CAPÍTULO 17
MAGNUS
Magnus no dejó de dar vueltas en toda la noche. Sus pesadillas estaban pobladas de imágenes de Lucía, que lloraba y suplicaba que la salvara de las sombras que la perseguían. Por fin logró alcanzarla y la estrechó entre sus brazos.
—Te quiero. Nunca permitiré que te hagan daño —susurró acariciando su cabello largo y sedoso.
De pronto, su color oscuro como el ébano se aclaró hasta convertirse en oro pálido.
Magnus despertó de golpe y se sentó en la cama, empapado en sudor. Estaba amaneciendo.
—Ya basta —resolló.
Estaba harto de pesadillas. Últimamente sufría tantas que le extrañaba no haberse acostumbrado. Y todas trataban de la pérdida de Lucía: su obsesión por su hermana adoptiva le estaba volviendo loco.
Necesitaba aclararse la mente y salir de aquel palacio que le oprimía como una cárcel. Se levantó, se vistió rápidamente con ropa de montar y fue derecho a los establos. Allí eligió un caballo negro; el mozo de cuadra le advirtió de que tenía fama de indómito, pero Magnus quería una montura que supusiera un reto y le distrajera de sus problemas.
Cabalgó por los verdes pastos de Auranos durante horas, solo. Al mediodía había llegado a una comarca ondulada conocida como valle de Lesturne. Se encaminó hacia el oeste hasta llegar a la costa al sur de Cima de Halcón, y allí desmontó para contemplar el mar de Plata desde la orilla. Las aguas estaban en calma y las olas lamían suavemente sus pies. Tal vez fuera el mismo océano que bordeaba Limeros, pero aquellas ondas eran muy diferentes del mar picado y gris que golpeaba el acantilado de su castillo natal.
¿Cuánto tiempo se vería obligado a permanecer en aquellas tierras? Si Cleo moría, tal vez su padre le permitiera regresar a casa. Aun así, pensar en la muerte de la princesa le disgustaba. No merecía ese destino, del mismo modo en que Amia o Mira no habían merecido el suyo.
Irrelevante.
¿Por qué perdía el tiempo dando vueltas a cosas sobre las que no tenía control?
Estar allí mirando el mar era una pérdida de tiempo. Además, se le estaban empapando las botas.
Volvió a montar y emprendió el camino de vuelta.
A media tarde, cuando aún le faltaban unas horas para llegar a la Ciudadela de Oro, vio una aldea y se dio cuenta de que estaba famélico. Tras vacilar un instante, entró en la población. Había escogido una simple capa negra que no delataba su identidad real, y se embozó en ella para ocultar su rostro. Contempló a los aldeanos atareados en su bullicioso pueblecito: no parecían reconocerle, y casi ninguno se volvió para mirarlo.
No le sorprendió: poca gente de aquel reino le había visto de cerca, y menos sin estar al lado de su padre.
Aquello iba a ser fácil.
Ató el caballo al porche de una taberna bulliciosa, entró al oscuro interior y se acercó al tabernero. Tras dejar caer tres piezas de plata en el mostrador, pidió sidra y una ración de carne y queso. El tabernero, un hombre con la barba espesa y las cejas muy tupidas, se apresuró a servirle.
Mientras esperaba, el príncipe echó un vistazo a su alrededor. Había unas treinta personas comiendo y bebiendo, riendo y conversando.
Intentó recordar cuándo había sido la última vez que estuvo entre plebeyos sin que le reconocieran. Había sido… nunca.
Aquello era nuevo para él.
Cuando le sirvieron se abalanzó sobre el plato. La comida no era mala. En realidad, era bastante mejor que la que se servía en el castillo de Limeros.
O puede que simplemente tuviera mucha hambre.
Cuando estaba a punto de terminar, oyó un gemido por encima de las conversaciones: era una mujer que sollozaba. Magnus soltó el hueso que estaba royendo y miró de reojo por encima de su hombro. En una mesa cercana, un hombre abrazaba a una mujer y le hablaba en voz baja como si la estuviera consolando.
Una palabra de su conversación se destacó sobre todas las demás.
—… bruja…
Se quedó congelado y apartó la vista. En cuanto el tabernero pasó a su lado, le agarró del brazo.
