CAPÍTULO 12

LUCÍA

A Lucía se le cortó el aliento al contemplar la majestuosa habitación en la que se encontraba. En comparación con su austero aposento del palacio de Limeros, aquello era de un lujo inconcebible. El suelo y las paredes brillaban como si estuvieran forrados de metales preciosos, y la brisa que se colaba por el balcón era tibia en lugar de gélida. La cama con dosel era blanda y cómoda, con sábanas de seda inmaculada y mantas de piel blanca, tan suaves y cálidas como el pelaje de Hana.

Todo era muy extraño, como si aún estuviera soñando.

Soñando.

Alexius

Al principio pensó que era él quien estaba al lado de su cama cuando despertó. Pero Alexius tenía el pelo del color del bronce, no negro, y los ojos plateados y llenos de alegría, no oscuros y repletos de dolor.

Esperaba que Magnus no se hubiera dado cuenta de lo mucho que la decepcionó encontrarle a él, y no al joven que había visitado sus sueños.

La reina se sentó en el borde de la cama y le apoyó una mano fresca en la mejilla.

—¿Cómo te encuentras, querida? ¿Tienes sed?

Lucía asintió.

—No recuerdo haberme despertado antes… ¿Estás segura de que lo hice?

—Sí. Dos veces. Pero fue solo un instante.

—Solo un instante… ¿No como ahora?

—No —la reina sonrió—. No como ahora; volvías a dormirte enseguida.

La muchacha giró la cabeza y contempló el cielo azul que se veía por el balcón.

—Quiero ver a mi padre.

—Por supuesto. Muy pronto.

La reina le sirvió un poco de agua y le acercó la copa de plata a los labios. Lucía notó cómo bajaba por su garganta, deliciosamente fresca.

—Gracias —susurró.

—Me he enterado de lo que hiciste: cómo usaste tu elementia para que Gaius conquistara el palacio… y el reino —se sentó de nuevo junto a Lucía—. Murió mucha gente ese día, pero tu padre obtuvo la victoria que tanto ansiaba.

Lucía tragó saliva con dificultad.

—¿Cuántas vidas se perdieron?

—Fueron incontables. Vine aquí tan rápido como pude; ganáramos o perdiéramos, quería estar junto a mi familia. Gaius no sabía que me había puesto en camino, y se enfadó al verme llegar sin habérselo comunicado con antelación. Pero estoy aquí. Y he estado a tu lado desde que llegué.

Incontables vidas.

No puedes culparte por eso, se dijo Lucía a sí misma con desesperación. Su padre y su hermano estaban en peligro; todo Limeros lo estaba. Lo había hecho por su familia y por su reino. Magnus había estado a punto de morir ante sus ojos por las heridas recibidas en la batalla, y solo su magia de la tierra lo había salvado. Sin ella, estaría muerto.

Volvería a causar una explosión igual, si con ello salvara la vida de los que amaba.

¿Verdad?

Notaba los párpados pesados. Aunque solo llevaba despierta unos minutos, se sentía agotada. Le daba miedo volver a quedarse dormida, como le había dicho su madre adoptiva que había sucedido antes.

—Tu elementia es destructiva, Lucía —musitó la reina con un hilo de voz—. Lo has demostrado ya dos veces: cuando mataste a Sabina, y al provocar el horror que tuvo lugar aquí.

—No quería matar a toda esa gente. Y respecto a Sabina… —se le retorció el estómago y sintió un escalofrío al recordar las llamas y los gritos de la amante de su padre—. Le había puesto un cuchillo en la garganta a Magnus. Yo… no pensé. No quería matarla, solo detenerla.

La reina le retiró un mechón de pelo largo y negro de la frente.

—Lo sé, querida. Y eso hace que sea todavía peor. Gaius está encantado con lo que eres capaz de hacer, pero hay que pagar un precio muy alto por ese poder tan oscuro. Él no es quien está obligado a pagarlo: tú sí. Y todavía no te has dado cuenta.

—¿Poder oscuro? —preguntó, confusa—. La elementia es magia natural. Procede de los elementos con los que se ha creado el universo; no hay nada oscuro en ella.

—Es oscura si se usa para destruir y para matar. Y eso es lo que pretende tu padre; eso es lo que quiere de ti —la expresión se le agrió—. Es todo parte de su búsqueda incesante del poder absoluto. Pero ¿a qué precio?

—Es un rey, y la naturaleza de los reyes es buscar poder —respondió Lucía, humedeciéndose los labios resecos con la punta de la lengua—. Madre, no debes tener miedo de mí. Aunque hayamos tenido diferencias en el pasado, te juro por la diosa que nunca te haría daño.

La reina sonrió sin humor y le acercó la copa a los labios para que Lucía diera otro sorbo de agua fresca y calmante.

—Llegará un momento en que no te des cuenta de a quién dañas con tu magia, Lucía. Al final no tendrás ningún control sobre ella, y su perversidad te gobernará sin que puedas evitarlo.

—¡Yo no soy perversa!

Aunque rara vez había recibido de aquella mujer otra cosa que reproches, nunca la habían herido tanto como entonces.

La reina depositó la copa vacía en la mesilla de ébano y enlazó las manos de Lucía entre las suyas.

—He buscado respuestas a preguntas que nadie había planteado. No puedes saber lo que sucederá con tu magia. Tienes tanta elementia en tu interior que, ahora que ha despertado, solamente puede crecer como la lava de un volcán a punto de entrar en erupción. Y cuando estalle…

Lucía intentó controlar el torbellino de pensamientos que se agolpaban en su mente.

—¿Qué? ¿Qué pasará?

La reina le soltó las manos y se frotó los ojos. Tenía unas profundas ojeras.

—No voy a permitir que Gaius te destruya para alcanzar sus fines.

—Madre, por favor…

Althea tensó la mandíbula.

—Tu padre piensa que soy débil, que permanezco a su lado y le veo trabajar en la oscuridad sin formarme ningún juicio ni opinión; que solo soy una esposa diligente cuya opinión no cuenta para nada. Pero se equivoca. Ahora sé cuál es mi propósito, Lucía: detenerlo cueste lo que cueste. No se da cuenta de lo que quiere liberar en el mundo; cree que puede controlar lo incontrolable.

Lucía se dio cuenta de que había empezado a temblar.

—Tengo que levantarme —susurró.

Trató de incorporarse, pero seguía agotada. A la reina le bastó con apoyar la mano en su hombro para volver a tumbarla.

—Debo matarte —susurró—. Solo así podré salvarte de lo que temo que te espera, poner fin a lo que está comenzando. Pero no puedo… todavía no. Cuando te miro, sigo viendo a la niñita preciosa que me trajeron hace dieciséis años. Te odié entonces… y te amé.

Lucía la miraba, horrorizada.

—Ahora —continuó la reina—, lo único que queda es el amor. El amor es lo único que importa al final. Todo lo que he hecho ha sido por amor, hija.

Lucía sintió un mareo y sus ojos saltaron a la copa de plata.

—El agua…

—Una poción muy poderosa —la reina rozó el borde brillante del cáliz—. Indetectable al gusto. Duerme, querida: esa oscuridad no podrá alcanzarte en sueños. Duerme en paz. Y cuando encuentre el valor necesario para acabar con tu vida, te prometo que seré delicada.

Una poción… Una poción para dormir.

—Duerme, mi niña querida —susurró la reina.

En el balcón, Lucía atisbó el brillo dorado del ala de un halcón.

—Alexius… —musitó mientras el lujoso aposento se desvanecía a su alrededor.