CAPÍTULO 20
CLEO
Era la mañana de la boda de Cleo.
Y también el día en que moriría el rey Gaius.
Por ti, Mira. Hoy pagará con su sangre todos sus crímenes.
Cleo ardía de cólera; aquel día se cobraría venganza.
Pero en aquel momento, sus dos doncellas limerianas le tiraban del pelo con tanta fuerza que tenía ganas de llorar como una niña, en lugar de comportarse como correspondía a una futura reina.
—No sé por qué no puedo llevar el cabello suelto —se quejó.
—El rey ha ordenado que vayáis peinada de esta forma —explicó Dora con altivez—. Y tardaremos más si seguís retorciéndoos.
Cleo tuvo que admitir que el interés del rey por los detalles había dado sus frutos. Su peinado, hecho de pequeñas trenzas entrelazadas en un intrincado diseño, era precioso. Aun así, Cleo lo odiaba. Odiaba todo lo que tenía que ver con aquella boda, y más cuando las criadas la ayudaron a ponerse el pesado vestido que Lorenzo había confeccionado para ella. El sastre había acudido en persona al palacio para tomarle las medidas el día siguiente a su regreso de la Tierra Salvaje. Mientras trabajaba se deshizo en disculpas sobre su costurera, que trabajaba para los rebeldes sin que él lo supiera. La chica había desaparecido, pero Lorenzo prometió que si se enteraba de dónde se encontraba, informaría al rey.
Cleo no pensaba que la costurera trabajara realmente para los rebeldes; debía de ser una más de aquellas muchachas ingenuas que harían cualquier cosa que les pidiera un chico tan apuesto y fascinante como Jonas Agallon.
Jonas…
Los brillantes que tachonaban el vestido destellaban incluso a la luz tenue del aposento. El traje pesaba casi tanto ella. Una vez se lo puso, Helena y Dora apretaron sin piedad los lazos del corsé hasta cortarle la respiración.
Cleo intentó no preocuparse, aunque en la semana y media que había pasado desde su regreso al palacio no había recibido ningún mensaje de Jonas que confirmara el plan.
¿Realmente confiaba en él?
La verdad era que no tenía otra opción.
Jonas lo haría por Paelsia, para salvar a su pueblo. A pesar del beso que habían compartido, sabía que no lo haría por ella.
Cuánto te reirías de mí, Mira. Me besa un rebelde hace una semana y lo recuerdo con tanta claridad como si hubiera sido ahora mismo… Daría cualquier cosa por tenerte aquí y poder hablar contigo.
Se miró en el espejo mientras las criadas continuaban peinándola y no pudo evitar fijarse en el brillo de la gema púrpura del anillo. El corazón se le aceleró al pensar que lo llevaba puesto y a la vista. Pero no tenía forma de saber cómo terminaría aquel día, y aquel anillo era su posesión más preciada e importante.
Vio a Nic en el espejo; estaba ante su puerta con expresión sombría. No le había visto sonreír ni una sola vez desde que se enteró de la muerte de Mira, y su expresión de dolor le partía a Cleo el alma. Nic sentía que le había fallado a su hermana, que no la había protegido cuando más lo necesitaba, y juraba una y otra vez que nunca le fallaría a Cleo.
La esperaba en la puerta para acompañarla hasta el carruaje que la llevaría al templo donde se iba a casar.
Al lugar donde le aguardaba su destino.
Aquel día pasaría a la historia: los auranios hablarían de él durante siglos. Escribirían libros, compondrían canciones, contarían cuentos durante generaciones sobre el día en que la princesa Cleiona se unió a los rebeldes para derrotar a su enemigo y liberar al reino de la tiranía del rey, aunque los auranios todavía no se hubieran dado cuenta de hasta qué punto llegaba la crueldad del Rey Sangriento.
Y la paz reinaría en toda Mytica durante otro milenio.
La multitud congregada ante el templo de Cleiona vitoreó a la princesa al verla salir del carruaje. Una hilera de soldados dispuestos hombro con hombro controlaba a la gente e impedía que se acercaran demasiado al edificio. Cleo consiguió sonreír y saludó a su pueblo. Era bueno que hubiera tanto público: los rebeldes podrían camuflarse con facilidad.
