CAPÍTULO 23

CLEO

—Es impresionante —comentó el rey en voz alta y clara para que todos los invitados le oyeran.

Había insistido en celebrar el banquete por la tarde según estaba previsto, a pesar de la carnicería que había tenido lugar en el templo.

—La joven que se sienta a mi lado —continuó— es tan valiente que insistió en continuar con la ceremonia y casarse con mi hijo, a pesar del ataque de los rebeldes y del terremoto que sacudió la tierra bajo nuestros pies. Esta noche lloraremos a los que hemos perdido, pero también celebramos nuestra victoria.

Cleo, ataviada con un vestido limpio, se sentaba con rigidez junto a él y daba vueltas sin parar al anillo de amatista que llevaba en el dedo. Bajó la vista a su plato dorado, lleno de comida que era incapaz de probar. Los invitados parecían aturdidos por los sucesos de aquel día. Cinco de ellos habían muerto en el derrumbe del templo, y al resto les apetecía tan poco estar allí como a la princesa.

—Así pues, le doy la bienvenida en mi familia a la hermosa princesa Cleiona. Solo espero poderle presentar cuanto antes a mi hija, la princesa Lucía, en cuanto esta se encuentre lo bastante recuperada para salir de su aposento. A pesar de todas las dificultades, la jornada de hoy nos ha colmado de milagros y bendiciones.

Milagros y bendiciones. A Cleo le costó trabajo no salir huyendo de la sala.

—¡Brindemos por la feliz pareja! —exclamó el rey alzando su copa, y todos los presentes le imitaron desde las largas mesas repletas de comida y bebida—. Por Magnus y Cleo; que su matrimonio sea tan feliz como el mío con mi querida Althea.

—¡Por Magnus y Cleo! —corearon los invitados.

Los nudillos de Cleo estaban blancos de tanto apretar su copa. Se la llevó a los labios con pulso inestable, y el dulce sabor del vino de Paelsia le ofreció un pequeño consuelo. Si bebía lo bastante aquella noche, tal vez pudiera olvidarse de todo.

Divisó a Nic al fondo de la sala, montando guardia en la entrada más lejana. Ningún invitado podía marcharse hasta que el rey decidiera que el banquete había concluido.

Cleo ahogó en otro trago de vino el sollozo que amenazaba con brotar de su garganta, y un criado le llenó la copa en cuanto la vació. Dio otro trago y después otro más, pero en vez de iluminar el mundo, el vino solo parecía hacerlo más oscuro.

Las sombras se deslizaban por el suelo y trepaban por sus piernas. Cleo no podía dejar de pensar en Jonas. ¿Qué pensaría de ella en ese instante? Por culpa de su idea habían muerto muchísimos rebeldes.

Magnus, a su lado, era una presencia muda. Cleo lo tenía tan cerca que sentía el calor de su cuerpo y percibía su aroma a cuero y a madera de sándalo. El príncipe no le había dirigido la palabra desde que salieran del templo; aunque compartieron carruaje, mantuvo la vista fija en la ventanilla durante todo el trayecto. Estaba hosco y frío… como siempre.

—Esto es ridículo —murmuró Cleo—. De principio a fin.

—No podría estar más de acuerdo —respondió él.

La muchacha se sonrojó; no pretendía decirlo en voz alta. Ya había bebido mucho vino, mientras Magnus se limitaba al zumo de manzana especiado.

De pronto, su propio comportamiento le recordó al de Aron. El condestable, sentado en la mesa de enfrente, le lanzaba de vez en cuando miradas lastimeras con sus ojos de borracho.

—Necesito tomar un poco el aire —resolvió Cleo—. ¿Te importa que salga un instante?

¿Esperaría Magnus que su esposa le pidiera permiso antes de dar cada paso? ¿Cómo la trataría en su noche de bodas?

Su noche de bodas.

El corazón de Cleo se aceleró. Quería permanecer rodeada de gente todo el tiempo que pudiera. No era capaz de pensar en lo que vendría después. No con él. Con él, nunca.

—Adelante —respondió él sin molestarse en mirarla—. Ve a tomar el aire.

Ella abandonó el estrado de inmediato, trastabillando de forma evidente por la cantidad de vino que había tomado. Había bebido mucho, y aun así no era suficiente. Avanzó tan dignamente como pudo hacia la puerta. Tenía que escapar.

