CAPÍTULO 22
LUCÍA
—¿Mi magia es maligna?
Fue lo primero que le preguntó Lucía a su padre cuando fue a visitarla antes de la boda. Necesitaba saber la verdad, y el rey Gaius era famoso por su franqueza. Magnus la mentiría para no herir sus sentimientos; tal vez ya lo hubiera hecho. Y Alexius… ¿De verdad creía algo de lo que le había dicho? ¿Habría sido real, siquiera? Desde que estaba despierta, empezaba a dudar de lo que había visto y sentido. Y la idea de que no fuera nada más que un sueño le pesaba como una losa.
—No, no es maligna —respondió el rey, arrodillándose junto a su cama y tomándole las manos—. Es magnífica. Es maravillosa. Eres una hechicera, Lucía, una hechicera tan bella como poderosa. La diosa te ha bendecido con un gran regalo.
Parecía tan sincero que a la princesa se le anegaron los ojos de lágrimas.
—Es una maldición, padre. Eso pensaba mi madre.
—Se equivocaba; tu madre erraba en muchas cosas. Tal vez la elementia sea un desafío, pero podrás dominarlo fácilmente. Ya tengo una nueva maestra para ti; solo estábamos esperando a que despertaras. Hoy vendrá a visitarte y comenzaréis las lecciones —se levantó y le dio un beso en la frente—. Quiero que sepas una cosa: me siento muy afortunado de poder llamarte hija. Y no me sentiría así si albergara alguna duda sobre ti, Lucía. No tengo ni una sola.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Lucía ante aquellas hermosas palabras.
—Tu destino es ejercer ese poder, y nadie puede escapar a su destino —remachó Gaius—. Intentarlo solo te causaría dolor. Aceptarlo es la única respuesta posible, la que te concederá la paz.
Lucía había censurado el comportamiento de su padre en más de una ocasión, aunque solo fuera para sus adentros. Lo que más le disgustaba era su gusto por la crueldad: durante años, la princesa había sido testigo de la forma en que trataba a sus súbditos, a los criados e incluso a Magnus. Y sin embargo, a pesar de la reputación del rey, este jamás había sido cruel con ella. Siempre la había tratado de forma amable y jamás había dejado de darle ánimos.
—Gracias, padre —respondió mientras se incorporaba.
Sin hacer caso del mareo que le sobrevino al moverse de forma brusca, le abrazó con fuerza.
—No hay de qué, hija mía —el rey le dio una palmadita en la mejilla—. Ahora debo ir al templo. Me gustaría que pudieras acompañarme, pero es mejor que descanses.
El templo. La boda.
—Padre… Magnus no quiere casarse con la princesa.
—Pero lo hará. Aunque proteste de entrada, Magnus siempre acaba haciendo lo que le pido —examinó el rostro de Lucía—. He hecho esto en parte por ti, ¿sabes?
—¿Por mí? —preguntó frunciendo el ceño.
—Sé lo que siente Magnus.
Un súbito rubor hizo arder sus mejillas.
—No sé qué decir…
—No tienes que decir nada; no es culpa tuya. La culpa es de él. Su falta de dominio sobre sí mismo es una vergonzosa debilidad, y no puedo permitir que continúe.
—¿Y crees que obligarle a casarse con la princesa Cleiona cambiará algo?
—Si no sirve de nada, al menos le mantendrá distraído. Además, partirán al amanecer de gira nupcial; así tendrás tiempo para centrarte en tu magia y podrás dejar de preocuparte por los sentimientos no correspondidos de tu hermano —enarcó una ceja—. Porque tú no sientes lo mismo por él, ¿verdad? Aunque no apruebo el deseo que siente por ti, si fuera mutuo… Eso lo cambiaría todo.
El rostro de Lucía enrojeció más todavía.
—No, no siento nada por él y nunca lo sentiré. La forma en que me mira… Ojalá supiera qué decirle para que se le quitara de la cabeza esa idea tan desagradable.
El rey se giró de pronto.
