La barrera rota
Elric tiró de las riendas de la yegua y se detuvo, ocultándose tras unos riscos. Había encontrado el campamento de Theleb K’aarna, quien había erigido una gran tienda de campaña de seda amarilla bajo la protección de un afloramiento rocoso en forma de anfiteatro natural que se alzaba entre las dunas del desierto. Junto a la tienda había un carromato y dos caballos, pero todo ello quedaba dominado por el objeto metálico que ocupaba el centro del claro. El objeto estaba envuelto en una enorme esfera casi perfecta de cristal transparente con una estrecha abertura en la parte superior. El artilugio del interior era asimétrico y extraño, compuesto por muchas superficies curvas y angulosas que parecían contener miles de rostros a medio formar, siluetas de animales y edificios, formas engañosas que aparecían y desaparecían bajo la mirada de Elric. Una imaginación aún más recargada que la de los antepasados del albino había diseñado el objeto, amalgamando metales y otras sustancias que la razón se negaba a aceptar que pudieran fundirse en un solo material.
Aquello era una creación del Caos que proporcionaba una clave sobre cómo el Pueblo Condenado había llegado a destruirse a sí mismo. Y el objeto estaba vivo. En su interior, algo latía con el pulso delicado y vacilante de un pajarillo agonizante. Elric había presenciado muchos horrores en su vida y muy pocos de ellos le habían afectado, pero aquel artefacto, aunque a primera vista pareciera más inocuo que la mayoría de lo que había visto, le hizo subir la bilis a la boca. Sin embargo, pese a la repugnancia que le inspiraba, permaneció donde estaba, fascinado por la máquina del interior del globo, hasta que se levantó la cortina de la puerta de la tienda amarilla y salió de ella Theleb K’aarna.
El hechicero de Pan Tang estaba más pálido y delgado que la última vez que Elric le había visto, poco antes de la batalla entre los mendigos de Nadsokor y los guerreros de Tanelorn. Pese a ello, una energía enfermiza ruborizaba sus mejillas y centelleaba en sus ojos oscuros, proporcionando una rapidez nerviosa a sus movimientos. Theleb K’aarna se acercó a la esfera y Elric consiguió entender sus murmullos.
—¡Bien! —decía para sí—. ¡Ahora, muy pronto acabaré con Elric y sus aliados! ¡Ah!, ese albino lamentará el día en que se ganó mi venganza y me convirtió de aprendiz en lo que soy ahora. Y, cuando le haya dado muerte, la reina Yishana comprenderá su error y se entregará a mí. ¿Cómo podría Yishana amar más a ese anacronismo de facciones pálidas que a un hombre de mis grandes facultades? ¿Cómo?
Elric casi había olvidado la obsesión de Theleb K’aarna por la reina Yishana de Jharkor, la mujer que había ejercido sobre el hechicero más poder que cualquier magia. Eran los celos que Elric inspiraba al hechicero lo que había convertido a aquel aprendiz de las artes ocultas, relativamente inocuo, en un vengativo practicante de las invocaciones más aterradoras.
Observó cómo Theleb K’aarna empezaba a trazar con el dedo unos complicados dibujos sobre el cristal del globo. Y con cada pase mágico que completaba, el pulso del interior de la máquina se hacía más poderoso. Una luz de extraños colores empezó a fluir en ciertas partes del artefacto, que cobraron vida. Un latido uniforme surgió de la abertura de la parte superior y un peculiar hedor llegó hasta la nariz de Elric. El núcleo luminoso se hizo más brillante y creció de tamaño mientras la máquina parecía cambiar de forma, convirtiéndose por momentos en una especie de líquido que giraba en el interior del globo.
La yegua bermeja piafó y empezó a agitarse, inquieta. Elric le dio unas palmaditas en el cuello con un gesto automático y el animal se tranquilizó. Theleb K’aarna no era ahora más que una silueta recortada contra la luz que cambiaba continuamente de color dentro del cristal. Continuaba murmurando sus encantamientos, pero las palabras quedaban ahogadas por los latidos, que ahora producían un eco continuo en las peñas de los alrededores. Su mano diestra seguía dibujando diagramas invisibles en el cristal.