Aunque iba a ser difícil, con decenas de guardias pendientes de todos sus movimientos.

Apoyó la mano en la pared para mantener el equilibrio y salió al primer balcón que encontró. Una vez allí, se acodó en la barandilla e intentó tranquilizarse.

—Menuda ceremonia —comentó una voz entre las sombras, y Cleo se sobresaltó al percatarse de que no estaba sola.

El príncipe Ashur había salido a tomar el aire en el mismo balcón.

—Sin duda —respondió ella intentando recomponerse.

El príncipe vestía un gabán azul marino con bordados de oro que se ajustaba perfectamente a su figura. Su cabello negro estaba recogido en una coleta, salvo un mechón rebelde que había escapado y le caía sobre el ojo izquierdo.

—A decir verdad, nunca había asistido a una boda como esta. Si fuera supersticioso, habría tenido reservas ante la idea de regresar al templo. Fuisteis muy valiente al insistir en que la ceremonia continuara.

—Sí, muy valiente —respondió ella, reprimiendo a duras penas una carcajada de histeria.

—Y debéis de estar muy enamorada del príncipe Magnus.

La princesa apretó los labios para no contestar la verdad. Apenas conocía a aquel hombre; solo sabía que su padre había amasado un enorme imperio a fuerza de conquistas. El rey Corvin le había hablado a Cleo en más de una ocasión del emperador Cortas: comparado con Mytica, su imperio era… como una sandía comparada con una uva. En aquel momento, a Cleo le había parecido graciosa la comparación, pero ¿por qué iba a importarle a una sandía una boda celebrada en una uva? No se explicaba por qué el príncipe se había molestado en acudir.

—¿Por qué habéis venido, príncipe Ashur? —preguntó, y se arrepintió de inmediato de haber sido tan directa: el vino le nublaba el juicio y le soltaba la lengua.

Por suerte, al kraeshiano no pareció ofenderle la pregunta. Esbozó una sonrisa devastadora, tan hermosa que Cleo comprendió por qué todas las mujeres que se cruzaban en el camino de aquel exótico príncipe quedaban encandiladas.

—Tengo algo que entregaros, princesa —dijo sin responder a su pregunta—. Un regalo de boda. Por supuesto, también os entregaré un regalo conjunto para el príncipe y vos, una mansión en la capital de Kraeshia. Pero esto… consideradlo una pequeña muestra de amistad, algo que en mi tierra le entregamos a la novia en su noche nupcial —sacó un pequeño paquete de su chaqueta y se lo tendió—. Guardadlo y abridlo cuando os encontréis a solas; no antes.

Cleo le miró a los ojos, confusa. Luego asintió y se guardó el paquetito entre los pliegues de su vestido.

—Os lo agradezco, príncipe Ashur.

—No hay de qué.

El kraeshiano se apoyó en la barandilla y contempló el paisaje que se extendía más allá de los muros de la ciudadela. A la luz de la luna, sus ojos parecían plateados.

—Habladme de la magia que hay aquí, princesa.

La pregunta la tomó por sorpresa.

—¿Magia?

—Para lo pequeña que es, Mytica está envuelta en una cantidad sorprendente de leyendas. Todas esas historias de vigías y vástagos… son realmente fascinantes.

—No son más que cuentos bobos para dormir a los niños —Cleo unió las manos para ocultar el anillo; algo en el tono del príncipe le indicaba que no había preguntado por simple curiosidad.

—No creo que penséis eso de verdad —la contempló atentamente—. No; a pesar de vuestra juventud, estoy seguro de que mantenéis unas creencias firmes.

—Eso solo demuestra lo poco que sabéis de mí. No me interesan la historia ni la mitología, y no dedico mucho tiempo a pensar en fantasías como la magia.

—¿Existen los vástagos? —preguntó el príncipe Ashur taladrándola con la mirada.

El corazón de Cleo se aceleró.

—¿Por qué os interesa si existen o no?

—Ah, parecéis sorprendida… Eso solo demuestra lo poco que sabéis de mí —la parafraseó—. No importa, princesa. No tenemos por qué hablar de ese asunto ahora mismo. Pero puede que algún día queráis conversar conmigo sobre el particular; tengo intención de permanecer aquí un tiempo. Busco respuestas, y no me marcharé hasta que las tenga.