—¿Quién es la mujer que está detrás de mí?
—¿Esa? —el posadero echó un vistazo al lugar indicado—. Ah, es Basha.
—¿Y por qué llora? ¿Lo sabes?
—Sí… No debería, pero sí lo sé.
Una moneda de oro tintineó sobre el mostrador.
—¿Es una bruja?
El tabernero se puso tenso, pero clavó los ojos en la moneda.
—No es asunto mío. Ni tampoco tuyo.
Junto a la primera moneda de oro apareció otra.
—Ahora lo es.
El hombre vaciló, pero terminó recogiendo el dinero con discreción.
—Hace unos días, los hombres del rey Gaius se llevaron a la hija de Basha a las mazmorras. La acusaron de brujería.
Magnus luchó por mantenerse impertérrito. No era consciente de que su padre hubiera comenzado a perseguir a las brujas también allí, en Auranos.
—¿Y por qué la acusan de eso? ¿Acaso es capaz de acceder a la elementia?
—No soy quién para decirlo. Deberías hablar con Basha, si tanto te interesa —el cantinero le tendió una botella de vino blanco paelsiano—. Esto facilitará las presentaciones; es lo menos que puedo hacer por un nuevo amigo tan pudiente.
—Agradezco tu ayuda.
Tal vez ese día no fuera una pérdida de tiempo, al fin y al cabo: una bruja con capacidad podría ayudar a Lucía mucho mejor que cualquier curandero. Magnus agarró la botella y se acercó a la anciana, que estaba sentada junto a la chimenea a pesar del calor. El hombre acababa de soltarla, y la mujer tenía los ojos enrojecidos por la bebida y por las lágrimas.
El príncipe colocó el vino delante de ella.
—Mis condolencias, Basha. El tabernero me ha contado el problema de tu hija.
Los ojos grises de la anciana le lanzaron una mirada recelosa, pero eso no le impidió agarrar la botella, llenarse el vaso y dar un largo trago. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Sed bienvenido, caballero. Tomad asiento, ¿queréis? Este es Nestor, mi hermano.
El hombre, evidentemente borracho, le dirigió a Magnus una sonrisa torcida. El príncipe se sentó en un taburete desvencijado.
—Basha quiere solicitar audiencia ante el rey para pedirle que libere a Domitia —dijo Nestor—. A mí me parece buena idea.
—¿De veras? —exclamó Magnus, incapaz de ocultar su sorpresa—. ¿Eso piensas?
—Gaius Damora ha sido cruel porque era necesario, pero el otro día escuché su discurso y me gustó lo que dijo de construir una calzada que nos una a todos. Es un hombre razonable que quiere lo mejor para todos los pueblos de Mytica.
Su padre estaría encantado de oír eso.
—Y Domitia… ¿es una verdadera bruja, o ha sido víctima de una acusación falsa? —inquirió Magnus.
Basha entrecerró los ojos y reflexionó antes de responder.
—Domitia fue bendecida por la diosa con dones que están más allá de este mundo mortal, pero es inofensiva. Es una buena muchacha, muy dulce. No hay razón para considerarla un peligro.
—¿Tú también recibiste la bendición de la diosa? —preguntó Magnus, esperanzado.
Podía conseguir que liberaran a la hija de Basha si demostraba serle útil, pero sería aún mejor contar con dos brujas.
—No, yo no. A mí no me fue concedido ningún don.
Magnus suspiró.
—Si sabes que las brujas existen de verdad, ¿qué piensas de la leyenda de los vástagos?
—Solo es un cuento que le contaba a mi hija cuando era pequeña —respondió Basha dando otro largo trago. De pronto frunció el ceño—. ¿Y por qué te interesan tanto la magia y las brujas? ¿Quién eres?
Magnus se libró de responder gracias a un estruendo que estalló en la puerta. Dos hombres entraron en la taberna riendo a carcajadas.
—¡Una ronda de vino para todos! —exclamó uno acercándose al tabernero—. ¡Me han nombrado florista de la boda real y quiero celebrar mi buena suerte!
Los parroquianos estallaron en vítores, le palmearon la espalda y le felicitaron. Solo permaneció inmóvil y callado un hombre con el pelo cano que estaba acodado en la barra. Sus pómulos eran huesudos, y unas profundas arrugas bordeaban sus ojos.
