CAPÍTULO 7

MAGNUS

Otro día más. Otro discurso.

Magnus intentó no prestar atención al calor que hacía en aquel reino fértil y soleado, aunque se notaba sudoroso bajo su atuendo negro. Echó un vistazo a la fila de soldados de palacio; todos los rostros transpiraban malestar. Sus gruesas libreas granates estaban pensadas para soportar el frío de Limeros. Incluso la frente de la reina brillaba de sudor bajo la luz intensa de aquel día soleado.

El rey Gaius observó con expresión solemne a las doscientas o trescientas personas que se habían reunido en el templo de Cleiona, a unas tres horas de distancia del palacio.

—En el día de hoy, la Calzada Imperial queda inaugurada en este punto —anunció—. Es un honor compartir este momento con vosotros, mi pueblo.

El rey le hizo un gesto a Magnus, y este hincó en el suelo la pala que acababa de ofrecerle un lacayo. La multitud aplaudió, y el príncipe recorrió con la mirada a las personas de la primera fila.

No todas aplaudían; de hecho, algunas observaban el espectáculo con actitud desconfiada. Mucha gente era consciente de que las obras ya habían empezado en varios puntos de Mytica; aquello no era más que teatro.

—Bien hecho, alteza —dijo Aron.

Magnus hizo una mueca al oír la voz aflautada del auranio. Le habría resultado más fácil aguantarlo si el muchacho hubiera perdido la lengua: de ese modo no se pasaría el día entero parloteando con él como si ambos poseyeran igual rango.

—¿Eso crees?

—Habéis dado la primera paletada con confianza y seguridad, como corresponde a alguien de vuestra posición.

—Me alegra que pienses así —lanzó una mirada disuasoria a aquella comadreja charlatana—. A todo esto, ¿qué haces tú aquí?

Aron pareció ofendido un instante, pero se recuperó rápidamente.

—Los deseos del rey son órdenes para mí; ha sido muy amable y generoso conmigo y, por supuesto, me ofrezco a ayudarle en todo lo que necesite.

—Bien. En ese caso, ve a ofrecerle tu ayuda —señaló al rey, que estaba rodeado por los nobles y personajes distinguidos que habían acudido a presenciar el evento—. Allí.

—Sí, por supuesto, de inmediato. Pero primero quería…

—¡Idiotas! —gritó de pronto un hombre entre la multitud; a juzgar por su voz, estaba borracho—. ¡Sois todos unos idiotas! Os creéis las promesas huecas del Rey Sangriento y aceptáis sus regalos sin preguntar. ¿Pensáis que quiere unirnos a todos en un reino feliz? ¡Mentira! ¡Solo lo mueven la codicia y el ansia de poder! ¡Si no lo detenemos, estamos perdidos!

Se hizo el silencio.

Magnus se giró hacia su padre para comprobar si lo había oído.

Era evidente que sí. A un gesto suyo, cuatro soldados se internaron en la muchedumbre, localizaron al hombre y lo lanzaron hacia delante. El pobre diablo cayó de rodillas justo al lado de la paletada que había dado Magnus en la tierra alfombrada de hierba. Intentó levantarse, pero un guardia le empujó hacia abajo. La botella vacía que llevaba repiqueteó al caer al suelo.

El rey indicó con un ademán a Magnus y a Aron que se le acercaran y avanzó hacia él.

Las vestiduras del hombre parecían lujosas, pero estaban sucias y desgarradas. En el índice izquierdo, lleno de mugre, portaba un anillo adornado con piedras preciosas. Debía de llevar un par de semanas sin afeitarse, y a juzgar por el olor, tampoco se había lavado en todo ese tiempo. Sus ojos vidriosos de borracho se clavaban con fiereza en la gente de alrededor.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el rey tras echarle un vistazo.

—Darius Larides —contestó el hombre en tono desafiante—. Soy el señor de estas tierras y fui el prometido de Emilia, la antigua heredera del trono de Auranos. Decidí luchar contra vos; ahora mi familia está muerta y mi hogar destruido, y no me espera nada más que un futuro lleno de dolor. ¡Y sin embargo, os aseguro que el vuestro será idéntico! Esta gente no siempre creerá vuestras mentiras; no se someterán a vuestra tiranía sin plantar cara. Los rebeldes ganan fuerza incluso ahora, mientras hablamos. Los auranios no somos tan estúpidos como pensáis.

La expresión del rey era indescifrable.