El cielo pareció oscurecer aunque faltaban varias horas para la puesta de sol. Elric alzó la vista y, sobre su cabeza, el firmamento seguía azul, pero el aire que le envolvía se había vuelto oscuro, como si una nube solitaria hubiera cubierto la escena que presenciaba.
De pronto, Theleb K’aarna retrocedió apresuradamente, con los ojos aterrados y saltones y el rostro teñido de aquella extraña luz procedente de la máquina.
—¡Venid! —gritaba—. ¡Venid! ¡La barrera está rota!
Elric vio entonces una sombra detrás de la esfera. Una sombra que empequeñecía incluso el gran artefacto. Un ser escamoso lanzó un bramido, se movió pesadamente y alzó una cabeza enorme y sinuosa que le recordó los dragones de las cavernas de su isla, aunque éste era más corpulento y tenía sobre su enorme lomo dos crestas de placas óseas que se agitaban con su avance. La bestia abrió la boca y mostró sus mandíbulas con varias hileras de dientes y el suelo tembló cuando asomó por un costado de la esfera y se quedó mirando la figura diminuta del hechicero con unos ojos estúpidos y coléricos. Otra bestia apareció de detrás del artefacto, seguida de una tercera… Grandes monstruos reptilianos de otra era de la Tierra. Y, siguiéndolas, aparecieron las criaturas que controlaban a aquellos monstruos. La yegua relinchaba y pateaba el suelo y trataba desesperadamente de huir, pero Elric consiguió calmarla otra vez mientras observaba a las criaturas poner las manos en las cabezas obedientes de las grandes bestias. Esas criaturas resultaban aún más aterradoras que los reptiles pues, aunque caminaban sobre dos piernas y tenían una especie de manos, también ellas eran reptilianas. Guardaban un peculiar parecido con los dragones y su tamaño también era muchas veces el de un hombre. Llevaban en las manos unos instrumentos ornamentados que sólo podían ser armas; instrumentos sujetos a los brazos por espirales de metal dorado. Una capucha de piel cubría sus cabezas negras y verdes, entre cuyas sombras brillaban, coléricos, dos ojos rojos.
Theleb K’aarna soltó una carcajada.
—¡Lo he conseguido! ¡He destruido la barrera entre los planos y, gracias a los Señores del Caos, he encontrado unos aliados a los que Elric no podrá destruir porque en este plano no obedecen las leyes de la brujería! ¡Son invencibles, invulnerables… y sólo obedecen a Theleb K’aarna!
Bestias y guerreros lanzaron gritos y bramidos al unísono.
—¡Ahora iremos contra Tanelorn! —gritó el hechicero—. ¡Y con este poder volveré a Jharkor para hacer mía a la voluble Yishana!
Elric sintió en aquel instante cierta lástima por Theleb K’aarna. Sin la ayuda de los Señores del Caos, sus conjuros no habrían logrado aquello. El hechicero de Pan Tang se había entregado a ellos, se había convertido en uno de sus instrumentos y todo por aquel amor desquiciado por la envejecida reina de Jharkor. Elric se dio cuenta de que no podía ir contra los monstruos y sus monstruosos jinetes. Tenía que volver a Tanelorn para advertir a sus amigos que abandonaran la ciudad; luego, su única esperanza era encontrar un medio de devolver a aquellos intrusos al plano del que habían salido.
Pero, en aquel instante, la yegua emitió un súbito relincho y se encabritó, enloquecida por las imágenes, los sonidos y los olores que había tenido que soportar. Y el relincho sonó en un súbito silencio. La agitada yegua quedó a la vista de Theleb K’aarna cuando éste volvió sus ojos enloquecidos en dirección a Elric.
