CAPÍTULO 1
JONAS
Cuando el Rey Sangriento quería demostrar algo, lo hacía de forma concisa y efectiva.
Era mediodía. El hacha del verdugo cayó con golpes secos y estremecedores sobre los cuellos de varios sospechosos de rebelión. Una, dos, tres cabezas se separaron de sus troncos. La sangre goteó sobre las losas del pavimento ante la mirada atenta de la muchedumbre.
Horrorizado e impotente, Jonas contempló cómo un soldado clavaba las cabezas en picas situadas alrededor de la plaza. Tres muchachos, apenas más que niños, acababan de perder la vida por alborotadores. Las cabezas cortadas miraban a la multitud con ojos vacíos y expresión desencajada; la sangre teñía de escarlata las picas de madera mientras el verdugo retiraba los cuerpos para quemarlos.
El rey que había conquistado aquella tierra de manera rápida y brutal no daba segundas oportunidades, y menos a quienes se oponían a él abiertamente. Estaba dispuesto a sofocar cualquier atisbo de rebelión sin piedad ni vacilaciones… y ante la vista de todos.
Cada vez que el hacha de verdugo caía, entre la masa se extendía una sensación de inquietud, como una niebla imposible de ignorar. Auranos, en el pasado un país próspero y pacífico, estaba ahora sometido a un monarca aficionado a la sangre.
La multitud se apelotonaba en la gran plaza. Jonas miró a su alrededor: un grupo de jóvenes nobles bien vestidos, con la mandíbula apretada en un gesto de desconfianza; dos borrachos gordos que entrechocaban sus copas de vino como si quisieran brindar por un día lleno de posibilidades; una anciana de pelo gris y rostro surcado de arrugas, vestida con un traje de seda fina, que observaba la escena con suspicacia… Todos procuraban encontrar un buen sitio para ver al rey cuando este saliera al balcón del palacio. En el aire, impregnado del humo de las chimeneas y los cigarrillos, flotaban los aromas del pan horneado, la carne asada y los aceites y perfumes que empleaban muchos en lugar de bañarse con regularidad. Y además estaba el ruido: una cacofonía de voces, susurros conspiratorios y gritos guturales que hacían imposible pensar con claridad.
El palacio de Auranos brillaba ante ellos como una gigantesca corona dorada, y sus torres se elevaban hacia el cielo despejado de nubes. Estaba situado en el centro de la Ciudadela de Oro, una población de dos millas de ancho por otras dos de largo, protegida por una barrera de piedra pulida con incrustaciones de oro. La luz del sol hacía relucir la muralla como si fuera un montón de monedas tirado en medio de la masa verde de vegetación. En el interior, las calles empedradas conducían a mansiones, fondas, tabernas y comercios. Aquel día estaban aún más frecuentadas que de costumbre, ya que el rey Gaius había ordenado abrir las puertas de la ciudadela a todo el que deseara escuchar su discurso.
—Este sitio es increíble —comentó Brion; era difícil oírle entre el parloteo incesante de la muchedumbre.
Jonas despegó la mirada de las cabezas expuestas en las picas.
—¿Tú crees? —replicó.
Los ojos azules de su amigo estaban fijos en el palacio; a Jonas le pareció distinguir en ellos un brillo de codicia, como si el palacio fuera algo que pudiera robarse y venderse por una buena suma.
—Me podría acostumbrar a vivir aquí. Un techo sobre mi cabeza, azulejos de oro bajo mis pies… Vivir entre algodones, con toda la comida y el vino que quisiera a mi disposición… Yo lo firmaba —Brion subió la vista hacia las cabezas e hizo una mueca—. Siempre que mantuviera la cabeza sobre los hombros, claro.
Los rebeldes ejecutados eran auranios; no formaban parte del grupo de Jonas y Brion, una banda de jóvenes que querían plantar cara al rey Gaius en nombre de Paelsia. Desde la conquista del palacio, hacía ya tres semanas, los rebeldes paelsianos se habían refugiado en la Tierra Salvaje, el bosque que separaba Auranos de su mísera tierra natal. Aquella región tenía fama de albergar peligrosos criminales y bestias salvajes. Los más supersticiosos incluso afirmaban que muchos espíritus malignos moraban entre las oscuras sombras de sus árboles, tan altos y gruesos que apenas dejaban penetrar la luz del día.
Jonas no temía a los criminales ni a las bestias. Además, al contrario que la mayoría de sus compatriotas, creía que aquellas leyendas eran supercherías creadas para atemorizar a la gente.
Cuando se enteró de las ejecuciones previstas para aquel día, quiso verlas con sus propios ojos. Estaba convencido de que el espectáculo reforzaría su determinación de hacer cualquier cosa para combatir a Gaius, por hacer que los reinos que aprisionaba con puño de hierro se le escaparan entre los dedos como la arena.
