El grito del Señor Pálido bajo el sol
La máquina del interior del globo seguía donde la había visto Elric por última vez, justo antes de atacarla y verse arrojado al mundo de Corum.
Jhary parecía completamente familiarizado con ella y pronto hizo que su corazón latiera enérgicamente. El guía hizo entrar a sus otras dos encarnaciones y les indicó que permanecieran de espaldas contra el cristal. Después, le entregó algo a Elric. Era un frasco.
—Cuando hayamos partido —le indicó—, arroja esto por la abertura superior de la esfera. Después monta en tu caballo, que he visto aquí cerca, y galopa a Tanelorn. Sigue estas instrucciones al pie de la letra y nos harás un servicio a todos.
—Está bien.
Elric aceptó el frasco.
—Y, por favor —dijo finalmente Jhary-a-Conel mientras ocupaba su sitio junto a los demás—, preséntale mis saludos a mi hermano Moonglum.
—¿Le conoces? ¿Qué…?
—¡Adiós, Elric! Sin duda nos veremos muchas veces en el futuro, aunque quizá no nos reconozcamos.
A continuación, el latido de la máquina aumentó de intensidad y el suelo tembló y el globo quedó envuelto en aquella extraña oscuridad… y las tres figuras desaparecieron. Elric se apresuró a arrojar el frasco por el orificio superior de la esfera; luego corrió hacia donde tenía atada la yegua bermeja, saltó a la silla con el fardo que le había dado Jhary bajo el brazo, y salió a galope tendido hacia Tanelorn. Tras él, los latidos cesaron de pronto. La oscuridad desapareció y se hizo un tenso silencio. A continuación, Elric escuchó una especie de gemido de gigante y una luz azul cegadora llenó el desierto. Volvió la vista atrás. No sólo habían desaparecido el globo de cristal y el artilugio que contenía, sino también las rocas de los alrededores.
Elric alcanzó a la columna que perseguía poco antes de que ésta llegara frente a las murallas de Tanelorn, sobre las cuales vio a los guerreros de la ciudad.
Los enormes monstruos reptilianos transportaban sobre el lomo a sus amos, igualmente repulsivos, y sus patas dejaban profundas marcas en la arena al desplazarse. Theleb K’aarna cabalgaba al frente de la columna, montado en un semental zaino, y llevaba cruzado sobre la silla un gran bulto envuelto en tela.
Instantes después, una sombra pasó sobre la cabeza de Elric y éste alzó la mirada. Era el ave de metal que se había llevado a Myshella. Pero esta vez no transportaba a ningún jinete. El ave sobrevoló en círculos las cabezas de los pesados reptiles, cuyos amos alzaron sus extrañas armas y dispararon siseantes chorros de fuego en dirección a ella, obligándola a ganar altura. ¿Por qué estaba allí el ave de plata y oro, y no Myshella? La garganta metálica emitía una y otra vez un peculiar chillido que a Elric le recordó de inmediato el sonido patético de un pájaro madre cuyo pichón está en peligro.
Observó detenidamente el bulto que Theleb K’aarna llevaba cruzado sobre la silla de montar y, de pronto, tuvo la certeza de saber qué era. ¡La propia Myshella! Sin duda, la hechicera había dado por muerto a Elric y había intentado atacar a Theleb K’aarna, siendo derrotada por éste.
El albino sintió que le hervía la sangre de rabia. El profundo odio que le inspiraba el brujo de Pan Tang se reavivó en un instante y llevó la mano a la espada, pero luego volvió a observar las vulnerables murallas de Tanelorn y la silueta de sus valientes compañeros en las almenas, y comprendió que su primer deber era ayudarles.
Sin embargo, ¿cómo iba a hacer para alcanzar las murallas y entregar a sus camaradas los estandartes de bronce sin que Theleb K’aarna le viera y le destruyera? Se dispuso a espolear a su montura con la esperanza de que la fortuna le acompañara, pero de nuevo pasó sobre su cabeza la sombra del ave y vio que ésta volvía a volar muy bajo, con una especie de angustia en sus ojos de esmeralda.
—¡Príncipe Elric! —oyó que decía el ave de plata, oro y metal—. ¡Tenemos que salvar a Myshella!
El albino sacudió la cabeza en gesto de negativa mientras el ave se posaba en la arena.
—Primero debo salvar Tanelorn.
—Cuenta conmigo. Monta a la silla.