—Lord Darius cree que os considero estúpidos y egocéntricos —dijo, elevando la voz para que todos le oyeran—. No pienso así. Sois los más sabios de todos vuestros compatriotas por haber acudido hoy a celebrar este acontecimiento conmigo. Este noble está lleno de vino y de bravuconería; de otro modo, tal vez no fuera tan atrevido como para insultar a un rey que solo desea lo mejor para su reino.

El silencio que siguió a sus palabras se podría haber cortado con un cuchillo.

—Seguro que los guardias pueden encontrarle acomodo en alguna mazmorra —dijo Magnus con expresión de hastío—. Tal vez tenga algún valor; debe de proceder de una familia importante, si estaba prometido con la hermana mayor de los Bellos.

—¿Estás de acuerdo con lo que sugiere mi hijo, condestable? —preguntó el rey dirigiéndose a Aron.

El muchacho arrugó el entrecejo como si luchara por encontrar la respuesta correcta.

—No lo sé, alteza.

Magnus echó una ojeada a aquel inútil. ¿Por qué se molestaba su padre en pedirle opinión?

—Es complicado —asintió el rey—. Pero este tipo de situaciones requiere una respuesta contundente. En pie, lord Darius.

Los soldados lo levantaron con rudeza y el noble los contempló con odio a los tres, con las manos sujetas a la espalda.

—¿Deseas retirar lo que has dicho? —preguntó amablemente el rey—. ¿Te disculparás públicamente por haber arruinado la ceremonia con tus mentiras e insultos?

Magnus vio por el rabillo del ojo el brillo de un puñal en la mano del rey.

Lord Darius también lo vio. Tragó saliva, pero no bajó la vista.

—Enciérrame en tus mazmorras, júzgame por traición. No me importa.

El rey Gaius sonrió lentamente.

—Por supuesto que no. Pero permíteme que te recuerde algo, lord Darius…

—¿Qué?

—Un rey no recibe órdenes de un gusano.

El puñal se movió tan rápido que Magnus solo vio un destello de acero resplandeciente. Un instante después, la sangre brotó de la garganta del noble y este se derrumbó.

El rey alzó el puñal sobre su cabeza y lo mostró a la multitud.

—He aquí un sacrificio de sangre digno de la inauguración de la calzada. Todos sois testigos: lord Darius era enemigo mío y de mi pueblo, igual que cualquier rebelde. Y por más voluntad que tenga de ser un rey benevolente para la recién unificada Mytica, no toleraré a los que se opongan a mí.

Magnus contempló la sangre que manaba a borbotones de la garganta y empapaba el suelo. Los ojos del moribundo, llenos de odio, estuvieron clavados en el rostro del príncipe hasta apagarse.

—Bien hecho, majestad —murmuró Aron—. Como siempre, habéis hecho lo correcto; este sujeto no merecía ninguna piedad.

Como siempre, habéis hecho lo correcto. Habría debido ser Magnus quien lo dijera, pero su boca se negaba a articular aquellas palabras. A pesar del calor, la muerte del noble le había provocado escalofríos. Le parecía excesiva. Innecesaria. Un capricho del humor cruel de su padre. Pero nunca lo admitiría en voz alta.

Muchos de los presentes contemplaban aquel giro de los acontecimientos con una mezcla de confusión, miedo y repugnancia. Otros —más de los que Magnus esperaba— contemplaban con respeto los actos de su nuevo rey.

De pronto, la tierra tembló bajo sus pies y la gente se miró, alarmada. Magnus notó la vibración en el mango de la pala que aún sostenía. La botella vacía de lord Darius rodó y chocó contra un árbol con tal fuerza que se hizo añicos.

—Por la diosa, ¿qué es esto? —susurró la reina, lívida. Se acercó a Magnus y le aferró de una manga.

El terremoto acabó tan rápido como había comenzado.

—Me pregunto si se referiría a esto… —murmuró el rey, contemplando a la multitud con el ceño fruncido.

—¿Qué has dicho, Gaius? —preguntó la reina con voz trémula.

—Nada de interés —el rey le entregó el puñal ensangrentado a un guardia y se limpió la sangre que le había salpicado el rostro con un pañuelo que le ofreció otro—. Venid conmigo; deseo visitar el templo. He decidido que la boda se celebre aquí.

—¿Aquí? —repitió Magnus apartando finalmente la mirada del muerto—. ¿En el templo dedicado a la enemiga de la diosa Valoria?

—Me sorprende que la idea te ofenda; no sabía que fueras tan devoto de nuestra diosa.

