CAPÍTULO 3
MAGNUS
Al ver la expresión del rey Gaius, la princesa se puso pálida y se estremeció.
Y pensar que Magnus había supuesto que aquel reino dorado sería aburrido…
Su madre permanecía en silencio, impasible, sentada junto al rey, presenciando aquel drama como si careciera de opinión sobre el castigo de Aron o la virginidad perdida de Cleo. Pero tras su expresión vacía, Magnus sabía que la reina tenía su propia opinión respecto a lo que hacía su marido y a quién se lo hacía.
Sin embargo, hacía tiempo que la reina había aprendido a no expresar sus pensamientos en voz alta.
El rey Gaius se inclinó para observar más de cerca a la princesa caída en desgracia.
—¿Llegó a enterarse tu padre de la vergüenza que habías traído a su familia?
—No, majestad —musitó ella.
Aquello tenía que ser una tortura para Cleiona. Una muchacha de sangre real, aunque fuera de una dinastía destronada, reconociendo abiertamente que había sido deshonrada antes de su noche de bodas…
No, aquello nunca sucedía. O, al menos, jamás se admitía en público.
El rey meneó la cabeza lentamente.
—¿Y qué hacemos ahora contigo?
Magnus advirtió que Cleo apretaba los puños. La princesa se había repuesto: tenía los ojos secos y mostraba una expresión altiva, a pesar del miedo que debía de sentir. No lloraba; no se había postrado de hinojos para implorar el perdón.
Al rey Gaius le encantaba que le suplicaran clemencia. Rara vez servía de nada, pero disfrutaba del espectáculo.
Tu orgullo será tu perdición, princesa.
—Magnus —le interpeló el rey—, ¿qué crees que deberíamos hacer ahora que esa información ha salido a la luz? Parece que te he comprometido con una mujerzuela.
El príncipe fue incapaz de contener una carcajada. Cleo le lanzó una mirada afilada como un cristal roto, pero él no pretendía reírse a su costa. Su padre le había pedido abiertamente una opinión, lo cual era bastante extraño. ¿Por qué no aprovechar la oportunidad?
—¿Una mujerzuela? —repitió—. La princesa admite que yació con lord Aron una sola vez, y al fin y al cabo, se supone que iban a contraer matrimonio. Estoy seguro de que más tarde se arrepintieron de haber cedido a sus… pasiones. Sinceramente, no me parece tan grave. Por si no lo sabes, padre, te diré que yo no he sido precisamente casto hasta ahora.
Magnus no sabía cómo podría reaccionar su padre ante unas palabras tan francas. Trató de ignorar la náusea que retorcía su estómago y aguardó con expresión neutra.
El rey se echó hacia atrás y le observó con frialdad.
—¿Y qué opinas de que me haya mentido?
—Si yo estuviera en su lugar, habría hecho lo mismo. Era la única forma de salvaguardar su reputación.
—Entonces, ¿piensas que debería perdonar su ligereza?
—Evidentemente, esa decisión depende de ti.
Por el rabillo del ojo vio a la princesa; parecía aturdida, como si no se acabara de creer que Magnus hubiera salido en su defensa.
Y sin embargo, no pretendía defenderla. Sencillamente, era una excelente oportunidad para comprobar hasta dónde llegaba la paciencia del rey hacia su hijo y heredero, que ya había cumplido los dieciocho años. Magnus ya era un hombre; no tenía intención de seguir actuando como cuando era niño y se escondía ante los ataques de cólera de su padre.
—No, Magnus —replicó el rey—. Me gustaría que me lo dijeras. Dime qué crees que debería hacer, hijo. Me encantaría oírlo.
Su tono de voz albergaba una amenaza inconfundible: era como el cascabeleo de una serpiente antes de atacar.
El príncipe no le prestó atención.
Tras el inesperado anuncio del balcón, se sentía temerario. En aquel momento, le había lanzado una mirada de estupor a su padre y había encontrado unos ojos de acero por toda respuesta. La expresión del rey era clara: si discutía aquella decisión, lo lamentaría de veras.
Magnus nunca subestimaba a su padre; la cicatriz de su rostro era un recordatorio constante de lo que sucedería si lo hacía. Al rey no le importaba hacer daño a los que más afirmaba querer, incluso aunque fueran niños de siete años.
Y ahora, su padre pretendía seguir jugando. Pero Magnus ya no era ningún peón, sino el futuro rey de Limeros; de toda Mytica, en realidad. Él también podía entrar en el juego… siempre y cuando existiera la posibilidad de ganar.