—Os deseo mucha suerte en vuestra búsqueda —respondió ella en tono despreocupado.

—Que paséis buena noche, princesa Cleiona. Os felicito de todo corazón por vuestro matrimonio.

Con una inclinación de la cabeza, Ashur abandonó el balcón.

Cleo aguardó hasta estar segura de que se había marchado y después dejó caer todo su peso sobre la barandilla. El príncipe kraeshiano no estaba allí simplemente para asistir a la boda. Buscaba información sobre los vástagos, y aquello solo podía significar una cosa: los codiciaba para sí.

No podía hacerse con ellos. Ni él ni nadie. Si existían de verdad, le pertenecían a ella. Cleo poseía el anillo que le permitiría usarlos… y los utilizaría para recuperar su reino.

Acarició el anillo y se obligó a regresar al banquete.

El rey la recibió con una mirada severa. La brecha de su frente había vuelto a sangrar, y la venda estaba manchada.

—Cleiona, es hora de que te retires y te prepares para la noche de bodas.

—Pero el festín… —replicó con la boca seca.

—El festín se ha terminado para ti —una sonrisa fría culebreó en los labios del rey—. Os ruego que disculpéis a los novios —dijo elevando la voz—. No quisiera retenerlos aquí más de lo necesario, sabiendo dónde preferirán encontrarse en una noche como esta.

Se elevaron algunas risas entre la multitud; muchos ya habían bebido suficiente vino de Paelsia como para olvidar todo lo que había sucedido aquel día.

—Ve con Cronus —ordenó el rey a Cleo, agarrándola del brazo y atrayéndola hacia él—. Te comportarás exactamente igual que cualquier novia recatada y pudorosa —le murmuró al oído—. Nadie debe saber que perdiste la castidad antes de tiempo; considérate afortunada de que no te haya rechazado a pesar de ese tremendo defecto.

Magnus ni siquiera la miró.

—Seguidme, princesa —dijo Cronus, en un tono áspero que no admitía discusión.

Cleo contempló a los invitados, que le devolvieron una sonrisa tensa mientras se alejaba. Nic tenía los ojos clavados en ella; estaba rígido, y sus ojos torturados parecían suplicar perdón por no poderla salvar de lo que se avecinaba.

El capitán de la guardia la condujo a la cámara nupcial, una estancia que su padre tenía reservada para los huéspedes de gran importancia. Al fondo de la sala había una cama con dosel, tras la que ardía el fuego en una enorme chimenea. La habitación estaba iluminada, además, por cientos velas parpadeantes. En el suelo, miles de pétalos de rosa trazaban bucles que conducían hasta la cama.

Las doncellas de Cleo se afanaron en soltarle el pelo trenzado y le cambiaron el vestido por una túnica de gasa que no dejaba demasiado a la imaginación. Luego le frotaron las muñecas y el cuello con aceites que desprendían el mismo perfume dulzón y empalagoso que los pétalos de rosa.

—Sois muy afortunada, princesa —comentó Helena—. Yo mataría a mi hermana pequeña por pasar una sola noche con el príncipe Magnus, y vos podréis pasar todas las noches de vuestra vida con él.

—Y yo mataría a mi hermana mayor —terció Dora fulminando a Helena con la mirada.

—Solo espero que los rumores no sean ciertos —añadió Helena con una sonrisa maliciosa—. Por vuestro bien.

—¿Qué rumores? —preguntó Cleo frunciendo el ceño.

—Helena… —le advirtió Dora—. Mide tus palabras.

Su hermana soltó una carcajada.

—¿No crees que la princesa tiene derecho a saber que su marido alberga sentimientos prohibidos hacia la princesa Lucía, y que ella le corresponde? Amor entre hermanos… Todo un escándalo, si se supiera.

—Disculpad a mi hermana —dijo Dora sonrojándose—. Ha bebido demasiado en la boda y no sabe lo que dice.

—Te agradezco que evites la propagación de una mentira tan desagradable, Dora. No lo olvidaré —dijo Cleo estrechando los ojos.

Aquella información, fuera cierta o no, le resultaba muy interesante.

Sin decir una palabra más, las dos muchachas se retiraron del aposento y Cronus cerró la puerta tras ellas. Cleo corrió para agarrar la falleba, solo para descubrir que el capitán había cerrado la puerta desde fuera.

