CAPÍTULO 11
MAGNUS
El palacio llevaba horas sumido en el caos, desde que regresó el carruaje de Cima de Halcón sin la princesa Cleiona. La habían secuestrado en una habitación de la sastrería, y entre los pliegues del vestido que había ido a probarse había aparecido una nota dirigida al propio rey.
Tenemos a la princesa. Para recuperarla sana y salva, debéis detener de inmediato las obras de la calzada y liberar a todos los esclavos que trabajan en ella.
—¿Accederás a la demanda de los rebeldes? —le preguntó Magnus a su padre.
Ambos estaban en la habitación de Lucía, cada uno a un lado de la cama.
—No. Debo terminar la calzada cuanto antes. No me detendré ante nada, y mucho menos ante las demandas de un rebelde.
Magnus taladró al rey con la mirada.
—Entonces la matarán.
—Es lo más probable —asintió Gaius.
Aquella falta de reacción sorprendió a Magnus, hasta que se dio cuenta de que la situación se ajustaba perfectamente a los planes de su padre. Si Cleo moría, los auranios compadecerían al rey por haber perdido a la futura esposa de su hijo. Y de paso, los rebeldes quedarían retratados como unos desalmados capaces de hacer daño a una muchacha inocente y amada por miles de súbditos.
Aun así, le preocupaba la cuestión.
—No hacía falta que viajara para un asunto tan trivial —comentó—. Podía haberse probado el vestido aquí.
—Sin duda.
Magnus frunció el ceño.
—¿Sospechabas que esto sucedería?
El rey adoptó una expresión pensativa.
—Consideré que había posibilidades de que los rebeldes actuaran.
—Entonces, ¿la pusiste en peligro a sabiendas? —pensarlo le hizo hervir de cólera, aunque consiguió mantenerla bajo control—. ¡Mi madre iba con ella!
—Y se encuentra bien, solo un poco afectada. Hijo, ¿crees que soy tan frío como para poner en peligro a la princesa y a mi esposa sin preocuparme por su seguridad?
Magnus se mordió la lengua.
—Y ahora, ¿qué? ¿Esperamos a que manden otra carta con un listado de demandas que no piensas cumplir?
—No. Ya he enviado soldados en su busca. Hay rumores de que un grupo de rebeldes paelsianos se ha establecido en la Tierra Salvaje, a poca distancia de aquí. Si nuestros hombres encuentran a la princesa, tu boda será un gran acontecimiento que servirá para distraer a las masas. Y si no lo hacen… —se inclinó y apartó un mechón oscuro de la pálida frente de Lucía—. Entonces, será que ese es el destino de tu prometida. Los súbditos de este reino verán a los rebeldes como los asesinos de la princesa dorada de Auranos y los odiarán eternamente. Pase lo que pase, tenemos todas las de ganar.
El príncipe le lanzó una mirada a Mira, que estaba en el lado opuesto de la habitación. Limpiaba la barandilla del balcón con un trapo; su simple vestido gris de sierva le permitía ocultarse entre las sombras y pasear por las habitaciones en penumbra sin que nadie se diera cuenta, siempre a mano si la necesitaban, pero imperceptible si no se requerían sus servicios.
Magnus se percató de la expresión entre preocupada e indignada de su rostro. Sabía que habían secuestrado a Cleo; de hecho, su propio hermano había acompañado a la princesa en su viaje a Cima de Halcón para protegerla.
Para protegerla. Magnus podría haber aprovechado la oportunidad para castigar a Nic por su fracaso, pero se compadeció de él al verle regresar junto al resto de los guardias. El muchacho parecía destrozado.
—Mátame ya —había dicho con voz rota—. Me lo merezco por haber permitido que sucediera esto.
—¿Y liberarte de tu desgracia? —dijo el príncipe, examinando su rostro torturado antes de darse media vuelta—. Hoy no.
Magnus jamás lo habría admitido, pero la idea de que los rebeldes hubieran capturado a la princesa le preocupaba. Habría preferido que aquello no le importara, pero no lo podía evitar. Y sin embargo, si la princesa moría, quedaría anulado el ridículo compromiso que le había impuesto su padre. En el fondo, sería lo mejor.
