CAPÍTULO 10
CLEO
Cleo apretó el anillo de oro y amatista con tanta fuerza como si quisiera dejar grabada su silueta en la palma de la mano. Cerró los ojos e intentó sentir algo, cualquier cosa. Finalmente, abrió el puño y contempló la joya. «Pertenecía a tu madre», le había dicho su padre instantes antes de morir. «Ella estaba convencida de que proporciona el poder de encontrar los vástagos. Si logras encontrar los vástagos, tendrás suficiente fuerza para rescatar nuestro reino de quienes intentan destruirnos».
—Lo intento, padre —musitó; los ojos le picaban por el esfuerzo de no llorar—. Pero no sé cómo hacerlo. Ojalá estuvieras aquí. Os echo tanto de menos a Emilia y a ti…
Las semanas de búsqueda en la biblioteca del palacio no habían dado frutos.
Tal vez mi padre se equivocara.
Alguien llamó con fuerza a la puerta, y Cleo escondió rápidamente el anillo tras la piedra suelta de la pared. Un instante después, la puerta se abrió y entraron dos doncellas, una rubia y la otra morena. Eran dos hermanas de la nobleza limeriana; a Cleo no se le permitía disponer de sirvientes auranios.
—Nos han ordenado que os ayudemos a preparar el viaje —dijo Helena, la muchacha rubia.
—¿Viaje? —repitió Cleo—. ¿Adónde voy a ir?
—A Cima de Halcón —contestó Dora, la otra criada, con los ojos negros brillantes de envidia—. La reina en persona va a acompañaros; tenéis una cita hoy con Lorenzo.
Cleo conocía bien aquel nombre, aunque ahora le resultaba tan lejano como si lo hubiera oído en otra vida. Se trataba de un sastre famoso en Auranos por su impecable gusto, que había vestido a Cleo y a su hermana desde que llegaron a la adolescencia.
De modo que la reina Althea iba a acompañarla a probarse el vestido de novia.
Notó un peso en el estómago: se sentía acorralada. Pero de pronto se dio cuenta de que sería la primera vez que saliera del palacio desde que la habían apresado. Quizás Lorenzo pudiera ayudarla en secreto.
Empezó a darle vueltas al asunto: en Cima de Halcón vivían muchos eruditos y artistas, gente versada en historia y leyendas. Si pudiera hablar con el sastre a solas y ganarlo para su causa…
—Bien —dijo alzando la barbilla—. No hagamos esperar a la reina.
—Me han dicho que hoy irás a Cima de Halcón, Cleo.
La princesa aminoró el paso al oír aquella voz balbuceante. Helena y Dora habían vuelto a sus quehaceres tras ayudarla a vestirse con ropa de viaje, y hasta ese momento se creía sola en el corredor.
—Lord Aron… —murmuró, girándose para encararlo.
Hacía casi un año que Cleo había visitado Cima de Halcón por última vez: sus amigos y ella se habían acercado a pasar unos días en la gran ciudad de la costa, sin más propósito que divertirse lo más posible. En aquel momento, Cleo aún pensaba que estaba enamorada de Aron. Cómo habían cambiado las cosas.
—Supongo que sigues enfadada conmigo por haber revelado tu secreto —susurró él, con los ojos brillantes a la luz de las antorchas.
Cleo forzó una sonrisa amable.
—Esos asuntos tan desagradables ya forman parte del pasado; dejémoslos allí.
Antes de que pudiera escabullirse, Aron se abalanzó sobre ella y le agarró los brazos.
—¿De verdad piensas que me he dado por vencido tan fácilmente?
Su aliento apestaba a vino; solamente bebía vino de Paelsia, que provocaba una profunda embriaguez pero no dejaba resaca. Eso hacía que le fuera difícil saber cuándo parar.
—¿Fácilmente? ¿Acaso todo lo que ha pasado te parece fácil?
—A pesar de todo, aún te quiero.
Ella se liberó de sus manos y le apartó de un empujón.
—No seas absurdo. Tú nunca me has querido; lo que ambicionabas era la posición que conseguirías casándote conmigo. Harías bien en resignarte. Has perdido, Aron.
Todos hemos perdido. De momento.