—Creo que, por esta vez y sin que sirva de precedente, deberías perdonar a la princesa. Y también pedir disculpas a lord Aron por haberle asustado; el pobre muchacho parece muerto de miedo.
Aron temblaba, y estaba tan empapado en sudor como si acabara de bañarse en un lago.
El rey Gaius contempló a su hijo con incredulidad durante unos largos instantes. Después soltó una carcajada profunda y gutural.
—Mi hijo desea que perdone, olvide… ¡y pida disculpas! —enfatizó la última palabra como si no estuviera familiarizado con ella, y probablemente fuera así—. ¿Qué opináis, lord Aron? ¿Debería disculparme?
Aron continuaba arrodillado, como si no tuviera fuerzas para mantenerse en pie sin ayuda. Magnus observó una mancha de humedad en sus pantalones.
—No… No, en modo alguno, majestad —respondió el muchacho, recobrando al fin el control de aquella lengua que había estado a punto de perder—. Soy yo quien debe disculparse por intentar disuadiros de vuestros propósitos. Por supuesto, vos tenéis razón en todo.
Justo: eso es lo que mi padre quiere oír, pensó Magnus.
—Mi decisión… —repitió el rey—. Sí, mi decisión era unir a mi hijo y a la joven Cleiona en matrimonio. Pero eso fue antes de conocer la verdad sobre ella. Magnus, dime, ¿qué debemos hacer ahora? ¿Deseas deshonrarte contrayendo matrimonio con una muchacha como esa?
Ah, así que ahí estaba la inevitable encrucijada. Qué apropiado, teniendo en cuenta lo mucho que le interesaban últimamente las calzadas a su padre.
Con una sola palabra podría romper aquel absurdo compromiso y librarse de la princesa, que no había hecho ningún intento por ocultar el odio infinito que le profesaba. Cada vez que la miraba a los ojos, recordaba aquel instante brutal que había cambiado la vida de Magnus para siempre.
Theon Ranus no era la primera persona que había matado. Además, Magnus había actuado en legítima defensa, ya que el joven guardia habría acabado con él sin vacilar para defender a la princesa que amaba. No, no era eso. Lo que perseguiría eternamente a Magnus era el hecho de haberlo apuñalado por la espalda. Aquel acto de cobardía había sido indigno de un príncipe.
—¿Y bien, hijo mío? —le apremió el rey—. ¿Deseas romper el compromiso? Depende de ti.
Hasta aquel momento, su padre había valorado a Cleo como símbolo de su reciente y aún endeble dominio sobre Auranos. A pesar de su reputación de rey cruel y despiadado, prefería que sus nuevos súbditos lo respetaran y admiraran a que lo temieran. Si los entretenía con bonitos discursos y hermosas promesas, serían mucho más fáciles de controlar, sobre todo teniendo en cuenta que el ejército limeriano se encontraba disperso por los tres reinos. Un pueblo contento era un pueblo dócil, salvo por algunas bandas dispersas de rebeldes.
A pesar de la revelación sobre Cleo, Magnus consideraba que la princesa seguiría siendo valiosa en aquella época de transición; era una fuente de poder con el que iluminar el oscuro camino que se extendía ante ellos.
A su padre le importaba el poder. A Magnus también.
No podía rechazar sin más algo que podía utilizar en su favor. Aunque su mayor deseo habría sido regresar a Limeros en el navío más rápido que encontrara, sabía que eso era imposible. Su padre deseaba retenerlo en aquel palacio dorado.
Y mientras estuviera allí, Magnus debía tomar las decisiones que le reportaran mayores ventajas en el futuro.
—Se trata de una decisión difícil, padre —dijo finalmente—. La princesa Cleiona es una muchacha complicada, sin lugar a dudas.
Hizo una pausa y la miró. Sí, la princesa había resultado ser mucho más complicada de lo que podría haber supuesto. Tal vez él no fuera el único que necesitaba llevar una máscara a diario.
—Ha admitido que entregó su virginidad a este muchacho —prosiguió—. ¿Ha habido otros, princesa?
Las mejillas de Cleo se encendieron, pero a juzgar por su mirada, su rubor era de cólera y no de vergüenza. Aun así, se trataba de una pregunta lógica. La princesa le había confesado a Magnus que amaba al guardia muerto, algo que jamás había admitido respecto a lord Aron. ¿Cuántos habrían compartido el lecho de la princesa de Auranos?