—Ya sabes lo que opino de los espías, hijo mío.
Lucía siguió su mirada y divisó a Magnus en la puerta. El corazón le dio un vuelco. ¿La habría oído?
—Lo lamento, padre. Solo quería despedirme de mi hermana —replicó el príncipe lanzándole a Lucía una mirada llena de frialdad.
—Magnus… —comenzó ella, pero él le dio la espalda sin añadir una palabra más.
El rey se volvió hacia Lucía, que se había dejado caer contra las almohadas. Un nudo parecía retorcerle las entrañas; había herido a Magnus sin querer.
Siempre estaba haciéndole daño.
—Es lo mejor —sentenció el rey—. Al final todo vuelve al lugar que le corresponde.
—Por supuesto —susurró ella.
El rey se despidió y la dejó a solas con sus remordimientos.
Al cabo de lo que le parecieron horas, alguien llamó a la puerta. Era la maestra que iba a enseñarle a dominar la elementia, una bruja llamada Domitia.
Miró a Lucía con una sonrisa resplandeciente; su pelo era dorado como el trigo, y las comisuras de sus ojos verdes estaban surcadas de arrugas finas. Luego la ayudó a levantarse de la cama y la princesa notó cómo recuperaba las fuerzas lentamente.
—Estoy tan contenta de poder ayudaros… —gorjeó Domitia—. El rey hizo bien al escogerme.
Normalmente, las mujeres acusadas de brujería se enfrentaban a la pena de muerte; el rey había instaurado esa norma en Limeros años atrás, y ahora también la había impuesto en Auranos. La única forma de librarse era ser de alguna utilidad a la corona.
Domitia le explicó a Lucía que los hombres de su padre la habían capturado en una redada reciente, tras escuchar los rumores sobre sus talentos mágicos. Por suerte para ella, el rey necesitaba una maestra adecuada para su hija y la había liberado de las mazmorras.
No era de extrañar que la mujer fuera tan empalagosa.
—Empecemos con algo sencillo, ¿os parece? —la bruja dispuso sobre una mesa una hilera de velas de distinto grosor y altura—. Me gustaría que os concentrarais en esas velas y las fuerais encendiendo una a una; según tengo entendido, poseéis un fuerte control sobre la magia del fuego.
—Algo así.
La bruja ni siquiera sospechaba que Lucía fuera la hechicera de la profecía. Para ella, la hija del rey era una bruja común que se había salvado de las mazmorras tan solo por su alta cuna.
—Yo puedo hacer magia del fuego; permitidme que os lo demuestre —la bruja arrugó la frente y se concentró en las mechas de las velas.
Lucía la observó, conteniendo a duras penas una sonrisa irónica. Con las cejas fruncidas y la boca apretada, Domitia parecía estar sentada en un orinal.
Una de las mechas empezó a brillar. La bruja jadeó mientras el sudor perlaba su frente. Finalmente, una llamita bailó en la mecha de la primera vela.
Domitia dejó escapar un suspiro trémulo.
—¿Lo veis? Se puede hacer.
—Impresionante —murmuró Lucía, notando cómo crecía una impaciencia aguda bajo su piel.
La bruja asintió como si reconociera la gran magnitud de su hazaña.
—Es vuestro turno, princesa.
Lucía fijó la vista en las velas apagadas.
—¿Qué sabes de las profecías, Domitia?
—¿Qué profecías, alteza?
—Las relacionadas con la elementia.
La bruja frunció los labios, pensativa.
—Circulan muchos rumores sobre ese tipo de cosas; es difícil separar lo verdadero de lo falso.
Lucía tenía que determinar si aquella mujer podía servirle de algo. Mientras esperaba a que Alexius la volviera a visitar en sueños, como había prometido, ella debía buscar otras respuestas. Le hacía falta un tutor experto que supiera quién era ella y lo que podía hacer.
—¿Dirías que estás más capacitada que las brujas normales?