Pero aun así… estaba inquieto.
Irrelevante.
Solo existía una muchacha en el mundo que le importara, y era la que estaba tendida en la cama.
—¿Conoces a alguien llamado Alexius? —le preguntó el rey tras un largo silencio.
—No. ¿Quién es?
—Ayer me acerqué a ver a Lucía un instante después de que tu madre se marchara y murmuró ese nombre en sueños.
Magnus se puso rígido. ¿Lucía había hablado en sueños?
—¿Dijo algo más?
—No. Solo ese nombre.
Se devanó los sesos, pero no le sonaba de nada.
—No conozco a nadie llamado Alexius.
—Tal vez sea un muchacho del que se enamorara en Limeros.
—Tal vez —asintió, con la boca repentinamente seca.
Tomó la jarra casi vacía que había en la mesilla de noche y se sirvió un poco de agua. Nunca había oído hablar de ningún Alexius. ¿Y de pronto Lucía soñaba con él? Una punzada de celos le retorció las entrañas.
—Despertará pronto —sentenció el rey.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque su destino es ayudarme a alcanzar el mío.
Hubo algo en las palabras del rey, una confianza absoluta, que resonó como el eco de un cañonazo.
—¿Quién te ha dicho eso?
El rey contempló a su hijo de arriba abajo, como si estuviera valorando si era digno de confianza.
—Se llama Melenia.
—Déjame adivinar: tu misteriosa nueva consejera.
—Así es.
—Dime, padre: ¿me la presentarás alguna vez?
—Tal vez algún día. De momento es imposible.
—¿Por qué?
El rey titubeó un instante antes de contestar.
—Porque solamente la veo en sueños.
Magnus pestañeó; seguramente había oído mal.
—No entiendo…
—Melenia es una vigía. Posee grandes conocimientos sobre los vástagos, y sabe cómo buscarlos. Aunque sus ojos han visto pasar más de cuatro mil años, ha sido bendecida con el don de la eterna juventud y con una increíble belleza.
—De modo que tu nueva consejera es una hermosa vigía de cuatro mil años de edad que te visita en sueños —repitió; le costaba pronunciar las palabras.
—Así es —respondió el rey con una sonrisa, como si reconociera lo absurdo que sonaba—. Melenia me ha confirmado que Lucía es la clave para encontrar a los vástagos y utilizar su poder. Me ha dicho que antes de que ella apareciera, era imposible encontrarlos: todos los que lo intentaron fracasaron en el intento.
Magnus cayó en la cuenta de que se hallaba en uno de esos momentos que había aprendido a reconocer: una prueba. El rey estaba probándole. La forma en que respondiera ante unas afirmaciones tan descabelladas marcaría la relación con su padre en el futuro.
¿Debería calificarlo de loco por decir esas cosas? ¿Creerlas? ¿Y si no era capaz de contener la risa?
Podría provocar la cólera del rey. Ganarse otra cicatriz, tal vez.
No. Nunca más.
Toda su vida había negado la existencia de la magia, pero Lucía le había demostrado que era cierta. Existía. La elementia, según los libros que había leído últimamente en la biblioteca del palacio de Auranos, estaba ligada a los vigías inmortales. Y estos, según la leyenda, podían visitar a los mortales en sueños.
Magnus sabía que su padre era peligroso, vengativo y despiadado. Y sin embargo, no era ningún estúpido. Jamás creería en algo imaginario que no le sirviera para un propósito real.
Si su padre lo decía, si lo admitía en voz alta, tenía que ser cierto. Y Magnus necesitaba saber más.
—¿Por qué afirmas que Lucía es la clave? —preguntó sin alterar el tono.
—En realidad, aún no tengo la certeza —su padre frunció ligeramente el ceño—. Lo único que sé es que va a despertar.
—Entonces te creo.
Los ojos del rey se iluminaron. Se inclinó sobre Magnus y le dio una suave palmada en la mejilla de la cicatriz.
—Muy bien, hijo mío. Muy bien. Los dos juntos encontraremos los vástagos.
—Con Lucía.
—Sí —asintió—. Con Lucía.