—No ha habido nadie más —respondió Cleo, cada palabra un gruñido.
La mirada firme de sus ojos azules como el océano acabó de convencer a Magnus. Sin embargo, no respondió inmediatamente: permitió que se arrastraran los segundos en un silencio incómodo.
—Si es así, no veo motivo alguno para romper el compromiso —declaró al fin.
—¿La aceptas? —preguntó el rey.
—Sí. Pero confío en que no haya más sorpresas respecto a mi futura esposa.
Cleo abrió la boca, estupefacta; tal vez no se hubiera dado cuenta de que aquella componenda solo servía para reforzar el poder de Magnus.
—Si no necesitas nada más de mí, padre —continuó el príncipe sin alterarse—, me gustaría ver a mi hermana.
—Por supuesto —contestó el rey estrechando los ojos, como si a él también le sorprendiera que su hijo no hubiera aprovechado la oportunidad de romper aquel compromiso inesperado.
Magnus se giró y salió bruscamente de la sala del trono, confiando en no haber cometido un error de graves consecuencias.
La muchacha que atendía a Lucía dio un respingo cuando Magnus abrió la puerta del aposento de su hermana. Clavó la vista en el suelo y se retorció un mechón de pelo cobrizo.
—Disculpadme, príncipe Magnus. Me habéis asustado.
Le hizo caso omiso: toda su atención estaba fija en la princesa tendida en aquella cama con dosel. La estancia, muy distinta de su austera habitación en Limeros, estaba pavimentada en mármol cubierto de alfombras tupidas. De los muros pendían tapices de colores que representaban hermosos prados y animales fantásticos —uno parecía un cruce entre un león y un conejo—, y el sol entraba por el ventanal que daba al balcón. Allí no hacía falta alimentar constantemente las chimeneas para evitar que el frío se colara en el palacio; en Auranos el clima era cálido, en comparación con las heladas de Limeros. Sobre las sábanas de seda blanca, el cabello azabache de Lucía parecía mucho más oscuro y sus labios más rojos.
La belleza de su hermana siempre le sorprendía.
Su hermana: así la había considerado siempre. Hacía muy poco que había averiguado que era adoptada. La habían robado de la cuna en Paelsia y la habían llevado al castillo de su padre para que fuera criada como la princesa de Limeros. Una profecía afirmaba que Lucía se convertiría algún día en una poderosa hechicera capaz de canalizar las cuatro partes de la elementia: la magia del aire, del fuego, del agua y de la tierra.
Magnus recordaba una y otra vez el momento de confusión que experimentó cuando descubrió que no era su hermana de sangre; el alivió que sintió porque sus antinaturales deseos por ella no fueran un oscuro pecado, y la mirada de repugnancia que le dirigió Lucía cuando él fue incapaz de controlarse y la besó.
La esperanza que había albergado estaba ahora manchada de un oscuro dolor. Lucía le amaba, pero con el afecto de una hermana. Eso era todo.
Y no era suficiente. Nunca lo sería.
Pensar que se había sacrificado para ayudar a su padre, y que tal vez nunca volviera a despertar…
Tenía que volver en sí.
Magnus volvió la vista a la cuidadora. La princesa Cleiona había insistido en que asignaran la tarea a aquella muchacha.
—¿Cómo te llamas?
Era rellena, pero bonita; sus suaves curvas mostraban que no había experimentado muchas dificultades en la vida, a pesar del vestido gris de sirvienta que portaba en aquel momento.
—Mira Cassian, alteza.
Magnus entrecerró los ojos.
—Tu hermano es Nicolo Cassian.
—Así es, alteza.
—En cierta ocasión, en Paelsia, me lanzó una piedra a la cabeza y después me dejó inconsciente con la empuñadura de su espada. Podría haberme matado.
Un temblor recorrió el cuerpo de la muchacha.
—Estoy muy agradecida de que mi hermano no os provocara ningún daño irrevocable, alteza —pestañeó y buscó su mirada—. No le he visto desde hace semanas. ¿Sigue… sigue vivo?
—Desde luego, merecía morir por lo que me hizo, ¿no crees?
Magnus no había compartido aquella historia con demasiada gente: Nicolo Cassian le había atacado para liberar a Cleo, después de que él matara a Theon. La misión de Magnus era llevar a la princesa a Limeros para que el rey la utilizara como moneda de cambio con su padre. Y había fallado. Cuando recuperó la consciencia, estaba rodeado de cadáveres y tenía el amargo sabor de la derrota en los labios.