La Calzada Imperial del rey Gaius nacía en el templo y se extendía a lo lejos, una cinta perfecta de piedra gris sobre el paisaje verde.
Jonas había dicho que en Paelsia, donde más millas de calzada se habían construido, los trabajadores eran esclavos que sufrían graves abusos. Pero allí, en la ruta que habían recorrido en carro, Cleiona no había visto tales atrocidades: los obreros parecían limpios y descansados, y trabajaban duro pero no hasta la extenuación.
Era lógico: aquella zona no era un paraje aislado de Paelsia donde el rey pudiera ocultar el trato que dispensaba a los trabajadores. Gaius deseaba que sus nuevos súbditos auranios lo aceptaran, y una muestra de crueldad espolearía a los que se le oponían. Aquello no era más que otra prueba de sus mentiras, una razón más para detener al rey.
Varios miembros del consejo de su padre y sus esposas —todos nobles importantes— se acercaron a ella y murmuraron elogios hacia su vestido. Le apretaron las manos, hicieron reverencias y le desearon lo mejor en el día más importante de su vida.
A Cleo empezaban a dolerle las mejillas de mantener la falsa sonrisa. Aun así, se quedó en el exterior todo el tiempo que pudo.
—Es la hora, alteza —la llamó un hombre alto e imponente, con el pelo negro y los ojos verdes.
Era Cronus, el capitán de la guardia del rey Gaius. Cleo desconfiaba tanto de él como del propio rey, ya que seguía las órdenes de su señor fueran cuales fueran. Si el rey le ordenara que matara a Cleo con sus propias manos, a esta no le cabía ninguna duda de que lo haría en el acto. El capitán la asustaba, pero se negó a permitir que se reflejara en su rostro.
Echó un último vistazo por encima del hombro para tratar de localizar a Jonas y después cruzó una mirada con Nic, quien asintió con expresión tensa. Finalmente, le tomó del brazo y su amigo la condujo hasta las escaleras del templo, con Cronus pisándoles los talones.
A la entrada, una primera estatua de la diosa Cleiona le tapaba la visión. La princesa la sobrepasó y se encontró ante la monumental columnata del templo, tres veces más amplio que la sala de banquetes del palacio. Cientos de invitados se alineaban junto a las paredes, intercalados con algunas libreas granates; la mayoría de las tropas se encontraban en el exterior, controlando a la multitud.
Perfecto.
—Ojalá pudiera ahorrarte esto, Cleo —musitó Nic dándole un último apretón en el brazo.
Cleo no pudo contestarle; tenía un nudo en la garganta. Nic soltó y se colocó cerca de la entrada, sin quitarle la vista de encima.
El príncipe Magnus la aguardaba frente al altar. Iba vestido de negro, y sobre la blusa llevaba un rígido gabán con bordados de oro; tenía que estar muerto de calor. El rey se encontraba a su lado, junto al sacerdote limeriano vestido de rojo que oficiaría la ceremonia. Los rodeaban los acólitos del templo, también vestidos de rojo. Por todas partes había flores rojas y blancas iluminadas por velas.
Todos los rostros se giraron hacia la princesa.
—Camina —ordenó Cronus.
Cleo se tensó.
Debía darles una oportunidad a los rebeldes. Actuarían. Tenían que hacerlo.
Aun así, por un instante no estuvo segura de que las piernas pudieran sostenerla. Respiró hondo y sacó fuerzas de flaqueza: estaba dispuesta a hacer todo lo necesario para salvar Auranos.
Y en aquel momento debía caminar al encuentro de su destino en el altar del templo.
Pensando en su padre, en Emilia, en Mira y en Theon, avanzó.
Había asistido a muchas bodas; aquella no era distinta en esencia, salvo por lo grandioso del lugar. Mientras caminaba hacia el altar, atisbó algunas caras sonrientes que le resultaban conocidas: eran amigos de su padre, dispuestos a dar la bienvenida a su enemigo con los brazos abiertos. Cobardes, todos y cada uno de ellos. Nadie leal a su padre y a Auranos sonreiría al ver cómo la obligaban a casarse con el hijo de su enemigo.