Los vástagos, las cuatro gemas que custodiaban la esencia de la elementia. Magnus entendía muy bien su valor: eran una fuente infinita de poder y fuerza. Si los poseyera, aunque solo fuera uno de los cuatro, estaría a la altura de Lucía, sería su igual: más que un príncipe, más que su hermano. El vínculo de la magia los uniría, y tal vez ella llegara a apreciarlo. A quererlo. Y esa fuerza le mostraría al rey que Magnus ya no era un niño, sino un hombre capaz de obtener lo que ambicionaba. Al precio que fuera.
Era lo que siempre había deseado.
Mira se acercó a llenar de agua la jarra, evitando el contacto visual tanto con el rey como con el príncipe. Se movía en silencio, como si esperara que no reparasen en su presencia.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el rey con voz suave.
La muchacha se puso rígida y apartó la vista del suelo para mirar al rey directamente a los ojos.
—Mira, majestad.
—Por casualidad no habrás escuchado la conversación que he mantenido con mi hijo, ¿verdad, Mira?
—No, majestad —contestó ella rápidamente, con una expresión que parecía de sorpresa—. Estaba concentrada en mis tareas: limpiar, ordenar, cuidar a la princesa… Eso es todo. No prestaba atención.
—Me alegro mucho de oír eso —asintió el rey—. Ahora que los rebeldes están tan activos, hemos de tener cuidado con qué decimos y a quién. Puede haber espías en cualquier parte, ¿no es cierto?
—Lo es, majestad —la postura de la muchacha se relajó ligeramente—. ¿Necesitáis algo más?
El rey se rascó el mentón como si estuviera considerando su respuesta.
—Tengo curiosidad por saber si mi hijo piensa que dices la verdad.
Magnus se envaró.
Su padre era capaz de colocarse con total facilidad la máscara de indiferencia que Magnus estaba luchando por adoptar en ese instante.
—Hijo, sé que en otros tiempos tuviste trato con algunos criados aficionados a enterarse de cosas por casualidad —continuó el rey—. Me gustaría saber tu opinión acerca de este asunto.
El príncipe recordó las paredes heladas de la torre en la que Amia había estado presa, donde su padre ordenó que la azotaran y la interrogaran por haber espiado… para el propio Magnus. Había ayudado a la muchacha a escapar del castillo con la esperanza de que pudiera empezar una nueva vida —o, al menos, conservar la que tenía—, pero su padre se había ocupado de que le dieran caza y la asesinaran.
—Estábamos hablando en tono muy bajo, y esta chica se encontraba en el otro extremo de la habitación; no creo que oyera nada de importancia —respondió con cautela—. Además, aunque oyera algo, no creo que le prestara atención si sabe lo que le conviene. ¿Estoy en lo cierto, Mira?
La muchacha le contempló con suspicacia, como si no creyera que pudiera decir nada en su defensa.
—Sí, alteza.
El rey soltó un largo suspiro.
—Evidentemente, tienes razón. Me he convertido en un anciano receloso, convencido de que hay un enemigo oculto en cada sombra —el rey se echó a reír, mientras se acercaba a Mira para acariciarle la mejilla del mismo modo que había hecho antes con Magnus—. Querida niña, acepta mis disculpas por haberte asustado.
Una sonrisa se asomó al bonito rostro de la muchacha.
—No es necesario que os disculpéis, majestad.
El rey la examinó un instante.
—Sin embargo, creo que nunca está de más tomar precauciones.
Le agarró la cabeza con una velocidad sorprendente y se la giró con fuerza hasta que el cuello de la chica se partió con un fuerte chasquido. Mira se derrumbó en el suelo con los ojos muy abiertos, vidriosos, sin vida.
Había sucedido en un instante.
—¡No tenías por qué hacer eso! —exclamó Magnus, incapaz de ocultar su horror.
El rey se limpió las manos en la túnica negra.
—Los sirvientes se pueden reemplazar; no significan nada. Esa chica no era nadie en especial. Encontraré a otra que atienda a tu hermana.
Nadie en especial. Solo era la amiga de la princesa Cleo, la hermana de Nicolo Cassian. Solo era una vida más que el rey segaba mientras Magnus miraba de brazos cruzados.
