CAPÍTULO 8
LYSANDRA
Lysandra echó a andar al atardecer; prefería alejarse del campamento antes de que cayera la noche, aunque se había procurado una antorcha para mantener a raya a las sombras de la Tierra Salvaje. En las semanas que habían pasado desde que atacaron su aldea, cuando vio a sus padres y habló con Gregor por última vez, había luchado por endurecer su cuerpo y su espíritu. Y lo había logrado. Incluso en aquel bosque tenebroso que espantaba a todos los que no tuvieran el alma negra, se sentía valiente y audaz.
De pronto, un aullido cercano la estremeció. Aferró la antorcha con más fuerza.
Sí, valiente y audaz.
Eso intentaba creer.
Pasó junto a un claro en el que crepitaba una hoguera. Por el otro lado aparecieron tres muchachos que llevaban un ciervo muerto a rastras.
El campamento consistía en un puñado de chozas improvisadas y de hamacas encaramadas en los árboles como nidos de pájaro. Muchos chicos y unas pocas muchachas llamaban a aquello su hogar: un refugio lejos del puño de hierro del rey. Por el día, los rebeldes se dividían en pequeños grupos y salían a cazar, explorar o robar provisiones. De noche, sin embargo, preferían estar juntos. Cuantos más fueran, más seguros estarían en un lugar tan inhóspito y peligroso como aquel. Allí practicaban con espadas, dagas y arcos; necesitaban hacerse fuertes para causar desórdenes en Auranos, correr la voz de que el rey mentía y unir a todos los que se cruzaran en su camino a la causa rebelde.
Por desgracia, aún contaban con pocas victorias.
Y en vez de remediarlo, Jonas se había negado a organizar un ataque contra la calzada por temor a perder hombres. Lysandra se había cansado de pedirle que lo hiciera, sin resultado. Y a aquella decepción se unía la añoranza por su hermano, tan intensa que casi le dolía. ¿Seguiría vivo Gregor?
Si nadie la ayudaba a poner las cosas en su sitio, tendría que hacerlo sola.
No tardó mucho en darse cuenta de que dos rebeldes la habían seguido fuera del campamento.
—Caminas muy rápido —jadeó Brion.
—No lo bastante, parece ser.
—¿Adónde vas?
—Por ahí.
—¿Nos quieres abandonar?
—Sí.
La sonrisa del chico se desvaneció.
—Lys, no te vayas. No podría pasarme… esto… los rebeldes no podríamos pasarnos sin ti.
Lysandra suspiró. Aquel chico era como un perrillo, siempre deseoso de arrancarle una palabra amable; si hubiera tenido cola, sin duda la movería cada vez que ella le miraba. Y sin embargo, no podía evitar que le cayera bien Brion Radenos.
No como el otro.
—¿Te escapas sin despedirte siquiera? —la voz profunda de Jonas hizo que la chica esbozara una mueca.
Había convivido una semana con los rebeldes; había comido con ellos en el campamento, había cazado y entrenado junto a ellos. Y sin embargo, Jonas apenas le había dirigido la palabra. Parecía estar harto de que Lysandra insistiera en exponerle sus planes y en protestar por su estrategia conservadora.
—Sí. Adiós —contestó sin detenerse, esbozando una sonrisa tensa.
Tenía por delante una caminata larga y traicionera por la Tierra Salvaje. En cuanto llegara a la primera aldea de Paelsia, se haría con un caballo.
—¿Vas a explorar tú sola el lugar donde acampa la cuadrilla de la calzada?
—Sí, Jonas. Eso es lo que voy a hacer, ya que tú te niegas a hacer nada para ayudar a nuestro pueblo.
Aunque se negara a atacarlos por el momento, Jonas había conseguido localizar los campamentos de los obreros que construían la calzada en Paelsia. Entre los campesinos había muchos que no deseaban unirse a las filas de los rebeldes, pero que estaban dispuestos a pasarles información discretamente.
