CAPÍTULO 6

CLEO

La ansiedad de Cleo crecía a medida que se acercaba el temido día de su boda. Soñaba con escapar, con tener alas y salir volando del palacio para no volver nunca.

Pero, por desgracia, era un pájaro enjaulado. Así que en vez de pensar en lo que le aguardaba, se centró en lo poco que podía controlar: la búsqueda de información. Conocimiento. Estudios. Debía encontrar las respuestas que buscaba antes de que fuera demasiado tarde.

Se encaminaba a la biblioteca por segunda vez aquella jornada cuando se encontró a Mira sollozando en el pasillo, ante la puerta.

—¡Mira! —Cleo corrió hasta ella y la estrechó entre sus brazos—. ¿Qué te pasa?

La amiga de Cleo tardó unos instantes en conseguir hablar.

—¡No encuentro a mi hermano por ninguna parte! Lo han matado, Cleo. ¡Estoy segura!

La princesa la alejó de los soldados limerianos que parecían acechar en cada esquina; sabía que tenían órdenes de vigilar hasta el último de sus movimientos.

—Nic no está muerto —aseguró apartando las manos de Mira de su rostro bañado en lágrimas.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque si estuviera muerto, Magnus me lo habría dicho. Si ejecutaran a Nic por lo que hizo en Paelsia… —la sola idea le abrasaba el pecho como un hierro al rojo vivo—. Magnus sabe que me destrozaría, y estoy segura de que me lo diría para hacerme daño. Aunque no lo hayamos encontrado todavía, sé que está vivo, Mira.

Tiene que estarlo.

Aquello pareció tranquilizar a su amiga, que respiró hondo y dejó de llorar. Se frotó los ojos, agotada.

—Tienes razón: el príncipe disfrutaría haciéndote daño. Le detesto, Cleo. Odio que venga a visitar a la princesa Lucía. Es una bestia.

Cleo apenas había visto a Magnus desde el día en que se había anunciado el compromiso. No parecía tener ninguna gana de encontrarse con ella; tal vez eso fuera lo único en lo que Cleo y él estaban de acuerdo.

—No sabes cuánta razón tienes, Mira. Tú limítate a evitarle si puedes, ¿de acuerdo? ¿Cómo es que te has podido apartar de la cama de Lucía? Me da la sensación de que llevaba años sin verte…

—La reina ha ido a ver a su hija y me ha ordenado que me marchara y volviera al cabo de un rato. Me fui sin rechistar, deseando encontrar un rostro amistoso en este nido de víboras… El tuyo es el primero que veo hoy.

Cleo reprimió una sonrisa. Un nido de víboras: buena descripción, pensó.

—Yo también me alegro de verte; eres lo único bueno que me ha pasado en todo el día.

La princesa contempló los retratos de la familia Bellos que se sucedían en el pasillo de la biblioteca. Su mirada se detuvo en la imagen de su padre: el último recuerdo que guardaba de él fue cuando agonizó entre sus brazos, durante el ataque al palacio.

Antes de morir, su padre le había entregado un anillo que había pasado de generación en generación en su familia. Al parecer, aquel legado servía de alguna forma para encontrar los vástagos. El rey Corvin confiaba en que, con aquella magia en su poder, Cleo podría derrotar al rey Gaius y reclamar el trono, pero murió antes de poder explicarle nada más.

Cleo creía que aquel era el legendario anillo de la hechicera Eva, que le había permitido tocar los vástagos sin que la corrompiera el poder elemental de las gemas. Sin saber qué hacer con él, lo había escondido detrás de una piedra suelta en el muro de su aposento, y todos los días regresaba a la biblioteca en busca de información. Su padre había creído tanto en ella… Mucho más de lo que Cleo creía en sí misma. No podía decepcionarle.

Mira le rozó el brazo. Había dejado de llorar.

—Sé que intentas ser fuerte, pero te conozco, Cleo. Estoy segura de que le echas de menos, y también a tu hermana Emilia. Yo también los añoro. No pasa nada por llorar, Cleo. Puedes hacerlo; estoy a tu lado.

La princesa tragó saliva, emocionada al pensar que contaba con una amiga que entendía su dolor.

