La muerte extendía su larga sombra sobre el paisaje yermo de Paelsia. La noticia del asesinato del caudillo Basilius había corrido rápidamente, y todos los habitantes del país habían caído en un profundo duelo. Lloraban a un hombre grandioso: un hechicero capaz de hacer magia a quien, en aquella tierra sin religión oficial, muchos consideraban un dios viviente. El país entero se lamentó durante días que se alargaron hasta convertirse en semanas: «¿Qué haremos sin él? ¡Estamos perdidos!».
—Ni que hubiera demostrado que podía hacer magia auténtica —gruñó Lysandra a su hermano mayor, mientras salían a hurtadillas de la cabaña aprovechando la penumbra del ocaso—. ¡No hacía más que hablar! Es como si todo el mundo hubiera olvidado de pronto que nos asfixiaba con sus tributos. El caudillo era un mentiroso y un ladrón que vivía a cuerpo de rey en sus dominios, hinchándose a comer y a beber vino mientras los demás nos moríamos de hambre.
—Vigila esa lengua —le advirtió Gregor, aunque no pudo disimular una sonrisa—. Hablas demasiado y no piensas en lo que dices, Lys.
—Tal vez…
—Algún día te meterás en un lío.
—Pues me las ingeniaré para salir de él.
Lysandra alzó el arco, apuntó a una diana situada en un árbol a veinte pasos de distancia y disparó. La flecha dio justo en el centro, y una ardiente oleada de orgullo hizo que la muchacha entrara en calor a pesar de la gélida temperatura del atardecer. Se volvió hacia su hermano para ver su reacción.
—Buen disparo, hermanita —concedió él con una sonrisa mientras apartaba a Lysandra de un codazo—. Pero el mío será aún mejor.
Sin dificultad aparente, lanzó una flecha que partió la de Lysandra por la mitad. La chica lo miró, impresionada a su pesar. Llevaban meses practicando en secreto; había tenido que suplicarle a su hermano que compartiera con ella su pericia con el arco hasta que él cedió. En aquella tierra era raro que una chica aprendiera a manejar armas. La mayoría de la gente pensaba que las mujeres solo servían para cocinar, limpiar y cuidar de los hombres, lo cual era ridículo, especialmente porque Lysandra tenía un don natural con el arco.
—¿Crees que volverán? —le preguntó Lysandra a Gregor en voz baja, contemplando los tejados de paja y los muros de adobe y piedra de la aldea cercana. Salía humo por la chimenea de muchas cabañas.
—No lo sé —contestó él con la mandíbula apretada.
La semana anterior habían llegado a la aldea unos hombres con aspecto importante: eran embajadores de Gaius, el rey conquistador. Querían pedir voluntarios para trabajar en una calzada que el rey deseaba construir sin dilación en el este del país. La nueva vía no solo atravesaría Paelsia, sino también las tierras vecinas de Auranos y Limeros.
Los aldeanos escogieron a Gregor y a su padre como representantes para recibir a los embajadores. Los dos se mostraron firmes: a pesar de sus amplias sonrisas y sus palabras amables, no se dejaron intimidar ni convencer. El pueblo había declinado la oferta.
El Rey Sangriento creía que los tenía aplastados bajo su cetro, pero estaba muy equivocado. Tal vez fueran pobres, pero también eran orgullosos. Nadie tenía derecho a decirles lo que debían hacer.
Los hombres del rey Gaius se habían marchado sin discutir.
—Ese necio de Basilius… —murmuró Lysandra—. Puede que él confiara en el rey Gaius, pero nosotros somos demasiado inteligentes para dejarnos engañar. Basilius se merecía que lo mataran, era solo cuestión de tiempo. Me pone enferma que fuera tan crédulo… —la siguiente flecha no dio en el blanco; necesitaba trabajar más su concentración—. Cuéntame más sobre los rebeldes que planean atacar al rey.
—¿Y por qué te interesa? ¿Es que quieres ser una de las pocas chicas que forman parte de sus filas?
—Tal vez.
—Venga ya, hermanita —Gregor se rio y la agarró de la muñeca—. Vamos a ver si encontramos unos conejos para que practiques tu puntería. ¿Para qué gastar flechas en matar árboles y aliento en decir tonterías? No pienses en los rebeldes. Si hay alguien que se unirá pronto a ellos, ese seré yo.
—No son tonterías —masculló ella.