Lysandra había decidido investigar un campamento instalado en la antigua residencia del caudillo Basilius, ya que era el más cercano a su comarca. Allí esperaba encontrar a los supervivientes de su aldea. Si estaban allí, tenía que liberarlos como fuera. Quizás Gregor estuviera entre ellos, pero prefería no pensarlo: la esperanza le resultaba demasiado dolorosa.
—No te vayas, Lysandra —pidió Jonas—. Brion tiene razón: te necesitamos.
Lysandra se detuvo de golpe, se dio la vuelta y apartó la rama de un árbol que se interponía entre Jonas y ella. Observó con recelo su rostro, ya casi oculto por las sombras.
—¿Me necesitáis, Jonas?
—Has demostrado tu valía como rebelde y tu habilidad con el arco. No podemos permitirnos perder a alguien como tú.
Lo miró, asombrada. Jonas no le había hecho ningún caso hasta el momento.
—Tranquilo: volveré —replicó; aunque no había planeado hacerlo, aquel elogio inesperado hizo que le salieran solas las palabras—. Pero antes necesito comprobar qué le ha pasado a la gente de mi aldea. No puedo esperar ni un día más.
—Si te marchas sola, no podré protegerte.
—No necesito que me protejas.
Aunque no quería perder los nervios, aquella observación la sacó de sus casillas. ¿Quién se creía que era aquel tipo? A ella no le hacía falta la protección de nadie.
—No te preocupes por mí, Agallon —concluyó—. Dedica tu precioso tiempo a preocuparte por la princesa. Tal vez ella esté dispuesta a participar en tu siguiente plan… siempre y cuando no implique ningún peligro ni derramamiento de sangre, claro.
Le había lanzado las palabras como si fueran proyectiles, y le satisfizo ver que Jonas daba un respingo. La estrategia de aquel chico era ridícula; al fin y al cabo, todos los que se unían a los rebeldes sabían lo peligroso que era, y a pesar de ello aceptaban engrosar sus filas.
Jonas fulminó a Brion con la mirada. Lysandra había descubierto muy rápidamente que bastaba un comentario amable, un roce o una sonrisa para tener a Brion comiendo de su mano. Sí, era fácil hacer que Brion le contara todos sus secretos. Por ejemplo, que Jonas había visitado a la princesa sin que nadie se enterara y que el resultado no había sido el esperado.
—Deberíamos acompañarla —repuso Brion con firmeza, sin hacer caso a la mirada de Jonas—. Deberíamos comprobar qué está haciendo el rey con nuestros compatriotas.
—Gracias, Brion —murmuró Lysandra, y él esbozó una sonrisa.
—Por ti haría cualquier cosa, Lys.
Jonas los contempló con dureza.
—Bien —declaró finalmente—. Brion y tú, esperadme aquí. Voy a regresar al campamento para pedirle a Iván que tome el mando mientras estamos fuera. Iremos los tres juntos y volveremos juntos.
Lysandra lanzó un suspiro de satisfacción. No sabía por qué, pero aquello le parecía una gran victoria.
A mitad del viaje, que duró dos días, el trío se topó con un oso negro que apareció ante ellos como un demonio. Brion escapó por los pelos de sus zarpas, y Lysandra se apartó justo a tiempo al notar el calor de su aliento en el cuello. Más tarde se cruzaron con un grupito de bandidos; cuando les preguntaron si deseaban unirse a los rebeldes, ellos desenvainaron sus dagas y los amenazaron con cortarlos en pedacitos y comérselos crudos para cenar.
Se lo tomaron como un no.
Finalmente salieron del bosque y avanzaron hacia el noreste, en dirección a Paelsia. Las cimas de las Montañas Prohibidas se divisaban en el horizonte, altas y siniestras contra los nubarrones grises.