Habría dado cualquier cosa por que aquello no le afectara, por poder preocuparse solamente de encontrar los vástagos, por ser tan frío y despiadado como lo era su padre sin esfuerzo alguno.
Cualquier cosa. Pero no podía.
En cuanto el rey abandonó el aposento de Lucía, Cronus apareció y, sin decir una palabra, agarró el cuerpo sin vida de Mira y se marchó de la habitación.
Por el balcón entraba un rayo de sol que iluminaba una zona del pavimento, pero el resto de la habitación se encontraba en penumbra. Varias velas situadas junto a la cama iluminaban con su luz parpadeante el rostro tranquilo de la princesa.
Magnus aferró el borde de las sábanas, las apretó e intentó pensar únicamente en el suave tacto de la tela. Aún tenía el corazón desbocado. Aquella chica no era ninguna amenaza, estaba seguro de ello.
Y sin embargo, estaba muerta.
Las rodillas se le doblaron y cayó de hinojos junto a Lucía. Cerró los ojos y apretó la frente contra el borde de la cama.
De pronto oyó un sonido, un gemido suave. Después sonó una inspiración fuerte, como si alguien tomara aliento después de haber estado sumergido. Abrió los ojos y vio que los párpados de Lucía se agitaban. Parecía estar soñando de nuevo… tal vez con Alexius, quienquiera que fuese.
Entonces, los ojos azules de Lucía destellaron bajo sus espesas pestañas negras.
—¿Magnus? —susurró la muchacha con voz ronca.
Al príncipe se le cortó el aliento. Sin duda era él quien estaba soñando.
—Lucía… ¿Lucía? ¿De verdad estás despierta?
La chica entrecerró los ojos, como si no pudiera soportar la escasa luz que entraba en la habitación.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Demasiado —logró contestar él.
—¿Y Hana? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Se encuentra bien?
Magnus tardó unos instantes en recordar a quién se refería: Hana era la mascota de Lucía, una conejita que le había traído Magnus de regalo después de una cacería en Limeros.
—Hana está bien. Nuestra madre mandó que la trajeran; llegó pocos días después de que tomáramos el palacio.
La preocupación que había en los ojos de su hermana disminuyó.
—Me alegro.
—Esto es increíble —masculló Magnus levantándose de un salto, con deseos de pellizcarse para comprobar que aquello era real—. No creía que volvieras a abrir los ojos, pero lo has hecho. ¡Has despertado!
Ella intentó levantar la cabeza, pero no consiguió alzarla de la almohada. Escudriñó la habitación como si buscara algo. O a alguien.
—No me has contestado —murmuró—. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?
—Una eternidad, o al menos eso me ha parecido. Sitiamos el castillo hace casi un mes y medio —Magnus dio un respingo: por un momento, había olvidado la muerte de la muchacha que había atendido a su hermana mientras estuvo inconsciente. Lucía nunca la conocería; jamás podría darle las gracias.
—¿Tanto tiempo? —preguntó ella con incredulidad.
—Nuestro padre insistió en que nos quedáramos en Auranos para establecer firmemente sus derechos sobre el trono y el reino. Después de que su alianza con el caudillo Basilius se… se malograra, toda Mytica ha quedado bajo su dominio.
En realidad, el rey Gaius había asesinado al caudillo durante la cena de celebración por la victoria. Era algo cuidadosamente planeado desde el principio.
Magnus se sentó en el borde de la cama y miró a Lucía a los ojos. Ansiaba estrecharla entre sus brazos, pero resistió la tentación. Después de la tensión que se había interpuesto entre los dos, sabía que no sería lo más prudente.
El príncipe no creía que su corazón pudiera recuperarse del rechazo que había mostrado Lucía cuando la había besado, y se sorprendió al comprobar que latía con fuerza al ver que la muchacha regresaba a él. Era una nueva oportunidad, y se juró no volver a actuar de forma tan impulsiva.
—Ahora que has despertado todo irá bien, ya lo verás. ¿Cómo te sientes?
—Muy débil… y culpable —Lucía tomó aliento entrecortadamente—. He matado a gente con mi magia, Magnus.