—Intento no mirar sus rostros cuando paso por aquí. Si me fijo… —dejó escapar un suspiro entrecortado—. Es tan extraño… A veces me parece que no veo nada más que oscuridad, que estoy sumergida en mi propio dolor. Otras me siento tan enfadada, tan furiosa de que me abandonaran en esta situación… Sé que suena muy egoísta, pero no sé cómo evitarlo. ¿Lo ves? No puedo permitirme empezar a llorar: si lo hiciera, no podría parar.

—Princesa —dijo a su espalda una voz cortante como un cuchillo—. Deberías saber que el rey ha ordenado reemplazar todos esos retratos, excepto el tuyo, evidentemente, por los de la familia Damora.

Cleo se giró para enfrentarse al muchacho que merodeaba entre las sombras. A eso se dedicaba Aron desde que se canceló su compromiso: a espiarla. Al principio Cleo había albergado la esperanza de que regresara a la mansión de sus padres, en la otra punta de la Ciudadela de Oro, pero el muchacho ya parecía formar parte del personal del palacio.

—¿Y te encargarás tú de hacerlo con tus propias manos? —replicó en un tono lleno de hiel—. Dado que eres el nuevo perro faldero del rey, supongo que lo harás si te ofrece alguna recompensa.

Aron le dedicó una sonrisa tensa.

—No, ¿por qué iba a hacerlo yo? Puedo dar órdenes por mi cuenta. De hecho, ¿por qué esperar?

Les hizo un gesto a los dos soldados vestidos de librea granate que le acompañaban, y estos se acercaron al muro y comenzaron a descolgar los cuadros.

Mira le apretó el brazo a Cleo para evitar que se lanzara contra Aron. La princesa respiró hondo: en su interior se elevaba una ola de furia casi incontenible.

—No te creía capaz de esto, Aron —le increpó.

—Lord Aron, Cleo. Como condestable, y ya que no estamos comprometidos, sería mucho más respetuoso que utilizaras mi título.

Por supuesto. Condestable. Gaius había cumplido su promesa y le había otorgado el puesto, algo absurdo y testimonial, en opinión de Cleo. Y Aron lo había aceptado con gusto: parecía sentir que se había ganado ese título, a diferencia del que poseía por herencia. El día anterior, el rey había requerido la presencia de todos los personajes significativos en la sala del trono, y Aron apareció haciendo alarde de su nuevo estatus como si fuera una armadura que le protegiera contra cualquier ataque.

A Cleo le ponía enferma verlo actuar como si hubiera nacido con sangre limeriana en las venas. En el primer momento, prefirió pensar que su actitud no era más que una táctica para sobrevivir bajo el dominio de su enemigo. Pero enseguida se dio cuenta de que Aron obedecía las órdenes con una sonrisa, como si disfrutara siendo uno de los perros del Rey Sangriento.

—Creo que a Gaius le pareces entretenido —pensó Cleo en voz alta—. Pide a la diosa que te encuentre alguna utilidad cuando dejes de divertirle.

—Podría decir lo mismo sobre ti, princesa —repuso Aron tranquilamente.

—¿Y qué vais a hacer con las pinturas…, lord Aron? —preguntó Mira en un tono teñido de sarcasmo—. ¿Las colgaréis en vuestro aposento?

Hubo un tiempo en que Mira se había sentido atraída por el atractivo lord, pero aquello se había terminado. Había visto cómo era de verdad: un oportunista que vendería el alma de su madre a un demonio de las Tierras Oscuras si así pudiera obtener el favor del rey.

—Los quemarán —contestó él sin más, y Cleo sintió que se le partía el alma. Aron le dedicó una sonrisa—. Por orden del rey.

La idea de que fueran a destruir los retratos de su familia le provocó una sensación fría: su odio era de hielo, no de fuego.

—No olvidaré esto, Aron.

—Lord Aron —corrigió él mientras los guardias retiraban el retrato de Emilia—. Llevadlos al exterior y dejadlos de momento en los establos. Allí se cubrirán de inmundicias, igual que el estúpido de tu amigo.

—¿El estúpido de mi amigo? —repitió Cleo con precaución.