—¡Sí, alteza! —respondió Domitia con los ojos brillantes—. No solo domino la magia del fuego, sino también la del agua. Son elementos opuestos que a menudo se anulan entre sí, y rara vez aparecen en la misma bruja.
—Muéstrame tu magia del agua.
La bruja se enjugó el sudor de la frente, recorrió la habitación, buscó una copa y la llenó de agua. Luego la colocó en la mesa junto a la vela encendida.
—Mirad —pidió, y arrugó el rostro mientras se concentraba de nuevo.
Lucía observó la copa por encima del hombro de la bruja. Al cabo de un rato, el agua empezó a agitarse. Espero un poco más, pero la bruja se apartó y le dedicó una mirada triunfal.
—Ha sido decepcionante.
Domitia se quedó perpleja.
—¿Decepcionante? He tardado años en dominar la magia de este modo.
—Es cuestionable que la domines —suspiró Lucía—. A juzgar por lo que acabo de ver, me temo que no cuentas con suficientes conocimientos para ayudarme. No obstante, te agradezco la visita.
La alarma encendió los ojos de la mujer mucho más rápido de lo que ella había encendido la vela.
—Alteza, os ruego que me perdonéis. Solo quiero ayudaros en lo que pueda; es lo único que me importa.
—Por supuesto —murmuró Lucía—. Como sabes, mi padre tiene la costumbre de ajusticiar a las brujas que no le sirven de nada.
—Y sin embargo, su propia hija es una bruja —le espetó Domitia, y de pronto se ruborizó—. Oh, os pido de nuevo disculpas. No pretendía ofenderos. ¡Por favor, perdonadme!
¿Sería aquello el poder que tanto le gustaba a su padre? ¿La habilidad para provocar miedo solamente con unas palabras?
Lucía se sintió incómoda al descubrir que le provocaba una curiosa sensación de placer.
—No debes tenerme miedo —añadió con suavidad.
—No… no lo tengo —Domitia se retorció las manos—. He oído rumores poco agradables sobre el rey y el príncipe, pero dicen que vos sois amable y atenta. Una verdadera princesa de la cabeza a los pies.
—La verdad es que he intentado serlo en el pasado —murmuró Lucía, acariciando la mesa donde estaban colocadas las velas—. Pero debo admitir que últimamente me siento inquieta.
—¿Inquieta por qué, alteza?
Ay, ¿cómo explicar con palabras lo que sentía? Le resultaba difícil incluso concebirlo, pero no podía ignorar la verdad.
—En mi interior hay algo… hambriento. Es como una bestia enjaulada. No la sentía cuando estaba dormida, pero ahora que estoy despierta me resulta imposible ignorarla.
—No os entiendo, princesa. ¿Una bestia en vuestro interior? ¿A qué os referís?
—Dicen que no es nada maligno. No lo parece, la verdad, pero es… como una oscuridad que se fuera espesando —explicó, y según hablaba se percató de lo cierto que era—. Es como si la propia noche me envolviera en un abrazo que se hace cada vez más estrecho.
En los ojos de Domitia apareció una mirada de comprensión.
—Lo que sentís es normal en alguien capaz de dominar una parte de la elementia —asintió—. No os preocupéis; sin un sacrificio de sangre, es imposible que vuestros poderes sean más destructivos que lo que acabo de mostraros —se inclinó para apagar la vela que había encendido—. Es vuestro turno; tratad de encenderla, os lo ruego.
La bestia oscura que había en el interior de Lucía se preparó para saltar cuando Domitia ignoró la advertencia implícita en sus palabras. Porque eso había sido: una advertencia.
—Por supuesto —respondió la princesa.
Los diez pabilos se encendieron al instante y sus llamas crecieron hasta lamer el techo. La bruja se tambaleó hacia atrás y se llevó a la boca una mano temblorosa.
—Yo… yo… ¡Jamás había visto algo así!
Lucía se sonrió al ver la sorpresa y el terror reflejados en su rostro.
—Supongo que no.