Otros rostros, sin embargo, parecían afligidos. Cleo intentó con todas sus fuerzas no mirarles a los ojos por temor a que vieran su propio dolor. Le vinieron a la mente las fantasías que había acariciado no hacía tanto: había soñado que se casaría con Theon en un templo rebosante de alegría, con su padre al lado del novio.
Su padre. No el Rey Sangriento.
Cleo ni siquiera posó los ojos en el rey; tampoco le dedicó ni una mirada al príncipe, aunque notaba sus ojos oscuros clavados en ella. Se concentró en recorrer el pasillo sin mirar a los lados.
Aron, sentado en primera fila, la observaba con expresión molesta. Como de costumbre, parecía borracho.
A su lado se encontraba el príncipe Ashur Cortas, del Imperio Kraeshiano. Cleo había oído que acudiría a la boda en representación de su padre, el emperador. En el palacio habían corrido muchos rumores sobre aquel importante invitado; las jóvenes casaderas de la nobleza aurania estaban emocionadas ante la perspectiva de conocer a un heredero tan atractivo y poderoso, venido del otro lado del mar. Muchas confiaban en que hubiera acudido a Mytica con la intención de buscar esposa.
Cleo examinó otra vez a los invitados. Muchos le resultaban desconocidos: debían de ser nobles de Limeria.
Enemigos de Auranos.
Jonas, esta es tu oportunidad. Por favor, no me defraudes.
Cuando llegó junto a Magnus, este la miró con expresión seria.
—Aquí estamos —dijo.
Cleo apretó los labios y no respondió. Si todo iba bien, el príncipe Magnus moriría junto a su padre. Merecía morir por lo que le había hecho a Theon.
Sin embargo, la princesa sentía una pequeña punzada de culpabilidad al pensar que Magnus pagaría un precio tan alto por los crímenes de su padre.
Es perverso, recordó. Igual que Gaius. Que llorara la muerte de su madre no significa nada. ¡No cambia nada!
—Comencemos —dijo el sacerdote.
Su estola de color granate, símbolo de la sangre de Valoria, estaba sujeta a su túnica escarlata con dos fíbulas de oro en forma de serpiente. Carraspeó y abrió los brazos.
—Nos encontramos hoy aquí para unir a estos dos jóvenes mediante los lazos eternos del matrimonio —comenzó—. Este enlace será el reflejo de la unión de Mytica en un solo reino próspero y fuerte, bajo la égida del magno rey Gaius Damora. Valoria, amada diosa de la tierra y el agua que nos otorga todos los días sus dones de fuerza, fe y sabiduría: te rogamos que bendigas ambas uniones.
—Intenta contener el entusiasmo, princesa —murmuró Magnus—. Al menos hasta el final de la ceremonia.
Cleo procuró mantener su máscara inexpresiva. La fuerza que tanto le había costado reunir comenzaba a fallarle, reemplazada por el pánico.
—Lo intentaré —masculló.
El rey los observaba con expresión indescifrable.
—No me digas que no estás contenta de encontrarte hoy aquí —musitó el príncipe.
—Tan contenta como tú.
—Tomaos de las manos —ordenó el sacerdote.
Cleo miró de reojo la mano de Magnus.
—Vamos, princesa. Me estás rompiendo el corazón.
—Es imposible: no tienes —gruñó ella apretando la mandíbula.
Magnus le agarró la mano con reticencia. Su palma era cálida y seca, igual que el día en que el rey había anunciado su compromiso. Cleo reprimió el impulso de liberarse de un tirón.
—Repetid los votos después de mí —pidió el sacerdote—: «Yo, Magnus Lukas Damora, tomo a Cleiona Aurora Bellos como esposa y futura reina. Este vínculo comienza hoy y dura para toda la eternidad».
El pánico se apoderó de Cleo. ¿Tan pronto?
Hubo una pausa. Los dedos del príncipe se pusieron rígidos.