El albino comprendió que no lograría ganar en velocidad a los monstruos y que aquellas armas podían fácilmente destruirle a distancia. Desenvainó la negra hoja de la Tormentosa y la espada infernal lanzó un grito al sentirse libre. Espoleó a su montura y descendió entre las peñas directamente hacia el globo mientras Theleb K’aarna, aún desconcertado, era incapaz de dar órdenes a sus nuevos aliados. La única esperanza del melnibonés era conseguir destruir el artefacto o, al menos, romper algún componente importante y, con ello, devolver a los monstruos a su plano.
Con su rostro lechoso, casi fantasmagórico en aquella oscuridad mágica, y blandiendo la espada en alto, pasó al galope junto a Theleb K’aarna y descargó un poderoso golpe contra el cristal que protegía la máquina.
La Espada Negra dio contra el cristal y se hundió en él.
Llevado del impulso, Elric salió despedido por encima de la silla y traspasó también el cristal, sin romperlo al parecer. Vio por un instante los extraños planos y curvas del artilugio del Pueblo Condenado y, al momento, su cuerpo los golpeó. Notó como si el tejido de su ser se estuviera desintegrando…
… y se encontró tendido sobre la suave hierba del claro de un bosque y nada quedaba del desierto, de Theleb K’aarna, de la máquina pulsante, de las horribles bestias y de sus espantosos amos. Sólo un prado entre el follaje mecido por el viento y un sol cálido. Escuchó unos trinos y oyó una voz.
—¡La tormenta! ¡Ha pasado! ¿Y tú? ¿Eres quien llaman Elric de Melniboné?
El albino se incorporó y dio media vuelta. Frente a él se hallaba un hombre de gran estatura, cubierto con un yelmo cónico de plata y enfundado hasta las rodillas en una cota de malla, también de plata. Una capa escarlata, de mangas largas, cubría parcialmente la malla. El hombre portaba al costado una espada larga envainada, llevaba unos calzones de cuero fino y suave y calzaba unas botas de piel de gamuza teñida de verde. Sin embargo, lo que más captó la atención de Elric fueron las facciones del desconocido, mucho más parecidas a las de un melnibonés que a las de un verdadero ser humano, y el hecho de que llevara en la mano izquierda un guantelete de seis dedos con incrustaciones de piedras preciosas de colores oscuros. Un gran parche, también tachonado de gemas a juego con el guante, cubría su ojo derecho. El izquierdo, grande y rasgado, tenía un iris amarillo y el globo ocular de color púrpura.
—Sí, soy Elric de Melniboné —respondió el albino—. ¿Es a ti a quien debo dar las gracias por rescatarme de las bestias conjuradas por Theleb K’aarna?
El hombre movió la cabeza en gesto de negativa.
—He sido yo quien te ha invocado, en efecto, pero no conozco a ningún Theleb K’aarna. Se me ha dicho que tenía una única oportunidad de recibir tu ayuda y que, para ello, tenía que acudir a este lugar concreto en este preciso momento. Soy Corum Jhaelen Irsei, el Príncipe de la Capa Escarlata, y estoy embarcado en una empresa de gran importancia.
Elric frunció el ceño. El nombre le sonaba casi familiar pero no lograba ubicarlo. Recordó a medias un viejo sueño…
—¿Qué lugar es éste? —preguntó, envainando la espada.
—No pertenece a tu plano ni a tu tiempo, príncipe Elric. Te he conjurado para que me ayudes en mi batalla contra los Señores del Caos. Ya he conseguido destruir a dos de los Señores de las Espadas, Arioch y Xiombarg, pero el tercero, el más poderoso, sigue…
—¿A Arioch y a Xiombarg, los Señores del Caos? ¿Dices que has destruido a dos de los miembros más poderosos de la Alianza del Caos? ¡Pero si no hace ni un mes que hablé con Arioch! Él es mi protector y…
—Existen muchos planos de existencia —le interrumpió con suavidad el príncipe Corum—. En algunos de ellos, los Señores del Caos son muy poderosos. En otros, son más débiles. Según he oído, incluso hay planos en los que no existen en absoluto. Debes aceptar que Arioch y Xiombarg han sido barridos en mi mundo hasta el punto de que ya no existen. Es el tercero de los Señores de las Espadas quien nos amenaza ahora; el tercero y el más poderoso de ellos, el rey Mabelode.