—Bah —bufó—. Si os tragáis esa tontería es que sois todos idiotas. El matrimonio del príncipe de Limeros y la princesa de Auranos es una unión propia de las Tierras Oscuras, creada por el demonio más negro y maligno de todos.
Magnus ocultó una mueca dando un largo trago de sidra.
—No estoy de acuerdo —protestó el florista sin perder el entusiasmo—. Creo que el rey Gaius tiene buenas intenciones: ese matrimonio creará lazos entre nuestros reinos y nos conducirá a un futuro próspero y brillante.
—Lazos entre nuestros reinos… Unos reinos que Gaius domina sin que nadie le oponga resistencia, salvo unos cuantos grupos de rebeldes. Y esos no ven más allá de sus narices, a juzgar por lo poco que han hecho para alzarse en contra del Rey Sangriento.
El florista palideció.
—No deberías hablar así en público.
El anciano soltó un resoplido.
—Si nuestro nuevo rey es tan benevolente como piensas, yo debería poder expresar mi opinión siempre que me apetezca, ¿no? A lo mejor es que he vivido más años y he visto más cosas que vosotros. Huelo las mentiras a leguas de distancia, y os digo que ese rey tuyo no suelta otra cosa por la boca. En diez o doce años sometió a sus súbditos limerianos hasta convertirlos en un rebaño temeroso de hablar en su contra o de romper una de sus normas, so pena de muerte. ¿Creéis que ha cambiado en unos meses? —apuró la copa, enfadado—. No: lo que sucede es que se da cuenta de que nosotros somos muchos y sus soldados pocos. Sabe que si nos uniéramos podríamos rebelarnos, y por eso trata de tenernos contentos. La ignorancia es un rasgo que comparten muchos auranios; siempre ha sido así. Me da náuseas.
La sonrisa del florista era tensa.
—Lamento que no compartas la alegría que sentimos todos los demás. Por mi parte, estoy deseando que llegue la boda del príncipe Magnus y la princesa Cleiona, como la mayoría de los auranios.
—Los rebeldes han capturado a la princesa. ¿De verdad crees que se celebrará la boda?
Se hizo el silencio en la taberna.
—Tengo la esperanza de que la rescaten sana y salva —murmuró el florista con los ojos vidriosos.
—Esperanza… —masculló el anciano—. La esperanza es para los idiotas. Algún día te darás cuenta de que yo tenía razón y tú estabas equivocado. Ya verás: el Rey Sangriento acabará por mostrar su verdadero rostro. Por ahora, solo nos enseña una máscara que se ha puesto para congraciarse con el pueblo ignorante de esta tierra que en otros tiempos fue grande.
El ánimo de los presentes parecía hundirse un poco más con cada palabra de aquel hombre. Magnus apartó la mirada y se dio cuenta de que Basha le observaba con el ceño fruncido.
—Ya sé a quién me recuerdas, joven: te pareces muchísimo al príncipe Magnus, el hijo del rey.
Lo dijo lo bastante alto como para despertar el interés de las mesas más cercanas. Una docena de personas le examinaron con atención.
—No es la primera vez que me lo dicen, pero te aseguro que no soy él —se levantó del taburete—. Te agradezco mucho la información, Basha —añadió, aunque la mujer no le había dicho nada que valiera la pena; solo era una decepción más—. Que tengas un buen día.
Salió de la taberna sin mirar a nadie y se caló la capucha.
Regresó al palacio muy tarde, cuando ya se ponía el sol. Le dolía la cabeza. Al regresar de los establos se cruzó con Aron Lagaris.
—Príncipe Magnus —le llamó Aron; su voz sonaba distinta, más confiada. Tal vez el muchacho comenzara a tomarse en serio su nuevo puesto y hubiera renunciado a su barril de vino diario—. ¿Dónde estabais?
Magnus le encaró.
—Mi padre te tiene un curioso aprecio como condestable, pero ¿acaso te ha ordenado que seas mi guardián?
—No.
—¿Mi escolta personal?
—Eh… No.
—Entonces no es de tu incumbencia dónde haya estado.