—En tal caso —Aron entrecerró los ojos—, tal vez empiece a fijarme en tu amiguita Mira. No me rechazaría, al menos si sabe lo que es bueno para ella. ¿Te pondrías celosa si fuera mi amante?
Cleo intentó no perder el control.
—Deja en paz a Mira, maldito borracho.
—Y si no, ¿qué?
—Si no, te cortaré algo más que la lengua. Créeme, Aron.
No tenía tiempo para aquellas tonterías, así que se dio media vuelta y echó a andar a grandes zancadas. Aron la siguió.
Al pasar por el corredor de la biblioteca, Cleo agachó la cabeza para no mirar los retratos de los Damora que habían reemplazado a los de su familia y estuvo a punto de chocar contra Magnus, quien salía de la biblioteca cargado de libros. El príncipe la contempló sin mucho interés y después dirigió la mirada al condestable, quien vaciló, hizo un gesto de saludo y siguió avanzando lentamente hasta desaparecer por un recodo del pasillo.
—Veo que te persiguen, princesa —comentó Magnus—. El nuevo condestable no renuncia a luchar por su amor verdadero. Conmovedor.
Amor verdadero. Incluso la idea era ridícula.
—Ya se rendirá. Solo le hace falta tiempo.
Cleo examinó los libros que llevaba el príncipe. Le sorprendió observar que todos estaban relacionados con la magia y las leyendas; ella ya los había consultado sin encontrar ninguna respuesta válida.
—Un pasatiempo para entretenerme en estos días tan tediosos —explicó Magnus al darse cuenta de que Cleo observaba su selección de lecturas.
Ella se arriesgó a mirarle directamente a los ojos.
—¿Crees en la magia?
—Claro que no: solo los estúpidos se tragan esas tonterías —le dirigió una sonrisa desagradable—. ¿Acaso te importa en lo que crea?
—Tenía la impresión de que solo te importaba el poder. ¿Hay algo más que deba saber sobre ti?
—Nada en absoluto. Por cierto, parece que tu otro admirador ronda por aquí; tienes muchos enamorados, Cleo. Necesitaría un libro de contabilidad para llevar un seguimiento de todos.
—Princesa —dijo la voz de Nic—, me han pedido que te buscara.
Cleo se volvió, contenta de tener una excusa para terminar con aquella desagradable conversación. Nic se acercaba a ella sin dejar de echarle miradas cautas a Magnus.
A Cleo siempre le alegraba ver a su amigo, pero en esta ocasión su expresión se agrió al ver la ropa que llevaba. Porque no era ropa normal, sino una librea.
Granate. Familiar. Odiosa. Pero necesaria.
Después de descubrir a Nic en los establos, la mañana siguiente a la visita de Jonas Agallon a su aposento, Cleo solicitó hablar en persona con el rey.
No hizo ninguna mención al rebelde, pero le pidió —o más bien le suplicó— que asignara a Nic a otra parte del palacio. Magnus, que estaba presente, abogó por que permaneciera indefinidamente en el puesto que ocupaba.
—¿Le enviaste a los establos sin decírmelo, Magnus? —preguntó el rey, perplejo—. Ese muchacho era el escudero del rey Corvin; me sería de mucha más utilidad en otro puesto.
Cleo se sorprendió al descubrir que Magnus no había revelado el motivo del castigo de Nic. Tal vez se sintiera avergonzado por lo que había hecho aquel día, cuando asesinó a Theon.
Tenía motivos para estarlo.
—No fue ningún capricho —se limitó a responder Magnus—. Nicolo Cassian merece estar enterrado en estiércol de caballo hasta el fin de sus días.
—A no ser que me des una razón convincente, debo desautorizarte en esto —repuso Gaius.
Magnus mantuvo la boca cerrada, pero le lanzó una mirada ominosa a Cleo, que resplandecía de placer por aquella pequeña victoria.
La princesa había ganado esa ronda: en lugar de palear estiércol de caballo, Nic había sido asignado a la guardia de palacio, y ahora estaba obligado a vestir el uniforme de sus enemigos.
—Princesa, ¿va todo bien? —preguntó Nic con la mandíbula apretada, sin apartar la vista de Magnus.
