CAPÍTULO 14
JONAS
Cuando la princesa Cleo volvió en sí, se encontraba en un carromato desvencijado que recorría el campo al galope. Tenía las muñecas atadas.
Jonas había decidido maniatarla. Sabía que cuando se despertara no se alegraría demasiado de verlo… por decirlo suavemente.
—Buen día —saludó Jonas cuando Cleo abrió sus ojos del color del océano.
Ella le miró, aún soñolienta por el narcótico. De pronto, su mirada se aclaró.
—¡Bestia! —gruñó lanzándose contra él pese a estar atada—. ¡Te odio!
Él la empujó con suavidad hasta volver a sentarla.
—Conserva el aliento, princesa. Así vas a acabar agotada.
—¿Adónde me llevas? —inquirió ella mirando frenética a su alrededor.
—A mi casa; espero que te guste.
—¿Por qué me haces esto?
—Vivimos tiempos duros, princesa.
—Si crees que el príncipe Magnus y su padre me aprecian, te equivocas. ¡Se negarán a cumplir cualquier cosa que les pidas!
—Les he exigido que detengan la construcción de la calzada.
Cleo enarcó las cejas.
—¡Esa petición es una estupidez! ¡Hay un millón de cosas más importantes que pedirle al rey! No se te da muy bien esto, ¿verdad?
Jonas le dirigió una mirada sombría. A veces se le olvidaba lo afilada que tenía la lengua aquella chica.
—¿Tienes idea de lo que está provocando esa calzada? ¿Sabes cuánta sangre paelsiana se ha vertido en las obras, cuántos obreros murieron el mes pasado?
Cleo lo miró boquiabierta.
—No… Si eso es cierto, yo… lo siento mucho.
Jonas asintió. No era la primera vez que la princesa oía hablar de atrocidades como esa, ya que él las había mencionado de pasada cuando la visitó en su aposento. Sin embargo, no podía tener constancia de que aquellas cosas ocurrieran; a pesar de su compromiso con Magnus, Cleo era una prisionera que apenas se enteraba de lo que ocurría fuera del palacio.
—El Rey Sangriento no se anda con delicadezas a la hora de tratar a sus esclavos. Puede que haya tranquilizado a los auranios y les haya dado una falsa sensación de seguridad, pero te aseguro que no se puede decir lo mismo de mi pueblo. He visto con mis propios ojos lo que hacen sus soldados. Y hay que detenerlo al precio que sea.
Cleo estaba lívida.
—Por supuesto que hay que detenerlo —repuso.
A Jonas le sorprendió tanto la honestidad de su tono que tardó unos instantes en recuperar la voz.
—Parece que estamos de acuerdo en algo, después de todo. Sorprendente.
—¿Aún piensas que soy igual que los Damora? Te equivocas de medio a medio, Agallon. Pero si querías secuestrar a alguien con influencia, no deberías haberme escogido a mí. Le harías un favor al rey matándome; te aseguro que para él no sería ninguna contrariedad.
Jonas le había dicho en la sastrería que no quería hacerle daño, pero no la culpaba por esperar lo peor de él. Teniendo en cuenta que era la segunda vez que la secuestraba, aquella muchacha debía de verle como un auténtico bárbaro.
Se inclinó sobre ella, procurando ignorar su respingo de miedo, y empezó a aflojarle las ligaduras de las manos.
—Tendremos que esperar a ver qué pasa. ¿No crees, princesa?
En cuanto llegaron al límite de la Tierra Salvaje, a unas treinta millas de Cima de Halcón, Jonas le dio las gracias al conductor del carro, un auranio simpatizante de la causa rebelde al que había conocido en su visita anterior a la ciudad, cuando reclutó a Nerissa. Luego se despidió de él y condujo a Cleo hacia la espesura.
Ella avanzó a su lado entre la vegetación enmarañada, sin debatirse ni huir.
—Aquí viven ladrones y asesinos —murmuró ella con voz débil.
—Así es —confirmó Jonas.
—También hay bestias peligrosas.
