CAPÍTULO 21

ALEXIUS

Melenia alzó la vista cuando Alexius entró en su aposento del palacio de cristal, una estancia repleta de flores y luz. La cristalera del suelo al techo dejaba ver la gigantesca ciudad donde residían los otros inmortales, muy por debajo de ellos.

El ventanal presentaba una grieta irregular en el centro: el temblor de tierra que se había producido en el mundo de los mortales se había dejado sentir también allí. Muchos inmortales habían sucumbido al pánico creyendo que aquello era el fin.

Pero Alexius sabía que se trataba de algo muy distinto.

Ya había decidido visitar a Melenia cuando la tierra empezó a temblar, y avanzaba hacia sus aposentos con paso firme y mente clara. Tenía asuntos de los que discutir y no podía esperar ni un día más.

Melenia le aguardaba en la sala principal, ataviada con una túnica vaporosa que abrazaba sus curvas. Sus ojos azules poseían un tono tan intenso que nadie hubiera podido confundirlos con los de una mortal.

—Me alegro de verte, Alexius —saludó.

Él se quedó mudo por un instante, como siempre le pasaba en su presencia: su belleza le obnubilaba. Melenia extendió las manos hacia él.

—Así podrás celebrar conmigo este nuevo indicio de nuestro éxito inminente —prosiguió Melenia—. Estamos muy cerca ya, tanto que siento el sabor del triunfo en los labios.

—¿Y a qué sabe?

—Es dulce como la miel.

La sonrisa de Melenia se empañó al percatarse de que Alexius no parecía complacido. Se aproximó a él y le rodeó las mejillas con sus frescas manos. Aquella mujer parecía menuda y frágil, pero Alexius sabía muy bien que era todo lo contrario: no había conocido a nadie más fuerte en toda su existencia. Durante mucho tiempo había admirado aquella fuerza.

—¿Qué te sucede, Alexius? Pareces preocupado.

—Lo estoy. La princesa ha despertado de su letargo antes de lo que esperaba.

—Entiendo. Ahora te será más complicado acceder a sus sueños.

—No es por eso.

Ella le examinó con atención.

—Entonces, ¿qué es? Cuéntamelo, Alexius. Sabes que puedes confiar en mí; siempre hemos compartido nuestros secretos.

Sí: tantos secretos que había perdido la cuenta.

—Dos desastres en el mundo mortal, un tornado y un terremoto… Todo está sucediendo como predijiste.

—En efecto.

Melenia era una inmortal singular, distinta al resto y más poderosa en muchos aspectos. Podía ver cosas que los demás no sospechaban, acontecimientos que tenían lugar en el Santuario y también en el mundo de los mortales. Era clarividente y siempre había sido así.

—¿Continúas visitando los sueños del rey? —le preguntó.

Ella tardó un instante en responder.

—Últimamente, no; ya sabe lo que necesito que haga.

Aquel era otro de los muchos secretos de Melenia. Los demás ancianos no tenían la capacidad de entrar en los sueños de los mortales. Era una tarea compleja que agotaba la magia y la fuerza física, y para un anciano resultaba imposible.

Salvo para Melenia.

—No falta mucho para que mi calzada esté terminada —comentó con voz alegre.

Sí: su calzada. Una ruta que debía ser construida por manos mortales.

Una vía que debía atravesar ciertos puntos a lo largo de su sinuosa trayectoria.

Y dado que no era solamente una calzada, para culminarla con éxito hacía falta derramar sangre sobre ella.

Sangre: todo dependía de la sangre. Era elemental. Era magia. Incluso cuando fluía por venas mortales.

Y cuando la calzada estuviera completa al fin…

—Necesito saber si hay otra opción —dijo Alexius con voz ahogada.

—¿Otra opción? —repitió ella frunciendo el ceño.

Alexius alzó la vista y se enfrentó a su mirada, intentando ocultar el dolor que sentía bajo el remolino dorado de su marca. Pocos inmortales conocían los planes de Melenia como él. Al principio, cuando se unió a su causa, había estado de acuerdo con ellos. En aquel entonces no dudaba de su capacidad para llegar hasta el final.

Ahora sí lo hacía.

En los ojos azules de Melenia hubo un destello de comprensión.

—Te pedí que te acercaras a ella, que la abordaras y comprobaras si era realmente la hechicera profetizada por Eva. Y tú cumpliste tu cometido a la perfección.

—Ella es inocente, Melenia.

—Ningún mortal que viva y respire más de un día es inocente.

—Ayúdame, explícamelo. ¿Por qué crees que solo tu plan servirá para encontrar los vástagos y liberarnos de esta prisión? ¿Por qué estás tan segura?

Melenia abarcó las paredes de su aposento con un gesto. Los símbolos de los cuatro elementos —tierra, fuego, aire, agua— aparecían grabados una y otra vez sobre la plata y el cristal. Aquel era su homenaje a los vástagos, igual al que muchos otros inmortales tenían en su morada. Oraban ante los símbolos y les pedían respuestas que los guiaran durante aquellos largos días, años y siglos sin posibilidad de cambio ni escapatoria.