—Yo, Magnus Lukas Damora, tomo a Cleiona Aurora Bellos como esposa y futura reina. Este vínculo comienza hoy y dura para toda la eternidad.
Cleo empezó a tiritar. La eternidad… Oh, diosa, ayúdame, te lo suplico.
El sacerdote asintió, humedeció los dedos en un recipiente con óleo perfumado y ungió a Magnus en la frente. Luego se volvió hacia Cleo.
—Repetid después de mí: «Yo, Cleiona Aurora Bellos, tomo a Magnus Lukas Damora como esposo y futuro rey. Este vínculo comienza hoy y dura para toda la eternidad».
Cleo estaba muda. Tenía la boca y los labios secos. Esto no puede estar pasando.
—Repite los votos —masculló el rey, con una mirada cortante como un cuchillo.
—Yo… yo, Cleiona Aurora Be… Bellos —tartamudeó—, tomo a…
De pronto, en el fondo del templo sonó un estruendo metálico. Cuatro de los acólitos del templo se quitaron las capuchas rojas y mostraron sus rostros.
A Cleo le dio un vuelco el corazón: uno de ellos era el cabecilla de los rebeldes. Jonas lanzó una mirada fugaz a Cleo, desenvainó una espada que ocultaba bajo la túnica y se lanzó hacia delante. Los soldados cayeron rápidamente bajo las hojas de los rebeldes mientras los invitados gritaban, asustados y confusos.
—¡Nic! —chilló Cleo.
Su amigo iba vestido con la librea granate de Limeros. ¿Y si los rebeldes se enfrentaban a él? Estaba en peligro, ¿por qué no lo había pensado antes? Le había prometido a Jonas que no hablaría a nadie del plan, pero al menos podría haberle advertido.
Jonas aferró a Magnus antes de que este pudiera reaccionar y le apoyó la hoja de la espada en la garganta.
Todo había sucedido en un instante.
El rebelde sonrió ligeramente, con los ojos entrecerrados.
—Parece que estáis de fiesta, alteza. Nosotros también.
El rey Gaius contempló al grupo de rebeldes, unos veinte muchachos de aspecto fiero que bloqueaban todas las salidas del templo.
—Eres Jonas Agallon —observó con voz tranquila, a pesar de que su hijo tenía una espada frente a la garganta—. Nos conocimos cuando formabas parte del séquito de Basilius. Me da la impresión de que hace siglos de eso.
Los ojos de Jonas cobraron un brillo de acero.
—Te diré lo que voy a hacer, Gaius: primero mataré a tu hijo y después te mataré a ti.
El rey extendió las manos.
—Parece que estamos en clara desventaja.
El corazón de Cleo latía más fuerte de lo que nunca hubiera creído posible. Echó una mirada recelosa a su alrededor: los veinte rebeldes habían reducido o matado a todos los guardias.
Pero ¿dónde estaba Nic?
—Me sorprende lo poco vigilado que está el interior del templo, Gaius. Nos costó colarnos y admito que va a ser difícil escapar, pero me temo que estaremos a la altura de las circunstancias —Jonas contempló al rey con aire satisfecho, como un gato hambriento que hubiera acorralado a un pajarito—. Creí que tendrías el buen juicio de celebrar un acontecimiento tan importante en un sitio más recogido… y de mantenerlo en secreto. Lástima que no lo hicieras.
—Supongo que habrías descubierto dónde y cuándo se celebraría la ceremonia —repuso el rey—. Eres muy astuto; debo admitir que me impresionan tus habilidades. Estoy seguro de que tu gente sigue tus órdenes sin dudar.
Teniendo en cuenta que estaba a punto de morir, la tranquilidad del rey Gaius era espeluznante.
—Padre —murmuró Magnus. Un hilo de sangre corría por su cuello.
—¿Qué pretendes, Agallon? —preguntó el rey sin dignarse mirar a su hijo.