—Sin lugar a dudas.
—Es un lugar perfecto para ti —le espetó Cleo mirándole de reojo.
Él reprimió una carcajada.
—Gracias por el cumplido, princesa; vas a hacer que me sonroje.
—Si te lo tomas como un halago, eres aún más estúpido de lo que pensaba.
—Me han llamado cosas peores —replicó él sin poder evitar una sonrisa.
Observó el penoso avance de Cleo: no creía que ella, ni ningún otro miembro de la corte, se hubiera internado jamás en el bosque para comprobar lo tenebroso que podía llegar a ser, especialmente en el ocaso. Las tupidas copas de los árboles bloqueaban la luz y arrojaban una oscuridad desoladora a su alrededor, como si siempre fuera medianoche. Cleo tropezó con una raíz y estuvo a punto de caer, pero Jonas la sostuvo del brazo.
—No hay tiempo que perder, princesa. Falta poco para llegar.
Ella se alzó las faldas para evitar que se arrastraran por la maleza y la tierra y le dedicó una mirada asesina. Jonás apuró el paso: ni siquiera a él le hacía gracia caminar por allí a solas.
Finalmente llegaron a un claro pequeño, en cuyo centro una hoguera disipaba un tanto la oscuridad. El fuerte aroma a ciervo asado le indicó a Jonas que la cacería había ido bien; los rebeldes no pasarían hambre esa noche.
Los pasos de la princesa se hicieron indecisos al ver varias sombras que se aproximaban a ellos. Unas tres docenas de rebeldes vestidos con harapos la observaban con gesto hostil. Algunos treparon a los árboles circundantes; Cleo levantó la vista para seguirlos y se sorprendió al distinguir decenas de refugios improvisados con cuerdas, palos y tablones a unos veinte pies de altura.
—Así que vivís aquí —comentó asombrada.
—De momento.
Cleo cruzó los brazos y examinó el campamento. Varios rebeldes le devolvieron la mirada, algunos con curiosidad y la mayoría con recelo y desprecio. Aquel no era el lugar más acogedor para alguien de sangre real, sin duda.
Un chico menudo pasó corriendo tras un conejo y le lanzó a Jonas una mirada fugaz y sonriente. El líder rebelde lo contempló con afecto: a sus catorce años, Tarus era uno de sus combatientes más jóvenes. No estaba precisamente dotado para la batalla, pero hervía de un entusiasmo que suplía sus carencias. Jonas lo había llevado consigo en varias misiones de reclutamiento; su complexión menuda y su rostro amable tranquilizaban a las personas con las que el rebelde deseaba hablar.
Pese a la oscuridad, el bosque bullía de vida. A su alrededor se mezclaban el rumor de las conversaciones, el zumbido de los insectos y el canto de los pájaros.
Aquel sitio no estaba tan mal. Al menos, eso pensaba Jonas.
Cleo se dio una palmada en el brazo para matar un mosquito y luego se rascó. Parecía más molesta que asustada, como si aquel tratamiento fuera indigno de ella. A Jonas no le daba pena; tal vez aquello no fuera un palacio de oro, ni siquiera una posada decente, pero tendría que soportarlo.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Brion acercándose a Jonas.
—No —replicó este—. Todo va bien. Busca a tu novia y asegúrate de que se mantenga lejos de mí; esta noche no quiero más problemas.
—Cuando dices «novia», ¿te refieres a la chica que me detesta casi tanto como a ti?
—Justo a esa.
Brion echó a andar hacia la hoguera y le dio una palmada en la espalda a un muchacho llamado Phineas. Los dos comentaron algo y se rieron tras echarle un vistazo a Cleo.
—Ese es Brion —explicó Jonas—. Es un gran amigo mío: fuerte, leal y valiente.
—Me alegro por él —replicó ella achinando los ojos—. Tú eres el cabecilla, ¿no?
—Hago lo que puedo.
—Así que estos hombres, Brion incluido, me matarán si se lo ordenas. ¿O prefieres hacerlo con tus propias manos? —al ver que no contestaba, Cleo le miró directamente a los ojos—. ¿Y bien?