No lo era, evidentemente. En Limeria abundaban las personas devotas que dedicaban dos días a la semana al silencio y la oración, pero a Magnus siempre le había resultado difícil creer en nada. Sin embargo, la elección del lugar le parecía sorprendente.

Pero cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que era un movimiento estratégico. Aunque los auranios no fueran muy religiosos, se sentirían honrados al presenciar la boda de su princesa en el lugar más sagrado para su cultura. Los limerianos ya estaban bajo el férreo puño del rey; los paelsianos estaban demasiado oprimidos para convertirse en una auténtica amenaza para la corona, y más cuando estaban ocupados en construir la calzada. Los auranios, sin embargo… Sí, aquel pueblo que empezaba a salir de su sueño de hedonismo colectivo seguía siendo un factor impredecible.

Treinta escalones cincelados en mármol blanco conducían al gigantesco templo. El edificio entero parecía tallado en ese material, que también abundaba en el palacio. A Magnus le recordaba al hielo que se extendía junto al castillo de Limeros: blanco, frío, inmaculado.

En el interior del templo se extendían dos hileras de columnas colosales. Al fondo de la nave principal se erguía una estatua de la diosa Cleiona de veinte pies de altura; sus brazos, caídos a los costados, mostraban las palmas adornadas con dos símbolos, el triangular del fuego y la espiral del aire. Su cabello era largo y ondulado; su expresión, altiva y cautivadora. Por un instante, a Magnus le recordó a la princesa que había sido bautizada en su honor.

El ambiente estaba saturado del aroma del incienso y las velas aromáticas, y en el altar llameaba un fuego ritual que representaba la magia eterna de la diosa. No había nada parecido en Limeros; el templo de Valoria era oscuro, práctico y siempre lleno a rebosar de fieles.

Aquel lugar, sin embargo, parecía lleno de… de magia.

Aron buscó los ojos de Magnus. En su rostro había una expresión ácida.

—Me alegro mucho por vos —dijo en tono desabrido—. Os deseo que disfrutéis de muchos años maravillosos en compañía de la princesa.

—Solo espero hacerla tan feliz como tú la hubieras hecho —replicó Magnus con sorna.

—Por supuesto —Aron titubeó como si quisiera añadir algo, pero finalmente se quedó callado.

—Bien, bien —dijo el rey acercándose a ellos—. Me alegro mucho de que os estéis haciendo tan amigos.

—¿Cómo no? —repuso Magnus—. Tenemos tantas cosas en común…

—Ve a buscar al capitán Cronus —ordenó el rey a Aron—. Dile que prepare los carros para llevarnos de vuelta a la ciudadela.

—Sí, majestad —el muchacho hizo una reverencia y salió deprisa del templo.

—¿Por qué lo soportas? —preguntó Magnus, incapaz de aguantar la curiosidad.

—Me divierte.

—Ah, una cualidad esencial para un condestable.

—Hace todo lo que le pido; de hecho, tú podrías aprender mucho de él —respondió el rey. Su tono era ligero, pero aquellas palabras le pesaron a Magnus como si fueran de plomo.

—No me gusta lamer las botas de nadie.

—Ni tampoco presenciar una ejecución en público, al parecer. No apruebas lo que he hecho, ¿verdad?

Magnus midió cuidadosamente sus palabras.

—Habló contra ti en público. Por supuesto, merecía morir.

—Me alegro de que estemos de acuerdo. En realidad, yo creo que estaba predestinado a morir así. Su sangre ha servido para celebrar el inicio de mi calzada; ha sido un sacrificio digno del tesoro que persigo.

Por fin su padre sacaba a relucir un tema interesante.

—¿Has tenido suerte en la búsqueda?

—Todavía no: acabamos de empezar, hijo mío. La paciencia es algo que nos vendrá muy bien a los dos de ahora en adelante.

¿Paciencia? No podía contarse entre las virtudes de su padre.

—En efecto —asintió Magnus acercándose a la pared de mármol y recorriendo con los dedos el símbolo del fuego que estaba grabado en todos los rincones del templo—. Te refieres a mi impaciencia respecto a la recuperación de Lucía, ¿verdad?

—Así es.

—La muchacha que la atiende me dijo que se había movido ayer en sueños, y que creyó que iba a despertar. Pero no lo hizo. Madre, ¿lo sabías?

—Sí —contestó la reina Althea acercándose a ellos—. Estuve presente. No es la primera vez que pasa: algunos días se agita y murmura como si soñara. Después vuelve a quedarse inerte.