—Por supuesto que no —respondió Aron aclarándose la garganta—. Sin embargo, debo comunicaros que el rey ha requerido vuestra presencia en cuanto regresarais de… de dondequiera que hayáis estado.
—¿Ahora? Bien: nada más lejos de mi intención que hacer esperar al rey.
Aron le dedicó una torpe reverencia, que Magnus ignoró. Aquel día que había comenzado con una pesadilla y continuado con una decepción no parecía ir a mejor.
El rey estaba en el corredor junto a la sala del trono, con su dogo favorito a los pies. Conversaba en susurros con Cronus, el capitán de la guardia. En cuanto divisó a Magnus, despidió al capitán y saludó a su hijo con un movimiento de cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Magnus.
—La princesa Cleiona ha vuelto.
Era lo último que esperaba oír.
—¿De veras? ¿Y cómo es posible?
—Escapó de los rebeldes ayer noche, después de que se produjera un ataque contra su campamento. Aprovechó la confusión para ocultarse entre los árboles y luego buscó a la partida de soldados. Está aturdida, pero ilesa.
Aquella noticia le supuso un extraño alivio.
—Es un milagro.
—¿Tú crees? —el rey apretó los labios—. Yo no estoy tan seguro.
—Estaba convencido de que la matarían.
—Y yo también, pero no lo han hecho. Y eso me da que pensar. No es más que una niña de dieciséis años sin entrenamiento militar. Cae en manos de una banda de rebeldes violentos que acampan en la Tierra Salvaje, ¿y escapa con tanta facilidad, sin apenas un rasguño? Por no hablar de quién es el cabecilla de ese grupo de salvajes… Esto deja muchos interrogantes en el aire.
—¿Quién es?
—Jonas Agallon.
Magnus tardó un instante en reconocer el nombre.
—El hijo del vinatero de Paelsia… —dijo al fin—. Ese cuyo hermano fue asesinado por el condestable. Estaba en el círculo del caudillo Basilius, ¿no es así?
—Así es.
—¿Quién te ha revelado su nombre? ¿La princesa?
—No. De hecho, ella afirma que estuvo aislada durante su cautiverio y que ni siquiera vio los rostros de los rebeldes. La información me ha sido suministrada por mis tropas; tardaron en localizar a la princesa, pero eso no implica que sus gestiones fueran infructuosas.
Magnus meditó sobre el asunto.
—¿Insinúas que está conchabada con los rebeldes?
—Digamos que pienso vigilarla muy estrechamente, y te recomiendo que hagas lo mismo. Y más ahora que la boda es inminente.
Magnus apretó la mandíbula en un gesto inconsciente.
—Ah, la boda…
—¿Tienes algo que objetar?
—Nada —se giró para estudiar el escudo de armas de Limeros que adornaba la pared: una cobra y dos espadas cruzadas—. El que haya regresado a tiempo para la boda me hace pensar que no está del lado de los rebeldes; creo que hubiera preferido evitar la ceremonia, si hubiera podido.
—Tal vez tengas razón, pero el hecho es que ha vuelto. En cualquier caso, hay otro asunto que también quería comentarte. Esta mañana recibí un mensaje: el príncipe Ashur Cortas, del Imperio Kraeshiano, anuncia que acudirá a tu enlace.
Magnus conocía bien aquel nombre.
—Es un gran honor.
—Así es. Me llena de orgullo que el emperador haya aceptado nuestra invitación y envíe a su hijo para representarle —masculló el rey con voz tensa, como si no lo sintiera de verdad.
Y sin embargo, el Imperio Kraeshiano era diez veces más grande que toda Mytica, y su emperador era el hombre más poderoso del mundo.
Aunque Magnus no tenía intención de decirlo en voz alta.
—Hay otro asunto de extrema gravedad que debo discutir contigo —añadió el rey tras un largo silencio—. Te lo ruego, entra.
Gaius empujó las grandes puertas de madera y pasó a la sala del trono. Las uñas del perro arañaron el mármol cuando el animal se levantó para seguir a su amo.
Te lo ruego. Magnus enarcó las cejas: su padre usaba tan poco aquellas palabras que habían sonado raras, como si pertenecieran a una lengua extranjera. El príncipe entró en la sala con lentitud.