—¿Que qué pretendo? —repitió Jonas, incrédulo—. Pretendo hacerte pagar por todos los crímenes que has cometido contra mi pueblo. He visto cómo construís la calzada…, majestad —empleó el título en tono burlón—. He visto lo que mandas hacer a tus soldados. Te pedí que detuvieras las obras, pero ignoraste mis demandas: grave error. Hoy las detendré con tu muerte.
—Puedo ofrecerte riquezas sin cuento.
—Solo quiero tu sangre.
El rey Gaius sonrió levemente.
—Entonces deberías haberla derramado más rápido. Ese ha sido tu error, rebelde.
Una flecha cortó el aire y se clavó en el pecho del rebelde que Jonas tenía al lado. El chico cayó al suelo y se retorció de dolor.
Cleo contempló horrorizada cómo la mitad de los invitados se levantaban de sus asientos y se echaban sobre los asaltantes.
La vigilancia no era ni mucho menos escasa en el interior del templo. Todo había sido un engaño: los soldados estaban camuflados entre los invitados. Aquellas eran las caras que Cleo no había reconocido.
Y superaban en número a los rebeldes.
Aprovechando la distracción, Magnus obligó a Jonas a soltar la espada de un golpe. Le agarró de la túnica y lo estampó contra una columna de mármol, con tanta fuerza que la nuca del rebelde crujió. Cleo intentó apartarse, luchando con aquel pesado vestido que le hacía sentir como si se moviera por el barro. Una daga pasó casi rozándole la mejilla.
—¡Tú mataste a mi madre, hijo de perra! —rugió Magnus—. ¡Te arrancaré el corazón y te obligaré a tragarlo!
Un rebelde que estaba junto a ellos recibió una estocada en el pecho y se derrumbó sobre Magnus, quien tuvo que soltar a Jonas para no perder el equilibrio.
El suelo de mármol estaba salpicado de charcos de sangre, rojo contra blanco. Cleo la contempló, incapaz de reaccionar; el caos se había desatado en un instante.
En ese momento el templo comenzó a temblar, al principio de forma casi imperceptible y de pronto con violencia. El suelo se agrietó con un crujido terrible y varios soldados cayeron al abismo dentado que se había abierto en la tierra. La estatua de la diosa Cleiona se desplomó, arrastrando a tres personas en su caída. Los combatientes que aún estaban en pie cayeron derribados.
Cleo se agachó y se tapó la cabeza con los brazos. Frente a ella, el rey Gaius se puso en pie y recorrió el templo con una mirada iracunda.
No había advertido lo que tenía a la espalda: una columna de mármol se había desprendido del techo hundido y estaba a punto de caer.
Justo antes de que le aplastara, Magnus se lanzó sobre él y lo apartó de un empellón. La pesada columna se rompió en mil pedazos en el lugar que el rey ocupaba un momento atrás.
El príncipe Ashur se puso en pie.
—¡Salid del templo! —tronó.
Los verdaderos invitados echaron a correr con desesperación para alejarse de aquel campo de batalla. Antes de que llegaran a las salidas, varias columnas más se tambalearon y cayeron aplastando a algunos.
El mundo llegaba a su fin ante los ojos de Cleo.
De pronto, un brazo le rodeó la cintura y la arrastró hasta detrás del altar.
—¿Sabes que has estado a punto de morir? —le espetó Nic.
—¡Nic! —Cleo le abrazó con fuerza—. ¡Gracias a la diosa que estás bien!
—¿Bien? Yo no diría eso.
Los dos aguardaron unos minutos a que los temblores aminoraran. Cuando la tierra se tranquilizó, Cleo avanzó a rastras hasta el borde del altar para contemplar la destrucción que se extendía ante sus ojos.
Jonas yacía muerto en el suelo del templo, junto a dos soldados limerianos.
No, por favor, no. ¡No puede ser!
Un momento… La mano del rebelde acababa de moverse. Cuando los dos soldados se alejaron, Jonas se agitó, se sentó con dificultad y después se puso en pie. Tenía una herida de espada en el costado, y por su cara corría un reguero de sangre.
Pestañeó como si necesitara aclararse la vista y luego sus ojos recorrieron el templo con expresión sombría. Finalmente, se volvió hacia Cleo y le indicó por señas que se uniera a él para escapar mientras estaban a tiempo de hacerlo.
