CAPÍTULO 15

CLEO

Había pasado siete jornadas rodeada de rebeldes. El primer día, su atuendo elegante hizo que se sintiera como un pez fuera del agua: destacaba en el campamento y llamaba la atención. Así que el segundo pidió una muda, y Jonas le entregó una túnica raída y un par de pantalones amplios que tuvo que apretarse con un cordón para que no se le cayeran.

A lo largo de aquella semana, Cleo había trabado relación con los únicos rebeldes que no la despreciaban simplemente por pertenecer a la realeza. Eran dos: Brion y un niño escuálido y pelirrojo llamado Tarus, cuyo cabello le recordó inmediatamente a Nic.

Nic.

La preocupación la reconcomía. ¿Se encontraría bien su amigo? ¿Qué le habría hecho el rey? ¿Y qué sería de Mira? Debía de pensar que Cleo estaba muerta. Ojalá pudiera mandarle un mensaje.

En cierto momento se lo pidió a Jonas, y este respondió con un simple «no» antes de darse media vuelta sin prestar atención a su furia.

En aquel momento, Cleo estaba sentada junto al fuego con Brion, Tarus y Onoria, una de las pocas chicas que había entre las filas de los rebeldes. En Auranos el clima era templado y luminoso, pero de noche soplaba un viento tan frío en la Tierra Salvaje como el que Cleo imaginaba que haría en Limeros.

—Todos los halcones son vigías que nos observan —comentó Tarus—. Mi padre me lo contó.

—¿Todos los halcones? —se burló Brion—. Qué va: la mayor parte son simples pájaros sin rastro de magia.

—¿Tú crees en la magia? —preguntó Cleo con curiosidad.

Brion removió con un palo las brasas crepitantes.

—Depende del día. Hoy no mucho. Mañana… tal vez.

—¿Y ese? —señaló Cleo—. ¿Será un vigía?

Había un halcón posado en uno de los pocos árboles que no soportaban un refugio. El ave los contemplaba desde arriba, aparentemente satisfecha.

Onoria se apartó el flequillo negro de la frente.

—Es una hembra. Ya la había visto antes. Nunca caza, solamente nos mira; de hecho, yo diría que vigila a Jonas.

—¿De veras? —comentó Cleo, intrigada.

—¿Lo ves? Tiene que ser una vigía —Tarus observó al pájaro con admiración—. Sus alas son de oro puro, ¿lo sabíais? Eso me contó mi madre.

Cleo recordó el tiempo que había pasado investigando y también las leyendas que había oído antes.

—Dicen que, si lo desean, pueden tomar la apariencia de mortales de piel dorada y belleza increíble —comentó.

—Tal vez, aunque yo he visto unas cuantas bellezas increíbles y ninguna de ellas era una vigía —se rio Brion—. Tú misma no estás nada mal, princesa. Y Onoria tampoco, por supuesto.

—Guárdate tus encantos para quien los quiera —replicó ella poniendo los ojos en blanco.

Cleo no pudo contener una sonrisa.

—Sí, no cabe duda de que yo no soy ninguna vigía. Si lo fuera, ya me habría escapado al Santuario.

—Para eso tienes que encontrar una rueda —repuso Tarus.

Cleo se volvió hacia él.

—¿Qué has dicho?

—Una rueda de piedra —se encogió de hombros—. No sé si es verdad; es lo que decía mi abuela.

La familia de aquel chico parecía estar plagada de cuentistas.

—¿Cómo que una rueda de piedra? —inquirió Onoria—. Nunca había oído hablar de eso.

—Es lo que usan para entrar en el mundo mortal y regresar al Santuario. Hay ruedas de piedra escondidas en muchos lugares; a nosotros nos pueden parecer simples ruinas, pero sin esas ruedas, los vigías estarían atrapados en su mundo.