El antiguo dominio del caudillo Basilius era una zona cercada, salpicada de cabañas de piedra y adobe. Todos sus habitantes habían huido tras el asesinato del caudillo; más tarde, los hombres de Gaius habían aprovechado el cercado para instalar un destacamento temporal con tiendas para los guardias.
En el suelo se veía algo de vegetación, y los árboles conservaban unas cuantas hojas. La Tierra Salvaje se encontraba al sur, a medio día de camino. Al oeste, en dirección al mar de Plata, se diseminaban unas cuantas aldeas, la de Lysandra entre ellas.
La Calzada Real discurría junto al campamento, abierta en la tierra como una herida fresca y atestada de trabajadores paelsianos. A Lysandra le parecía increíble la rapidez con la que estaba apareciendo; era como si el rey hubiera arrastrado el dedo por el paisaje polvoriento de Paelsia y su contacto hubiera hecho aparecer un camino de forma mágica.
Pero allí no había magia: solo sudor, dolor y sangre. Los tres rebeldes, escondidos en un bosquecillo de coníferas cercano al campamento, observaron angustiados el panorama.
Paralelo a la calzada corría un arroyo, la única fuente de agua de la zona. Tras él, miles de paelsianos de todas las edades se esforzaban en un tramo de unas dos millas. Dos niños trabajaban febrilmente a treinta pasos de distancia, afanándose en cortar un tronco. Otros transportaban losas pulidas hasta un punto de la calzada que se hallaba fuera del campo de visión de los tres rebeldes. Lysandra se apoyó contra un árbol para no tambalearse, y la resina se le pegó a la piel. Cada vez que algún trabajador bajaba el ritmo, los látigos de los guardias restallaban cortando brutalmente las espaldas desnudas.
—¿Lo veis? —musitó Lysandra—. No mentía. Así son las cosas; así tratan a nuestro pueblo.
—¿Cómo es posible? —susurró Brion con voz ronca—. Ninguna persona puede trabajar a ese ritmo sin descanso.
—Para los guardias no son personas: son animales que sirven para un propósito.
Lysandra examinó la zona en busca de algún rostro que le resultara familiar, esperando distinguir a Gregor. Finalmente se volvió hacia Jonas, que contemplaba la escena con gesto tenso. Se había llevado la mano a la daga enjoyada que pendía de su cinto, y parecía muerto de ganas de usarla.
—Necesitamos más información —murmuró el cabecilla rebelde—. Pero ¿cómo podemos acercarnos a los trabajadores sin que nos vean los guardias?
—En realidad, no están encadenados ni encerrados. Los mantienen a raya mediante la amenaza y el maltrato —repuso Brion.
Lysandra ya no les escuchaba: había localizado a alguien de su aldea, y solo podía oír el golpeteo desbocado de su corazón. Esperó a que pasara un guardia a caballo y luego se deslizó con sigilo hacia los trabajadores.
—Vara… —llamó a la chica, y esta la miró con los ojos llenos de pavor—. ¡Estás viva!
—¿Qué haces aquí? —musitó Vara.
La zona, tan concurrida como una ciudad pequeña, bullía de actividad. Allá donde mirara, Lysandra veía montones de madera y piedra tan altos como casas. A lo largo de la carrera había diseminadas grandes tiendas de campaña donde los guardias limerianos descansaban y se resguardaban del calor.
Agarró a Vara de un brazo y la llevó detrás de una de las tiendas para que no las viera el guardia más cercano.
—¿Dónde está Gregor?
Al ver que la chica no respondía, Lysandra la zarandeó.
—Dime, ¿dónde está?
—No lo sé… No le he visto.
Fue como si le retorciera el corazón.
—¿Cuándo le viste por última vez?
—En el pueblo, cuando nos atacaron —la voz de Vara se quebró y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Lysandra, ha muerto tanta gente…
—¿Cuántos siguen vivos?
—No lo sé. ¡No deberías estar aquí! ¡Pueden capturarte a ti también! —se mordió el labio, pensativa—. Aunque a ti se te da bien luchar… Podrías ayudarnos.