Elric dirigió una mirada a los monstruos, cuya atención estaba ahora concentrada en la ciudad que se proponían destruir. Saltó de su yegua y cruzó la arena para encaramarse en la silla de ónice del ave. Las alas volvieron a batir con gran estruendo y, con una corta carrera, su nueva montura remontó el vuelo y surcó los aires hasta posarse en la propia muralla.
—¡Elric! —exclamó Moonglum, acercándose a la carrera a lo largo de las defensas—. ¡Nos han dicho que habías muerto!
—¿Quién os ha contado tal cosa?
—Myshella y Theleb K’aarna, cuando éste nos ha exigido la rendición.
—Supongo que no podían pensar otra cosa —asintió Elric mientras separaba las astas en torno a las cuales iban enrolladas las finas planchas de bronce—. Ten; debéis utilizar estas cosas. Según me han dicho, os serán útiles contra los reptiles de Pió. Desplegadlas a lo largo de las murallas. Saludos, Rackhir —añadió, entregando uno de los estandartes al asombrado Arquero Rojo.
—¿No te quedas a luchar con nosotros? —preguntó éste.
Elric contempló las doce finas flechas que tenía en la mano. Cada una de ellas estaba perfectamente tallada en cuarzo multicolor, de modo que incluso las plumas de la cola parecían reales.
—No —respondió—. Espero rescatar a Myshella de manos de Theleb K’aarna y, además, desde el aire puedo utilizar mejor estas saetas.
—Myshella, al creerte muerto, pareció enloquecer —le contó Rackhir—. Lanzó varios conjuros contra Theleb K’aarna, pero él los contrarrestó. Por último, Myshella se arrojó en persona desde esa ave que te ha traído…, ¡se arrojó sobre él, armada sólo con una daga! Sin embargo, él la venció y ha amenazado con matarla si no nos dejamos matar nosotros sin oponer resistencia. Sé que matará a Myshella de todos modos, pero me encuentro ante un dilema de conciencia…
—Yo lo resolveré, espero. —Elric dio unas palmadas en el cuello metálico del gran pájaro—. Vamos, amigo mío, volvamos al aire. Recuerda, Rackhir, despliega los estandartes por las murallas tan pronto como haya ganado una buena altura.
El Arquero Rojo asintió, con expresión de desconcierto, y Elric surcó de nuevo los aires con las flechas de cuarzo apretadas en el puño izquierdo.
Escuchó la risa de Theleb K’aarna debajo de él y vio a las bestias monstruosas avanzando inexorablemente hacia las murallas. De pronto, las puertas se abrieron y apareció un grupo de jinetes. Evidentemente, habían esperado salvar Tanelorn con su sacrificio y Rackhir no había tenido tiempo de advertirles del mensaje de Elric.
Los jinetes se lanzaron en un furioso galope contra los monstruos reptilianos de Pió, blandiendo espadas y lanzas. Sus gritos llegaron hasta Elric, que sobrevolaba la escena. Los monstruos rugieron y abrieron sus enormes mandíbulas, mientras sus amos apuntaban con sus adornadas armas a los jinetes de Tanelorn. Las bocas de los cañones escupieron unas llamaradas y los jinetes dieron terribles alaridos al ser devorados por el fuego cegador.
Elric, horrorizado, ordenó al ave de plata y oro que descendiera. Y, al fin, Theleb K’aarna advirtió su presencia y tiró de las riendas de su caballo con un destello de miedo y rabia en los ojos.
—¡Estás muerto! ¡Tú estás muerto!
Las grandes alas del ave batieron el aire sobre la cabeza del hechicero de Pan Tang.
—¡Estoy vivo, Theleb K’aarna, y vengo a destruirte de una vez por todas! ¡Entrégame a Myshella!
Una mueca de astucia cubrió el rostro del hechicero.
—¡No! ¡Destrúyeme y ella morirá también! Seres de Pió, desencadenad toda vuestra fuerza sobre Tanelorn. ¡Arrasadla hasta que no quede piedra sobre piedra y demostradle a ese estúpido lo que podemos hacer!
Los jinetes reptilianos apuntaron sus armas de extrañas formas contra Tanelorn, en cuyas almenas aguardaban Rackhir, Moonglum y los demás.
—¡No! —gritó Elric—. ¡No puedes…!
En las almenas de las murallas se advertían unos destellos. Por fin, los defensores estaban desplegando los estandartes de bronce. Cada uno de ellos, al ser desplegado, emitió una purísima luz dorada hasta que un inmenso muro de luz se extendió a todo lo largo de las defensas, impidiendo ver los propios estandartes y a los hombres que los sostenían. Los seres de Pió apuntaron con sus armas y dispararon chorros de fuego contra la barrera de luz, que los repelió de inmediato.