—Que Jonas no te oiga decir esas cosas —le interrumpió Brion—. No le gusta que hablemos de tonterías de magia ni de vigías; cree que los paelsianos somos débiles porque creemos en leyendas en lugar de atenernos a los hechos.

Ruedas de piedra… Sin lugar a dudas, una historia preciosa. Bastante tonta, pero bonita.

Aun así, muchas de aquellas leyendas transmitidas de generación en generación podían ser ciertas. Jonas era un ingenuo por no prestar atención a ese tipo de cosas.

La propia Cleo había conocido a una vigía exiliada, aunque no lo supo hasta tiempo después. Había tenido la magia en la palma de la mano; a veces se encontraba mucho más cerca de lo que creían.

¡Cómo le hubiera gustado disponer ahora de su anillo! Había cometido un grave error al esconderlo: era demasiado importante para tenerlo fuera de su alcance.

Estaba a punto de preguntarle a Tarus si sabía algo de aquella joya o si su familia le había contado algo sobre los vástagos cuando sintió una quemazón casi física. Miró a su alrededor y vio que Lysandra la fulminaba con la mirada desde el otro extremo del campamento.

—Todavía me odia, ¿verdad? —preguntó con desaliento.

Tras su primer encuentro, Cleo confiaba en haberse ganado al menos el respeto de la chica. Las dos habían sufrido pérdidas y conocían el dolor. Eso las unía, aunque Lysandra no quisiera reconocerlo.

En el fondo, envidiaba la libertad de aquella muchacha. Se movía entre los rebeldes con tanta soltura y tan poco miedo…

—Creo que Lys odia a todo el mundo —comentó Brion royendo un hueso casi sin carne, y Onoria se rio por lo bajo al oírle—. Incluso a mí, por increíble que parezca. Aunque creo que poco a poco me la estoy ganando, y apuesto a que pronto estará locamente enamorada de mí. No te lo tomes como algo personal, princesa.

Cleo respiró hondo y decidió abordar lo que realmente le preocupaba.

—¿Hay noticias sobre la calzada? ¿El rey ha parado la construcción? ¿Se sabe algo de los esclavos?

Brion apartó la vista y contempló la hoguera.

—Hace una noche preciosa, ¿no creéis?

—¿Le ha mandado otra carta Jonas?

—Las estrellas, la luna… Impresionante.

—Sí, hace buena noche —convino Tarus—. Lo único malo es que te devoran los bichos —se dio una palmada en el brazo.

Cleo sintió una oleada de frío.

—Gaius no ha reaccionado, ¿verdad?

Onoria guardó silencio y desvió la mirada. Brion removió las ascuas con el palo.

—No. Si quieres que te diga la verdad, no creo que haga nada.

La princesa se quedó muda durante un rato.

—Le dije a Jonas que no tenía sentido —suspiró al fin—. Al rey no le interesa recuperarme con vida; al menos, no lo bastante como para acceder a las demandas de un rebelde. Para él la boda carece de importancia… y yo también.

—Ah, no te preocupes: sí que le importas —replicó Tarus, y Brion y Onoria le fulminaron con la mirada—. ¿Qué pasa? Tiene derecho a saberlo, ¿no?

—¿A saber qué? —preguntó Cleo con un nudo en la garganta.

—Jonas no quiere que te digamos nada —contestó Brion con expresión sombría.

—Razón de más para que me lo contéis —replicó ella.

Le agarró de la manga de la túnica y le obligó a mirarla.

—El rey Gaius ha enviado hombres en tu búsqueda —explicó Brion tras un instante de vacilación—. Están recorriendo Auranos y Paelsia de punta a punta.

—¿Y…?