—Para mí es una sorpresa que siga vivo y coleando. Aunque vivir enterrado hasta las rodillas en estiércol de caballo es castigo suficiente para…

Pero la princesa ya le había dejado con la palabra en la boca y arrastraba a Mira por el pasillo.

—Cleo, ¿adónde vamos?

—Creo que ya sé dónde está Nic.

Mira abrió los ojos como platos.

—¡Entonces tenemos que darnos prisa!

Haciendo caso omiso de los guardias apostados en los corredores y de Aron, que las seguía, Cleo y Mira atravesaron rápidamente el palacio. Aunque la princesa no fuera más que una prisionera entre aquellos muros, aquel era su hogar, y conocía sus vericuetos mejor que nadie. Cuando era una niña, Emilia y ella jugaban al escondite con sus niñeras, aunque estas nunca lo encontraban demasiado divertido.

Las dos amigas salieron al aire libre. El patio del palacio, rodeado por un alto muro, rebosaba de macizos de flores, manzanos, melocotoneros y lilos que perfumaban la cálida noche. La luna llena iluminaba el sinuoso camino empedrado.

Sin que nadie tratara de detenerla, Cleo empujó una puerta que se abría al otro lado del patio y recorrió un largo pasillo que terminaba en el ala oriental del palacio. Mira le pisaba los talones. Allí se encontraban los establos, y más allá se divisaba la ciudad amurallada, hogar de varios miles de súbditos auranios. La visión era engañosa: aquel lugar no estaba más cerca de la libertad que cualquier otra estancia del palacio en el que la tenían encerrada. Si intentaba salir del recinto, los guardias la detendrían y la llevarían a rastras hasta el interior. A Cleo no le importó: aquella noche, su objetivo no era escapar.

En cuanto se acercaron a los establos, el hedor a estiércol llenó el aire. Y entonces le vieron.

—Cleo… —susurró Mira—. ¡Cleo! ¡Tenías razón, está aquí!

Con el corazón en un puño, la princesa apuró el paso para acercarse a Nic, ante los ojos intrigados de los demás mozos de cuadra. Al darse cuenta de quiénes eran las muchachas que se aproximaban, Nic abrió mucho los ojos y dejó caer los dos cubos que transportaba. Pero antes de que Cleo y Mira llegaran a su altura, dos guardias les cerraron el paso y las sujetaron de los brazos.

—¡Soltadme! —exigió la princesa debatiéndose—. ¡Nic! ¡Nic! ¿Estás bien?

Nic asintió con energía.

—Muy bien. ¡No sabes la alegría que me da veros a las dos!

—¡Déjame! —gruñó Mira sin dejar de resistirse.

Aron, que las había seguido con paso tranquilo, se acercó a ellas y cruzó los brazos. Entre los dedos sujetaba un cigarrillo encendido.

—Bueno, bueno… Parece que he desvelado un secretito, ¿no? Supongo que no importa; esto no cambia nada.

—¿Eso piensas? —replicó Cleo—. ¡Ahora que sé dónde está Nic, haré que le excusen de inmediato de esta tarea humillante!

—¿Crees que sigues teniendo poder en este palacio, princesa? Me temo que te equivocas.

—Y tú te confundes si crees que tú lo tienes.

—Trabajar metido hasta las rodillas en estiércol es un castigo. De hecho, si me lo preguntaran, creo que Nic merecería morir por lo que le hizo al príncipe Magnus.

Cleo se quedó callada, estremecida por la violencia del recuerdo. El cuerpo destrozado de Theon y sus ojos que miraban al cielo sin verlo; Magnus con la cara ensangrentada por las uñas de Cleo; Nic lanzándole una piedra para detenerlo… Cleo había estado a punto de hundir una espada en el pecho del príncipe limeriano mientras él estaba fuera de combate, pero Nic temió las consecuencias y la detuvo. En vez de eso, le golpeó para dejarlo inconsciente y evitar que los persiguiera.

Lo siento mucho, Theon. Lo siento tanto… Te conduje a la muerte y luego no pude vengarte.

Le ardían los ojos, pero no lloró. Necesitaba recordar a Theon —su fuerza, su confianza en ella— para que la ayudara ahora. Las lágrimas no le servirían de nada. Aron tenía razón: ya no conservaba poder ni influencia. Aun así…

Se giró hacia Aron con una sonrisa.