Los ojos desmesurados de Domitia reflejaban el parpadeo de las llamas.
—Y lo habéis hecho sin ningún esfuerzo… Es increíble.
—Ah, te aseguro que sí que me esfuerzo. Es como un músculo que me pide a gritos que lo ejercite. Contéstame a una pregunta, Domitia. Se la he hecho a mucha gente hasta ahora, pero lo que me contestó mi madre muerta no me deja dormir; es como si me persiguiera su fantasma. ¿Es malvada mi magia?
—¿Malvada? —repitió Domitia, temblorosa—. No lo sé.
—Esa no es la respuesta que esperaba.
Lucía extendió las manos hacia la bruja. La magia del aire se enroscó en torno a la mujer y la lanzó contra la pared, dejándola clavada igual que una mariposa a una tablilla.
—¿Qué os proponéis? —jadeó Domitia.
Era una pregunta excelente. ¿Qué se proponía?
Fuera lo que fuera… le hacía sentirse bien.
El calor de las llamas empezaba a agobiar a Lucía. Estaba sofocada; necesitaba algo frío para equilibrarse. El fuego y el agua eran contrarios, y la bruja le había dicho que a menudo se anulaban.
Decidió averiguar si era cierto. Volvió la cabeza hacia la copa de agua que había utilizado la bruja y se concentró. El líquido salió despedido por el aire hasta detenerse junto a la princesa, que lo examinó con la cabeza torcida. De pronto recordó su hogar. Limeros.
El agua se heló en el aire y tomó la forma de una lanza.
La bruja chilló cuando el afilado carámbano se acercó a ella hasta rozarle la garganta. La bestia oscura que habitaba dentro de Lucía lo aprobó; desde que había despertado, tenía sed de sangre fresca.
—Cuando mi padre regrese de la boda de mi hermano, tendré que decirle lo decepcionada que estoy por la elección de mi maestra.
—No lo hagáis, os lo suplico —imploró Domitia—. Haré lo que me pidáis. ¡Por favor, no me hagáis daño!
Lucía hizo oídos sordos y se centró en la lanza de hielo, que presionó lo bastante para rajar la piel. Un hilo de sangre roja y brillante bajó por la garganta de la bruja. Lucía lo observó, fascinada. ¿Cuánta sangre podría derramarse antes de que muriera la mujer? ¿Crecería su poder con un sacrificio así?
De repente, se oyó un estruendo y el suelo se sacudió haciendo perder el equilibrio a Lucía. La lanza helada se desplomó y se rompió en mil pedazos.
—¿Qué pasa? —exclamó la princesa—. ¿Qué es esto?
Las velas cayeron de la mesa y sus llamas se apagaron antes de tocar el suelo. Lucía se volvió hacia la bruja, que la miraba con expresión despavorida.
El terremoto cesó tan súbitamente como había comenzado. La bestia que habitaba en el interior de Lucía se retiró hasta su oscura cueva.
Diosa, ¿en qué estaba pensando? ¡Había estado a punto de matar a aquella pobre mujer!
—Vos… ¿qué sois? —preguntó Domitia con voz trémula.
Lucía se obligó a mirarla a los ojos.
—Si tienes aprecio a tu vida, no hablarás a nadie de lo que ha pasado aquí.
—Princesa…
—¡Márchate!
No tuvo que repetirlo: Domitia salió huyendo de la habitación sin protestar.
El corazón de Lucía parecía querer escapar de su pecho.
A esto se refería mi madre. Ella tenía razón y todos los demás están equivocados.
Sabía que aquella era la verdad. Y lo que más la asustaba era que había una pequeña parte de ella a la que no le importaba lo que había pasado.
Atisbó el brillo dorado de unas alas en la balconada. Un halcón acababa de alzar el vuelo.
—¡Alexius! ¡Regresa!
Corrió hasta la barandilla de mármol, pero el halcón ya se elevaba en el cielo azul hasta perderse de vista.
El destello de esperanza que había albergado su pecho durante un instante se convirtió en cenizas.