—Y están dejando un rastro de cadáveres a su paso. Masacran a cualquiera que se niegue a responder a sus preguntas. El rey pretende dejar claro que va en serio: desea encontrarte cuanto antes. ¿Quiere recuperarte a tiempo para que te cases con su hijo dentro de diez días, como estaba previsto? Sí. ¿Está dispuesto a liberar a los esclavos de la Calzada Sangrienta para conseguirlo? Me temo que no —Brion bajó el tono de voz hasta convertirla en un susurro, se puso en pie y apagó el fuego echándole tierra a patadas—. Creo que te vas a quedar aquí para siempre. Bienvenida a tu nuevo hogar.

Cleo se había quedado petrificada. Su mente era un torbellino.

—No, te equivocas. Jonas se equivoca. No puedo quedarme aquí.

—Cuanto más daño haga el rey, más auranios descubrirán que no es tan benevolente y generoso como afirma en sus discursos. Así acabarán por darse cuenta de que es su enemigo y no un verdadero monarca al que deben obedecer y respetar.

—Tal vez —admitió Cleo—. Pero me temo que arrasará el reino y matará a todos los que se interpongan en su camino hasta encontrarme. Quiere que todo el mundo sepa que aprecia a la princesa de Auranos; aunque no le importe si vivo o muero, le sirve para engañar al pueblo y mantenerlo tranquilo. ¿Me equivoco?

El rostro de Brion ya no mostraba ni un ápice de humor, y Onoria y Tarus parecían sombríos.

—Por desgracia, me temo que tienes toda la razón.

La hoguera estaba casi apagada, y la oscuridad reinaba en el campamento. Cleo alzó la vista y contempló el brillo de las estrellas y la luna llena entre las hojas. Al otro lado de la hoguera, en la penumbra, Jonas hablaba con Lysandra. Tenía la espalda en tensión.

—¡Jonas! —le llamó Cleo.

Él se dio la vuelta y la luz de la luna iluminó su hermoso rostro. En ese preciso instante, una flecha rasgó el aire y se clavó en su hombro. Jonas ahogó un grito y se la arrancó con una mueca de dolor.

—¡Corre, Cleo! ¡Huye! —gritó mientras docenas de soldados con librea granate irrumpían en el campamento.

La princesa escudriñó a su alrededor en busca de un arma: un cuchillo, un hacha, cualquier cosa que le permitiera defenderse de los atacantes. Pero no había nada. Un soldado se dirigió a ella con la espada desenvainada.

Cleo miró por encima del hombro y vio que sus nuevos amigos se dispersaban, frenéticos. Decidió imitarlos y echó a correr esquivando árboles y arbustos. Sus zapatos elegantes, nada prácticos en comparación con el resto de su sencillo atuendo, se hundían en la tierra blanda.

El soldado la alcanzó sin dificultad, la agarró de un brazo, le dio la vuelta y la empujó contra un tronco con tanta fuerza que Cleo perdió el aliento.

—Dime, niña, ¿dónde está la princesa Cleiona?

Cleo resolló, incapaz de contestar, mientras su atacante la examinaba con atención. La hoja de su espada le arañó el cuello, y por un instante terrible la princesa creyó que le rebanaría la garganta y la dejaría morir allí antes de que pudiera decirle quién era.

Sin embargo, por los ojillos crueles del hombre cruzó un destello de reconocimiento. Aunque Cleo llevaba el pelo enredado en un moño, el rostro mugriento y las ropas de una paelsiana rebelde, tal vez el limeriano hubiera reconocido a la princesa que le habían mandado buscar.

Una flecha pasó, tan cerca de Cleo que esta notó el viento en la cara, y se hundió en el cuello del soldado. Este trastabilló y se aferró la garganta mientras la vida escapaba de su cuerpo con cada latido de su corazón. Se desplomó en el suelo, se retorció por un instante entre las hojas caídas y el musgo y después quedó inerte. Antes de que Cleo pudiera reaccionar, Jonas la alcanzó.

—Tenemos que irnos —la instó agarrándola del brazo.

—El campamento…

—Dalo por perdido. Tenemos un asentamiento secreto para estos casos; mañana nos encontraremos allí con los demás —tiró de ella y echaron a correr.