Estaba atrapada.

Durante los días anteriores, cuando aún podía caminar con libertad por el palacio, había podido engañarse a sí misma y pensar que todavía conservaba algún poder. Ahora se daba cuenta de la verdad.

Magnus trataría de someterla y le haría daño, como había hecho su padre ese mismo día. Cuando las criadas la estaban preparando para la noche de bodas, Cleo pudo ver en el espejo el débil cardenal que tenía en la mejilla, donde el rey la había abofeteado, y otro en la garganta de cuando estuvo a punto de estrangularla.

Pero ella misma había elegido aquello; aunque podría haber escapado con Jonas, escogió quedarse. Había un motivo, una meta más importante que huir junto al rebelde.

Corrió hasta el vestido que había llevado durante el banquete, y su anillo de amatista brilló a la luz de las velas mientras sacaba el regalo que el príncipe Ashur le había entregado. Lo desenvolvió lentamente y descubrió algo que no esperaba.

Una daga. Era muy hermosa, dorada, con la empuñadura labrada y la hoja curva. Recordó las palabras del príncipe: «Algo que en mi tierra entregamos a la novia en su noche nupcial». Con un escalofrío, comprendió su propósito: si la novia era desdichada, podía emplearla para quitarse la vida.

O arrebatársela a su marido.

La puerta se abrió y Cleo ocultó la daga tras la espalda. Los ojos oscuros de Magnus recorrieron la estancia deteniéndose en las velas, en los pétalos de rosa y finalmente en Cleo.

La princesa lamentó de nuevo haber bebido tanto vino. Necesitaba estar lúcida, no espesa.

—Parece que al fin estamos solos —dijo el príncipe.

El corazón de Cleo latía con tanta fuerza que estaba segura de que Magnus podría oírlo. El príncipe se agachó, recogió un pétalo rojo y lo estrujó entre los dedos.

—¿De verdad piensan que todo esto es necesario?

Cleo se humedeció los labios con la punta de la lengua.

—¿No lo encuentras… romántico?

Él soltó el pétalo, que revoloteó hasta el suelo y aterrizó como una mancha de sangre.

—No me importan esas estupideces.

—A muchos hombres les importan en su noche de bodas.

—¿Rosas y velas? No, princesa. A la mayoría les importa muy poco todo eso: solo les interesa una cosa, y creo que sabes cuál es.

Los latidos de su corazón se redoblaron. Sus sentimientos debían de reflejarse en su expresión, porque el príncipe la miró a la cara y soltó una carcajada gutural.

—Esa mirada de desprecio… ¿De verdad me encuentras tan horrible?

La pregunta la tomó por sorpresa. ¿Horrible? A pesar de la cicatriz, el príncipe distaba mucho de ser horrible… físicamente.

—Más de lo que piensas —respondió con sinceridad.

Magnus se acarició la cicatriz mientras la estudiaba con atención. Cleo apretó la empuñadura de la daga; si él se acercaba, la utilizaría.

—Créeme, princesa, esto me emociona tan poco como a ti. Sé que me odias y que eso nunca cambiará.

—¿Acaso debería cambiar? —barbotó ella—. La verdad es que no se me ocurre un solo motivo por el que sentir nada hacia ti.

—Estás en tu derecho de no sentir nada hacia mí: sucede en muchos matrimonios concertados. Pero sentir odio es sentir algo. Y el problema es que te deja en desventaja: el odio nubla tu mente tanto como cinco copas de vino.

Magnus se acercó a la cama, con la mirada fija en los gruesos postes de caoba, y acarició las tallas con la yema del dedo índice. Cada vez estaba más cerca de Cleo, demasiado cerca. La princesa aguantó a pie firme: no quería darle la satisfacción de ver su miedo, especialmente ahora que estaban a solas.

—Esto me recuerda a mi abuelo —comentó Magnus con tono nostálgico—. Tenía un libro sobre criaturas marinas, y me contaba cuentos sobre ellas cuando yo era niño. Lo tenía que hacer a escondidas de su hijo, después de que mi nodriza me hubiera acostado. A mi padre nunca le interesaron las historias de puro entretenimiento… ni ninguna otra cosa cuyo único propósito fuera la diversión, a decir verdad. Si un libro no ofrecía una enseñanza útil, acababa fuera del palacio o quemado. Pero cuando mi abuelo reinaba, todo era distinto.