—Porque me hablan —respondió Melenia sencillamente, pasando los dedos sobre el triángulo que representaba el fuego—. Me dicen qué debo hacer, cómo encontrarlos. Y tu princesa es la clave. Cuando mi calzada esté completa, su sangre deberá correr. Toda.

Alexius sintió un escalofrío.

Hasta hacía poco, había estado dispuesto a sacrificar a Lucía para salvar su mundo antes de que la magia se desvaneciera completamente. Estaba comprometido con la causa, al igual que el selecto grupo de inmortales que había escogido Melenia para formar su pequeño ejército.

Melenia apartó la mirada para estudiar a Alexius.

—Yo quería que la princesa se enamorara de ti para hacerla más manipulable y dispuesta —torció la cabeza—. Pero me temo que tú también te has enamorado de ella, ¿verdad?

—No —respondió él paladeando el amargo sabor de la falsedad.

—A mí no puedes mentirme; sé reconocer la verdad —suspiró—. Esto complica las cosas.

—Necesito verla.

—Sí, estoy segura de que lo necesitas —mantuvo la mano sobre el símbolo del fuego y le dedicó una mirada burlona—. No eres el único que se ha enamorado de un mortal; Phaedra también ha estado observando a uno muy de cerca. Un rebelde.

—¿Un rebelde?

—No confío en ella: ve demasiado, sabe demasiado. Igual que Stephanos. Me preocupa que tu amiga se convierta en un obstáculo para mis planes.

Lo comentó a la ligera, pero Alexius notó que se le encogía el estómago de preocupación. Si Phaedra se convertía en un problema para Melenia, temía de verdad por ella. Phaedra no se guardaba sus opiniones: hablaba con demasiada franqueza y actuaba de forma espontánea, sin tener en cuenta los riesgos. Aquella conducta podía buscarle enemigos muy poderosos.

Tal vez ya los tuviera.

Respiró hondo y se decidió a hacer la pregunta que lo inquietaba desde hacía meses.

—¿Y por qué hay que mantener tus propósitos en secreto? Encontrar los vástagos, romper las cadenas que nos mantienen encerrados en el Santuario… es algo que nos beneficia a todos. ¿Por qué no hablas a Timotheus y a Danaus de la princesa y la calzada? —titubeó—. ¿Acaso buscas algo más y crees que ellos no lo aprobarían?

—No te preocupes por eso. Y tampoco por la princesa.

—Necesito verla —insistió—. Ahora mismo. No puedo esperar.

—No necesitas ir a ninguna parte, Alexius. Todavía no. Solo lo harás cuando la última pieza del rompecabezas encaje en su sitio.

—La última pieza del rompecabezas es su muerte, ¿verdad?

—Me dijiste que estabas de acuerdo con todo esto, Alexius. Aseguraste que querías rescatar a tu gente y salvar el mundo. ¿De verdad has cambiado de opinión?

—Lo que quiero es encontrar otra salida.

—No la hay —Melenia se acercó a él y le estrechó las manos—. Lo entiendo, créeme. Entiendo lo que es amar a alguien que te está vedado. Languidecer por esa persona, ansiar dolorosamente su contacto y saber que no existe un futuro para ambos. Sé hasta dónde se puede llegar para ayudar al ser amado.

Alexius la contempló lleno de esperanza, pero Melenia le dedicó una sonrisa fría.

—Y también sé lo peligroso que es albergar ideas como esas —remachó.

—Melenia…

—No digas más. Tienes que recuperar la devoción por mí y por mi causa. La princesa debe ser sacrificada por el bien de los vástagos: su magia es lo único que importa.

—Necesito hablar con ella —suplicó.

—No.

Melenia le apretó las manos con más fuerza y Alexius trató de liberarse sin éxito. De pronto, sintió como si la anciana vigía le estuviera exprimiendo, arrebatándole la magia, la habilidad para cambiar de forma y visitar los sueños de los mortales, la capacidad de hacer cualquier cosa salvo respirar y existir.

Ya no podría acudir junto a Lucía.

No en vano Melenia era la más poderosa de todos los inmortales: solo ella podía hacer eso.

—No todos los amores son eternos —le musitó al oído mientras Alexius se debilitaba y caía de rodillas ante ella—. No todos los amores tienen el poder de cambiar el mundo. Lo que sientes por la princesa no es más que un capricho pasajero. Confía en mí, Alexius. Estoy haciendo esto para ayudarte.

Le había prometido a Lucía que la visitaría en sueños. Había ido allí para encontrar la forma de salvarle la vida.

Había fracasado en las dos cosas.

Sin embargo, sabía que Melenia estaba en lo cierto: su comportamiento irracional podía poner en peligro todos sus planes. Evitar la destrucción de todo y de todos bien valía la vida de una hechicera de dieciséis años.

Lucía tendría que morir. Y un día, muy pronto, sería él quien le arrebatara la vida.

No había vuelta atrás.