aliento acarició la piel ruborizada de la princesa.

—No te preocupes. Ha sido el primero y el último.

—Bien —replicó Cleo saliendo del balcón.

Pasó junto a Nic, andando tan rápido que tropezó con el dobladillo de su vestido rojo. Los vítores de la multitud pronto se convirtieron en un eco lejano.