—Por supuesto —susurró ella—. Tan bien como era de esperar.
Magnus resopló.
—No te preocupes: aún no le he propuesto ninguna indecencia a tu bella princesa. Por otra parte, es demasiado temprano para las indecencias.
—Si se te ocurre hacerle daño —gruñó Nic con rabia—, te las verás conmigo.
—Deberías cuidar la forma en que te diriges a tus superiores: eso ha sonado peligrosamente parecido a una amenaza.
—No te equivoques conmigo, príncipe Magnus. Puedes hacer que me degraden o me castiguen, pero no permitiré que Cleo vuelva a verse en apuros por tu culpa.
A Magnus pareció hacerle gracia su respuesta.
—Me diviertes, Cassian. Incluso me alegro de no haber pedido tu cabeza.
—¿Y por qué no lo hiciste? —preguntó Cleo con curiosidad—. ¿Por qué no le contaste al rey lo que ocurrió ese día?
—Me pareció… innecesario —repuso el príncipe arrugando la frente—. Ahora, si me disculpáis, debo visitar a mi hermana. Te deseo un fructífero viaje a Cima de Halcón en compañía de mi madre, princesa.
Cleo le observó fijamente mientras se alejaba. Aquel joven era un completo enigma para ella.
Prefería que siguiera siéndolo.
—Le odio —masculló Nic.
—¿De veras? —repuso Cleo con sorna—. Lo disimulas de maravilla.
—¿Acaso esperas que…?
—¡Pienses lo que pienses de él, no puedes hablarle así! Dímelo a mí, en confianza, pero a él no. ¡Puede ordenar que te ejecuten ante el mínimo insulto, y lo sabes!
Nic hizo una mueca y clavó los ojos en el suelo.
—Tienes razón. Lo siento, Cleo.
—No hace falta que me pidas perdón; lo único que te pido es que tengas más cuidado —tomó aire y lo soltó lentamente—. No pienso resignarme a perderte. ¿Me has entendido?
—El sentimiento es mutuo —respondió él, sonriendo de pronto.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, confusa; no veía nada gracioso en aquella conversación.
—Estás distinta, Cleo. Has cambiado. Ahora eres más fuerte, más… vehemente —su sonrisa se apagó—. Pero toda tu fuerza procede del dolor y la pérdida. No sabes cuánto me gustaría protegerte, asegurarme de que no sufres más.
Cleo sintió el impulso de hablarle del anillo, pero se mordió la lengua: no quería ponerle en peligro. Nadie podía saber que existía aquella joya, al menos hasta que descubriera sus secretos.
—Vamos, Nic. Nos esperan en Cima de Halcón. Diré que eres mi guardia personal y tendrás que permanecer a mi lado en todo momento.
Nic volvió a sonreír.
—¿Necesitarás tanta protección para probarte un vestido?
—Creo que sí —respondió ella devolviéndole al fin la sonrisa—. No olvides que tendré que pasar todo el día en compañía de la reina.
—Apenas conozco Auranos —comentó la reina unas horas más tarde.
Althea se encontraba sentada frente a Cleo, en un carruaje custodiado por media docena de guardias a caballo. Nic se encontraba en el pescante junto al cochero, de modo que Cleo estaba sola ante el peligro.
—¿Ah, sí? —se obligó a responder.
El viaje había sido incómodo, por decirlo suavemente, con las dos intentando conversar sobre el clima primaveral y el paisaje verde que se extendía ante sus ojos.
—Por supuesto, Gaius y yo ya visitamos Auranos en nuestro viaje de bodas, cuando recorrimos toda Mytica; el padre de Gaius pensó que sería una buena medida para fortalecer la relación entre los reinos. Por desgracia, aquella excursión no duró mucho. Salvo la corta visita que hicimos hace diez años para conocer a tu familia, siempre he permanecido en Limeros.
Y me muero de ganas de que te veas obligada a regresar allí.
—¿Cómo conocisteis al rey Gaius? —preguntó Cleo, sintiéndose obligada a mantener aquella tensa conversación.