Había destinado a Nic a los establos, donde trabajaba hundido hasta las rodillas en estiércol. Su agresor le debía a Magnus gratitud eterna por no haber reclamado su cabeza.
Le dio la espalda a Mira y se centró de nuevo en Lucía. Aunque no oyó el crujido de la puerta, al cabo de unos instantes vio cómo la sombra de su padre se cernía sobre él.
—Estás enfadado conmigo por el anuncio que he hecho hoy —dijo el rey. No era una pregunta.
Magnus apretó la mandíbula y midió sus palabras antes de responder.
—Me… sorprendió. Esa chica me detesta, y yo no siento por ella más que desinterés.
—Ni el amor ni el afecto juegan un papel crucial en el matrimonio. Esta unión se debe exclusivamente a la necesidad; es una estrategia política.
—Lo sé.
—Ya te encontraremos una amante que te dé todo el placer del que carezca tu matrimonio. Una cortesana, tal vez.
—Tal vez —concedió Magnus.
—O puede que prefieras a una sierva bonita para que atienda todas y cada una de tus necesidades —comentó el rey echando un vistazo a Mira, que había tenido el buen sentido de retirarse al fondo de la sala para no oír sus palabras—. Hablando de siervas bonitas, ¿recuerdas a aquella criada de las cocinas que nos causó algún que otro problema, allá en casa? Me refiero a aquella que se había aficionado a escuchar conversaciones ajenas. ¿Cómo se llamaba? ¿Amia?
Amia no solo había sido la amante de Magnus, sino también su espía: siempre tenía los oídos bien abiertos para escuchar todos los chismes del palacio. Habría hecho cualquier cosa por el príncipe; su lealtad era tan grande que había preferido soportar la tortura antes que revelar su vínculo con Magnus. ¿Por qué su padre traía ahora a colación su nombre?
—Creo que sí. ¿Qué sucede con ella?
—Huyó del castillo. Debió de pensar que no me daría cuenta, pero sí lo hice.
Había huido porque Magnus se lo había ordenado, no sin antes darle suficiente dinero para comenzar una nueva vida.
—¿De veras?
El rey se inclinó sobre Lucía y le apartó un mechón oscuro del rostro.
—Mandé tras ella unos hombres, y acaba de llegarme la noticia de que la encontraron enseguida. Nos había robado una bolsa de oro. Por supuesto, la ejecutaron de inmediato —se volvió hacia Magnus con una leve sonrisa en los labios—. Pensé que te interesaría saberlo.
El príncipe se tragó la punzada repentina de dolor que le traspasó el pecho.
—Esa ladrona encontró el final que merecía.
—Me alegra que compartas mi opinión.
Amia era una muchacha inocente y sencilla, sin dureza en el corazón, incapaz de sobrevivir a los rigores del palacio limeriano. No merecía morir. Magnus se estremeció: había creído que sentiría pena, pero no notaba nada más que frío. En el fondo, temía algo así desde el instante en que Amia salió del castillo montada en el carruaje, pero había preferido esperar lo mejor. Tendría que haberlo sabido: su padre jamás permitiría escapar a alguien conocedor de secretos que podían ser utilizados en su contra.
El destino de aquella muchacha estaba fijado de antemano, desde que se cruzó con los Damora. Aquello solo había sido la confirmación. Aun así, a Magnus le indignaba que su padre lo comentara sin darle importancia: era como si se propusiera ponerle a prueba, comprobar las debilidades de su heredero.
El rey siempre le estaba poniendo a prueba.
Se hizo el silencio mientras ambos contemplaban a Lucía.
—Necesito que despierte —dijo el rey entre dientes.
—¿Es que no ha hecho suficiente ya por ti?
—Su magia es la clave para encontrar los vástagos.
—¿Quién te ha dicho eso? —gruñó Magnus notando cómo crecía su impaciencia; las decisiones que había tomado su padre aquel día le habían sacado de sus casillas—. ¿Una bruja que necesitaba algo de plata? ¿O tal vez un halcón que se posó en tu hombro y…?
La bofetada que le propinó su padre en la mejilla de la cicatriz le pilló desprevenido. Se llevó la mano a la cara y le miró a los ojos.