—¿Qué sucede? ¿Está bien Lucía? —preguntó con voz ahogada.
—No. Este lamentable asunto no tiene nada que ver con ella.
El miedo que atenazaba su pecho aflojó su presa.
—Si no se trata de Lucía, ¿qué es?
El rey volvió la vista a su izquierda y Magnus siguió la dirección de su mirada. Sobre una losa de mármol estaba tendida la reina, con las manos cruzadas sobre el regazo. Estaba muy quieta, en silencio. Magnus frunció el ceño. ¿Qué hacía durmiendo en la sala del trono?
Tardó un instante en caer en la cuenta.
—Madre… —murmuró acercándose a ella con la respiración acelerada.
—Han sido los rebeldes —murmuró el rey sin alterar el tono—. Están furiosos porque nos hemos negado a detener la construcción de la Calzada Imperial. Este es mi castigo.
El rostro de la reina estaba muy pálido, pero Magnus hubiera jurado que estaba dormida. Extendió la mano para acariciarla y a medio camino la cerró en un puño y la apartó. El vestido gris estaba empapado en sangre. Magnus notó cómo se le helaba la suya al verlo.
—Rebeldes… —repitió Magnus; la palabra sonaba hueca—. ¿Cómo lo sabes?
—La mataron con esta arma; el asesino la dejó abandonada —explicó el rey alzando una daga con joyas incrustadas en la empuñadura y hoja ondulada—. Lo han hecho a propósito para que no nos quepan dudas acerca de su identidad.
Magnus apartó la vista de la daga y fijó los ojos en su padre.
—¿Quién ha sido?
—Esta daga pertenecía a lord Aron. Con ella mató al hijo del vinatero paelsiano, el hermano de Jonas Agallon. Esa fue la última vez que se vio el arma.
—¿Sugieres que Jonas Agallon es el asesino?
—Sí, creo que sí. Y creo que al dejar abandonada la daga quería que supiéramos que había sido él.
Magnus luchó por controlar el temblor de su voz.
—Le mataré.
—No te quepa duda de que pagará un precio muy alto por su crimen —siseó el rey—. He subestimado a los rebeldes… Hay que ser muy osado para atreverse a matar a la reina. Jonas Agallon pagará caro lo que ha hecho. Cuando le atrape, deseará mil veces que lo mate antes de que decida hacerlo por fin.
Aquella mujer había dado a luz a Magnus hacía dieciocho años; le había leído historias; había bailado con él cuando no era más que un niño; le había secado las lágrimas… Y tras la coraza de frialdad que parecía cubrirla desde hacía unos años, había albergado un profundo amor por él.
Y ahora se había ido para siempre.
—No obstante, hay algo extraño —la voz del rey rompió el pesado silencio—. Encontraron otro cuerpo cerca de ella, también apuñalado: una mujer acusada de brujería que se encontraba en las mazmorras de Limeros desde hacía mucho tiempo. Yo ya había olvidado su existencia.
Magnus contempló las canas que salpicaban el cabello de su madre, brillantes sobre el negro de su melena. Ella se había disgustado mucho al descubrir las primeras; no le agradaba parecer mayor, especialmente en comparación con la amante del rey, que conservaba su belleza gracias a la magia.
—No lo entiendo… ¿La bruja estaba con los rebeldes? —se obligó a decir Magnus, aunque lo último que le apetecía en ese momento era hablar.
—Me temo que es un misterio.
—Tengo que ir en busca de Jonas Agallon inmediatamente.
—Podrás unirte a la partida cuando regreses de tu gira nupcial.
Se giró hacia su padre, con los ojos encendidos.
—Mi madre ha sido asesinada por un rebelde, ¿y tú pretendes que me vaya de viaje de bodas junto a una chica que me detesta?
—Sí, hijo: eso es exactamente lo que pretendo. Y es lo que harás —el rey le contempló con expresión paciente—. Sé que amabas a tu madre y que sentirás su pérdida durante mucho tiempo; toda Mytica la llorará. Pero la boda es importante para mí. Sellará mi dominio de este reino sin apenas oposición, y me acercará aún más a los vástagos. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo —respondió Magnus con un suspiro entrecortado.
—Entonces puedes irte. Y no hables de la bruja con nadie; no quiero que circulen rumores que vinculen a la reina con mujeres de tan baja condición.