Más de doscientas personas habían perecido en la explosión, pero Magnus decidió no compartir esa espantosa cifra con ella.
—Nadie te culpa por lo sucedido; era necesario. Sin ello no habríamos ganado y seríamos nosotros los que estaríamos muertos. No fue culpa tuya.
—Eso mismo me dijo él…
Magnus le clavó una mirada penetrante.
—¿Quién te dijo eso?
Lucía apretó los labios y apartó la vista.
—Nadie.
—¿Quién es Alexius, Lucía?
La muchacha volvió a mirarle, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—¿Dónde has oído ese nombre?
—Al parecer, lo susurrabas en sueños —murmuró Magnus, notando que algo oscuro e infinitamente desagradable culebreaba en su interior.
—Alexius es… —meneó la cabeza—. Nadie. Solo un sueño. Nada más que eso.
Antes de que Magnus pudiera hacerle ninguna pregunta más, la puerta crujió y entró la reina. Iba sola.
Saludó a Magnus con una sonrisa.
—Venía a ver a Lucía, por si… —soltó una exclamación y se acercó a toda prisa a la cama—. ¡Lucía! ¡Querida mía! ¡Has despertado! ¡Gracias a la diosa!
—Vaya —murmuró Lucía con sequedad—. Menudo recibimiento. He debido de estar muy cerca de la muerte para provocar tales muestras de devoción.
La reina se estremeció.
—Supongo que me lo merezco.
—Te pido disculpas, madre —musitó Lucía palideciendo—. No… no quería decir algo tan venenoso, lo lamento. He sido incapaz de contenerme.
—No es necesario, querida. Es mejor que expreses tus sentimientos; no te los guardes, te lo ruego —la reina se recompuso y se sentó al borde de la cama—. ¿Recuerdas la última vez que despertaste? Esto ya ha ocurrido antes.
—¿En serio? —Magnus la fulminó con la mirada.
—Dos veces en mi presencia —asintió ella—. Por desgracia, solo fueron unos instantes; volvía a dormirse inmediatamente.
Magnus apretó los puños.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—Porque sabía que te sentirías decepcionado —respondió la reina con expresión paciente al oír el tono furioso de su hijo—. Sé lo mucho que amas a tu hermana.
A Magnus le pareció oír algo extraño en su forma de decirlo. ¿Conocería la reina su oscuro secreto?
Deseó poder volver atrás y borrarlo todo; empezar de cero, regresar al momento en que todo era más simple entre ellos. Un nuevo comienzo.
Imposible.
—No recuerdo haberme despertado antes —dijo Lucía confusa mientras intentaba sentarse.
—Aun así tenías que habérmelo dicho, madre —gruñó Magnus—. Y también al rey.
—¿Y arriesgarme a sufrir uno de sus ataques de cólera cuando Lucía volviera a perder el conocimiento? No, hijo mío; es mejor así. Esperemos a ver cómo evoluciona, y comprobemos si esta vez Lucía se queda con nosotros antes de decirle nada sobre el asunto.
—No pienso volver a dormirme —dijo Lucía con decisión.
—Ahora vete, Magnus —dijo la reina apretándole las manos a su hijo—. Tengo que ocuparme de mi hija.
—Pero madre…
—Vete —repitió con firmeza—. Y no le digas nada al rey hasta que te avise.
Aunque Magnus estaba furioso con su madre por haberle ocultado aquello, entendía sus motivos. Él hubiera hecho exactamente lo mismo para proteger a Lucía.
—Está bien —farfulló—. Pero volveré.
—Por supuesto. Nunca has sido capaz de mantenerte alejado de ella durante mucho tiempo. Es la única persona que te ha importado en toda tu vida, ¿verdad?
Se le crispó un músculo en la mejilla de la cicatriz.
—Te equivocas, madre. También me preocupaba por ti. Y volvería a hacerlo si me lo permitieras.
Aquellas palabras consiguieron que los ojos de la reina se iluminaran. Sin embargo, su única respuesta fue un leve asentimiento.
Magnus desvió la vista hacia su hermana.
—Volveré enseguida, te lo prometo. No vuelvas a dormirte, por favor.
Se dio la vuelta y las dejó solas, tal como había ordenado la reina.