—Fue un matrimonio concertado. Mi padre era amigo del rey Davidus, el padre de Gaius. Él era muy rico, y yo… yo era hermosa. Parecía el enlace perfecto —la reina cruzó las manos en su regazo con expresión serena—. Los matrimonios concertados son necesarios en la realeza, querida.
—Lo sé —al fin y al cabo, se lo habían inculcado desde niña.
—Has de saber que quiero muchísimo a mi hijo, y que antepongo su felicidad a cualquier boda de estado. Por eso esta situación me preocupa. Gaius te ha elegido a ti, y debo admitir que tengo ciertas reservas.
—¿En serio? —ya eran dos, pero que la reina lo admitiera en voz alta le resultaba curioso.
—A lo largo de mi matrimonio he conocido momentos de… de tensión —el pálido rostro de la reina se crispó por un instante—. Sin embargo, siempre he cumplido con mis deberes como esposa. Durante casi veinte años, he estado al lado de mi marido en los buenos momentos y en los malos. Incluso cuando no aprobaba sus decisiones o sus actos, me abstuve de pronunciar en público ni una sola palabra contra él. Así es como debe comportarse una auténtica reina.
—Por supuesto que sí —asintió Cleo, aunque las palabras se le atascaban en la lengua.
Si recuperaba su reino, no tenía ninguna intención de comportarse así.
—No estoy ciega, princesa. Comprendo lo difícil que ha sido todo esto para ti, y sé lo mucho que has perdido por culpa del ansia de poder de mi marido. Pero necesito decirte algo muy importante. Y lo haré de corazón, como una mujer forzada a un matrimonio de conveniencia.
Sus palabras suaves, casi amables, sorprendieron gratamente a Cleo.
—Decidme.
La reina se inclinó hacia delante y le agarró las manos.
—Si le causas algún daño a mi hijo, no descansaré hasta verte muerta. ¿Comprendes, querida? —susurró. Su voz era dulce, pero Cleo sintió un escalofrío: no le cabía ninguna duda del peso de la advertencia.
—Comprendo, alteza.
—Bien —la reina asintió, le soltó las manos y echó un vistazo por la ventana—. Ah, estupendo; ya hemos llegado a Cima de Halcón.
Cleo, con el corazón palpitante ante la inesperada amenaza, miró a su vez la ciudad que recordaba tan bien, el hogar de cuarenta mil auranios. Siempre le había gustado aquel lugar: el ambiente repleto de animación y colorido, la elegancia ostentosa de la gente, la música que sonaba allá por donde uno fuera…
El carruaje se abría paso por las calles de losetas pulidas que brillaban bajo el sol. En las tiendas y las tabernas que bordeaban la calzada refulgían los objetos de plata y de bronce, y los tejados de las casas eran de cobre brillante. A lo largo de las calles se alineaban árboles cuajados de flores rosas y púrpuras, cuyas ramas formaban arcos fragantes.
Ahora, con el rey Gaius en el trono, Cleo esperaba que todo fuera distinto: tal vez no sonara música y los colores fueran más apagados. Estaba preparada para ver calles vacías y postigos cerrados.
Pero la ciudad parecía idéntica a la última vez que estuvo allí. Solo había una diferencia importante: por todas partes se veían libreas granates que salpicaban el paisaje como gotas de sangre, mezcladas con los ciudadanos de Cima de Halcón como si formaran parte de ellos.
Gaius pretendía ganarse a los auranios engañándolos, haciéndoles creer que era un buen rey que no merecía su mala reputación. Era más sencillo controlar a súbditos crédulos, temerosos de perder su estatus y su forma de vida, que a vasallos oprimidos, con razones de peso para alzarse contra él. Así que, salvo por el aumento de la guarnición que patrullaba las calles, la ciudad parecía idéntica a la última vez que Cleo había estado allí.
Cleo sabía que debería alegrarse por ello. A pesar de la codicia del rey usurpador, su pueblo no parecía sufrir tanto como ella había temido. Sin embargo, notó que se le helaban las entrañas.
Esto no durará.
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que todo cambiara y el pueblo, confiado y ablandado por generaciones de vivir en la abundancia, sufriera las iras del Rey Sangriento? ¿Y si quienes no aceptaban con tanta mansedumbre el nuevo régimen provocaban desórdenes, y el rey desataba su cólera no solo contra ellos, sino también contra el resto del pueblo? Era una idea inquietante.
