CAPÍTULO 16

REINA ALTHEA

Poco antes del amanecer, la reina Althea abandonó la seguridad del palacio para salir al aire cálido de la noche. Llevaba una capa de plebeya para ocultar su identidad, como hacía en ocasiones. Nadie que la viera adivinaría quién era.

La bruja esperaba en el lugar de siempre, también embozada. Althea se acercó a ella con el corazón en un puño.

Es un mal necesario. Solo hago lo que debo.

La gente decía que las brujas eran descendientes de los vigías exiliados. Según las leyendas, cuando los inmortales entraban en el mundo mortal, podían tener descendencia. Y esos descendientes heredaban la capacidad de canalizar pequeñas cantidades de magia.

Aquella bruja había pasado años prisionera en una mazmorra de Limeros. A Sabina, la antigua amante del rey, le había bastado una palabra para lograr que la encerraran; la veía como una amenaza, ya que su propia magia se había ido desvaneciendo con los años. Pero antes del ataque a Auranos, Althea movió hilos para liberar a aquella anciana de su prisión.

Cuando salió estaba enferma, esquelética y casi muda. La reina la escondió en el castillo, la alimentó, la bañó y la vistió antes de ofrecerle la libertad… por un precio.

Tenía que ayudar a la reina a saber más sobre la elementia de Lucía.

La bruja aceptó, y así Althea conoció la profecía que Gaius nunca había compartido con ella. Descubrió las leyendas de los vigías, de los vástagos y de Eva, la hechicera primigenia; supo de Cleiona y Valoria, hermanas de Eva y tan celosas de su poder que le habían robado los vástagos. Aquellas gemas mágicas desprendían un poder tal que las dos diosas se corrompieron, incapaces de controlarlo. Se enfrentaron para obtener la primacía y se destruyeron la una a la otra.

Como devota creyente de la diosa Valoria, Althea se quedó perpleja al oírlo. De entrada quiso negar la evidencia, pero cuanto más descubría sobre el tema, menos podía ignorar la verdad. La bruja era una Antigua, alguien que adoraba a los elementos como si fueran dioses y custodiaba aquellas leyendas transmitidas de generación en generación.

El prolongado cautiverio, sin embargo, había debilitado el poder de la bruja. Solo había una forma de recuperarlo: la magia de la sangre, una sangre más poderosa que la de un simple sacrificio animal.

Y la reina necesitaba su magia.

No bastará con un mortal común, le había dicho la bruja. Debía ser alguien con sangre fuerte, un corazón puro y un futuro prometedor. Althea estuvo alerta hasta encontrar a un muchacho llamado Michol, uno de los pretendientes de Lucía, que había acudido al castillo a verla poco antes de que la princesa partiera a Auranos. Era tan joven y tan lleno de vida… La reina lo atrajo hasta su aposento con la excusa de hablar sobre un posible compromiso con su hermosa hija.

Allí le aguardaba la bruja con un puñal. La sangre del muchacho corrió, roja y pura.

En lugar de inspirarle lástima, los gritos de dolor de Michol espolearon a la reina y le proporcionaron la fuerza que tanto necesitaba. Aquel muchacho debía ser sacrificado para salvar a Lucía de la oscuridad de su magia. Y había que salvarla… aunque hacerlo supusiera su muerte.

Cualquier buena madre habría hecho lo mismo.

Althea recordaba aquella noche con demasiada claridad.

La magia brilló en el aire, y al sentirla, a la reina se le erizó el suave vello de los brazos. Michol cayó inerte al suelo, con las mejillas mojadas por las lágrimas. La bruja se llevó al rostro las manos llenas de sangre; sus ojos brillaban tanto como el sol.

—¿Funciona? —le preguntó Althea protegiéndose los ojos—. ¿Necesitas más? Puedo buscar un criado…

—Puedo ver —susurró la bruja con una sonrisa de júbilo en los labios—. Puedo verlo todo.

—Entonces, dime lo que necesito saber sobre mi hija.

La habitación resplandecía como si decenas de estrellas hubieran caído del firmamento y flotaran en la estancia alrededor de la bruja y del muchacho muerto.

—No es tu hija —musitó la bruja—. No de nacimiento.

—Es mi hija de corazón.

—Es muy peligrosa. Muchos morirán por culpa de su magia.

La reina ya sabía que Gaius planeaba utilizarla en la guerra; aquel había sido su propósito desde que la trajera al castillo hacía ya dieciséis años. Quería emplear su elementia.

—Cuéntame más —instó la reina.

—La hechicera morirá, pero no antes de que mueran otros muchos. Es muy importante que no muera derramando sangre: si eso sucediera, se elevaría un clamor en la tierra y el mundo no podría soportar tanto dolor. La única forma de evitarlo es que en su muerte no haya derramamiento de sangre.

—¿Cuándo morirá? —preguntó la reina con un escalofrío.

—Aún no puedo distinguir el futuro con claridad, pero veo que no llegará a vieja.

—La magia la corromperá —murmuró Althea con voz entrecortada.

—Sí. Y no se puede hacer nada para salvarla.

La verdad era mucho más dura de lo que esperaba. Sin embargo, la reina no albergaba miedo en su corazón: solo dolor por la muchacha a la que llamaba hija desde hacía dieciséis años.