Elric frunció el ceño.
—En mi… plano… Mabelode no es más poderoso que Arioch y Xiombarg. Lo que me estás diciendo trastoca todo cuanto yo tengo entendido.
—Trataré de explicarte todo lo que esté en mi mano —respondió el príncipe Corum—. Por alguna razón, el Destino me ha escogido para ser el héroe que acabe con el dominio del Caos en los Quince Planos de la Tierra. En estos momentos, recorro los caminos buscando una ciudad que nosotros llamamos Tanelorn, donde espero encontrar ayuda. Sin embargo, mi guía ha sido hecho prisionero en un castillo cerca de aquí y debo rescatarle antes de continuar. Me ha sido revelado el modo de invocar ayuda para llevar a cabo el rescate y he utilizado el encantamiento para traerte a mí. También me han asegurado que, si me ayudas, te estarás ayudando a ti mismo y que, si consigo mi objetivo, tú recibirás algo que hará más fácil tu tarea.
—¿Quién te ha contado todo eso?
—Un hombre sabio.
Elric se sentó en un tronco caído, con la cabeza entre las manos.
—He sido arrastrado hasta aquí en un momento muy inoportuno —declaró—. Te ruego que me digas la verdad, príncipe Corum. —Alzó la mirada y añadió—: Es un prodigio que estés aquí, hablando conmigo, y que comprenda tus palabras. ¿Cómo es posible tal cosa?
—Ese hombre sabio me informó también que podríamos comunicarnos fácilmente porque «somos parte de una misma cosa». No me pidas que te explique más, príncipe Elric, porque no sé más.
Elric se encogió de hombros.
—Bueno, todo esto podría ser una ilusión. Puede que haya perdido la vida o que me haya devorado ese artefacto de Theleb K’aarna, pero es evidente que no tengo otra opción que acceder a auxiliarte con la esperanza de recibir ayuda, a mi vez.
El príncipe Corum abandonó el claro del bosque y reapareció con dos caballos, uno negro y otro blanco, y ofreció a Elric las bridas del primero.
Elric montó en una silla diferente a las que estaba acostumbrado.
—Has mencionado Tanelorn, y es por la salvación de la Ciudad Eterna que me encuentro ahora hablando contigo en este mundo de ensueños.
—¿Sabes dónde está Tanelorn?
El rostro del príncipe Corum reflejó una impaciente expectación.
—En mi mundo, sí, pero… ¿por qué habría de existir esa ciudad en tu mundo?
—Tanelorn existe en todos los planos, aunque cambia de apariencia en cada uno. Existe una única y eterna Tanelorn, bajo muchas formas distintas.
Los dos jinetes avanzaban por una estrecha senda a través del bosque apacible. Elric dio por cierto lo que le decía Corum. Su presencia en aquel lugar tenía algo de irreal, como si estuviera sumido en un sueño, y llegó a la conclusión de que debía considerar todo cuanto aconteciera allí como un producto de su imaginación.
—¿Adonde vamos ahora? —preguntó con voz serena—. ¿Al castillo?
Corum sacudió la cabeza en gesto de negativa.
—Primero debemos encontrar al Tercer Héroe… al Héroe de los Muchos Nombres.
—¿Y también vas a conjurarlo mediante la hechicería?
—Me han dicho que no lo haga, que él acudirá a nuestro encuentro, arrancado de la era en la que esté viviendo por la necesidad de completar los Tres Que Son Uno.
—¿Qué significa eso? ¿A qué se refiere eso de los Tres Que Son Uno?
—No sé mucho más que tú, príncipe Elric, salvo que seremos necesarios los tres para derrotar al que tiene prisionero a mi guía.
—Sí —murmuró Elric—, y será necesario más que eso para salvar la Tanelorn de mi mundo de los reptiles que ha conjurado Theleb K’aarna. En este mismo instante, ya deben estar en marcha para atacar la ciudad.