Pero su hermano tenía razón, al menos respecto a las prácticas de tiro. Los árboles allí eran escasos y la tierra seca. Solo quedaban algunas zonas fértiles en las que su madre y las demás mujeres cultivaban huertos que cada año producían menos fruto y más lágrimas. Su madre no había dejado de llorar desde que se enteró de la muerte de Basilius. A Lysandra le partía el corazón verla tan triste y desesperada, pero aun así intentaba razonar con ella.
—Madre, somos los dueños de nuestro propio destino. Todos, desde el primero al último —le había dicho la noche anterior—. Da igual quién nos gobierne.
Ella le había dedicado una mirada triste y agotada, como si se le acabara la paciencia.
—Eres tan ingenua, hija mía… Rezaré para que tu ingenuidad no te lleve por mal camino —había respondido, y se había puesto a orar al caudillo muerto.
No era algo inesperado: Lysandra siempre había hecho desgraciada a su madre. No era una hija normal que hiciera cosas razonables. Estaba acostumbrada a no encajar entre sus amigas, que no entendían por qué le fascinaba hacer flechas hasta que le salían ampollas en los dedos, ni por qué prefería curtirse al aire libre hasta que la nariz se le ponía tan colorada que prácticamente brillaba en la oscuridad.
Gregor extendió el brazo y detuvo en seco a Lysandra.
—¿Qué pasa?
—Mira.
Estaban a menos de una milla de la aldea, y ante ellos se abría un pequeño claro rodeado de arbustos resecos y árboles deshojados. En medio del claro estaba acuclillada una anciana que Lysandra reconoció: era Talia, la mujer más anciana de la aldea. A sus pies había un zorro muerto. Talia había llenado una taza de madera con su sangre y la había utilizado para dibujar símbolos con la punta de los dedos en la tierra seca y agrietada.
Lysandra nunca había visto nada igual.
—¿Qué hace? —preguntó—. ¿Qué está dibujando?
—Cuatro símbolos —musitó Gregor—. ¿Sabes cuáles?
—No, ¿qué son?
—Los de los elementos: fuego, aire, agua y tierra —fue señalando cada uno de ellos: un triángulo, una espiral, dos ondas y un círculo dentro de otro. Tragó saliva con dificultad—. De modo que Talia es una bruja. Una de los antiguos.
—Espera. ¿Me estás diciendo que esa vieja ignorante y simple es… una bruja?
Lysandra esperaba que su hermano sonriera y le contestara que era una broma, pero él siguió serio. Mortalmente serio.
—Tenía mis sospechas —continuó Gregor frunciendo el entrecejo—, pero esta es la prueba. Ha guardado bien su secreto durante todos estos años… Ya sabes lo que les puede pasar a las brujas.
En el reino vecino, Limeros, las quemaban. Las colgaban. Las decapitaban. Y tampoco en Paelsia eran bien consideradas: la gente creía que daban mala suerte, y las culpaba de la maldición que convertía las tierras del reino en baldías. En Limeros, muchos creían que las brujas también habían maldecido sus tierras para que se cubrieran de hielo.
Lysandra recordó de pronto la extraña reacción de Talia cuando se enteró de que el rey Gaius había asesinado al caudillo. Asintió una sola vez con tristeza, se sacudió la saya llena de polvo y dijo tres palabras:
—Y así empieza.
Los aldeanos, que tenían a la anciana por loca, no prestaron atención a sus desvaríos. Pero por algún motivo, Lysandra se estremeció al escucharla.
—¿Así empieza? —repuso agarrando a la anciana del brazo—. ¿A qué te refieres?
Talia clavó sus ojos claros y acuosos en los de Lysandra.
—El final, mi querida niña. Empieza el final.
Y ahora, en el claro, la visión de Talia haciendo cosas tan extrañas había desbocado el corazón de Lysandra.
—¿A qué te refieres con eso de que es «una de los antiguos»? —le preguntó a Gregor.
—A que venera los elementos. Se trata de una religión antigua, más antigua que ninguna otra creencia salvo la propia elementia. Y me da la impresión de que Talia está haciendo magia de sangre esta noche.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lysandra. Magia de sangre.
Había oído hablar de todo aquello antes, pero nunca había visto ninguna prueba de que fuera real. Hasta ese momento. Gregor siempre había dado más crédito que ella a todo lo invisible, a aquello de lo que rara vez se hablaba: magia, brujas, leyendas… Lysandra apenas prestaba atención a los cuentos de los juglares; estaba más interesada en los hechos tangibles que en relatos fantasiosos. Sin embargo, en aquel instante deseó haber prestado mayor atención.
—¿Para qué lo hará?
Justo entonces, Talia alzó la mirada y los localizó en la penumbra del atardecer igual que un halcón a su presa.
