CAPÍTULO 13

ALEXIUS

Phaedra había convocado a Alexius, y este no tuvo más remedio que acudir de inmediato al palacio de cristal. La encontró allí, con el hermoso rostro crispado por la preocupación. Vestía una capa larga y sedosa de color platino, casi del mismo tono que su pelo.

—Es Stephanos —dijo, y Alexius se acercó más a ella al oír el nombre del mentor de Phaedra.

Después de que el hermano de Phaedra se exiliara del Santuario hacía veinte años, Stephanos y Alexius se habían convertido en las personas más cercanas para ella.

—¿Qué le pasa?

—Se está muriendo.

—¿Muriendo? —la palabra le resultaba tan ajena que le costaba pronunciarla.

La muerte era algo que no existía dentro de los límites del Santuario.

Phaedra le agarró de la túnica y lo acercó hacia ella.

—No quieren que se sepa, pero necesito que lo veas con tus propios ojos. No queda mucho tiempo —murmuró desesperada, y Alexius supo que no podía hacer nada para aliviar su dolor.

—¿No hay remedio?

—No —respondió negando con la cabeza—. Es imposible salvarle.

El corazón de Alexius dio un vuelco.

—Llévame hasta él.

Phaedra le acompañó hasta la planta superior del palacio, una gran sala con una cúpula de cristal. El cielo que se extendía al otro lado era siempre azul, ya que en el santuario no existía la noche.

La sala estaba vacía salvo por una plataforma de oro en el centro, en la que reposaba Stephanos. Lo rodeaba el Consejo de los Tres, los más antiguos y poderosos de todos los inmortales.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó el anciano llamado Danaus en un tono tan seco como la propia pregunta.

Era el miembro de los Tres en el que menos confiaba Alexius: de hecho, no pensaba hablarle jamás de los sueños que compartía con la princesa Lucía, ni revelarle que había descubierto en ella a la hechicera de la profecía. Danaus tenía la desagradable costumbre de meterse en sus asuntos, siempre indagando acerca de lo que hacía cuando visitaba el mundo de la princesa y preguntando por su interminable búsqueda de los vástagos.

El anciano estaba celoso de la habilidad de Alexius para tomar la forma de un halcón y entrar en el mundo de los mortales; desde que se perdieron los vástagos, los Tres no podían tomar forma de ave. A pesar de todo su poder e influencia en el mundo inmortal, llevaban allí atrapados desde hacía un milenio.

—Yo le he traído —replicó Phaedra alzando el mentón. Nunca le habían intimidado los ancianos, y no iba a cambiar ahora.

Y sin embargo, Phaedra no sabía tanto de ellos como Alexius. De ser así, tal vez no se hubiera mostrado tan valiente.

—Esto es un asunto privado —gruñó Danaus—. Y debe seguirlo siendo.

—No pasa nada —murmuró Stephanos con voz tan frágil como su aspecto—. No me importa que haya otro testigo. Te doy la bienvenida, Alexius.

—Gracias, Stephanos.

El pecho de Stephanos se agitó; le faltaba la respiración. Su cabello negro se había vuelto blanco y quebradizo desde la última vez que Alexius lo viera. Su piel dorada estaba pálida y tan arrugada como la de un anciano. Su rostro, que nunca había aparentado más de veinticinco años mortales, parecía ahora cinco veces más viejo.

La visión de aquella decadencia repentina e inesperada hizo que a Alexius se le encogiera el estómago. Aquella estampa le inspiraba tanta lástima como repulsión.

Desvió la mirada hacia Timotheus —una visión mucho más agradable— y este le hizo un gesto de bienvenida. Era el mentor de Alexius y, aunque le doblaba en edad, podría haber pasado por su hermano mayor.

La idea de que Phaedra fuera a perder a un amigo tan querido como lo era Timotheus para él le llenó de dolor. Sin embargo, su mentor parecía tan joven y fuerte como siempre. Solo sus ojos ambarinos, cargados de preocupación y tristeza, delataban su verdadera edad.

Y después estaba el tercer miembro del Consejo.

Alexius sintió el peso de sus ojos antes de aventurarse a mirarla.

La belleza de Melenia era legendaria incluso entre los inmortales. Su cuerpo parecía tallado en oro, y su cabello caía en ondas suaves hasta sus rodillas. Era la perfección encarnada, la inmortal más hermosa que había existido jamás. Aunque parecía tan joven como los demás, era la más anciana de todos. Había vivido años incontables.

—Sí, te damos la bienvenida —dijo suavemente—. A menos que prefieras marcharte, Alexius.