—La visitas con frecuencia —observó el rey.

No era una pregunta: el rey sabía todo lo que sucedía dentro de los muros del palacio.

—A diario —repuso ella—. Le leo libros. Parece tan tranquila como si estuviera dormida. No he perdido la esperanza de que regrese pronto con nosotros; me niego a creer que la hemos perdido para siempre.

—Lo dices como si no la hubieras odiado desde el día en que la trajeron a Limeros —se burló el rey.

—No la odio —la reina se tocó los cabellos canosos, como si le hiciera falta retocar el severo peinado que le tensaba la piel de las sienes—. Amo a mi hija igual que si la hubiera llevado en el vientre.

El rey Gaius se volvió hacia un mural. La imagen mostraba un sol que bañaba de luz la Ciudadela de Oro.

—Qué interesante: al parecer, la tragedia ha despertado al fin tu instinto maternal. Durante dieciséis años has ignorado a Lucía, o la has tratado como si fuera una muñeca que pudieras vestir y peinar para lucirla ante los demás. Doy gracias a la diosa por la belleza natural que posee; de lo contrario, supongo que la habrías degradado a la servidumbre hace mucho tiempo.

La madre de Magnus se crispó. Aquellas palabras la habían herido, pero Magnus no podía negar que había algo de verdad en ellas.

—Cuando despierte, todo será distinto —susurró la reina—. Sé que no he tratado bien a Lucía y deseo hacer las paces con ella. La quiero como a una hija, y juro ante la diosa que lo demostraré.

—Me alegro mucho de oírlo —repuso el rey con frialdad—. Mañana viene un nuevo curandero a visitarla; me complacería que pudiera estar presente el día de la boda.

—Si no es así, me quedaré a su lado.

El rey guardó silencio un instante.

—No. Acudirás a la ceremonia pase lo que pase.

La reina jugueteó con la manga de su túnica verde oscura y frunció el ceño.

—No confío en la chica Bellos, Gaius. Hay algo en sus ojos, algo… oscuro, punzante. Temo lo que pueda hacernos, lo que les pueda hacer a Lucía o a Magnus.

Magnus soltó una carcajada.

—Madre, no te preocupes por mí: ignoro si Cleo alberga deseos de venganza, pero puedo ocuparme perfectamente de ella. No es más que una niña.

—Una niña que nos detesta.

—Claro que nos detesta —asintió el rey—. Les arrebaté el trono por la fuerza a su padre y a su hermana. Lo hice a sangre y fuego, y no lo lamento.

—Búscale a Magnus otra prometida —instó la reina—. Se me ocurren varias mucho más adecuadas a las que podría llegar a amar con el paso del tiempo.

—¿Amar? Si Magnus quiere amor lo encontrará en sus amantes, como hice yo. No en una esposa fría y seca.

La reina palideció.

—Gaius, te estoy hablando de corazón.

—Escúchame bien, Althea —replicó el rey con voz gélida—. Todo lo que suceda de ahora en adelante, sea bueno o malo, será decisión mía, y lo haré porque convenga a mis propósitos. Y te lo advierto: no me contradigas o…

—¿O qué? —la reina alzó el mentón y le miró directamente a los ojos—. ¿Me cortarás la garganta también? ¿Es así como acallas a los que te plantan cara?

Los ojos del rey relampaguearon. Dio un paso al frente, con los puños apretados.

Magnus forzó una sonrisa y se interpuso entre sus padres.

—Este calor templa los ánimos… Creo que ya es hora de que nos marchemos.

La mirada colérica de Gaius se enfrió lentamente. Aún tenía una mancha de sangre en la cara, debajo del ojo izquierdo.

—Sí, ya es hora. Os aguardaré fuera.

Les dio la espalda y salió del templo a grandes zancadas. En la puerta le esperaban dos guardias que le siguieron con paso marcial.

—Vámonos, hijo —murmuró la reina echando a andar.

Solo había avanzado dos pasos cuando Magnus le puso la mano en el hombro para detenerla. Con suavidad, le giró la cara y le alzó la barbilla para mirarla a la cara. Su madre tenía los ojos llenos de lágrimas, y en su rostro había una expresión dolorida que le partió el corazón.

—No recuerdo cuándo fue la última vez que te vi llorar.

—Y no deberías verme llorar ahora —repuso ella apartándole la mano.

—Lleva mal que le contradigan, ya lo sabes.