—¿Por qué no me dijiste que el rey había mandado soldados en mi busca y que estaban asesinando a todo el que se cruzara en su camino?

—¿Por qué iba a decírtelo?

Jonas tenía la camisa empapada en sangre, pero la herida del hombro no parecía reducir su velocidad.

—¡Tengo derecho a saberlo!

—Ah, de modo que la princesa tiene derecho a saberlo —remedó él en tono burlón—. ¿Por qué? ¿Podías hacer algo para impedirlo?

—Podría haber regresado al palacio.

—Eso no entra dentro de mis planes.

—¡Me da igual! ¡No puedo permitir que mueran más inocentes!

Jonas se detuvo en seco y le apretó el brazo con tanta fuerza que le hizo daño. Por un momento Cleo pensó que iba a zarandearla, pero de pronto su expresión se relajó.

—Pase lo que pase a partir de ahora, algo es seguro: morirá mucha gente, ya sea inocente o no —dijo el rebelde—. El rey Gaius ya ha logrado arrebatarte el reino, pero eso no quiere decir que la guerra haya acabado. Y seguirá durante todo el tiempo que su real trasero esté sentado en ese trono. ¿Lo entiendes?

—No soy imbécil —replicó Cleo enfadada—. Lo entiendo perfectamente.

—Bien. Pues entonces cierra la boca y déjame que te ponga a salvo.

La presión con la que agarraba el brazo de Cleo se aflojó, pero no la soltó mientras corría a toda prisa por el bosque.

—Nos ocultaremos en este rincón que descubrí hace unos días —jadeó Jonas, lanzando de un empellón a Cleo hacia una cortina de enredaderas y musgo que tapaba un hueco en un enorme tronco de roble.

La princesa dio un respingo de sorpresa: el hueco daba paso a una especie de gruta vegetal de unos seis pasos de largo. La bóveda de follaje que servía de techo era tan espesa que tapaba la luz de la luna.

Cleo abrió la boca, pero Jonas le chistó para que se callara. Contuvo el aliento, estremecida; incluso su respiración podía delatarlos.

Se oyó un rumor, y entre las enredaderas que disimulaban la entrada se vislumbró el resplandor de las antorchas de sus perseguidores. La princesa entrevió retazos del granate de las libreas.

Los soldados removieron algunos arbustos con sus espadas mientras los caballos resoplaban y piafaban, impacientes. Los iban a descubrir en cualquier momento. Jonas apretó el brazo de Cleo con más fuerza, delatando su propia angustia.

La punta de una espada se abrió paso entre las ramas a unas pulgadas del rostro de la princesa, que se tapó la boca para no gritar.

—¡Han debido de irse por aquí! —gritó un soldado a los demás, y la espada se retiró—. ¡Deprisa, van a escapar!

La princesa soltó un suspiro tembloroso cuando el ruido de sus perseguidores se perdió en la lejanía.

Instantes después se sobresaltó al ver una llama: Jonas se había sacado un trozo de pedernal del bolsillo y estaba encendiendo un cabo de vela.

—Déjame verte el cuello —le pidió acercando la llama, y acarició con el pulgar la zona donde el guardia había apretado con su espada—. Bueno, es solo un rasguño.

—Apaga eso; nos van a ver —le advirtió Cleo.

—No te preocupes, ya se han ido.

—Bueno, pues entonces dame la vela —extendió una mano—. Quiero mirarte el hombro.

Jonas hizo una mueca, como si se le hubiera olvidado la herida de flecha.

—Habrá que restañar la sangre —murmuró mientras le entregaba la vela.

Se abrió la camisa dejando al descubierto el antebrazo y la mitad de su pecho. Cleo acercó la llama y silbó entre dientes al ver la hemorragia.

—¿Tan mal está?

—No tanto como para matarte, obviamente.