Cleo no se había fijado en la decoración de la cama hasta ese instante: su madera oscura estaba labrada con relieves de peces, conchas y muchachas marinas con cola de pescado. Era un trabajo muy hermoso, obra de un artista afamado de Cima de Halcón al que su padre había encargado muchos trabajos para el palacio.

—He oído hablar del rey Davidus —dijo rompiendo el silencio—. Dicen que era muy diferente a tu padre.

Magnus soltó un resoplido.

—Ya lo creo. A veces me pregunto si mi abuela se juntó con un demonio para concebir a mi padre. Mi abuelo gobernaba con mano firme, sin duda: una vez adoptaba una decisión, no era fácil hacerle cambiar de idea. Pero era bondadoso, y el pueblo le adoraba. No necesitaba someter el reino con puño de hierro y amenazas —sus ojos se cruzaron con los de Cleo, y esta creyó percibir un matiz de dolor en ellos—. Murió cuando yo tenía seis años. Bebió algo que no le sentó bien.

—¿Alguien lo envenenó?

Los labios de Magnus se afinaron en un rictus duro.

—«Alguien» no. Yo vi cómo vertía el veneno de un anillo hueco en su copa. Vi cómo se la tendía a mi abuelo. Vi cómo mi abuelo bebía. Y cuando mi padre se dio cuenta de que yo lo había visto todo, me sonrió como si yo debiera aprobarlo. En aquel momento no lo entendí, pero ahora sí: a mi padre nunca le temblará el pulso para deshacerse de quien se interponga en su camino. No ha cambiado y nunca cambiará. Si lo entiendes, princesa, tu vida será mucho más sencilla.

¿Qué había sido eso? ¿Una advertencia? ¿Magnus estaba intentando ayudarla?

—No pensarás que soy una amenaza, ¿verdad? —preguntó con cautela.

Magnus se acercó todavía más, y Cleo aferró la daga con tanta fuerza que la empuñadura se le clavó en la palma.

—Da igual lo que yo piense —susurró Magnus—. Un pensamiento no tiene poder, salvo si eres una bruja.

—Así que haces todo lo que tu padre te ordena.

—Así es. Y continuaré haciéndolo.

—El rey quiere matarme, ¿verdad?

El miedo de Cleo era casi insoportable, pero ahora había otro sentimiento mezclado con él: una cólera ardiente.

—¿Temes que te asesine? —preguntó él alzando una ceja—. No es la actitud habitual en una recién casada.

—No me tomes por tonta: sé lo que estás planeando.

—¿De veras? —torció la cabeza—. Me parece imposible; al fin y al cabo, tu espía ya no está entre nosotros. Fuiste inteligente al situar a Mira en una posición desde la que podía obtener información valiosa.

A Cleo se le encogió el corazón ante la mención de su amiga muerta. No había sugerido que Mira cuidara de Lucía para convertirla en espía, sino para ayudarla a sobrevivir.

—Y ahora está muerta por culpa tuya —masculló, reprimiéndose para no sacar la daga y clavársela a Magnus en el pecho.

—No es verdad —el rostro del príncipe se ensombreció—. La defendí, o al menos lo intenté. Mi padre actúa sin pensar, especialmente cuando se trata de criados entrometidos. Yo le habría perdonado la vida.

—¡Mientes!

—No miento, al menos en esto. Tu amiga estaba en territorio pantanoso solamente por encontrarse en la misma estancia que un Damora, y pagó un precio muy alto por ello… al igual que tu soldado en Paelsia.

A Cleo se le saltaron las lágrimas.

—No vuelvas a hablar nunca de él.

—Jamás te pediré perdón por lo que pasó —Magnus apartó la vista—. Pero sé que aquel día actué llevado por el pánico y la cobardía. Por ese motivo, y solo por ese, me avergüenzo de lo que hice.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de la princesa.

—Mi familia está muerta. He perdido mi reino. Mis amigos han muerto a manos de tu familia.

—Y tú conservas la vida gracias a nuestra clemencia.