—¿Ayudaros? ¿Cómo?
—A escapar —repuso Vara; aunque su tono era firme, Lysandra distinguió un extraño brillo de locura en sus ojos—. Sabía que esto sucedería; solo estaba aguardando la señal. Y tú eres la señal, Lysandra, tienes que serlo. Ha llegado el momento de que nos liberemos.
—¿De qué hablas? ¿Tenéis un plan para escapar?
El corazón de Lysandra se aceleró ante la idea de que sus compatriotas estaban planeando rebelarse. Aunque Jonas tenía razón en una cosa: atacar un sitio tan bien defendido supondría la muerte de muchísimos rebeldes y esclavos, y ciertamente no había garantía de victoria.
La mayor parte de los paelsianos que había conocido hasta entonces aceptaban el destino tal y como se les presentaba, convencidos de que no podían hacer nada para cambiarlo. Jonas era uno de los pocos que se rebelaban contra aquella creencia. Su convicción era tan palpable que se traslucía en todos sus ademanes y palabras, y a Lysandra no le cabía duda de que estaba destinado a sobresalir entre los suyos. Sí, aquello era un líder: alguien que no se resignaba a aceptar el destino con la cabeza gacha, sino que lo desafiaba en todo momento.
Y ahora también Vara estaba dispuesta a luchar por ser libre. Tal vez las cosas estuvieran cambiando en Paelsia.
—Soñé que sería yo —musitó Vara—. Yo sería quien los matara a todos.
Había algo extraño en la forma de hablar de la muchacha. Se dio la vuelta y Lysandra se estremeció al ver las llagas que cruzaban su espalda. Su vestido estaba hecho trizas.
—Claro que lo harás. Morirán por todo lo que han hecho, te lo prometo.
Vara miró a Lysandra por encima del hombro. En su rostro había una sonrisa desquiciada que le provocó un escalofrío.
—Mírame.
—¿Que… que te mire? Vara, ¿de qué estás hablando?
La muchacha recogió una piedra angulosa del suelo y empezó a caminar hacia un guardia. El corazón de Lysandra se desbocó. ¿Qué diablos hacía aquella chica?
—Señor… —dijo Vara.
—¿Qué pasa?
Sin titubear, Vara golpeó al guardia en la cara con la piedra. El hombre soltó un rugido de dolor y cayó al suelo, con el rostro bañado en sangre. Sin perder un instante, la muchacha saltó sobre él y continuó golpeándole con la piedra una y otra vez hasta que la mitad de su rostro quedó convertida en una pulpa roja.
Sin salir de su escondite, Lysandra contempló horrorizaba cómo otros dos guardias daban la alarma y corrían con las espadas desenvainadas para socorrer a su compañero.
Uno de ellos se plantó junto a Vara y la atravesó de una estocada. La chica soltó un alarido desgarrador, dejó caer la piedra ensangrentada y se desplomó.
Lysandra se tapó la boca para no gritar, pero no pudo contener un gemido estrangulado. A su alrededor, los demás esclavos empezaron a llorar y gritar al ver la sangre y los muertos.
Un hombre fornido con una poblada barba rugió de furia. Lysandra solo tardó un instante en reconocerlo: era el padre de Vara. Corrió hacia los guardias, le arrebató la espada a uno y le segó la cabeza de forma rápida y brutal.
En unos instantes, tres docenas de paelsianos se unieron a él, atacando a los guardias con piedras, cinceles e incluso con las manos desnudas y los dientes. Otros esclavos retrocedieron, paralizados por el miedo y la perplejidad.
Un enjambre de guardias apareció a la carrera. Uno de ellos alzó el brazo para descargar un latigazo sobre un joven, pero se tambaleó antes de poder hacerlo. Con los ojos como platos, contempló la flecha que tenía clavada en la axila y se giró hacia Lysandra.