El muchacho se quitó la camisa y descubrió el hombro, que estaba bañado en sangre. La luz parpadeante mostraba su piel bronceada y su torso, que, a decir verdad, era exactamente tan musculoso como Cleo esperaba. La chica apartó la vista y la fijó en sus ojos.

—No muevas la vela, princesa —dijo Jonas—. Si no taponamos el agujero que tengo en el hombro, se me irá la vida por ahí.

Cleo abrió los ojos de par en par al verle sacar una daga del cinto. Era de plata pulida e incrustada en oro, con la hoja ondulada y la empuñadura adornada con piedras preciosas. La reconoció de inmediato: era el arma con la que Aron había matado al hermano de Jonas.

—¿Qué vas a hacer con eso?

—Lo que tengo que hacer.

—¿Por qué has guardado esa cosa horrible durante todo este tiempo?

—Tengo planes para ella —la alzó sobre la llama y calentó la hoja.

—Aún quieres matar a Aron —musitó ella.

Jonas no contestó, pero su expresión se suavizó ligeramente.

—Mi hermano me enseñó a hacer esto, ¿sabes? Me enseñó tantas cosas… A cazar, a luchar, a colocar un hueso roto y a curar heridas. No sabes lo mucho que le echo de menos.

El dolor que mostraban sus ojos oscuros reavivó el de Cleo. Una vez más, la muchacha se dio cuenta de que aquello era igual para todo el mundo. Fueras quien fueras —una princesa, un campesino, un rebelde o un muchacho cualquiera—, llorabas al perder a tus seres queridos.

Hizo un esfuerzo por desechar aquellos pensamientos dolorosos y decidió cambiar de tema.

—¿Para qué calientas la hoja?

—Tengo que cauterizar la herida para cerrarla. Es duro, pero eficaz; les he enseñado a mis rebeldes cómo hacerlo por si lo necesitan.

Jonas apartó la daga enjoyada de la llama, titubeó apenas un instante y apretó el metal al rojo vivo contra el hombro.

Se oyó un chisporroteo espantoso, y un acre olor a carne quemada le revolvió el estómago a Cleo. Agarró la vela con más fuerza.

Jonas apartó la daga. Aunque tenía la frente perlada de sudor, no había emitido ni un gemido.

—Ya está.

—¡Eso ha sido una salvajada!

—No has sufrido muchas adversidades en la vida, ¿verdad? —replicó Jonas, examinándola con expresión crítica.

Cleo abrió la boca para protestar, pero se dio cuenta de que no podía rebatirle.

—La verdad es que no —reconoció—. Las cosas que me preocupaban antes me parecen ridículas ahora. Jamás dedicaba ni un instante a pensar en los que lo pasaban peor que yo. Sabía que existían, pero no me afectaba.

—¿Y ahora?

En aquel momento, Cleo veía la realidad más claramente que en toda su vida. No era capaz de ver a gente sufriendo sin tratar de hacer algo por ayudarlos.

—Antes de morir, mi padre me dijo que debía ser mejor reina que él —el recuerdo del rey moribundo entre sus brazos se le presentó con dolorosa claridad—. Durante todos estos años, a pesar de que Paelsia estaba tan cerca… Podríamos haber aliviado vuestro sufrimiento. Pero no lo hicimos.

Jonas la contempló en silencio, con el rostro iluminado tan solo por la llama titilante de la vela.

—El caudillo Basilius nunca habría aceptado la ayuda del rey Corvin. Yo he visto con mis propios ojos cómo vivía en sus dominios: se daba una vida de rey mientras su pueblo padecía.

—Eso no está bien —repuso Cleo apartando la vista.

—Pues no, nada bien —Jonas enarcó una ceja—. Pero tú piensas que puedes cambiar las cosas, ¿no?

—Estoy segura de que lo haré.

—Eres demasiado joven… y muy ingenua. Tal vez demasiado para ser reina.