Magnus frunció el ceño; había dado por sentado que eran los rebeldes quienes estaban relacionados con aquella bruja, no su madre.
—¿Crees que se conocían?
—A decir verdad, no sé qué creer. No logro comprender por qué Althea abandonó el palacio de madrugada… —el rey contempló el rostro de la que había sido su esposa durante veinte años—. Lo único que sé es que mi reina ha muerto.
Magnus abandonó la sala del trono sin decir más. En cuanto llegó al siguiente recodo, sus pasos se volvieron vacilantes. Entró en una alcoba desierta. No podía pensar, le costaba respirar. Se tambaleó hasta la pared y apoyó la mano, luchando por tragar el sollozo que subía por su garganta.
Una voz fría y conocida interrumpió su dolor.
—Príncipe Magnus, supongo que estarás contento de saber que he regresado sana y salva. Confío en que no me hayas echado mucho de menos.
No contestó. Lo único que deseaba era un poco de intimidad.
La princesa Cleo cruzó los brazos. Su cabello rubio estaba suelto y le caía en ondas hasta la cintura.
—He pasado una semana en manos de los rebeldes, he logrado escapar sin ayuda… ¿y ni siquiera eres capaz de saludarme?
—Te lo advierto, princesa: no estoy de humor para tonterías.
—Yo tampoco. Así que tenemos algo en común, en contra de lo que yo pensaba —sus labios esbozaron una leve sonrisa que no alcanzó sus ojos.
Magnus respiró hondo.
—¿Una sonrisa? —logró articular—. ¿Qué he hecho para merecerla? Ah, tal vez te hayas enterado de la gran noticia. Puede que eso te alegre el día.
—¿Qué noticia?
—La reina ha muerto —murmuró.
—¿Cómo? —exclamó Cleo.
—La han asesinado los rebeldes —Magnus se fijó en la expresión perpleja de la muchacha—. Esa es la noticia; supongo que puedes celebrarla.
Se dio media vuelta, deseoso de buscar la soledad en su aposento, pero la princesa le agarró del brazo.
—Jamás celebraría la muerte de alguien, sea quien sea —en los ojos de Cleo había un brillo de ira mezclada con otra emoción… ¿Comprensión, quizás?
—Vamos, princesa. Sé que nunca llorarías la muerte de un Damora.
—Sé muy bien lo que es perder a un padre o a una madre de forma trágica.
—Ah, sí. Tenemos mucho en común; tal vez deberíamos casarnos.
Cleo bufó.
—Solo intentaba ser amable.
—No lo intentes, princesa: no es propio de ti. Además, no quiero ni tu amabilidad ni tu comprensión. Ambas me resultan tremendamente falsas.
Algo húmedo y tibió rodó por su mejilla. Se enjugó la lágrima y apartó la cara, avergonzado de que ella la hubiera visto.
—Jamás hubiera creído que te importara tanto alguien —murmuró ella.
—Déjame en paz.
—Con mucho gusto —replicó Cleo en un tono que pretendía ser cortante pero no lograba serlo—. Espera un instante. Antes de que te vayas… Siento molestarte, pero no sé a quién más preguntar. Necesito hablar con mi amiga Mira, y no la encuentro por ninguna parte. Me han dicho que ya no está encargada de atender a Lucía. ¿Sabes qué puesto le han asignado?
Magnus ya había avanzado varios pasos cuando Cleo volvió a llamarle.
—¡Príncipe Magnus, por favor!
Él se volvió y contempló su rostro iluminado por la esperanza.
—Lo lamento, princesa —le dijo sosteniendo su mirada—. Durante tu ausencia, mi padre le arrebató la vida a tu amiga Mira por haber escuchado sin querer una conversación privada. Lamento que tomara aquella decisión, pero puedo asegurarte que su muerte fue rápida e indolora.
El horror crispó el rostro de la muchacha.
—No…
—Retiraron su cuerpo, lo quemaron y enterraron sus restos en el cementerio de los sirvientes. Créeme si te digo que lamento tu pérdida, pero no hay nada que pueda hacer para ayudarte.
El llanto desconsolado de Cleo lo siguió hasta que llegó a su aposento.