—Es demasiado tarde —dijo en voz alta—. No puedo convocar suficiente magia para protegernos, solo me alcanza para distinguir las sombras que están por venir. Soy incapaz de detenerlas.
—Talia… —balbuceó Lysandra—. ¿Qué haces? Ven, deja eso. No está bien.
—Debes hacer algo por mí, Lysandra Barbas.
La chica intercambió una mirada con su hermano, desconcertada, antes de volverse otra vez hacia la anciana.
—¿Qué quieres que haga?
Talia alzó las manos cubiertas de sangre y estiró los brazos a los lados. De pronto, abrió los ojos como si acabara de divisar una maldad sin nombre.
—¡Corre!
En ese instante, una flecha ardiente rasgó el aire y se clavó en el pecho de la anciana, que se tambaleó y se desplomó. Sus ropas comenzaron a arder antes de que Lysandra reaccionara.
—¡Está muerta! —gritó agarrando el brazo de su hermano.
Gregor se volvió en la dirección de la que había venido la flecha y tiró de Lysandra hasta que los dos quedaron protegidos tras un árbol. Apenas había acabado de hacerlo, otra flecha se clavó en un tronco cercano.
—Me temía que sucediera algo así…
—¿Que temías qué? —la chica distinguió una silueta armada con un arco a cincuenta pasos de distancia—. ¡La ha matado, Gregor! ¡La ha matado! ¿Quién es?
El asesino de Talia los había localizado y se disponía a darles caza. Gregor soltó una maldición y agarró a su hermana de la muñeca.
—¡Vamos, tenemos que darnos prisa!
Lysandra no discutió. Agarrados de la mano, los dos corrieron de vuelta a la aldea tan rápido como pudieron.
Estaba en llamas.
En las callejuelas reinaba el caos. Alaridos de pánico y dolor rasgaban el aire. Docenas de jinetes con libreas granates galopaban por las calles con antorchas en las manos, prendiendo fuego a una cabaña tras otra. Los aldeanos salían corriendo de sus casas en llamas, desesperados por escapar del incendio. Muchos perecían bajo las afiladas espadas de los soldados, que rebanaban la carne y el hueso.
Lysandra y Gregor se detuvieron tras una casa de piedra y trataron de recobrar el aliento.
—Gregor… —susurró Lysandra—. Es el rey Gaius. Esto es cosa suya, seguro. ¡Está matando a todo el mundo!
—Nos negamos a obedecerle y no le gustó nuestra respuesta —Gregor se giró, la agarró de los hombros y clavó en sus ojos una mirada feroz—. Lysandra, tienes que irte. Huye, hermanita.
Las llamas encendían el aire a su alrededor. El crepúsculo brillaba más que un mediodía en el infierno.
—¿Qué dices? ¡No puedo irme!
—Lys…
—¡Tengo que encontrar a nuestros padres!
Lysandra se apartó de Gregor y echó a correr por el pueblo, esquivando con agilidad los obstáculos que se interponían en su camino. Al llegar a su cabaña se detuvo ante la puerta, tambaleante. El tejado de la casita estaba envuelto en llamas. El cuerpo de su madre yacía tras el umbral; su padre, a diez pasos, se encontraba tendido sobre un charco de sangre.
Antes de que Lysandra pudiera reaccionar, Gregor la alcanzó, se la echó al hombro como un fardo y echó a correr hacia el límite de la aldea. Cuando estuvieron ocultos tras unos matorrales, la dejó caer con torpeza y le entregó su arco y un puñado de flechas.
—Están muertos —musitó ella. Notaba el corazón en el estómago, pesado como una losa.
—Mientras corría, oí hablar a los guardias del rey. Están apresando a los supervivientes para que trabajen en la calzada —explicó su hermano con voz rota—. Tengo que regresar para ayudar a los demás. Vete, busca a los rebeldes. Haz lo que sea necesario para impedir que esto vuelva a suceder, Lys. Lo que sea necesario. ¿De acuerdo?
Ella meneó la cabeza, con los ojos brillantes por el humo y la rabia.
—¡No! ¡No pienso abandonarte! ¡Eres lo único que me queda!
Gregor le levantó la barbilla con brusquedad.
—Si me sigues —dijo en un susurro ronco—, yo mismo te atravesaré el corazón con una flecha para evitarte el destino que les espera a nuestros amigos y vecinos.
Fue lo último que le dijo antes de volverse y echar a correr hacia el pueblo.
Y lo único que pudo hacer ella fue verle marchar.