—¿Me insultas, rebelde?

Jonas soltó una carcajada y Cleo sacudió la cabeza, perpleja. Aquel chico la desconcertaba: un instante parecía completamente sincero y al siguiente se burlaba de ella.

—La primera vez que me viste me llamaste bárbaro. Al parecer me he ganado un título un poco más respetable: el de rebelde.

—La primera vez que te vi eras un bárbaro.

—Eso es muy discutible.

—El hecho de que sigas conservando esa daga me hace dudar de que hayas cambiado en el fondo.

—Parece que estamos de acuerdo en algo: en llevarnos la contraria —Jonas se colocó la manga de la camisa, pero no ajustó los nudos sobre su pecho desnudo.

—Supongo que sí.

—Vamos a tener que pasar la noche aquí —el muchacho miró de reojo la abertura de la gruta—. Espero que mis amigos consigan escapar.

—Yo también…

Cleo no deseaba que muriera ninguno, ni siquiera la antipática Lysandra. La muchacha actuaba de esa forma por culpa del dolor. Había perdido demasiadas cosas en su vida. Todos habían perdido demasiado.

—Necesitas dormir para estar guapa mañana, princesa. Yo me quedaré de guardia.

—Un momento.

Cuando él se dio la vuelta para mirarla, Cleo se deshizo el moño. Su larga cabellera se derramó en cascada, y Jonas contempló hipnotizado la melena dorada que caía hasta la cintura.

—Tengo que regresar, Jonas.

El muchacho volvió a mirarla a los ojos.

—¿Adónde? ¿Al campamento? No puedes, princesa. Los soldados lo vigilarán durante varios días. Tenemos que dirigirnos al otro asentamiento en cuanto amanezca.

—No me refiero a eso. Tengo que regresar al palacio.

—No hablarás en serio —murmuró, incrédulo.

—Sí.

—Pues permíteme que te hable en serio yo también. No vas a volver al palacio. Olvídalo.

Cleo comenzó a pasear por la angosta gruta, con el corazón palpitante.

—El rey no va a plegarse a ninguna de vuestras demandas, pero prefiere que yo regrese para casarme con su hijo. Esté yo donde esté, seguirá construyendo su calzada. ¡Cuanto más tiempo me mantengas prisionera, más gente morirá!

—Creí habértelo explicado, princesa: en las guerras muere gente. Es así.

—Pero tu plan no funciona, ¿no te das cuenta? Tenerme prisionera no sirve de nada; solo proporciona al rey Gaius una excusa para matar. Mi ausencia no resuelve ningún problema, ni tuyo ni mío: no hace más que crear otros. Tengo que encontrar al grupo de soldados que van en mi busca y… —intentó imaginar cómo poner fin a aquello sin más derramamiento de sangre—. Les diré que escapé durante el ataque. Por eso me he soltado el pelo: así me reconocerán de inmediato.

—Y después, ¿qué? —preguntó Jonas en tono más duro—. Nada ha cambiado.

—Y nada cambiará si seguimos por este camino.

El rebelde resopló, exasperado.

—¿Es que la vida en el bosque es demasiado dura para vos, alteza? ¿Te da miedo vivir en la espesura junto al resto de nosotros? ¿Quieres volver a tu lujosa vida, junto a ese prometido del que tan enamorada pareces?

—Le desprecio a él tanto como a su padre —replicó Cleo con las mejillas encendidas.

—Eso no son más que palabras, princesa. ¿Por qué debería creerlas? Tal vez la idea de la boda te seduzca tanto que prefieres unirte al rey Gaius antes que tratar de derrocarle. Al fin y al cabo, hay dos caminos para convertirte en reina. Uno es tu derecho de heredera al trono de Auranos; el otro es del brazo del Príncipe Sangriento, cuando suceda a su padre.

Aquel muchacho parecía vivir tan solo para discutir con ella.