Ella negó con la cabeza.
Era imposible: su vestido pesaba demasiado, y Jonas no se encontraba en condiciones de ayudarla. Además, debía quedarse por Nic y por Auranos.
Pero todavía podía salvarse él, y aquella era su única oportunidad: debía irse antes de que lo descubrieran los soldados.
¡Vete!, vocalizó. ¡Márchate ahora mismo!
Tras titubear un segundo, Jonas se quitó la túnica roja y huyó del templo mezclándose con los últimos invitados.
—Cleo… —musitó Nic, apretándole el hombro con tanta fuerza que le hizo daño—. Esto no me gusta nada.
Cleo asintió: Nic le había leído el pensamiento.
Los rebeldes habían fracasado, y de qué forma.
Todos salvo Jonas yacían en el suelo agrietado del templo. Los soldados que se habían camuflado entre los invitados iban de uno a otro, atravesándolos con espadas y lanzas para rematarlos. Había tanta sangre salpicando el mármol, tantas personas muertas en tan poco tiempo…
Nic le tendió la mano y la ayudó a levantarse. El vestido de novia estaba manchado de sangre, y su amigo, alarmado, empezó a comprobar si tenía heridas.
—No es mía —murmuró Cleo con la voz rota.
—¡Gracias a la diosa!
—Ha sido culpa mía, Nic. Todo esto ha sido por mi culpa.
—¿De qué hablas? —la agarró de los brazos—. Tú no tienes nada que ver con esto.
No conocía el plan porque Cleo no se lo había contado. La persona en la que más confiaba en el mundo… y no se lo había dicho. Si Nic hubiera muerto en el ataque, Cleo no se lo habría perdonado jamás.
Magnus se apoyó en una columna y se acarició el rasguño de la garganta. Parecía agotado, pero sus ojos chisporroteaban de ira. Se fijó en Cleo y ella apartó la vista para evitar mirarlo.
El rey se acercó; tenía un corte en la frente del que goteaba sangre. Se la limpió con el dorso de la mano. Había estado al borde de la muerte: la columna había estado a punto de aplastarlo, pero su hijo lo había salvado. La única señal de haber coqueteado con la muerte era una pizca de sangre.
—¿Sabías que sucedería esto? —preguntó Magnus con rabia.
Cleo, con el estómago en un puño, apretó el brazo de Nic como si quisiera tomar prestada la fuerza de su amigo. Abrió la boca para negar que supiera nada del asunto, pero el rey se le adelantó.
—Pensaba que había muchas posibilidades, pero no estaba seguro.
—Y tomaste precauciones.
—Por supuesto; no soy ningún idiota.
—Y aun así, no me dijiste nada —masculló Magnus en un tono lleno de veneno—. Esta no es la primera vez que me ocultas tus planes, padre.
—No quería arruinar la fiesta —los ojos del rey se volvieron hacia Cleo—. Esto debe de ser terrible para ti —abarcó con un gesto la carnicería que se extendía frente a ellos—. No eres más que una niña acostumbrada a vivir entre algodones. Esto tiene que resultarte espantoso.
—Sí. Yo… —musitó ella—. El ataque, el… el terremoto… Creo que es una señal de la diosa. Debemos posponer la boda.
Cuando la mano del rey impactó contra su mejilla, Cleo dio un respingo de sorpresa. Se llevó la mano al rostro y le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Creías que te lo pondría tan fácil, mocosa traicionera? —la agarró del vestido y la arrastró hacia él, no sin antes lanzar una mirada de advertencia a Nic—. Te lo advierto, chico: no me mires de esa forma si quieres conservar los ojos. Hazme caso, o te los arrancaré de las cuencas y se los serviré a la princesa Cleiona en el banquete de bodas.
—Pero… pero ¿cómo vamos a continuar con la ceremonia? —farfulló Cleo—. ¡Ha muerto muchísima gente! ¡El templo podría derrumbarse de un momento a otro! ¡Tenemos que irnos! ¡No se puede celebrar…!
