La Torre Evanescente
La senda se ensanchó al dejar el bosque atrás e internarse en un páramo elevado y montañoso, cubierto de brezo. A lo lejos, hacia el oeste, se apreciaban unos acantilados y, tras éstos, el azul intenso del océano. Un puñado de aves volaba en círculos en el cielo despejado. La panorámica era la de un mundo especialmente apacible y Elric casi no pudo creer que estuviera bajo el ataque de las fuerzas del Caos. Mientras cabalgaban, Corum le explicó que su guantelete de seis dedos no era tal guante, sino la mano de un ser de otro mundo que le había sido injertada en el brazo, igual que su ojo era un órgano ajeno que le permitía ver en un inframundo terrible al cual Corum podía recurrir para buscar ayuda, si así lo decidía.
—Todo esto que me explicas hace que las magias y cosmologías más complejas de mi mundo parezcan juegos de niños, en comparación —dijo Elric con una sonrisa mientras cruzaban el tranquilo páramo.
—Sólo te parece complicado porque te resulta extraño —respondió Corum—. Sin duda, tu mundo también me parecería incomprensible si, de pronto, me viera arrojado a él. Además —añadió con una carcajada—, el mundo en que nos encontramos tampoco es mi plano, aunque se le parece más que muchos. Una cosa tenemos en común, Elric, y es que los dos estamos condenados a tener un papel en la lucha constante entre los Señores de los Mundos Superiores, sin llegar nunca a entender por qué tiene lugar esa lucha, por qué es eterna. Los dos combatimos y padecemos dolores agónicos en nuestra mente y nuestra alma, pero nunca tenemos la certeza de que nuestro sufrimiento merece la pena.
—Tienes razón —asintió Elric—. Tú y yo tenemos mucho en común.
Corum se disponía a responder cuando vio a alguien en el camino, delante de ellos. Era un guerrero a caballo, absolutamente inmóvil encima de su silla, como si les estuviera esperando.
—Tal vez éste sea el Tercero de quien me habló Bolorhiag.
Elric y Corum continuaron avanzando con cautela.
El hombre al que se acercaban les observó con expresión seria y pensativa. Tenía la misma estatura que ellos, pero era más corpulento. Su piel era negro azabache y sobre la cabeza y los hombros llevaba la cabeza y la piel disecadas de un oso rugiente. La armadura que cubría su pecho era negra también, sin ninguna insignia, y al costado portaba una gran espada de empuñadura negra guardada en una vaina del mismo color. Montaba un enorme semental ruano y detrás de la silla llevaba atado un sólido escudo redondo. Cuando tuvo más cerca a Elric y Corum, en las atractivas facciones negroides del jinete apareció una expresión de asombro y surgió de su boca una exclamación.
—¡Yo os conozco! ¡Os conozco a los dos!
Elric también tuvo la sensación de reconocerle, igual que había apreciado algo familiar en la figura de Corum.
—¿Cómo has llegado a este páramo de Balwyn, amigo? —le preguntó Corum.
El jinete echó un vistazo en torno a sí, desconcertado.
—¿El páramo de Balwyn? ¿Esto es el páramo de Balwyn? Sólo llevo aquí unos momentos. Antes estaba en… en… ¡Ah!, el recuerdo empieza a desvanecerse otra vez… —Se llevó una mano a la frente y añadió—: Un nombre… ¡Otro nombre! ¡Basta! ¡Elric! ¡Corum! Pero yo… yo soy ahora…
—¿Cómo es que conoces nuestros nombres? —quiso saber Elric.
Una sensación de amenaza había embargado al albino. Algo le decía que no debía hacer aquella pregunta, que no debía conocer la respuesta.
—Porque… ¿no lo veis?… Yo soy Elric, y soy Corum… ¡ah, ésta es la peor agonía!… O, al menos, he sido o seré Elric o Corum…
—¿Cuál es tu nombre, caballero? —insistió Corum.