Y sin embargo, el espectáculo le había llenado de pavor. Cada vez que el hacha bajaba, el rostro del muchacho ejecutado se había convertido en el de Tomas, su hermano muerto.
Silenciar así a tres chicos que tenían el futuro por delante, solo por mantener opiniones distintas de las permitidas…
La mayoría de la gente consideraba que aquellas muertes formaban parte del destino de los jóvenes. Los paelsianos, especialmente, creían que su futuro estaba escrito y que debían aceptar lo que les sucediera, fuera bueno o malo; aquella visión del mundo había creado un reino lleno de personas sometidas, demasiado asustadas para alzarse y presentar batalla. Un reino fácil de conquistar para alguien dispuesto a robar lo que nadie estaba dispuesto a defender.
Nadie, al parecer, excepto Jonas. Él no creía en el destino, en la fortuna ni en las respuestas mágicas. No creía que el destino estuviera escrito. Y si conseguía la ayuda de aquellos que estaban tan dispuestos a luchar como él, sabía que podía cambiar el futuro.
La multitud guardó silencio unos instantes antes de romper a murmurar de nuevo. El rey Gaius había salido al balcón: era un hombre alto y atractivo, con ojos penetrantes que recorrieron el gentío como si quisieran memorizar cada rostro.
Jonas sintió el impulso irracional de esconderse, pero se obligó a mantener la calma. Aunque el rey Gaius conocía su rostro, era imposible que lo identificara bajo la capucha de su capa gris. La mitad de los hombres presentes portaba una prenda semejante, Brion incluido.
El siguiente en salir al balcón fue el príncipe heredero. Magnus era idéntico a su padre salvo por la diferencia de edad y la cicatriz que le recorría la mejilla, visible incluso en la distancia.
Jonas se había cruzado con el príncipe limeriano en el campo de batalla, y no olvidaba que Magnus había detenido una estocada que iba directa a su corazón. Pero ya no luchaban en el mismo bando: eran enemigos.
La reina Althea, majestuosa con su cabello oscuro veteado de plata, se situó a la derecha del rey y dirigió una mirada altiva a la multitud. Era la primera vez que Jonas la veía en persona.
En ese momento, Brion agarró a Jonas del brazo con gesto brusco. Jonas contempló a su amigo con una mueca divertida.
—¿Qué quieres, que nos agarremos de la mano? No creo que…
—Mantén la calma —le dijo Brion sin asomo de humor—. Si pierdes la cabeza, podrías… bueno, perder la cabeza. ¿Me sigues?
Jonas solo tardó un segundo en entender el motivo: lord Aron Lagaris y la princesa Cleiona Bellos, la hija menor del rey depuesto, salieron al balcón y se unieron a los demás. La muchedumbre estalló en una ovación al verlos.
La melena dorada de la princesa Cleiona reflejaba la luz del sol. Hubo un tiempo en que Jonas había odiado aquel pelo y había fantaseado con arrancarlo de raíz; para él simbolizaba la riqueza de Auranos, tan cercana a la pobreza extrema de Paelsia. Pero ahora sabía que la cuestión no era tan sencilla.
—La tienen prisionera —susurró Jonas.
—No lo parece —replicó Brion—. Pero si tú lo dices…
—Los Damora mataron a su padre y le arrebataron el trono. Debe de odiarlos, ¿cómo no iba a hacerlo?
—Tal vez. Pero ahí está, junto a ellos y al lado de su prometido.
Su prometido. Jonas volvió la vista hacia Aron y entrecerró los ojos. El asesino de su hermano se encontraba por encima de ellos, ocupando un lugar de honor junto a su futura esposa y al rey conquistador.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Brion con cautela.
Jonas fue incapaz de responder. Estaba demasiado ocupado imaginando que escalaba el muro, saltaba al balcón y despedazaba a Aron con las manos desnudas. Hasta hacía unos días, había imaginado miles de formas de matar a aquel pomposo desecho humano. Luego había creído que podría olvidar su deseo de venganza para dedicarse a fines más elevados, como la rebelión.
Se había equivocado.
—Quiero verle muerto —masculló.
—Lo sé —repuso Brion; había visto a Jonas llorar la muerte de Tomas, clamar por una ocasión de desquitarse—. Y lo verás algún día. Pero no hoy.
Lenta, muy lentamente, Jonas contuvo su ira y relajó los músculos. Brion le soltó el brazo.
—¿Estás mejor? —le preguntó.
—No estaré mejor hasta que lo vea desangrarse.
—Bueno, es una meta digna de ser perseguida —concedió Brion—. Pero como ya te he dicho, no será hoy. Tranquilízate.
Jonas dejó escapar un suspiro.
—¿Ahora me das órdenes?