Sin darle tiempo a abrir la boca para avisar a sus compañeros, una segunda flecha se clavó en su ojo derecho. El guardia cayó al suelo sin emitir un sonido.
La primera flecha la había lanzado Lysandra. Sus dedos callosos aún sentían la vibración de la cuerda.
Pero la segunda…
Brion y Jonas se acercaron a toda prisa. Jonas se giró, apuntó con el arco a un soldado que se aproximaba y le hundió una flecha en la garganta.
—¡Ve por ella! —ordenó.
Sin pararse a pedir permiso, Brion agarró a Lysandra y se la echó a hombros. Ella se debatió con violencia, aún aturdida por lo que acababa de ver.
—¡Suéltame! ¡Tengo que ayudarlos!
—¿Y dejar que te maten? —gruñó Brion—. Ni de broma.
Vara no se lo había pensado dos veces antes de lanzarse. No había ningún plan organizado de rebelión: la chica estaba loca. Las muertes que había presenciado en la aldea, los innombrables abusos que había sufrido allí… la habían desquiciado por completo.
Jonas se abrió paso entre la confusión, blandiendo su daga enjoyada para repeler a los guardias que se cruzaban en su camino. Una vez a cubierto en el bosquecillo, Brion dejó a Lysandra en el suelo.
La chica volvió la vista hacia el campamento, horrorizada. No podía contar los cuerpos que yacían destrozados y ensangrentados, entre el caos de esclavos que atacaban y guardias que intentaban restablecer el orden. Treinta, cuarenta… quién sabía cuántos habían muerto en cuestión de segundos. La sangre mezclada de paelsianos y limerianos empapaba la tierra seca.
Había sido una masacre.
—¿Estás bien? —Lysandra cayó en la cuenta de que Brion le estaba gritando, pero era como si se encontrase a millas de distancia—. ¡Lys, escúchame! ¿Estás bien?
Le miró a los ojos azules.
—Yo solo quería ayudar —musitó.
En los ojos de Brion apareció un brillo de alivio, que fue reemplazado enseguida por la ira.
—¡Casi me muero de la preocupación! ¡No vuelvas a hacer eso! ¿Me oyes?
De pronto, Lysandra notó el roce del viento en el rostro. Frunció el ceño: hacía un instante, no corría ni una ligera brisa. Brion también lo notó y subió la vista. Empezó a sonar un rugido cada vez más intenso.
—¿Qué es eso?
Algo extraño e inesperado batía la tierra levantando polvo y escombros, madera y piedra, cobrando fuerza por momentos. Había comenzado repentinamente, y nadie se había dado cuenta hasta tenerlo encima.
Era un tornado, un remolino que se retorcía en dirección al campamento. El viento azotaba la cara de los tres amigos con tanta saña que les impedía hablar. Daba igual: el estruendo era tal que no habrían podido hacerse oír. Una espesa capa de nubarrones bloqueó la luz del sol en cuestión de segundos.
Los esclavos y los guardias echaron a correr en busca de refugio. Demasiado tarde: el tornado ya había atrapado a varios, y los zarandeó con violencia antes de lanzarlos a lo lejos como muñecas rotas.
—¡Viene hacia aquí! —gritó Jonas.
Brion agarró a Lysandra de la mano y los dos echaron a correr. No habían llegado muy lejos cuando la fuerza del viento los golpeó, amenazando con alzarlos en vilo. A su alrededor, los arbustos salían despedidos por el aire como flechas.
El rugido del viento era como un trueno, el más estruendoso y aterrador que Lysandra hubiera oído en su vida. Le impedía respirar, incluso pensar. Algo le azotó el rostro y notó un reguero de sangre tibia por la mejilla. Aterrorizada por la idea de que el ciclón la arrastrara, se agarró a Jonas y a Brion.
Un árbol de treinta pies de altura se desarraigó y se estrelló tras ellos, a tan solo unos pasos de distancia. Lysandra lo miró por encima del hombro, aterrada: si les hubiera caído encima, los habría matado al instante.