Él le agarró el brazo con fuerza; aquella chica hablaba muy alto y con demasiada libertad. Era incluso peor que Lysandra.
—Te recomiendo que no hagas ese tipo de sugerencias en voz alta, princesa. No es inteligente. Podrías darles ideas a mis rebeldes; no todos están de acuerdo con la decisión de traerte aquí.
Cleo se debatió, pero él la sujetó con firmeza.
—Suéltame —le espetó.
—No te tomes esto como algo personal. Lo que he hecho hoy, y lo que haré de ahora en adelante, será por el bien de mis compatriotas. Solo por ellos —murmuró.
De pronto, algo captó su atención a la izquierda. Jonas soltó un juramento por lo bajo cuando se dio cuenta de quién se acercaba.
Lysandra tenía la trenza deshecha, y su larga cabellera formaba una maraña salvaje de rizos oscuros. Fijó sus ojos castaños en Cleo.
—Así que es esta, ¿no? Su alteza real.
—Sí —respondió Jonas con hastío; le resultaba agotador lidiar con la obstinada Lysandra, incluso en sus días buenos—. Lysandra Barbas, te presento a la princesa Cleiona Bellos.
Cleo permaneció en silencio mientras la recién llegada la examinaba de arriba abajo.
—Todavía respira —apuntó Lysandra.
—En efecto —asintió Jonas.
Lysandra rodeó lentamente a Cleo y examinó su vestido, sus joyas y las puntas de los chapines de oro que asomaban bajo la falda.
—¿Y si le mandamos al rey uno de sus reales dedos como prueba de que la tenemos en nuestro poder?
—Cierra la boca, Lysandra —masculló Jonas conteniendo a duras penas su ira.
—¿Eso es un sí?
—Déjame adivinar —intervino Cleo—. Esta es una de los rebeldes que no aprueban tu plan de secuestrarme.
—Lysandra tiene ideas propias sobre las decisiones que yo debería tomar.
La muchacha rebelde le lanzó a Cleo una mirada llena de desprecio.
—No entiendo de qué puede servirnos secuestrar a una niña cuyo único propósito en la vida es estar guapa.
—Ni siquiera me conoces y ya tienes muy claro que me odias. ¿Te parecería justo que yo te odiara sin conocerte?
Lysandra puso los ojos en blanco.
—Digamos que odio a todos los miembros de la realeza por igual, y tú eres una de ellos. Por tanto, te odio. No es nada personal.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza. ¿Nada personal? A mí el odio me parece algo muy personal. Si me hubiera ganado tu desprecio, sería distinto. Tal como están las cosas, me parece estúpido que te dejes llevar por las emociones sin pensar.
—El rey Gaius ordenó arrasar mi pueblo y esclavizó a mi gente —replicó Lysandra con el ceño fruncido—. Mis padres murieron y no sé dónde está mi hermano Gregor; puede que jamás vuelva a verlo —su tono era cada vez más agresivo—. Pero tú no sabes lo que es el dolor. No conoces el sacrificio ni el esfuerzo. Naciste con una cuchara de oro en la boca y un techo dorado sobre tu cabeza. ¡Estás prometida con un príncipe!
Una vez más, Jonas abrió la boca para interrumpirla: aquello no los conducía a ninguna parte y estaban llamando la atención de al menos una docena de rebeldes, que las escuchaban con atención.
Pero la princesa se le adelantó. Sus ojos relampagueaban.
—¿Crees que no sé lo que es sufrir? Puede que no haya padecido tanto como tú, pero te aseguro que conozco el dolor. Perdí a mi hermana por culpa de una enfermedad que ningún curandero sabía tratar; la encontré muerta en la cama horas después de que el rey Gaius invadiera mi hogar. Mi padre murió intentando defender su reino, tras luchar codo con codo junto a sus hombres. Mi madre murió al darme a luz; nunca la conocí, y sé que mi hermana me odió durante años pensando que la culpa era mía. Perdí a un guardia en quien confiaba, un… un joven al que había entregado mi corazón, cuando intentaba defenderme del mismo príncipe al que estoy prometida contra mi voluntad. He perdido a casi toda la gente a la que amaba, y ha ocurrido en tan poco tiempo que apenas soy capaz de mantenerme en pie y reprimir el llanto —jadeó—. Piensa lo que quieras de mí, pero te juro por la diosa que recuperaré mi trono y que el rey Gaius pagará sus crímenes.