El carruaje se detuvo frente a la sastrería que Cleo recordaba tan bien. Ante la puerta se congregaba una multitud amistosa y colorida.
—¡Princesa Cleo! —gritaba un grupo de chicas—. ¡Te queremos!
Se le hizo un nudo en la garganta al oír sus vítores. Las saludó con la mano e intentó sonreír alegremente.
Nic saltó del pescante para abrir la puerta y ayudó a bajar primero a la reina y después a Cleo.
—Ya estamos aquí —dijo con una sonrisa torcida.
—Sí, ya estamos aquí.
—¿Preparada? —añadió Nic en voz muy baja para evitar que la reina le oyera.
—Tendré que hacer como si lo estuviera.
—Advertencia: no mires a la izquierda a no ser que quieras vomitar el desayuno.
Evidentemente, Cleo miró a su izquierda de inmediato.
Dos artistas se afanaban en pintar un fresco en la pared de una taberna. La imagen representaba a dos jóvenes sorprendentemente parecidos a Cleo y Magnus, y la princesa se estremeció al verla.
—¿Cómo pueden aceptar todo esto con tanta facilidad? —musitó—. ¿De verdad son tan ingenuos?
—No todos —repuso Nic abriendo apenas los labios—. Pero creo que la mayoría tiene demasiado miedo como para ver la realidad.
Un hombre salió de la sastrería y se apresuró a recibir con entusiasmo a Cleo y la reina. Llevaba una túnica del púrpura más intenso que Cleo había visto nunca; le recordó a un montón de uvas pisadas en un día soleado de verano. Estaba completamente calvo y lucía aros de oro en sus grandes orejas.
Hizo una reverencia tan exagerada que Cleo temió que se le partiera la espalda.
—Reina Althea, graciosa majestad, yo soy Lorenzo Tavera. Me siento muy honrado de daros la bienvenida en mi humilde negocio.
El establecimiento al que se refería podía calificarse de cualquier cosa menos de humilde, ya que tenía más o menos el tamaño de la mansión de la familia de Aron, la más espaciosa de la ciudadela. Contaba con tres plantas y vidrieras de colores ornadas con plata y oro.
—Me alegro de estar aquí —repuso la reina—. Me han dicho que eres el mejor sastre de estas tierras y de toda Mytica.
—Si se me permite el atrevimiento, os han informado bien, alteza.
La reina le tendió la mano y Lorenzo depositó un sonoro beso en su anillo.
—Princesa Cleiona, estoy muy contento de volver a veros —el sastre le apretó las manos, y en sus ojos brilló un relámpago de tristeza que desmintió su tono jovial.
—Y yo a ti, Lorenzo —respondió ella tragando saliva.
—Es para mí un honor que me hayan encargado confeccionar vuestro vestido de novia.
—Para mí será un honor llevarlo.
Lorenzo asintió ligeramente y se volvió de nuevo hacia la reina.
—Entrad, alteza —invitó con una gran sonrisa—. Tengo algo muy especial que enseñaros.
—¿De veras? —la reina alzó una ceja, intrigada.
—Sí. Seguidme, os lo ruego.
Dentro de la tienda, una docena de ayudantes y costureras esperaban en dos hileras, con la cabeza gacha en actitud respetuosa. La enorme estancia estaba llena de rollos de seda, brocado, satén y encaje hasta donde alcanzaba la vista.
—He trabajado mucho para crear un vestido digno de una reina como vos —explicó Lorenzo, acercándose a un maniquí con un espectacular vestido de color índigo bordado con hilo de oro y tachonado de piedras preciosas—. Creo que he logrado mi propósito. ¿Qué opináis de esto, majestad?
—Es divino —musitó la reina; su rostro, normalmente inexpresivo, estaba teñido de un rosa pálido—. Bellísimo. Es mi color favorito. ¿Lo sabías?
Lorenzo sonrió.
—Tal vez.