—¿Es que ya no te acuerdas, Jonas? Tú mismo me dijiste que eso jamás sucedería, que me matarán antes de permitir que me convierta en reina. ¿Crees que eso va a cambiar?

—No lo sé.

—Exacto: no lo sabes. Además, no solo quiero evitar que las tropas de Gaius asesinen a más gente: también tengo amigos en el castillo que se encuentran en peligro si yo no estoy junto a ellos. Y además hay… hay algo allí de gran valor que no puedo abandonar.

—¿Qué es?

—No te lo puedo decir.

El anillo era su secreto, y se negaba a compartirlo con nadie.

—Princesa, eres…

Jonas se interrumpió de pronto, apagó la vela y empujó a Cleo contra la pared de fronda.

Solo entonces Cleo advirtió que sonaban voces en el exterior: los guardias habían regresado para peinar de nuevo la zona. El corazón de la princesa latía tan fuerte que, por un momento, pensó que los delataría. Los dos se quedaron quietos y silenciosos como estatuas durante lo que les parecieron horas.

—Creo que se han marchado —murmuró Jonas finalmente.

—Debería haber gritado; tal vez así me hubiera librado de ti —repuso Cleo, casi mareada por el aroma a agujas de pino y aire fresco que exhalaba él.

—¿Y obligarme a luchar contra media docena de limerianos para salvarte el pellejo? No lo sueñes, princesa.

Cleo bufó, furiosa.

—¡A veces te odio con toda mi alma, Agallon!

Jonas se echó ligeramente hacia atrás.

—El sentimiento es mutuo, alteza.

Aún estaba tan cerca de ella que Cleo notaba el roce tibio de su aliento en la mejilla. Trató de poner en orden sus pensamientos.

—Jonas, te lo ruego. Al menos deberías considerar…

Antes de que pudiera acabar la frase, él pegó sus labios a los de ella.

Fue tan inesperado que a Cleo ni siquiera le dio tiempo de pensar en empujarle. Jonas la apretó firmemente contra la áspera pared de ramaje, y sus manos se deslizaron en torno a su cintura para acercarla más a él.

Y solo con eso, con su cercanía, con su beso, Cleo sintió que se inundaban todos sus sentidos. Él era el humo de la fogata, era las hojas y el musgo y era la misma noche.

No había nada suave en el beso del rebelde, nada dulce ni amable. No se parecía a nada que Cleo hubiera sentido antes. Era algo peligroso, tan letal como el beso de una flecha.

Finalmente, Jonas se apartó con los ojos vidriosos.

—Princesa… —jadeó tomando su rostro entre las manos.

A Cleo le dolían los labios.

—¿Así es como muestran los paelsianos su ira y su frustración?

Él soltó una carcajada incómoda.

—Normalmente, no. Pero tampoco es normal que te responda así alguien que acaba de decirte que te odia.

—Yo… yo no te odio.

Su oscura mirada la traspasó.

—Yo tampoco te odio a ti.

A Cleo le hubiera gustado perderse en aquellos ojos, pero no podía permitírselo. Había demasiadas cosas en juego.

—Debo volver, Jonas. Y tú tienes que encontrar a tus compañeros y asegurarte de que se encuentran bien.

—Entonces, ¿gana Gaius? —masculló él con odio—. El rey derrama cada vez más sangre y consigue justo lo que desea. ¿Es eso lo que quieres?

—Esta vez, sí.

Cleo se frotó la mano distraídamente, deseando tener el anillo en su poder. Eso le habría dado la fuerza necesaria para enfrentarse a lo que la esperaba.

—Y tú te casarás con el príncipe para distraer al pueblo con una ceremonia pomposa. No me gusta nada la idea.

Distraer

Cleo le apretó el brazo; aquellas palabras habían despertado una chispa en su mente como un pedernal que golpeara una piedra.

—La boda.

—¿Qué pasa con ella?