—Vamos, Aron —ronroneó—. En tiempos fuimos amigos… Muy buenos amigos. ¿Tan pronto lo has olvidado? No, ¿verdad? Mira creía que su hermano estaba muerto; ahora que lo ha encontrado no le impidas reunirse con él, por favor.

Aron, que esperaba una reacción iracunda, no supo cómo reaccionar ante aquel tono meloso. Titubeó un instante, perplejo, y finalmente hizo un gesto al guardia que retenía a Mira. El hombre la soltó y ella se lanzó a los brazos de Nic.

—No sabes cuánto te he buscado —gimió—. ¡Estaba preocupadísima por ti!

—Mira… —Nic abrazó a su hermana con fuerza y hundió el rostro en su larga cabellera—. ¿Sabes qué? Yo también estaba preocupado por mí.

Ella se apartó de pronto, arrugando la nariz.

—¡Apestas!

Nic soltó una carcajada y le revolvió el pelo.

—Yo también me alegro de verte, hermanita.

—Gracias —le dijo Cleo a Aron con una sonrisa, por una vez sincera.

—Espero que recuerdes esto, Cleo —Aron contempló a los dos hermanos con acritud—. Me debes un favor.

—Por supuesto, lord Aron —repuso la princesa, esforzándose por conservar el tomo amable.

Él se irguió, complacido por el uso del título.

Cleo sonrió para sus adentros: era bueno saber que podía manejar a aquel imbécil cuando fuera necesario.

Los guardias condujeron a Cleo a sus aposentos y cerraron la puerta con llave. La princesa sabía que uno de ellos se quedaría haciendo guardia para impedir que tratara de escapar. Había salido del palacio muchas veces por el enrejado de hiedra que había bajo el balcón de su hermana, pero las ventanas de su aposento daban a un muro liso de treinta pies de altura. Imposible escabullirse por allí.

Por más que el rey la calificara de «invitada de honor», ella se sentía como una prisionera de guerra. Al menos le habían permitido volver a sus aposentos; durante varios días había tenido que cedérselos a la princesa Lucía, hasta que los sirvientes prepararon otra estancia para la enferma.

Sin embargo, el encuentro entre Mira y Nic le había infundido esperanzas de que pudieran cambiar las cosas. Decidió aferrarse a esa idea. Mira se encontraba bien; Nic todavía estaba vivo. Puede que necesitara un buen baño, pero estaba vivo.

Pensándolo bien, era sorprendente que Magnus no hubiera exigido su cabeza. ¿Pensaría que obligarlo a trabajar en los establos era un castigo peor?

—Sigo pensando que Magnus es un indeseable —musitó para sí—. Pero Nic está vivo, y eso hay que agradecérselo.

La habitación estaba en penumbra. Su vista se deslizó hasta el muro de piedra del tocador, donde había escondido el anillo de amatista. Reprimió el impulso de sacarlo y probárselo. Pensar en él la consolaba: era algo tangible que tal vez la ayudara, algo que pertenecía a su familia, ligado a su historia y a la propia elementia.

Al día siguiente continuaría buscando información; tenía que haber algún libro que le explicara cómo utilizar aquel anillo correctamente. Cuando estaba viva, Emilia se pasaba horas leyendo en la biblioteca, tanto por placer como por afán de conocimientos. Cleo, sin embargo, había huido de aquella estancia… hasta ahora. Tal vez en alguno de los miles de volúmenes que atestaban los anaqueles pudiera encontrar las respuestas que necesitaba.

Se rodeó el torso con los brazos y se acercó al ventanal para contemplar el patio iluminado por la luna. La brisa cálida rozó su piel.

Entonces sintió la presencia de otra persona en la habitación.

Se giró y escrutó las sombras.

—¿Quién hay ahí? ¡Sal enseguida!

—¿Estáis pasando una velada agradable, alteza? —murmuró una voz profunda que resonó en la estancia.

Cleo se estremeció: recordaba muy bien aquella voz. Echó a correr hacia la puerta, pero antes de que pudiera alcanzarla, el intruso la atrapó, le aferró los brazos y la empujó contra la pared.