¿Aquel tono tan brillante era el color favorito de la reina? Cleo jamás la había visto vestida de otro color que no fuera negro, gris o verde apagado. Puesto que Magnus y su padre solo vestían de negro, Cleo había dado por sentado que era una extraña costumbre limeriana, como los uniformes del color de la sangre seca que llevaban los soldados.
De pronto, en los ojos de la reina relampagueó la desconfianza.
—¿Con quién has hablado para obtener esa información tan personal?
—He mantenido correspondencia con el rey —contestó Lorenzo en tono precavido—. Le pregunté y él me respondió.
—Qué extraño —murmuró ella—. No era consciente de que Gaius supiera cuál es mi color favorito —centró su atención en el vestido—. Me gustaría probármelo.
—Por supuesto, majestad. Os asistiré yo mismo —se ofreció Lorenzo, cuya frente estaba perlada de sudor—. Princesa, si lo deseáis podéis dirigiros a la sala contigua para probaros vuestro vestido. Os ayudará una costurera, y yo me reuniré con vos tan pronto como me sea posible.
Una joven atractiva se acercó a Cleo y le hizo una reverencia.
—Me llamo Nerissa —se presentó—. Os ruego que me sigáis, alteza.
Cleo se volvió hacia la reina para despedirse, pero ella seguía absorta en la contemplación de su hermoso vestido.
Nic no se separó de la princesa cuando esta siguió a Nerissa.
—Voy contigo —explicó cuando Cleo le miró con curiosidad—. Me pediste que hoy fuera tu escolta personal, ¿recuerdas?
—Me voy a probar un vestido —protestó Cleo—. Tendré que desnudarme, Nic.
—Un contratiempo que habré de sufrir, sin duda —de nuevo apareció aquella sonrisa extraña en sus labios—. Pero intentaré no distraerme.
—Me esperarás en la puerta hasta que termine —le cortó ella conteniendo la risa.
—Princesa…
—Nic, por favor, haz lo que te pido. No montes una escena.
Él se detuvo e inclinó la cabeza.
—Como ordenéis, alteza.
Cleo pretendía quedarse a solas con la costurera; así, cuando Lorenzo entrara, le pediría a la muchacha que saliera para hablar con él en privado y pedirle ayuda.
Nerissa la condujo hasta el enorme probador y cerró la puerta. Había montones de ropa en desorden y trajes a medio confeccionar. En el centro de la habitación estaba el vestido de boda de Cleo, de seda y encaje en tonos dorado y marfil. El corpiño estaba recamado de perlas diminutas, zafiros y diamantes que formaban remolinos de flores, y las mangas anchas y traslúcidas parecían tan ligeras como el aire. Era tan bello que la dejó sin aliento.
—Lorenzo se ha superado, ¿verdad, Nerissa?
No hubo respuesta.
—¿Nerissa? —repitió volviéndose.
La chica se había marchado, y solo entonces Cleo se percató de lo oscura que estaba la habitación. La luz que entraba por la única ventana solo iluminaba el vestido, no las esquinas de la cavernosa sala.
—¿Te olvidas de todo ante un vestido bonito, princesa? —murmuró una voz desde las sombras—. ¿Por qué será que no me sorprende?
Su corazón comenzó a latir más deprisa.
—Tú.
—Ya te dije que volveríamos a vernos pronto.
Jonas Agallon estaba oculto en un rincón. Cleo no había advertido su presencia al entrar; la idea la sorprendió, porque en aquel momento no podía fijarse en otra cosa que no fuera él. Vestía unos pantalones de ante marrón, botas de cuero negro y una sencilla túnica marrón rajada en las mangas. Cuando avanzó hacia ella y se situó peligrosamente cerca, se dio cuenta de que no olía a sudor y a suciedad, como esperaba, sino al aroma limpio del bosque, igual que cuando se coló en su aposento.
La princesa escudriñó la estancia.
—¿Qué le has hecho a Nerissa?
—Nerissa colabora conmigo y con mis rebeldes. Es una de esas chicas que me dicen que sí a todo en lugar de ponérmelo difícil. Podrías aprender mucho de ella.
—Me sorprende que la pongas en peligro; en la sala contigua hay más de una docena de guardias pendientes de cualquier actividad rebelde.