Theleb K’aarna enrojeció de ira.
—¿Qué es esto? ¡Nuestros hechizos terrenos no pueden contrarrestar el poder de Pió!
Elric le dirigió una sonrisa con expresión enfurecida.
—Esto no es obra de nuestra hechicería, sino de otra que sí puede resistir a la de Pió. ¡Pronto, Theleb K’aarna, entrégame a Myshella!
—¡No! Tú no cuentas con esa protección que has proporcionado a la ciudad. ¡Seres de Pió, destruidle!
Y, al tiempo que las armas empezaban a apuntarle, Elric arrojó la primera de las saetas de cuarzo. La flecha voló recta hacia clavarse en el rostro del jinete reptilesco que encabezaba la columna. Un agudo lamento escapó de los labios del jinete al tiempo que alzaba las manos hacia la flecha, que se le había incrustado en el ojo. La bestia a cuyo lomo viajaba el jinete se encabritó, pues era evidente que su dueño apenas podía controlarlo. El animal volvió grupas a la luz cegadora de Tanelorn y se alejó por el desierto a la carrera, con un galope que hacía vibrar la tierra, mientras el jinete muerto caía al suelo. Un chorro de fuego estuvo a punto de alcanzar a Elric y éste se vio obligado a ganar altura al tiempo que arrojaba otro dardo y atravesaba el corazón de otro de los jinetes. De nuevo, la bestia que éste montaba quedó fuera de control y siguió a su compañera en su huida por el desierto. Sin embargo, aún quedaba una decena de jinetes de Pió y Elric vio que todos ellos volvían sus armas contra él, aunque les resultaba difícil apuntar pues sus monturas se mostraban inquietas y trataban de acompañar a sus dos compañeras huidas.
Elric dejó que el ave de metal amagara y maniobrara entre el fuego cruzado de las armas enemigas y arrojó otra flecha, y otra más. Notó las ropas y el cabello chamuscados y recordó otra ocasión en la que había cabalgado a lomos del ave de plata y oro sobrevolando el mar Hirviente. Parte de la punta del ala derecha de su montura se había fundido y su vuelo era un poco más errático, pero el pájaro de metal continuó zigzagueando entre los chorros llameantes mientras Elric continuaba arrojando las flechas de cuarzo sobre las filas de los seres de Pió.
Entonces, de pronto, sólo quedaron con vida dos de ellos que, a toda prisa, dieron media vuelta a sus monstruosas monturas para escapar del lugar pues, en sus inmediaciones, había empezado a surgir una nube de desagradable humo azul en el lugar que había ocupado Theleb K’aarna. Elric lanzó las últimas saetas contra los reptiles de Pió y les dio de lleno en la espalda. Por fin, sobre la arena sólo quedaron cadáveres.
Cuando el humo azul se dispersó, sólo quedaba allí el caballo del hechicero. Y, junto al corcel, apareció otro cadáver. Era el de Myshella, la Emperatriz del Alba. Theleb K’aarna la había degollado antes de desaparecer, sin duda con la ayuda de algún conjuro.
Abrumado, Elric descendió montado en el ave de plata y oro mientras la luz dorada de los muros de Tanelorn iba desvaneciéndose. El albino desmontó y vio unas lágrimas oscuras en los ojos de esmeralda del pájaro fabuloso. Dio unos pasos y se arrodilló junto a Myshella.
Un mortal corriente no podría haberlo hecho, pero la hechicera de Kaneloon abrió los ojos y murmuró unas palabras, aunque tenía la boca anegada de sangre y resultaban difíciles de comprender.
—Elric…
—¿Podrás vivir? —le preguntó él—. ¿Conoces algún poder que…?
—No, no sobreviviré. Muerta estoy ya, sin remedio, en este mismo instante. Pero te servirá de algún consuelo saber que Theleb K’aarna se ha ganado el desdén de los grandes Señores del Caos. Éstos no volverán a ayudarle como han hecho en esta ocasión, pues ante sus ojos ha demostrado ser un incompetente.
—¿Dónde ha ido? ¡Le perseguiré y acabaré con él la próxima vez, lo juro!