—Mil nombres he recibido. Mil héroes he sido en mi existencia. ¡Ah! yo soy…, soy John Daker…, soy Erekosë…, soy Ulrik… y son muchos, muchísimos más… ¡Ay, los recuerdos, los sueños, las existencias! —De pronto, miró fijamente a sus interlocutores con los ojos transidos de dolor y continuó—: ¿Es que no lo entendéis? ¿Acaso soy el único condenado a entenderlo? Yo soy el que llaman el Campeón Eterno, el héroe que ha existido siempre… Sí, soy Elric de Melniboné y el príncipe Corum Jhaelen Irsei…, soy cada uno de vosotros. Los tres somos un mismo ser, condenado a combatir eternamente sin comprender nunca la razón. ¡Ay!, la cabeza me estalla. ¿Quién me tortura de esta manera? ¿Quién?
Elric notó la garganta seca.
—¿Estás diciendo que eres otra encarnación de mí mismo?
—¡Si es así como quieres expresarlo…! Los dos sois nuevas encarnaciones de mí mismo.
—Entonces —comentó Corum—, era eso a lo que se refería Bolorhiag cuando hablaba de los Tres Que Son Uno. Todos nosotros somos aspectos distintos del mismo hombre, pero hemos triplicado nuestra fuerza porque hemos sido traídos de tres eras diferentes. Sólo de esta manera podemos marchar contra Voilodion Ghagnasdiak de la Torre Evanescente con garantías de éxito.
—¿Es esa torre el castillo donde se encuentra prisionero tu guía? —preguntó Elric, al tiempo que dirigía una mirada comprensiva al negro jinete sumido en lamentaciones.
—Sí. La Torre Evanescente se traslada de un plano a otro, de una era a otra, y permanece en el mismo lugar apenas unos instantes cada vez. Sin embargo, dado que somos tres encarnaciones distintas de un mismo héroe, es posible que encontremos entre los tres algún encantamiento que nos permita seguir el rastro de la torre y asaltarla. Después, una vez liberado mi guía, podemos seguir hacia Tanelorn…
—¿Tanelorn? —El caballero negro se volvió hacia Corum con un súbito destello de esperanza en sus ojos—. También yo busco Tanelorn, pues sólo allí podré descubrir algún remedio para mi terrible destino, que consiste en conocer todas mis encarnaciones anteriores y ser conducido al azar de una existencia a otra. ¡Tanelorn…! ¡Es preciso que la encuentre!
—Yo también debo llegar a Tanelorn —le replicó Elric— pues, en mi plano, los habitantes de la ciudad corren un gran peligro.
—Así pues, los tres tenemos un mismo objetivo, además de una misma identidad —señaló Corum—. Por lo tanto, os ruego que luchemos en concierto. Primero debemos liberar a mi guía, y luego seguir camino hacia Tanelorn.
—Os ayudaré de buen grado —dijo el gigante negro.
—¿Y qué nombre debemos darte… a ti, que eres nosotros mismos? —apuntó Corum.
—Llamadme Erekosë, aunque me viene a los labios otro nombre, porque fue bajo esa identidad cuando más cerca estuve de conocer el olvido y la plenitud del amor.
—Entonces, me das envidia, Erekosë —comentó Elric expresivamente—, porque al menos has estado cerca del olvido…
—Elric, tú no tienes idea de qué es lo que debo olvidar —replicó su interlocutor, al tiempo que sacudía las riendas de su montura—. Y bien, Corum… ¿por dónde se va a la Torre Evanescente?
—Este camino conduce a ella. Ahora nos dirigimos hacia el Valle Oscuro, me parece.