Phaedra le apretó la mano; quería que estuviera presente, que la apoyara en ese momento tan difícil. De no ser así, no habría utilizado su magia para convocarlo.

—¿Por qué está ocurriendo esto? —preguntó Alexius con un nudo en la garganta.

Melenia enarcó una ceja.

—Es trágico, pero simple: nuestra magia se está desvaneciendo y ya no puede sostenernos a todos. Este es el resultado.

—El tornado que hubo en Paelsia fue magia… Magia del viento —intervino Phaedra—. Lo vi con mis propios ojos: estaba presente en forma de halcón. Ese suceso exprimió el poder del Santuario, y estoy segura de que el declive de Stephanos es consecuencia de ello. Pero ¿cómo es posible que nos afecte algo que sucede en el mundo mortal? Siempre hemos creído que no hay conexión entre los dos mundos. ¿Creéis que tiene algo que ver con la calzada que está construyendo el rey?

Todos los ojos se clavaron en ella.

—Te equivocas —replicó Melenia—. Lo que le ocurre a Stephanos es consecuencia del agotamiento gradual de nuestra magia. No puede estar relacionado con un desastre natural en el mundo de los mortales.

Phaedra sacudió la cabeza.

—Tal vez alguien guíe al rey Gaius, alguien que nos conoce y sabe cómo acceder a nuestra magia.

—Tonterías —replicó Danaus mirándola por encima del hombro—. Ningún mortal puede afectarnos, sea quien sea.

—¿Estás seguro? —inquirió Timotheus.

—Lo estoy —sentenció Danaus con irritación.

Timotheus sonrió, pero sus ojos permanecieron inexpresivos.

—Tiene que ser maravilloso estar siempre tan seguro de todo.

—Yo no estaría tan convencida, Danaus —intervino Melenia—. Puede que haya algo de verdad en lo que sospecha Phaedra: siempre ha sido muy astuta. Habría que vigilar estrechamente al rey Gaius y estar pendiente de sus actos. Podría ser una amenaza.

—¿Una amenaza? —se burló Danaus—. Si fuera así, sería el primer mortal que haya supuesto un peligro para nosotros.

—Y sin embargo, aquí estamos —Melenia le echó un vistazo a Stephanos, quien cerró los ojos rodeados de arrugas como si sufriera un dolor inmenso.

—Ahora ya no hay duda —murmuró Danaus con amargura—: nuestros exploradores deben encontrar los vástagos cuanto antes para que podamos restaurar nuestra magia. De otro modo, todos nos marchitaremos hasta morir.

—Hacemos todo lo que podemos —gruñó Alexius, aunque la verdad era que había dejado de buscar las gemas cuando una princesa de ojos azul cielo y pelo negro como el azabache había captado toda su atención.

—No parece que os esforcéis demasiado.

—Por supuesto que nos esforzamos. Nunca hemos parado de buscar, a pesar de que hace tiempo que deberíamos habernos rendido. Los vástagos no pueden ser hallados.

—¿Habéis renunciado a buscarlos ahora que hay tanto en juego? ¿Quién crees que será el siguiente en sucumbir después de Stephanos? ¡Podrías ser tú!

—Silencio, Danaus —advirtió Timotheus en tono tenso—. Las disputas entre nosotros no resuelven nada.

A Alexius le constaba que Timotheus no siempre estaba de acuerdo con los otros dos miembros del Consejo. En realidad, apenas los toleraba. El Santuario era un lugar pequeño, en el que varios cientos de inmortales se veían obligados a convivir eternamente; a pesar de su belleza, era una prisión de la que solo se podía escapar renunciando a la magia y la inmortalidad. Y no todos los prisioneros se llevaban bien.

—En mi opinión —prosiguió Timotheus—, esto es la prueba definitiva de que nuestro mundo se está desvaneciendo lentamente en la oscuridad, igual que se pone el sol en el mundo de los mortales. Aunque recuperemos los vástagos, puede que sea demasiado tarde para detener la decadencia.

—Siempre has sido un pesimista —comentó Melenia secamente.

—Realista, más bien.

Stephanos profirió un grito de dolor.

—Ha llegado el momento —musitó Melenia acercándose a él—. Ojalá pudiera hacer algo para salvarte, mi querido amigo.

A pesar de la amabilidad de sus palabras, Stephanos la contempló con frialdad, casi como si la viera por primera vez.

—¿Crees que tus secretos morirán conmigo, Melenia? —preguntó entrecerrando los ojos.