El rey la abofeteó con más fuerza, y Cleo se mordió el labio para contener una exclamación de dolor.
—Esos rebeldes me han subestimado. No saben hasta qué punto medito cada uno de mis movimientos. Creían que podían asesinarme sin más… Necios. ¡Nadie puede matarme! —exclamó, lanzando una mirada de soslayo a la columna caída antes de encararse de nuevo con Cleo.
La aferró del cuello, y la chica se debatió y le clavó las uñas en el brazo. Imperturbable, el rey aumentó la presión hasta que la princesa dejó de luchar.
—Padre, detente —le pidió Magnus.
—Calla, muchacho. La princesa debe entender un par de cosas —su mirada, gélida como la muerte, se clavó en los ojos de Cleo—. Si vuelves a olvidar hasta dónde estoy dispuesto a llegar para conservar el trono, lo lamentarás de verdad. Considera lo de hoy como una pequeña demostración.
La princesa trató de responder, pero la mano del rey le atenazaba la garganta cortándole la respiración.
—Padre, esto no es necesario. La vas a matar.
—Te dije que te callaras; no me obligues a repetirlo —advirtió el rey con una sonrisa siniestra—. ¿Sabes lo que comentará todo el mundo sobre los sucesos de hoy, Cleiona? Dirán que unos rebeldes desalmados interrumpieron una preciosa ceremonia para evitar que te casaras con mi hijo. Dirán que fracasaron y que nosotros triunfamos; que el amor verdadero puede con todo, incluso con un temblor de tierra. La gente encontrará consuelo en estas historias durante los meses y años difíciles que están por venir. De no ser así, ¿crees que casaría a mi hijo con una muchacha que admite abiertamente su deshonra? Pero el pueblo se tragará encantado esos cuentos y luego vendrá a por más. La gente saldrá en masa a veros durante la gira nupcial. Os adorarán a Magnus y a ti como si fuerais dioses, porque son estúpidos e ingenuos. Y eso es exactamente lo que yo quiero. Cuanto más se fijen en ti, menos verán lo que estoy haciendo y los motivos por los que lo hago.
Finalmente la soltó y Cleo jadeó con ansia, llevándose las manos a la garganta magullada. Nic tenía los puños apretados y se estremecía; si hubiera dado un solo paso en dirección al rey, hubiera muerto igual que los compañeros de Jonas.
Y no había esperanza en la muerte: solo era el final.
El rey empujó a Cleo en dirección a Magnus.
—Continuad —gruñó.
El sacerdote se acercó; un chorro de sangre tan roja como su túnica le cruzaba la mejilla.
—Las manos… —murmuró con voz temblorosa—. Tomaos de las manos.
Magnus agarró la mano de Cleo y ella buscó sus ojos, pero el príncipe no le devolvió la mirada. Tenía la vista al frente y la expresión tensa.
—Repetid después de mí —continuó el sacerdote tras un instante—: «Yo, Cleiona Aurora Bellos, tomo a Magnus Lukas Damora como esposo y futuro rey. Este vínculo comienza hoy y dura para toda la eternidad».
Cleo tenía la garganta destrozada y los ojos arrasados en lágrimas. Allá donde mirara no veía más que sangre, muerte y desesperación.
—Dilo —gruñó el rey—. Dilo o despedazaré a tu amigo. Primero le cortaré los pulgares; luego, los pies; después, los dedos; más tarde, las manos. Y se los iré dando de comer a mis perros mientras él grita pidiendo una clemencia que jamás llegará. A mis dogos les encanta la carne fresca —sus ojos relampaguearon de furia—. Dilo.
—Yo, Cleiona Aurora Bellos —susurró—, tomo a Magnus Lukas Damora como esposo y futuro rey. Este vínculo comienza hoy y dura para toda la eternidad.
El sacerdote ungió su frente con el óleo perfumado. Aunque era limeriano, Cleo creyó ver un destello de piedad en sus ojos.
—Así es y así será, de ahora en adelante y más allá de la muerte. Estáis casados: os declaro marido y mujer.
Marido y mujer.