La mente de Elric apenas podía comprender el significado de lo que acababa de escuchar. La conversación daba a entender que el universo (o «multiverso», como lo había llamado Myshella) estaba dividido en infinitos planos de existencia y que el tiempo era un concepto prácticamente carente de sentido, salvo cuando se refería a una vida humana o a un breve período histórico. Y había planos de la existencia donde el Equilibrio Cósmico era desconocido (o así lo había apuntado Corum), y otros donde los Señores de los Mundos Superiores tenían unos poderes muy superiores a los que disfrutaban en el mundo del albino. Se sintió tentado de contemplar la posibilidad de olvidarse de Theleb K’aarna, Myshella, Tanelorn y todo lo demás para dedicarse a la exploración de aquellos mundos infinitos. Sin embargo, en seguida se dio cuenta de que no podía hacerlo pues, si Erekosë había dicho la verdad, él (o alguien que en esencia era él mismo) existía ya en todos aquellos planos. La fuerza de lo que él denominaba «Destino», fuera lo que fuese, le había dado acceso a aquel plano con un propósito concreto. Un propósito importante que debía afectar al destino de mil planos, puesto que reunía a tres encarnaciones distintas de sí mismo. El albino observó con curiosidad al gigante negro que cabalgaba a su izquierda y al manco del parche en el ojo y el guantelete tachonado de gemas que avanzaba a su diestra. ¿De veras eran él mismo?
Imaginó por un momento sentir la misma desesperación que embargaba a Erekosë: recordar todas esas otras encarnaciones, todos los errores cometidos, todos los conflictos inútiles, y no saber nunca el sentido de todo ello… si realmente tenía alguno.
—El Valle Oscuro —anunció Corum, señalando el pie de la montaña.
El camino descendía, empinado, hasta pasar entre dos grandes peñascos, tras los cuales desaparecía entre las sombras. El lugar resultaba especialmente lóbrego.
—Me han dicho que aquí hubo una vez un pueblo —indicó Corum a sus compañeros—. Vaya un lugar más siniestro, ¿verdad, hermanos?
—Los he visto peores —murmuró Erekosë—. Vamos, terminemos de una vez…
Espoleando a su ruano, se adelantó a los otros y se lanzó a todo galope pendiente abajo. Elric y Corum siguieron su ejemplo y, muy pronto, los tres dejaron atrás los amenazadores riscos y continuaron su marcha por el sendero, sumidos en la oscuridad, sin apenas ver lo que tenían delante.
Finalmente, Elric advirtió unas ruinas apiñadas al pie de los farallones rocosos que se alzaban a ambos lados. Eran unas ruinas extrañamente retorcidas que no parecían consecuencia de la guerra o del paso del tiempo; las piedras estaban combadas, fundidas, como si las hubiera tocado el Caos a su paso por el valle.
Corum estudió detenidamente las ruinas y, al cabo de un rato, detuvo su caballo.
—Ahí —dijo—. Ese hoyo. Debemos esperar ahí.
Elric observó el hoyo, profundo y de paredes rocosas. La tierra de su fondo parecía recién removida, como si hubiera sido excavada hacía muy poco.
—¿Esperar a qué, amigo Corum? —preguntó a éste.
—A la Torre —explicó Corum—. Estoy seguro de que éste es el lugar donde se materializa cuando aparece en este plano.
—¿Y cuándo aparecerá?
—No lo sé. En cualquier momento. Tenemos que esperar y, tan pronto como la veamos, debemos correr hacia ella e intentar entrar antes de que se desvanezca otra vez, trasladándose al siguiente plano.
Erekosë le miró con rostro impasible. Desmontó y se sentó en el duro suelo con la espalda apoyada en una losa que en otro tiempo había pertenecido a una casa.
—Pareces más paciente que yo, Erekosë —dijo Elric.
—He aprendido a serlo, pues he vivido desde el principio de los tiempos y seguiré viviendo hasta que el tiempo termine.
Elric descabalgó de su caballo negro y aflojó la cincha de éste mientras Corum deambulaba al borde del hoyo.
—¿Quién te ha dicho que la Torre aparecería aquí?
—Un hechicero que, sin duda, sirve al Orden como yo, pues soy un mortal destinado a combatir el Caos.
—Igual que yo —dijo Erekosë, el Campeón Eterno.
—Yo también —intervino Elric de Melniboné—, aunque yo he jurado servirlo.
El albino miró a sus dos compañeros y se convenció de que eran dos encarnaciones de sí mismo. Desde luego, sus vidas, luchas y personalidades eran, en cierto grado, muy parecidas.