—Voy a gritar —advirtió Cleo.

—No sería buena idea.

El asaltante le tapó la boca y con la otra mano le sujetó las muñecas. Cleo se resistió e intentó darle un rodillazo, pero él lo esquivó sin esfuerzo.

Jonas Agallon olía a bosque: agujas de pino y tierra tibia.

—Vamos, princesa, no seas así. Solo he venido para hablar… a no ser que me busques problemas, claro —aunque sus palabras sonaran amables, tras ellas se agazapaba una amenaza inconfundible—. Voy a apartar la mano. Si alzas la voz, te aseguro que te arrepentirás. ¿Me has entendido?

La chica asintió, luchando por mantener la compostura, y Jonas le destapó la boca sin dejar de sujetarla contra la pared.

—¿Qué quieres? —susurró Cleo sin perder los nervios… de momento.

—Pasaba por aquí y decidí visitarte.

A Cleo se le escapó una carcajada irónica.

—En serio.

Los ojos oscuros de Jonas la recorrieron de arriba abajo.

—La última vez que te vi, estabas oculta bajo una capa y armada con un puñal.

—Sí. Fue justo antes de que avisaras al príncipe Magnus de que me encontraba entre la multitud.

—Yo no hice eso.

—¿Por qué debería creerte? ¡Estuviste a sus órdenes! ¡Trabajaste para Gaius! Me secuestraste y me dejaste abandonada una semana sin comida ni agua, a merced de mis enemigos.

—Fueron tres días, princesa. Y creo recordar que mi gente te alimentó. De todas formas, mi alianza con el Rey Sangriento y los suyos llegó a su fin cuando traicionó a mi pueblo.

—Cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta de que os engañaba desde el principio.

—Es fácil decirlo ahora —gruñó él fulminándola con la mirada.

Parecía haberle tocado la fibra sensible; tal vez aún le escociera haber ayudado al rey Gaius.

—Suéltame.

—No confío en ti: intentarás huir y alertar a los guardias.

Espoleada por el éxito que había tenido manipulando a Aron, Cleo decidió intentar lo mismo con Jonas. La cólera no iba a llevarla a ninguna parte. Le miró a los ojos e hizo un mohín.

—Jonas, me estás haciendo daño.

Él respondió con una carcajada ronca.

—Hablando de engaños… Créeme, princesa: no te subestimo.

Cleo recorrió la estancia con la mirada en busca de algo que pudiera ayudarla.

—¿Qué te propones, Jonas? Hace no mucho querías matarme.

—Si deseara acabar con tu vida, ya estarías muerta. He venido porque quería comprobar cuál es tu situación, ahora que estás comprometida con el príncipe. Aunque los comienzos han sido duros, parece que la familia Damora te ha recibido con los brazos abiertos. Me alegro por ti.

Cleo sintió una náusea ante sus palabras. No soportaba que nadie —ni siquiera Jonas— la viera así.

—¿Crees que me alegra entrar en una familia de víboras?

—No lo sé —la miró con fijeza—. Tal vez.

Así que Jonas Agallon pensaba que se había aliado con los Damora. La idea se le antojaba tan descabellada que le resultaba difícil creerlo.

—No tengo por qué justificarme ante alguien como tú —siseó, llena de veneno—. ¿Qué más me da lo que pienses?

Él la apretó con más fuerza contra la pared y Cleo dejó escapar un gemido.

—Sí, ¿qué más te da? Al fin y al cabo, me tomas por un salvaje paelsiano.

—¿Acaso lo niegas?

—No soy ningún salvaje, alteza. Soy un rebelde —replicó Jonas en tono altivo, como si esperara impresionar a Cleo con sus palabras.

—Si eso es cierto, es solo cuestión de tiempo que te corten la cabeza igual que a tus amigos.

El paelsiano contuvo un estremecimiento.

—Tal vez, pero al menos intento cambiar las cosas.

—¿Cómo? ¿Entrando en mi aposento para intimidarme? Este palacio está lleno de personas que tratan de intimidarme a diario. Lo repetiré por última vez: suéltame.