Lysandra la miró sin decir nada, con los ojos arrasados en lágrimas.
—Ya lo creo que lo hará —murmuró al fin.
Sin una palabra más, se alejó y desapareció en la oscuridad del bosque. Brion la siguió un instante después.
¿Se habría ganado Cleo su simpatía, o su discurso había caído en saco roto? Jonas no lo sabía. También ignoraba si la bravura de Lysandra era auténtica o si era una pose que adoptaba para parecer dura ante los demás. Sin embargo, el dolor que expresaban sus ojos cuando hablaba de su pueblo, sus padres y su hermano perdido… eso era muy real. Jonas comprendía su dolor y también entendía el de Cleo. A pesar de ser tan distintas, esas dos muchachas tenían mucho en común.
Se dio cuenta de que la princesa lo miraba con expresión desafiante.
—¿Qué te pasa ahora?
Cleo alzó la barbilla.
—Si piensas matarme cuando el rey Gaius se niegue a acceder a tus demandas, te aseguro que lucharé hasta mi último aliento.
—No me cabe la menor duda —Jonas inclinó la cabeza—. Pero creo que hay un pequeño malentendido: no tengo intención de matarte. Ni ahora ni dentro de un tiempo. Eso sí, voy a usarte contra los Damora tanto como pueda. Eso no lo dudes.
—¿Cómo?
—El rey te ha convertido en un símbolo de esperanza y unidad para los auranios; pues bien, los rebeldes haremos lo mismo. Si Gaius se niega a acceder a mis demandas, te convertirás en una de los nuestros. De ese modo enviaremos un mensaje muy claro al pueblo: su princesa dorada elige permanecer a nuestro lado y oponerse a las mentiras del rey.
Cleo abrió la boca para protestar, pero Jonas la interrumpió alzando la mano.
—Princesa, sabes tan bien como yo que al rey le sirve tanto tu muerte como tu vida. Gaius supone que te mataremos si no accede a nuestras demandas, y no le importa lo más mínimo: si lo hiciéramos, el pueblo nos retiraría definitivamente su apoyo. De modo que para nosotros eres más valiosa viva que muerta. Así que te sugiero que te pongas cómoda y esperes tranquilamente. Te daremos de comer y tendrás un refugio donde dormir. Este bosque tiene muy mala reputación, así que hay muy poca gente que se aventure a entrar aquí.
Cleo le observó de arriba abajo.
—Obviamente.
—Sé que mi forma de traerte hasta aquí ha sido cualquier cosa menos suave —continuó Jonas con un asomo de sonrisa—. Pero te aseguro que nadie te hará daño. Aquí estás a salvo, princesa. Y quiero que sepas una cosa: tengo intención de matar al rey con mis propias manos para liberar a mi pueblo de su tiranía. Y cuando eso ocurra, podrás recuperar tu trono. A mí no me interesa Auranos: solo me preocupa Paelsia.
Cleo asintió.
—Y a mí solo me importa el futuro de Auranos y de sus habitantes.
—Otra cosa que tenemos en común: el amor por nuestras respectivas tierras. Eso es bueno. Así que contéstame a una cosa, princesa: ¿vas a continuar oponiéndote a cada cosa que diga, o piensas cooperar conmigo?
Cleo se tomó su tiempo para pensarlo. Después subió la vista y le lanzó una mirada incendiaria; sus ojos eran tan feroces como los de Jonas.
—Bien. Cooperaré. Pero no prometo ser agradable.
Él soltó una carcajada.
—Eso puedo soportarlo.