—Como lugarteniente de nuestra simpática banda de rebeldes, si mi capitán se vuelve loco de pronto, me veré obligado a tomar el mando. Es una de las obligaciones de mi puesto.
—Me alegra ver que te lo estás tomando en serio.
—Siempre hay una primera vez para todo.
En la balconada, Aron se acercó a Cleo y le agarró la mano. La princesa volvió su hermoso rostro hacia él, pero no le ofreció ni un atisbo de sonrisa.
—Estaría mejor con alguien que no fuera ese imbécil —murmuró Jonas.
—¿Qué?
—Nada, da igual.
El gentío se había multiplicado, y ahora hacía un calor sofocante. Jonas se secó el sudor de la frente con el borde de la capa.
Finalmente, el rey Gaius dio un paso al frente y alzó la mano. Se hizo el silencio.
—Es para mí un gran honor mostrarme ante vosotros como rey, no solo de Limeros, sino también de Paelsia y Auranos —tronó el rey—. Hubo un tiempo en que los tres reinos de Mytica estuvieron unidos y fueron uno solo, tan fuerte como próspero y pacífico. Y ahora, por fin, volvemos a estar juntos.
Se levantó un murmullo entre la muchedumbre. La mayoría de los rostros mostraban desconfianza y miedo a pesar de las amables palabras del monarca, ya que su reputación de Rey Sangriento le precedía. Pero Jonas también había oído conversaciones en susurros antes y después de las ejecuciones; al parecer, mucha gente aún no había decidido si el rey era su aliado o su enemigo, y esperaban a oír aquel discurso para optar por una de las dos posturas. Muchos creían que los muchachos ajusticiados no tenían razones de peso para rebelarse, y que sus acciones solo habían conseguido empeorar la situación para el resto del pueblo.
A Jonas le ponía enfermo aquella ignorancia, aquella disposición a seguir el camino más fácil, a arrodillarse ante su conquistador y creer cada palabra que saliera de su boca.
Pero incluso él debía admitir que el rey era un gran orador: cada palabra que decía parecía relucir, dar calor y esperanza a los desesperados.
—He decidido residir con mi familia en este hermoso palacio durante un tiempo, al menos hasta que se asiente mi mandato. Aunque es muy distinto de nuestro amado hogar de Limeros, deseamos conoceros mejor a vosotros, nuestros súbditos, con el fin de ayudaros a todos en esta nueva era.
—Sí, claro. Su decisión no tiene nada que ver con que Limeros esté más helado que el corazón de una bruja —resopló Brion, aunque los murmullos a su alrededor expresaban aprobación—. Ahora resulta que vivir en un sitio que no esté cubierto de nieve y hielo es un sacrificio.
—Además, debo anunciar una importante medida que nos beneficiará a todos —continuó el rey—. Bajo mi mandato han comenzado las obras de una grandiosa calzada que unirá los tres territorios hasta convertirlos en uno solo.
Jonas frunció el ceño. ¿Una calzada?
—La Calzada Imperial comenzará en el templo de Cleiona, a pocas horas de distancia de esta ciudad. Atravesará la Tierra Salvaje, cruzará Paelsia y llegará hasta las Montañas Prohibidas. Después subirá al norte, cruzará la frontera de Limeros y finalizará en el templo de Valoria. Ya hay varias cuadrillas que trabajan día y noche para asegurarse de que la calzada se concluya a la mayor brevedad posible.
—¿Hasta las Montañas Prohibidas? —susurró Jonas—. ¿De qué sirve una calzada que lleva a un sitio adonde nadie quiere ir?
¿Qué estaba tramando el rey?
Un reflejo de oro en el cielo le llamó la atención. Levantó la vista y distinguió dos halcones que sobrevolaban la multitud en círculos.
Incluso los vigías están interesados.
Jonas decidió guardarse esa idea ridícula para sí. Las leyendas sobre los inmortales que visitaban el mundo mortal bajo la apariencia de halcones no eran más que eso: leyendas, cuentos de niños. Su propia madre le había contado historias así a la hora de dormir.
Los labios del rey se retrajeron en una sonrisa cálida. Solo unos pocos entre la multitud, Jonas entre ellos, conocían la oscuridad que se ocultaba detrás.
—Confío en que la construcción de esta calzada os complazca tanto como a mí —prosiguió—. Sé que esta situación es difícil para todos, y lamento el derramamiento de sangre que nos ha traído hasta aquí.
Lo está consiguiendo, pensó Jonas. Está embaucando a todos los que prefieren no ver la verdad.
—Y qué más —murmuró Brion—. Le encantó derramar sangre. Se habría bañado en ella si hubiera tenido la oportunidad.
Jonas asintió.