Jonas suspiró, y luego la soltó y dio un paso atrás. Observó a Cleo con precaución, como si esperara que saliera corriendo hasta la puerta para avisar al guardia. De hecho, a Cleo le tentaba la idea.

En vez de hacerlo, observó a Jonas con la misma cautela con la que la miraba él. No podía negar que el menor de los Agallon resultaba atractivo: pelo negro, ojos oscuros, piel atezada por trabajar al aire libre, como la mayoría de los paelsianos… Era alto y musculoso, de hombros anchos y caderas estrechas. Bajo su manto gris oscuro se adivinaba la ropa polvorienta y raída de un campesino, pero Jonas no se parecía a los aldeanos que Cleo había visto hasta entonces. En él había una arrogancia muy semejante a la que mostraba el príncipe Magnus, a pesar de la diferencia de cuna. Y aunque los ojos de Jonas carecían de la frialdad serpentina de los de Magnus, resultaban penetrantes y peligrosos; parecía que pudieran taladrarla y clavarla a la pared con la misma facilidad con la que había inmovilizado su cuerpo.

Hacía no tanto, aquel joven la veía como una niña malcriada y odiosa que debía morir. Ahora, sin embargo, su mirada de recelo estaba teñida de interés, como si le intrigara su compromiso matrimonial con el hijo de su peor enemigo.

—¿Estás del lado de Gaius? —preguntó Jonas de forma abrupta.

Cleo resopló, exasperada: aquella era la persona más impertinente que había conocido en su vida, incluso más que el propio Magnus.

—¿Cómo te atreves a entrar en mi aposento y exigir respuestas de esa forma? No te diré nada.

—Princesa… —Jonas apretó los puños y la miró fijamente—. Podrías ponérmelo un poco más fácil.

—Ah, de acuerdo. Lo haré en honor de la gran amistad que nos une.

Su tono sardónico hizo que Jonas esbozara una leve sonrisa.

—Eso podría cambiar. Podemos ser amigos, princesa.

Cleo reflexionó un instante.

—¿Cómo?

—Eso depende de ti, alteza.

Usaba el título como si fuera un insulto, al igual que cuando la tuvo prisionera en Paelsia; aquello no había cambiado.

—De acuerdo, habla. Pero hazlo deprisa o no tendrás oportunidad de escapar del palacio. En cuanto anochezca del todo, los soldados comenzarán a patrullar por el patio.

Jonas echó un vistazo a la habitación y terminó fijando la vista en la cama.

—En tal caso tendría que pasar la noche aquí, ¿no crees? ¿Me ayudarías a esconderme bajo las sábanas?

Cleo trató de ignorar el rubor de sus mejillas ante aquella sugerencia.

—Estás malgastando en tonterías el tiempo que te queda. Habla ya.

—Siempre dando órdenes… ¿Lo haces en calidad de princesa sin reino, o de futura esposa del príncipe Magnus? ¿Te sientes poderosa dándome órdenes?

—Ya es suficiente —Cleo se giró hacia la puerta y abrió la boca, dispuesta a gritar.

Antes de que pudiera hacerlo, Jonas la aprisionó por la espalda y la amordazó con una mano.

—Llama a los guardias y les diré que soy tu amante. ¿Qué pensaría el príncipe Magnus? ¿Crees que se pondría celoso?

Cleo le mordió la mano hasta que notó el sabor de la sangre, y él dio un respingo y la soltó. Cuando se dio la vuelta, la princesa vio que esbozaba una mueca a medio camino entre la burla y el dolor. Cleo se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Te voy a explicar algo: no me importa lo que piense el príncipe Magnus, ni ahora ni nunca. Los odio, a él y a su padre. No importa lo que me suceda: eso nunca cambiará.

—Quieres acabar con ellos.

No era una pregunta. Cleo le miró sin parpadear, en silencio. Admitir algo así podía ser muy peligroso. Él asintió con la cabeza; al parecer, no necesitaba confirmación.

—Aquel día, cuando nos vimos entre la multitud, te dije que estuvieras preparada. Es la hora, princesa. Necesito tu ayuda.

Cleo sacudió la cabeza: aquello era absurdo.

—¿Cómo que necesitas mi ayuda?