—Yo jamás usaría la palabra clemencia para referirme a ninguno de vosotros. Y no me creo ni una palabra de lo que has contado sobre tu abuelo. Si era de tu sangre, tenía que ser un tirano y un déspota; los limerianos sois tan fríos como vuestra tierra. No me extraña que tu corazón sea de hielo.

Magnus esbozó una sonrisa irónica.

—De modo que ahora sí que tengo corazón; es todo un avance, princesa —la contempló con detenimiento—. Pero dejémonos de historias. ¿Qué hacemos con el problema de esta noche?

—¿Cómo…? —barbotó Cleo, pero antes de que pudiera añadir nada más, él la agarró de los brazos, la volteó y la tiró de un empujón sobre la cama.

La princesa soltó un grito de frustración cuando Magnus le arrebató la daga, y le miró horrorizada mientras él inspeccionaba la hoja dorada.

—¿Tenías intención de usar esto contra mí, princesa? —preguntó con una mirada glacial—. Y yo que creía haber sido cordial contigo esta noche…

Cleo era incapaz de apartar la vista del arma; no podía borrar de su mente la imagen de Magnus utilizándola contra ella.

El príncipe avanzó lentamente, contemplándola como un predador que hubiera arrinconado a su presa.

—¿Quién te ha dado esto?

Cleo no respondió.

—Es una daga de novia procedente de Kraeshia —reflexionó Magnus en voz alta examinando el arma—. Todo un detalle por parte del príncipe Ashur; espero que le dieras las gracias. ¿Nada que decir, princesa? Yo creí que siempre tenías una agudeza en la boca. Tal vez ahora que te he arrebatado el arma se te acaben las respuestas cortantes.

Se guardó la daga y volvió a aproximarse a Cleo, quien se levantó de un salto y retrocedió de espaldas hasta quedar arrinconada.

—¡Aléjate de mí!

Magnus la contempló con ironía.

—¿Y esto? ¿Un conejillo asustado que intenta salvarse de las fauces del lobo? Perdóname si encuentro difícil de creer este espectáculo de inocencia.

—No me vas a tocar; no me pondrás la mano encima esta noche —masculló Cleo tratando de aparentar más convicción de la que sentía—. Ni ahora ni nunca.

Antes de que pudiera reaccionar, Magnus se plantó delante de ella y la inmovilizó contra la dura piedra de la pared. Agachó la cabeza para mirarla a los ojos, bloqueando con su cuerpo la vía de escape.

—Mira: te estoy tocando —observó su rostro y sus ojos se detuvieron un instante en el cardenal de la mejilla—. No intentes decirme lo que puedo o no puedo hacer, princesa. Si tienes algún poder, es solo el que yo te permito. Recuérdalo.

—¡Suéltame!

—Aún no.

Cleo trató de calmarse. Magnus no le estaba haciendo daño, pero la tenía inmovilizada.

—¿Lo ves? —insistió el príncipe recalcando las sílabas—. Estás a mi merced. Puedo hacerte lo que quiera; espero que lo entiendas.

Cleo apenas podía respirar; las palabras de Magnus la quemaban como el fuego.

—Es mi padre quien desea esta unión, no yo —continuó el príncipe—. Pero debo aceptarla para seguir siendo su heredero. Algún día, todo lo que es de mi padre será mío: su reino, su ejército, su poder. Y no voy a arriesgar eso por nada ni por nadie. Pero permíteme que deje clara una cosa: antes yacería con una bestia de la Tierra Salvaje que contigo. Creo que sus garras serían menos afiladas.

La soltó y dio un paso atrás.

—Podría mandarte ejecutar por esto —señaló la daga que llevaba en el abrigo—. Lo sabes, ¿verdad?

Cleo jadeó y asintió, sin apartar la vista de sus ojos. Apartar la mirada en ese momento habría sido una muestra de debilidad.

—Si tienes aprecio a tu vida y a la de tu buen amigo… tu único amigo, Nic, te portarás como una esposa enamorada en la gira nupcial por esta tierra dejada de la mano de la diosa. Vas a actuar para las masas descerebradas que han decidido creerse todas las mentiras de mi padre. ¿Lo has comprendido?

—Sí.

Magnus se dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Antes de cerrar la puerta a su espalda, se detuvo un instante.

—Y si alguien te pregunta, dirás que esta noche ha superado todas tus expectativas y locas fantasías sobre mí —añadió.