—Como podéis ver —continuó el rey Gaius—, vuestra princesa Cleiona se encuentra perfectamente. No ha sido exiliada ni encarcelada; no la hemos tratado como a la hija de un enemigo. ¿Por qué habríamos de hacerlo, después de todo el dolor que ha soportado con coraje y entereza? No: antes bien, le he ofrecido de corazón la posibilidad de alojarse en mi nuevo hogar.
Jonas entrecerró los ojos. En realidad, no creía que la princesa hubiera tenido otra opción.
—Así pues, mi siguiente anuncio se refiere a la princesa —el rey extendió la mano—. Acércate, Cleiona.
Cleo le dirigió una mirada de desconfianza a Aron. Luego se volvió hacia el rey y titubeó unos instantes antes de cruzar el balcón para situarse a su lado. Su expresión era inescrutable, con la barbilla alzada y los labios apretados. En su garganta relucía un collar de zafiros, y su cabello estaba salpicado de gemas del mismo azul profundo que su vestido. Su piel parecía resplandecer bajo el sol. La muchedumbre dejó escapar un murmullo de emoción al ver a la hija de su antiguo rey.
—La princesa Cleiona ha sufrido grandes pérdidas y reveses. Es una de las personas más valientes que he conocido, y entiendo que los auranios la amen tanto como lo hacen —prosiguió el rey, con una expresión tan afectuosa como su voz—. Como todos sabéis, está prometida en matrimonio con lord Aron Lagaris, un magnífico joven que defendió a la princesa de un salvaje paelsiano que deseaba hacerle daño.
Brion sujetó de nuevo el brazo de Jonas, y este cayó en la cuenta de que acababa de dar un paso al frente con los puños apretados. ¿Cómo podía mentir aquel farsante acerca de su hermano?
—Tranquilízate.
—Eso intento.
—Inténtalo con más ganas.
El rey posó una mano en el hombro de Cleo.
—Lord Aron le demostró de ese modo su valía al fallecido rey Corvin, y eso le valió la mano de la princesa para alegría de todos los auranios.
En los labios de Aron se dibujó una sonrisa, y una expresión de triunfo iluminó sus ojos. De pronto, Jonas se dio cuenta de adónde conducía todo aquello: el rey estaba a punto de anunciar la fecha en la que Aron y Cleo se casarían.
—No me cabe duda de que lord Aron es un gran partido para la princesa —continuó el rey haciendo un gesto en dirección al muchacho.
Jonas sintió que la rabia bullía en su interior. Aquel malnacido pomposo y arrogante no sería castigado por sus malas acciones; antes bien, iba a ser recompensado por ellas. El odio le inundó como una marea palpable, como un monstruo deforme que lo cegaba a cualquier cosa que no fuera la venganza.
El rey Gaius abrió los brazos en un gesto paternal.
—Ayer tomé una decisión de enorme importancia.
El gentío guardó un silencio expectante. Todos se inclinaron hacia delante, anticipando lo que el monarca diría a continuación. El único que no lo miraba era Jonas: él no podía apartar la vista de la expresión satisfecha de lord Aron.
—Como monarca de esta tierra, es mi voluntad romper el compromiso de esponsales entre lord Aron y la princesa Cleiona.
Un respingo de sorpresa agitó a la multitud. Lord Aron se quedó inmóvil, con la sonrisa congelada en los labios.
—La princesa Cleiona representa a la dorada tierra de Auranos en todos los sentidos —explicó el rey—. En cierto modo es la hija de todos vosotros, y sé que la guardáis en vuestro corazón. Considero que esta es una oportunidad para unir Mytica con lazos aún más estrechos. Por lo tanto, me complace anunciar que dentro de cuarenta días se celebrarán los esponsales entre mi hijo, el príncipe Magnus Lukas Damora, y la amada princesa de Auranos, Cleiona Aurora Bellos.
El rey Gaius tomó las manos de Cleo y de Magnus y las unió.
—Después de la celebración, Magnus y Cleiona festejarán su matrimonio recorriendo Mytica. Ese viaje será un símbolo de nuestra unidad y del brillante futuro que todos compartimos.
El silencio reinó aún un instante, y luego la mayoría de la multitud estalló en vítores. Algunos parecían aplaudir sin convicción, pero muchos otros se mostraban entusiasmados ante aquel giro de los acontecimientos.
—Vaya —murmuró Brion—. Esto sí que no me lo esperaba.
Jonas contempló el balcón, aturdido.
—Ya he oído bastante. Tenemos que largarnos ahora mismo.
—Adelántate; te sigo.
Jonas apartó la vista del rostro inexpresivo de Cleo e intentó centrarse a pesar de su enfado. La noticia de la Calzada Imperial era lo que más le preocupaba. ¿Qué significaba aquello? ¿Cuáles eran las verdaderas intenciones del rey? El destino de una princesa comprometida con su mortal enemigo debería ser la última de sus preocupaciones.
Y sin embargo, el nuevo compromiso de Cleo le molestaba profundamente.