—El templo de Cleiona… Se celebrará allí. Mi padre me llevaba cuando era niña y me dejaba que lo explorara a mis anchas. Yo me quedaba mirando la estatua de la diosa, maravillada de que me hubieran puesto el nombre de aquella criatura increíble y mágica. Luego, mi hermana y yo jugábamos al escondite en el templo igual que lo hacíamos en el palacio… Podría ser una oportunidad perfecta para los rebeldes, una forma de acercaros mucho más al rey de lo que podríais lograr en un día normal. Sí, Gaius pretende usar mi boda como distracción… Pero él también estará distraído ese día.

Jonas meditó su respuesta.

—Podría funcionar, princesa.

—Aunque sería arriesgado.

—No querría que fuera de otro modo —replicó él con un asomo de sonrisa.

—Espera… No, ¡no! —exclamó Cleo de pronto, recapacitando.

¿En qué estaba pensando? ¡Su idea estaba cuajada de peligros!

—Habrá demasiados soldados; sería temerario hacer algo así —explicó—. No merece la pena.

—Ah, no: ahora no puedes echarte atrás. En realidad, es… es una idea increíble; no sé cómo no se me había ocurrido a mí. El templo de Cleiona es un sitio ideal para emboscarse, y la muchedumbre mantendrá ocupados a los guardias. Si nosotros nos situamos en el interior… Sí, será la oportunidad perfecta para matar al rey y al príncipe y hacernos con las riendas. Paelsia quedará libre de la opresión y tú recuperarás tu reino.

A Cleo le costaba respirar.

Matar al rey y al príncipe.

Pero estaba claro que Magnus debía morir también: era el siguiente en la línea de sucesión.

—¿De verdad crees que podría funcionar?

—Sí —contestó Jonas ensanchando la sonrisa.

—Estás loco.

—Se te ha ocurrido a ti, princesa; puede que los dos estemos locos —la recorrió con la mirada—. No puedo creer que una cosita tan pequeña albergue tanta perfidia. ¿Quién lo hubiera adivinado?

Era una auténtica locura, pero no tenían muchas alternativas. A veces, para recuperar la cordura había que sucumbir primero a la locura.

—Haré todo lo que sea necesario para recuperar mi trono —declaró Cleo, mortalmente seria.

—Entonces estamos de acuerdo: es el momento de que los rebeldes tomemos la iniciativa, por mucho riesgo que implique. Estaré presente en tu boda, reciba o no una invitación. Y el rey y el príncipe morirán bajo el filo de mi espada —alzó una ceja—. La única pregunta es si puedo confiar en ti y en tu silencio.

El corazón de Cleo se agitó como un pájaro enjaulado.

—Lo juro por el alma de mi padre y de mi hermana: no diré nada.

Jonas asintió.

—Entonces, supongo que es hora de que regreses al palacio.

Los dos salieron de la gruta en silencio y se abrieron camino por el bosque oscuro hasta llegar cerca del campamento de los soldados limerianos. Era fácil de localizar: su enorme hoguera se veía y se olía a distancia. Los hombres de Gaius no tenían ninguna razón para esconderse: ellos eran lo más peligroso que albergaba el bosque en aquel momento.

Por el rabillo del ojo, Cleo atisbó un halcón —¿el mismo de antes?— posado en la rama de un árbol cercano.

Jonas se detuvo de pronto.

—No me gusta esto.

—A mí tampoco, pero debo hacerlo.

Sus ojos se encontraron y Cleo recordó su beso con demasiada claridad; todavía notaba un hormigueo en los labios. Se miraron en silencio durante un instante.

—Estate preparada el día de tu boda —dijo Jonas—. Dentro de diez días, todo cambiará para siempre. ¿Lo recordarás, princesa?

—Lo recordaré.

Jonas le apretó la mano, y Cleo le dedicó una última mirada antes de darle la espalda y avanzar con decisión hacia el campamento.