—No vuelvas a burlarte de mí, Magnus —rugió el rey—. Y nunca, nunca trates de dejarme en ridículo ante los demás como has hecho hoy. ¿Me oyes?
—Sí —masculló, luchando contra el impulso de marcharse de la habitación. Si lo hacía, solo conseguiría parecer débil.
Hacía tiempo que su padre no le golpeaba, pero había sido algo muy común cuando era más joven. Al igual que la cobra, el emblema oficial de Limeros, el rey Gaius reaccionaba con una violencia llena de veneno cuando entraba en cólera o cuando sus decisiones eran cuestionadas.
—Ya he cubierto el puesto de consejero real que quedó vacante hace unos días. La información me ha llegado de ahí —dijo finalmente el rey, desplazándose al otro lado de la cama sin dejar de contemplar el rostro apacible de Lucía.
—¿A quién has elegido?
—No es de tu incumbencia.
—Voy a hacer una suposición. Ese consejero misterioso también te ha recomendado que construyas la calzada hasta las Montañas Prohibidas, ¿verdad?
Debía de haber dado en el clavo, porque su padre le dirigió una mirada teñida de algo parecido al respeto.
—Sí, se le ocurrió a ella.
Así que era una mujer. A Magnus no le sorprendió. La anterior consejera del rey —Sabina, una bruja tan hermosa como traicionera— había sido su amante durante mucho tiempo.
—Entonces, crees de verdad que los vástagos existen.
—Sí.
Magnus jamás había prestado atención a aquella leyenda. Según los crédulos, los vástagos eran cuatro gemas que contenían la esencia misma de la elementia, perdidas desde hacía más de mil años. Aquel que los poseyera obtendría el poder absoluto de un dios.
Por un momento, Magnus pensó que su padre se había vuelto loco, pero desechó la idea de inmediato: en su mirada fija y directa no había demencia, sino obsesión. El rey tenía fe en la existencia de los vástagos y los vigías. Hasta hacía poco, Magnus no compartía aquella creencia; y sin embargo, la prueba de que la magia existía se encontraba tendida en aquella cama. Magnus lo había visto con sus propios ojos. Y si la profecía sobre el nacimiento de una hechicera era cierta, también los vástagos podían ser reales.
—Cuida de tu hermana y mándame recado en el instante en que despierte —ordenó el rey Gaius antes de salir del aposento.
Magnus se quedó de pie, con la princesa dormida y sus confusos pensamientos por toda compañía.
Su magia es la clave.
Esperó en silencio durante un buen rato, contemplando el balcón y el brillante atardecer. Los olivares se sacudían suavemente con la brisa cálida, y en el aire flotaban el canto de los pájaros y el dulce perfume de las flores.
Magnus odiaba aquel lugar.
Prefería la nieve y el hielo, aquello por lo que Limeros tenía justa fama. Le gustaba el frío. Era simple. Era perfecto y puro.
Pero su padre había decidido buscar la esencia de la magia elemental en aquella tierra dorada, no en Limeros. Y si la hermosa muchacha que yacía ante él era la clave para encontrarla, Magnus no podía reaccionar con indiferencia.
Si los vástagos aparecían y Magnus lograba hacerse con ellos, Lucía y él serían semejantes en todos los sentidos. Apenas se atrevía a albergar mayores esperanzas, aunque no lograba enterrar la idea de que Lucía lo miraría con otros ojos si tenía los vástagos en su poder. Pero, en cualquier caso, si lograba localizar el tesoro perdido, tal vez obtuviera el respeto de su padre de una vez por todas.
—Despierta, Lucía —susurró—. Encontraremos los vástagos los dos juntos, tú y yo.
Apartó la mirada y se encontró con la de Mira, que se había acercado y llenaba una copa de agua. La muchacha dio un brinco ante la mirada glacial del príncipe.
—¿Alteza?
—Ten mucho cuidado —masculló—. Si esas orejas tuyas dejan entrar algún secreto, corres el riesgo de que te las corten.
Mira enrojeció, se alejó de él a toda prisa y se quedó en el extremo más alejado de la habitación. Una sirvienta carecía de influencia en la forja de su propio destino. Pero el hijo de un rey… Eso era un asunto totalmente distinto.
El rey ansiaba los vástagos para obtener el poder eterno. Aquella podría ser la prueba definitiva para su hijo y heredero.
Sus manos aferraron la sábana de seda que cubría a Lucía. Si los vástagos existían, sería él quien los encontrara.