—Dicen que la hechicera Eva tenía un anillo con el que controlaba la lucha de poder desatada en su interior —continuó la bruja—. Sin él se habría sentido desgarrada entre la luz y la oscuridad, en un equilibrio imposible de sostener. La oscuridad siempre querrá extinguir la luz; la luz siempre intentará contener a la oscuridad. No hay ninguna esperanza de controlar esa pugna sin la magia del anillo.

Finalmente, una semilla de esperanza germinó en el corazón de la reina. Aquello no tenía por qué terminar con más muertes.

—¿Y dónde puedo encontrar ese anillo?

—Se perdió al mismo tiempo que los vástagos —la bruja meneó la cabeza—. No sé dónde encontrarlo, pero todavía existe.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Antes no lo estaba, pero… —sus ojos brillaron—. Ahora lo sé. Puedo sentirlo, pero ignoro dónde está. Por desgracia, tenemos poco tiempo para buscarlo antes de que la muchacha sea devorada por su poder.

La reina se retorció las manos.

—Si no encontramos el anillo a tiempo, ¿cómo podrá controlar Lucía su magia?

—Hay que evitar que use la elementia. Cuanto más la utilice, más se apoderará de ella.

—¿Y cómo puedo pararla?

La bruja le sugirió que utilizara una poción para dormir; para preparar cada dosis se requería la sangre de tres sacrificios. El brebaje sumergiría a cualquier mortal en un sueño profundo e imposible de explicar. Nadie podría detectarlo, ni siquiera otra bruja.

En cuanto tuvieron la poción, Althea y la bruja viajaron a Auranos en barco, y al llegar descubrieron que Lucía había resultado herida en la explosión. La reina la encontró encamada, rodeada por tres curanderos que habían cubierto sus pálidos brazos de sanguijuelas para drenar cualquier veneno que hubiera en su sangre. Lucía estaba tan débil y aturdida que no podía hablar; los curanderos comentaron que había recuperado la consciencia hacía tan solo unos instantes.

Althea había llegado justo a tiempo. Expulsó a los curanderos, pero antes grabó sus rostros en su memoria: todos tendrían que morir.

Luego vertió la poción en una copa de agua y la acercó a los labios de Lucía, quien bebió y cayó en un sueño profundo.

Desde entonces, la reina visitaba a su hija a diario para comprobar cómo se encontraba y buscar alguna señal de consciencia en ella. También se reunía en secreto con la bruja cada siete días para recoger una nueva dosis de narcótico, sabiendo que tres personas tendrían que morir para ganar una semana más.

Althea había mentido a Magnus y también a Lucía: la princesa no se había reanimado ni una sola vez hasta entonces. Sin embargo, cuando la encontró despierta y acompañada de su hijo, supo que era importante sembrar dudas en la mente de Magnus. De ese modo, por más que al príncipe le entristeciera que su hermana volviera a caer inconsciente, no podría sorprenderse de que sucediera.

El dolor que contrajo las facciones de Magnus al recibir la noticia alarmó a Althea. Normalmente su hijo mantenía un control férreo de sus emociones, pero la enfermedad de Lucía parecía sacarle de sí. Para su sorpresa, la reina no se sintió culpable por ello. Todo lo que hacía estaba justificado; su labor era esencial, más importante que ninguna otra consideración.

Le había encargado a la bruja que encontrara el anillo de la hechicera, pero la mujer no había tenido éxito hasta el momento.

Si no lo hallaban pronto…

No tendría más remedio que terminar discretamente con la vida de Lucía; eso pondría freno a los planes de Gaius de una vez por todas. Así detendría a un monstruo, y al mismo tiempo se probaría a sí misma que poseía la fuerza de voluntad suficiente para oponerse a un marido que creía que carecía de ella.

Eso endulzaba ligeramente aquella decisión tan amarga.

La bruja se levantó de su asiento en un tocón. La capa gris ocultaba sus facciones, y las sombras de la noche la envolvían como una segunda piel. La reina escudriñó los alrededores en busca de guardias que pudieran patrullar la zona.

No había ninguno. Dejó escapar un suspiro de alivio.

—El efecto de la poción se debilita —murmuró—. Creo que necesitaré más cantidad. En cualquier caso, ahora Lucía vuelve a dormir. De momento eso es lo único que importa.

La bruja metió la mano entre los pliegues del manto y Althea se acercó más a ella.

—Serás bien recompensada, te lo prometo. Te estoy muy agradecida por tus servicios; has de saber que te considero una valiosa amiga.

Un bulto en el suelo a su derecha le llamó la atención. Althea giró la cabeza para mirarlo: era un cuerpo inerte. Se volvió hacia la figura encapuchada que se erguía ante ella.

—¿Quién…? —comenzó.

No pudo terminar la frase: la punta de una daga se clavó en su pecho. El agresor retorció el acero y la reina jadeó de dolor. Se desplomó de espaldas, incapaz incluso de gritar.

Por un instante, saboreó el fracaso y la muerte: ambos eran muy amargos. Sin el amor de su madre, el destino de Lucía estaba sellado.

—Lo siento, hija mía —susurró con su último aliento.

La figura encapuchada se dio la vuelta y se deslizó hacia el palacio.