Antes de que pudiera añadir nada más, se le escapó un alarido. Su frágil cuerpo se arqueó y tembló con violencia, y una luz blanca y brillante explotó en su interior. Alexius se tambaleó y se protegió los ojos, cegado. El grito de un halcón desgarró el aire, y de la cúpula cayó una lluvia de fragmentos de cristal.

Todo se volvió blanco mientras el chillido continuaba. Alexius, aterrado, cayó de rodillas y se tapó los oídos mientras otro alarido brotaba de su pecho.

Y de pronto, la luz se apagó y todo quedó en silencio. La plataforma de metal estaba vacía: el cuerpo de Stephanos había desaparecido. Había regresado a la esencia de magia pura de donde había surgido, a la magia que sostenía su mundo.

Phaedra trastabilló hasta Alexius, quien se incorporó con dificultad. Extendió los brazos y ella le abrazó, estremecida.

—Creí que tendríamos más tiempo…

—Se acabó —le indicó Danaus a Melenia.

—Así es —respondió ella en tono solemne—. Le echaremos de menos.

Timotheus contempló a la hermosa inmortal con curiosidad.

—¿A qué se refería, Melenia? ¿De qué secretos hablaba?

Ella le dedicó una sonrisa teñida de melancolía.

—Me temo que su mente se había marchitado aún más rápido que su cuerpo; es triste presenciar el fin de uno de los más brillantes entre nosotros.

—¿Quién será el siguiente? —preguntó Danaus con crispación—. ¿Quién será el próximo en morir?

—Los vástagos todavía existen —observó Melenia—. Si nosotros estamos aquí es porque ellos perviven. Y podemos encontrarlos antes de que todo esté perdido.

—¿Estás segura?

—Más que nunca —Melenia se acercó a Alexius y Phaedra y les apretó las manos—. La pérdida de Stephanos nos une a todos. Nuestra amistad y confianza tienen que fortalecerse.

—Por supuesto —convino Alexius.

Phaedra permaneció en silencio.

—Podéis marcharos. No habléis de esto con nadie —indicó Melenia.

Alexius y Phaedra se fueron sin replicar; no veían el momento de alejarse de allí. Salieron del palacio y se alejaron de la ciudad en dirección a la pradera favorita de Alexius, sin intercambiar ni una palabra durante el trayecto.

Al llegar a su destino, Alexius se volvió hacia su amiga esperando que se derrumbara presa del dolor. Para su sorpresa, ella le empujó con fuerza. Alexius se tambaleó hacia atrás, se frotó el pecho y la miró, perplejo.

—¿Y eso a qué ha venido?

—Por haberte tragado todas las mentiras que salen de sus labios.

—¿De los labios de quién?

—De Melenia, evidentemente. ¿De quién si no? Es como una bella araña en su red plateada, siempre tejiendo cuentos para envolvernos a todos. ¡Ya oíste sus últimas palabras! Stephanos quería mostrarnos sus mentiras.

—Estaba agonizante; no sabía lo que decía.

—¿Tanto te ciega su belleza que eres incapaz de ver la verdad? ¡Melenia es malvada, Alexius!

—Deberías tener cuidado con lo que dices de ella.

—No me da ningún miedo.

—Phaedra…

—¿Sabe lo de tu amiguita hechicera? ¿Lo sabe alguien más, aparte de mí?

Alexius se quedó petrificado.

—Yo…

—La visitas en sueños —una sonrisa helada se asomó a sus labios—. ¿Crees que no sé lo que haces aquí cuando vienes solo? Hablas dormido. Dices: «Lucía… Lucía…». Es una mala costumbre en alguien que tiene secretos que guardar. ¿Acaso te estás enamorando de una mortal, Alexius? Ese camino ya lo han recorrido otros y al final se han encontrado perdidos, incapaces de regresar a casa.

Sí: Phaedra le había estado vigilando, tal como Alexius sospechaba. Sus acusaciones le hicieron sentirse vulnerable y acorralado.

—Te prohíbo que hables de esto con nadie que no sea yo.

Ella meneó la cabeza con disgusto.

—Me voy. Tengo lugares que visitar, mortales que vigilar, sueños en los que aparecer. No eres el único que observa a un mortal en particular, Alexius.

—Phaedra, no. Debemos hablar de esto…

—No tengo nada más que decir —sus ojos relampaguearon—. Lo único que puedo añadir es esto: ten cuidado con Melenia. Yo nunca he confiado en ella, pero últimamente… Está tramando algo, y creo que sé lo que es. Hazme caso: si no eres inteligente, acabará contigo.

Phaedra se dio media vuelta y echó a correr. Su cuerpo brilló, cambió de forma y tomó el aspecto de un halcón dorado que alzó el vuelo en el cielo sin nubes.