Estaba exagerando, pero él no tenía por qué saberlo. De hecho, ahora que lo pensaba, era extraño que el rey hubiera dispuesto una escolta tan escasa para acompañar a la reina y a ella.
Jonas no pareció alarmarse en exceso. Se acercó al vestido de novia y acarició una de las mangas, deslizando el lujoso tejido entre los dedos.
—¿Has cambiado de idea respecto a mi propuesta?
—Así que se trata eso —Cleo entrecerró los ojos—. ¿De nuevo intentas seducirme para la causa rebelde?
—Créeme, princesa, jamás se me ocurriría seducirte: es demasiado trabajo para tan escasa recompensa —sus labios se curvaron en una sonrisa irónica—. Así que aquí estás, lista para probarte el vestido que lucirás cuando te cases con el príncipe Magnus. Muy pronto te convertirás oficialmente en una de ellos.
—Ni el vestido hace a la novia, ni unas amenazas vacuas hacen a un rebelde.
La sonrisa de Jonas se desvaneció.
—Tienes una lengua viperina. Sí, creo que encajarás perfectamente entre los Damora.
—De una vez por todas, ¿qué quieres? Habla rápido y vete; no tengo tiempo para juegos.
—Te lo vuelvo a preguntar: ¿me ayudarás a destruir al rey Gaius?
Cleo se había aproximado al rebelde sin darse cuenta, y ahora se encontraba demasiado cerca de él para sentirse cómoda. Estaban a punto de rozarse, pero Cleo se obligó a no retroceder: si lo hacía, Agallon creería que le turbaba su cercanía.
Había pensado mucho en su propuesta desde la última vez que le vio, hasta llegar a la conclusión de que tal vez fuera beneficiosa también para ella. Se había confiado pensando que el anillo le proporcionaría respuestas, pero hasta ahora no había obtenido ninguna.
Los nervios se le anudaron en el estómago.
—Si te ayudo, ¿qué obtendré a cambio?
Jonas frunció el ceño.
—Si me ayudas, es muy posible que los rebeldes consigamos derrocar al usurpador. A mí me parece que eso te beneficia.
—No sé… —murmuró ella retorciéndose las manos.
—Esa respuesta no nos resulta útil a ninguno de los dos.
—¿Qué pensáis hacer contra el rey Gaius?
—No puedo decirte eso.
Alguien llamó a la puerta y después intentó levantar la falleba desde fuera, pero Nerissa debía de haber cerrado con llave.
—¿Princesa? —era Nic—. ¿Va todo bien?
Jonas soltó una maldición entre dientes.
—Supongo que puedo contarte parte de mis planes, al menos los más inmediatos. Si hubieras cooperado la última vez que hablamos, todo habría sido mucho más sencillo.
Ella apartó la vista de la puerta.
—¿Qué? Habla rápido; los guardias no tardarán en acudir.
—¿Te preocupa mi seguridad?
—No: me preocupa la mía. Si me encuentran a solas con un rebelde…
—Sería un impedimento en tu compromiso con el príncipe, ¿no?
—Y nos costaría a ambos la vida. Tienes que irte mientras aún estemos a tiempo.
—Tú vienes conmigo.
Debe de estar loco.
—No pienso hacer tal cosa.
Jonas negó con la cabeza. Los empellones que Nic le propinaba a la puerta eran cada vez más enérgicos.
—Lo siento mucho, princesa, pero si hubieras aceptado mi propuesta la vez anterior, no habríamos tenido que llegar a esto.
Al ver la expresión sombría del rebelde, Cleo se alarmó. Se volvió hacia la puerta dispuesta a pedir ayuda, pero antes de que pudiera hacerlo, notó el pecho de Jonas contra su espalda. El muchacho le cubrió la boca con un trapo que despedía un extraño olor a hierbas.
—Supongo que no me creerás —le susurró Jonas al oído—, pero no quiero hacerte daño.
Cleo conocía ese aroma: siendo una niña se había roto un tobillo, y un curandero le había administrado aquel potente narcótico para que perdiera la consciencia mientras le colocaba el hueso.
Intentó gritar, pero le faltó la voz. Se hundió en la oscuridad.