Al cabo de unos momentos que les parecieron eternos, el tornado fue decreciendo hasta apagarse justo antes de alcanzar de lleno a los tres rebeldes. Durante un instante reinó una quietud misteriosa; luego, los pájaros volvieron a cantar y se reanudó el zumbido de los insectos. En el campamento se oyeron gritos: eran los supervivientes del desastre, que se tambaleaban aturdidos.
De pronto se oyó un crujido de ramas rotas. Dos guardias los habían localizado entre los árboles caídos y se acercaban a ellos con las espadas en alto.
—Hora de marcharse —gruñó Jonas.
Lysandra aferró su arco, se incorporó y echó a correr tras sus dos amigos. Sus botas se hundían en el amasijo de terrones y raíces enmarañadas que alfombraba el suelo.
—¡Alto en nombre del rey! —gritó un soldado.
Una rama azotó el rostro de Lysandra, y la chica saboreó el gusto metálico de su propia sangre sin reducir el paso. Estaba segura de que los guardias les cortarían el cuello sin preguntar, tomándolos por esclavos fugados durante el desastre.
Los gritos de los guardias se desvanecieron en la lejanía, pero los tres rebeldes siguieron corriendo hasta agotar sus fuerzas antes de reducir la marcha.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Brion, agotado—. ¿Qué es lo que ha pasado ahí?
—¿A qué te refieres exactamente? —repuso Lysandra, aún temblorosa.
—Todo. El tornado…
—Una coincidencia —le interrumpió Jonas.
—Demasiado extraño para ser una coincidencia —replicó Brion rascándose la nuca—. Cae una lluvia de sangre sobre la tierra y de pronto sucede eso, así, de repente… Mi abuela me contaba leyendas sobre cosas así. Brujas, magia de sangre…
Lysandra abrió mucho los ojos.
—Justo antes de que atacaran mi aldea vi a una bruja utilizar magia de sangre, creo que para predecir el futuro. Mi hermano dijo que era una Antigua, alguien que adora a los elementos. Ya está… ya está muerta. Como tantos otros.
—No creo en la magia —zanjó Jonas—. Si nuestro pueblo no ha luchado como debería es porque estaba atontado por esas supersticiones. Solo creo en lo que puedo ver con mis propios ojos y, como bien sabéis, el clima de nuestra tierra es muy variable. No ha sido más que eso. En cuanto al campamento… Ya he visto lo que el rey está haciendo. Tenías razón, Lysandra.
Ella suspiró: después de todo lo ocurrido, no le proporcionaba mucho consuelo que Jonas le diera la razón.
—Mientras el rey viva, continuarán las obras de la calzada y nuestros compatriotas morirán a puñados.
—Necesitamos encontrar algo que podamos usar contra Gaius —resolvió Jonas—. Algo que tenga valor para él, que nos sirva de palanca; algo que nos permita entorpecer sus planes hasta que podamos derrotarlo —se quedó pensativo y finalmente taladró a Lysandra con sus ojos castaños—. Creo que lo tengo.
—¿Qué es?
—No qué: quién. La princesa Cleiona.
—¿Otra vez? ¿Y qué pasa con ella?
—Veamos: aunque su utilidad no durará para siempre, ahora mismo es valiosa para el rey, cuyo dominio sobre Auranos aún no es firme. Si no fuera importante para él, ya estaría muerta. Y eso hace que también sea valiosa para nosotros —apretó los labios—. Después de lo que acabamos de ver, estoy dispuesto a cualquier cosa para liberar a nuestro pueblo de la tiranía.
—¿Te refieres a asesinarla para enviarle un mensaje al rey? —murmuró Lysandra con la voz ahogada.
—Jonas… —terció Brion, inquieto ante la sugerencia—. ¿Seguro que quieres hacer eso?
—No pienso asesinarla —los ojos de Jonas fueron del uno a la otra—. Vamos a secuestrarla.