—Lo lleva como lo ha llevado siempre: con puño de hierro y corazón tallado en hielo —le miró con intensidad—. No quieres casarte con ella, ¿verdad, hijo mío?

—Lo que yo quiera es irrelevante, madre.

Siempre lo es.

Ella guardó silencio unos instantes.

—Sabes que te quiero, ¿verdad?

Magnus luchó por no derrumbarse ante aquella inesperada expresión de sentimientos. La mujer que tenía ante él se había mostrado fría y distante durante tanto tiempo que había olvidado que podía ser distinta.

—¿Por qué lo dices ahora, madre? ¿De verdad te angustia tanto que vaya a casarme con alguien a quien no amo para fortalecer el poder de mi padre? ¿O se debe a algo más? ¿A la enfermedad de Lucía, tal vez?

La reina dejó escapar un suspiro tembloroso.

—Ha sido un año muy difícil para todos. Tantas pérdidas, tantas muertes…

—Sí, sé que te destrozó enterarte de que la amante del rey había muerto carbonizada.

—No lloré la muerte de Sabina ni me importó la forma en que encontró la muerte. Lo único que me importa sois Lucía y tú: para mí lo sois todo.

Magnus pestañeó. El tono de su madre era tan ajeno a su comportamiento habitual que no sabía qué pensar.

—No sé qué esperas que te diga, madre. Mi padre desea que me case con la princesa Bellos, y lo haré sin discusión. Así se fortalecerá mi posición en el reino.

Y esa nueva posición le serviría para enterarse de lo que su padre se proponía con aquella calzada y con su búsqueda secreta de los vástagos.

La reina Althea examinó su rostro con curiosidad.

—¿Eso es lo que deseas, hijo mío? ¿Poder?

—Es lo que siempre he deseado.

Los labios de su madre se convirtieron en dos líneas.

—Mientes —dijo, y aquella palabra estremeció a Magnus como una bofetada.

—Soy el príncipe heredero, madre, por si lo has olvidado. El heredero del trono de Limeros, y ahora de toda Mytica. ¿Por qué no iba a ansiar el poder, y más que eso?

—Tu padre es un hombre cruel que busca un tesoro que ni siquiera existe; su obsesión roza la locura.

—Lo que le impulsa es la voluntad de encontrar lo que anhela. Y yo procuraría no llamarle loco; no creo que le complazca.

La reina desechó su advertencia con un ademán. En ausencia del rey, parecía cada vez más confiada.

—¿Se lo vas a decir tú?

—No —apretó la mandíbula—. Pero cuando insultas al rey, también me insultas a mí. Mi padre y yo somos… somos muy parecidos. No nos detenemos ante nada para obtener lo que queremos; destruimos a todos los que se interponen en nuestro camino, sean quienes sean. Y lo hacemos sin piedad ni remordimientos.

La reina esbozó una sonrisa que le borró diez años del rostro como por arte de magia. Magnus la observó con recelo.

—¿Acaso he dicho algo gracioso?

En la mirada de la reina había una dulzura que el príncipe llevaba muchos años sin ver.

—Es verdad que te pareces físicamente a tu padre. Eres tan atractivo como Gaius, sin duda. Pero ahí terminan las semejanzas. Magnus, hijo mío, no eres como él y nunca lo serás.

—Te equivocas.

—¿Crees que es un insulto? No lo es.

—He matado, madre. A muchos hombres. Los he visto sufrir y desangrarse ante mí en el campo de batalla, ante el palacio auranio. Incluso maté a uno que no lo merecía, y que había actuado con coraje y valentía. Lo atravesé por la espalda como un cobarde —las palabras le cortaban la garganta como si fueran cristales rotos—. Estuve junto a mi padre mientras torturaba a una muchacha inocente y no dije ni una palabra para salvarla. Ahora está muerta y es por culpa mía —apartó la vista para ocultar lo vulnerable que se sentía—. Mi corazón está tallado en hielo, igual que el del rey.

La reina se aproximó a él. Le acarició la mejilla de la cicatriz, como hacía cuando era niño, y Magnus notó una punzada en el pecho.

—Tú no te pareces a Gaius. Tu padre es un monstruo con el corazón helado y el alma negra. Puede que hayas cometido errores, sí, y no tengo duda de que cometerás muchos más en tu vida, como cualquiera que esté vivo y respire. Pero eso no cambia lo que eres. Tienes buen corazón, Magnus. Y no puedes hacer nada por evitarlo.

Los ojos de Magnus ardían. Le apartó la mano.

—El rey nos espera. No quiero hablar más de esto.