—A los rebeldes nos hace falta disponer de información sobre los Damora: sus planes, su estrategia… Sobre todo, queremos datos sobre la calzada que anunció el rey en el discurso. ¿Sabías que está masacrando pueblos enteros y esclavizando a los paelsianos para construirla lo más rápido posible? Esta carretera es muy importante para él. Debe de tener algún significado más allá de lo que se percibe a simple vista.

Masacrando pueblos enteros. Cleo sintió que la sangre abandonaba su rostro.

—¿Qué crees que significa?

—Eso es lo que necesito que averigües. Quiero que espíes para mí.

Por un instante, la princesa se quedó sin habla.

—Me estás pidiendo que haga algo por lo que podrían matarme.

—Podrían matarte incluso por respirar, como a todos los demás. Tal vez estés atrapada aquí, pero eso te coloca en una situación ventajosa. El rey subestima el odio que sientes por él; no sabe de lo que eres capaz.

Cleo deseaba con toda su alma destruir al rey y a quienes le apoyaban. No pensaba mantenerse al margen, contemplando cómo su pueblo —o cualquier otro— sufría los abusos de aquel hombre y se veía reducido a la esclavitud.

Pero ¿ser la espía de Jonas? ¿Conseguir información para apoyar a los rebeldes?

Tal vez pudiera.

Tenía que pensarlo. Y no podía hacerlo estando él presente.

—Necesito reflexionar —murmuró.

En realidad, no tenía muchas opciones que considerar. Jonas torció la cabeza como si no la hubiera oído bien.

—Princesa, tienes que…

—No tengo por qué hacer nada, y menos para ti. Te cuelas en mi aposento, me asaltas en la oscuridad… ¿y esperas que reaccione encantada ante la idea de aliarme contigo? A pesar de lo que dices, creo que me subestimas, y también creo que te sobrestimas mucho a ti mismo.

Hizo una pausa y escrutó su rostro. No quería decirle que no, pero tampoco podía decirle que sí… todavía.

—No confío en ti, Jonas Agallon.

—Entonces, ¿rechazas mi propuesta? —repuso él, con la boca abierta por la sorpresa.

Cleo reprimió una sonrisa.

—Supongo que no estás acostumbrado a que una chica te niegue un favor.

—Yo… —frunció el ceño—. La verdad es que no.

Cleo oyó un crujido; en cualquier momento se abriría la puerta y entraría un soldado.

—Tienes que irte.

Jonas le agarró la barbilla y la atrajo hacia él. Cleo se estremeció.

—¿Sabés qué, princesa? Me ayudarás en cuanto te des cuenta de que es tu única oportunidad para llegar a ser reina.

—Voy a ser reina haga lo que haga. Estoy comprometida con un príncipe, ¿lo has olvidado? Uno que algún día heredará el trono.

Jonas soltó una carcajada sin humor.

—¿De verdad crees que Gaius permitirá que eso ocurra? Abre los ojos, princesa: tu boda no es más que un pasatiempo orquestado por el rey para entretener a sus nuevos súbditos. Quiere distraerlos para que no adviertan lo escaso que es su ejército, ahora que tiene que vigilar toda Mytica. Aparte de eso, no eres más que una amenaza para el poder del rey y los derechos sucesorios del príncipe. Ahora eres valiosa para ellos, pero eso se acabará pronto… Igual que tu vida, si decides quedarte aquí.

Cleo ya había pensado en todo aquello, pero le sobresaltó oírlo en voz alta y en boca de otro. En cuanto perdiera su utilidad como figura representativa para los auranios, no le cabía ninguna duda de que Gaius acabaría con ella sin hacer ruido.

Se quedó callada.

—Nos veremos pronto, alteza. Volveré cuando hayas tenido tiempo de pensar en todo lo que te he dicho.

Jonas la soltó y se dirigió hacia la ventana. Cleo aún sintió la tibieza de su contacto durante unos instantes, mientras lo veía deslizarse por la ventana y bajar por la pared. Era tan ágil como una de aquellas criaturas de los acantilados que se rumoreaba que existían en las Montañas Prohibidas.

Se soltó a una distancia de diez pies y aterrizó sin problemas. Solo tardó un momento en perderse entre las sombras.