—¿Por qué buscas tú Tanelorn, Erekosë? —preguntó a éste.
—Me han dicho que allí podría encontrar la paz y el conocimiento, un medio de regresar al mundo de los Eldren donde vive la mujer que amo, pues se dice que, como Tanelorn existe en todos los planos y en todo momento, al que vive allí le resulta más fácil pasar entre los planos y descubrir el que le interesa. ¿Qué intereses tienes tú en la Ciudad Eterna, Elric?
—Yo conozco Tanelorn y sé que aciertas al buscarla. Mi misión parece consistir en la defensa de la ciudad en mi propio plano… pero en este mismo momento mis amigos pueden haber sido destruidos ya por los seres monstruosos que han sido enviados contra ellos. Ojalá Corum tenga razón y esa Torre Evanescente me permita encontrar un medio de derrotar a las bestias de Theleb K’aarna y a sus amos.
Corum se llevó la mano enjoyada al ojo tachonado de gemas.
—Yo busco Tanelorn porque he oído que la ciudad puede ayudarme en mi lucha contra el Caos.
—Pero Tanelorn no combatirá contra el Orden ni contra el Caos. Ésa es la razón de su existencia eterna —replicó Elric.
—Sí. Como Erekosë, yo no busco espadas sino conocimiento.
Cayó la noche y el Valle Oscuro se hizo aún más lóbrego. Mientras los demás vigilaban el hoyo, Elric trató de dormir, pero sus temores por Tanelorn se lo impidieron. ¿Trataría Myshella de proteger la ciudad? ¿Morirían en ella Moonglum y Rackhir? ¿Qué podía encontrar en la Torre Evanescente que le sirviera de ayuda? Escuchó el murmullo de la conversación de sus otros yoes, que discutían cómo había empezado a existir el Valle Oscuro.
—He oído que el Caos atacó una vez la ciudad que por aquel entonces se alzaba en un tranquilo valle —decía Corum a Erekosë—. La Torre era en aquel tiempo propiedad de un caballero que dio albergue a alguien odiado por el Caos. Éste desencadenó una fuerza enorme de extrañas criaturas contra el valle, elevando y comprimiendo sus laderas, pero el caballero buscó el auxilio del Orden, que le permitió trasladar su torre a otra dimensión. Entonces, el Caos decretó que la Torre siguiera viajando siempre, sin pasar nunca en un plano más de unas horas y, normalmente, apenas unos minutos. Finalmente, el caballero y su huésped se volvieron locos y se mataron el uno al otro. Tras esto, Voilodion Ghagnasdiak descubrió la Torre y se instaló en ella. Por desgracia para él, no se dio cuenta del error que había cometido hasta que se vio transportado de su plano a otro diferente. Desde entonces, siempre le ha dado miedo abandonar la Torre pero, desesperado ante la falta de compañía, ha adoptado la costumbre de capturar a todo el que puede y obligarle a ser su compañero en la Torre Evanescente hasta que se cansa de su prisionero. Cuando se aburre de él, le mata.
—¿Y tu guía está, pues, a punto de morir? ¿Qué clase de ser es ese Voilodion Ghagnasdiak?
—Es una criatura perversa y monstruosa que posee grandes poderes destructivos. Es lo único que sé de él.
—Y ésa es la razón de que los dioses hayan decidido reunir tres manifestaciones de mí mismo para atacar la Torre Evanescente —murmuró Erekosë—. Debe ser importante para ellos.
—También lo es para mí —asintió Corum—. Ese guía es también amigo mío y la propia existencia de los Quince Planos está amenazada si no logro encontrar pronto Tanelorn la Eterna.
Elric escuchó la amarga risotada de Erekosë.
—¿Por qué no puedo… por qué no podemos nunca encontrarnos con un problema menor, una cuestión doméstica? ¿Por qué estamos siempre comprometidos con el destino del universo?
Corum le respondió mientras Elric empezaba a dar cabezadas, vencido por el sueño.
—Tal vez los problemas domésticos sean peores. ¿Quién sabe?