—Estoy segura de que lo harás, pero no tengo idea de adonde ha ido. Escucha, Elric: yo estoy muerta y mi obra está amenazada. Llevo siglos combatiendo al Caos y ahora me parece que el Caos va a incrementar su poder. Muy pronto tendrá lugar la gran batalla entre los Señores del Orden y los Señores de la Entropía, los hilos del destino se han enredado mucho y la estructura misma del universo parece a punto de transformarse. Tú tienes un papel en todo ello… un papel… ¡Adiós, Elric!
—¡Oh, Myshella!
—¿Está muerta? —inquirió la voz del ave de metal en tono apesadumbrado.
—Sí.
Pareció como si le extrajeran a la fuerza el monosílabo.
—Entonces, tenemos que llevarla a su castillo de Kaneloon.
Elric recogió con ternura el cuerpo ensangrentado de Myshella, apoyando en el brazo la cabeza medio cercenada, y lo depositó en la silla de ónice.
—No volveremos a vernos, príncipe Elric —dijo el ave—, pues a la muerte de la dama Myshella seguirá muy pronto la mía.
Elric hundió la cabeza.
Las alas resplandecientes se extendieron y batieron el aire con el sonido de un estruendo de platillos.
Elric vio que la hermosa criatura trazaba unos círculos en el aire y luego ponía rumbo directamente al sur, hacia el Confín del Mundo.
Hundió el rostro entre las manos, pero se sentía ya incapaz de derramar una lágrima. ¿Acaso el destino de todas las mujeres que amaba era la muerte? ¿Habría vivido Myshella si la hechicera le hubiera dejado morir cuando él había deseado la muerte? En su corazón no quedaba ahora cólera alguna, sino sólo una sensación de desesperada impotencia.
Notó una mano en el hombro y se volvió. Allí estaba Moonglum, con Rackhir a su lado; los dos habían salido de Tanelorn a caballo en su busca.
—Los estandartes se han desvanecido —le informó el Arquero Rojo—. Y las flechas, también. Sólo quedan en el campo los cadáveres de estas criaturas y ya las enterraremos. ¿Volverás ahora con nosotros a la Ciudad Eterna?
—Tanelorn no puede proporcionarme la paz, Rackhir.
—Creo que tienes razón en eso, pero en mi casa tengo una pócima que aplacará algunos de tus recuerdos, que te ayudará a olvidar parte de lo que ha sucedido recientemente.
—Aceptaría encantado esa pócima, pero dudo que…
—Surtirá efecto, te lo prometo. Cualquier otro conseguiría un olvido completo bebiendo esa poción y espero que, al menos, te ayudará a adormecer los tuyos.
Elric pensó en Corum, Erekosë y Jhary-a-Conel, y en el significado de lo que había experimentado con ellos: que, aunque muriera, volvería a encarnarse en otra forma para combatir de nuevo, para sufrir otra vez… Una eternidad de violencia y de dolor.
Pensó que le bastaría con olvidar aquel conocimiento y tuvo el impulso de alejarse de Tanelorn al galope y empezar a preocuparse tanto como le fuera posible en los asuntos más nimios de los hombres.
—Estoy cansado de los dioses y sus luchas —murmuró mientras montaba a la silla de su yegua bermeja.
Moonglum mantuvo la vista perdida en el desierto.
—Sí, pero ¿cuándo se cansarán los dioses? —murmuró—. Si lo hicieran, sería un día de felicidad para el ser humano. Tal vez todas nuestras luchas, nuestros sufrimientos, nuestros conflictos, sólo sirvan para aliviar el aburrimiento de los Señores de los Mundos Superiores. Quizá sea por eso que, al crearnos, nos hicieron imperfectos.
El trío emprendió el regreso a Tanelorn mientras el viento soplaba tristemente sobre las arenas del desierto, que empezaban ya a cubrir los cadáveres de quienes habían querido combatir contra la eternidad e, inevitablemente, habían encontrado esa otra eternidad que era la muerte.
Por un instante, Elric mantuvo su yegua a la altura de sus dos acompañantes. En sus labios se formó un nombre, pero no lo pronunció en voz alta.
Y, de pronto, picó espuelas y salió a galope tendido hacia Tanelorn, desenvainando la aullante espada mágica y blandiéndola contra el cielo impasible, haciendo que su montura se alzara sobre las patas traseras y agitara las delanteras mostrando las pezuñas. Su voz, en un rugido de pesar y de rabiosa amargura, gritó una y otra vez:
—¡Ah, malditos seáis! ¡Malditos! ¡Malditos!
Pero quienes le oyeron (y entre ellos debían de estar los dioses a los que se dirigía) sabían que era el propio Elric de Melniboné quien estaba verdaderamente maldito.