El regreso de la hechicera
La arena se alzaba bajo el impulso del viento y las dunas parecían olas de un mar casi petrificado. Desnudos colmillos de roca, restos de cadenas montañosas erosionadas por el viento, sobresalían aquí y allá en el paisaje y, envolviéndolo todo, se escuchaba un doliente suspiro como si la arena recordara el tiempo en que había sido roca, piedra de una ciudad o hueso de animal o de persona, y añorase ahora su resurrección, gimiendo ante el recuerdo de su muerte.
Elric se cubrió con la capucha de la capa para protegerse del fiero sol que brillaba en un cielo azul acerado.
«Un día —pensó el albino—, también yo conoceré esta paz de la muerte y tal vez entonces la lamente así». Dejó que la yegua bermeja redujera la marcha a un trotecillo y tomó un sorbo de agua de una de las cantimploras.
El desierto le rodeaba ahora, y parecía infinito. No crecía allí ninguna planta. No vivía en él ningún animal. No cruzaba su cielo ningún ave.
Por alguna razón, se estremeció y tuvo el presentimiento de que habría un momento en el futuro en que se encontraría solo, como ahora estaba, en un mundo aún más yermo que aquel desierto, sin siquiera un caballo por compañía. Se quitó la idea de la cabeza, pero la imagen le había dejado tan desconcertado que, por un instante, logró su ambición de olvidar sus lúgubres pensamientos acerca de su destino y de su situación. El viento amainó ligeramente y el suspiro se convirtió en un levísimo murmullo.
Inquieto, Elric pasó los dedos por la empuñadura de la Tormentosa, la Espada Negra, pues asoció aquel presentimiento con el arma, aunque no sabía por qué. Y le pareció escuchar una nota irónica en el murmullo del viento. ¿O tal vez emanaba de la propia espada? Ladeó la cabeza, atento, pero el sonido se hizo aún menos audible, como si supiera que él lo estaba escuchando.
La yegua de crin dorada inició el ascenso de la suave pendiente de una duna, tropezando en una ocasión al hundir la pezuña en arenas más profundas. Elric se concentró en conducir a su montura a terreno más firme.
Al llegar a lo alto de una duna, tiró de las riendas del animal. Ante él se sucedían las olas de arena del desierto, rotas sólo esporádicamente por algún afloramiento rocoso. Estaba dispuesto a continuar cabalgando hasta que el retorno a Tanelorn fuera imposible, hasta que tanto él como su montura cayeran exhaustos y fueran engullidos finalmente por las arenas. Echó atrás la capucha y se secó el sudor de la frente.
¿Por qué no?, se dijo. La vida era insoportable. Probaría la muerte. Pero ¿no le estaría vedada ésta? ¿No estaría condenado a vivir? A veces, así se lo parecía.
Entonces, pensó en la yegua. No sería justo sacrificarla por su capricho. Con gestos pausados, desmontó.
El viento arreció de nuevo y el suspiro del desierto se hizo más potente. La arena se arremolinó en torno a sus botas. Era un viento cálido que batía la voluminosa capa blanca del albino. El corcel se puso a piafar, nervioso.
Elric se volvió hacia el nordeste, hacia el Confín del Mundo.
Y echó a andar.
La yegua le dirigió un relincho inquisitivo al ver que su jinete no la llamaba, pero Elric no hizo caso del sonido y pronto dejó atrás al animal. No se había preocupado ni de llevar agua consigo. Echó atrás la capucha para que el sol incidiera directamente sobre su cabeza y avanzó con paso uniforme y decidido, marchando como si estuviera al frente de un ejército.
Tal vez percibía tras él a un ejército…, el ejército de los muertos, de todos los amigos y enemigos cuya muerte había causado en el curso de su búsqueda insensata de un sentido para su existencia.
Y todavía quedaba con vida un enemigo, uno aún más poderoso y malévolo que Theleb K’aarna. Ese enemigo era su yo oscuro, esa parte de su naturaleza que estaba simbolizada por aquella espada con conciencia propia que aún colgaba de su cinto. Y, cuando muriera, con él desaparecería también aquel enemigo. Y el mundo se libraría de una fuerza maléfica.
Elric de Melniboné continuó caminando por el Desierto de los Suspiros durante varias horas y gradualmente, como había esperado, empezó a perder su sentido de la identidad hasta que fue casi como si se hiciera uno con el viento y, por fin, quedara unido con el mundo que le había rechazado y que él mismo había rehusado.
Cayó la tarde, pero apenas advirtió la puesta de sol. Llegó la noche, pero continuó la marcha, insensible al frío. Ya se sentía débil y se alegró de su debilidad, cuando en otras ocasiones había luchado por conservar las fuerzas de las que sólo gozaba gracias al poder de la Espada Negra.
Y, en algún momento en torno a la medianoche, bajo una luna pálida, las piernas le fallaron y cayó de bruces en la arena y allí se quedó tendido con la escasa conciencia que le quedaba.
—¿Príncipe Elric? ¿Mi señor?
La voz era rica, vibrante, casi divertida. Era una voz de mujer y Elric la reconoció. Permaneció inmóvil.
—¿Elric de Melniboné?
Notó una mano en el brazo. La mujer estaba intentando ponerle en pie. Antes de verse arrastrado, se incorporó con cierta dificultad hasta quedar sentado. Intentó hablar pero, al principio, no surgió palabra alguna de sus labios, resecos y llenos de arena. La mujer permaneció de pie mientras la aurora se alzaba tras ella e iluminaba los largos cabellos negros que enmarcaban sus hermosas facciones. Iba vestida con una vaporosa túnica azul, verde y dorada, y le estaba sonriendo.
El albino sacudió la cabeza mientras expulsaba la arena de su boca y dijo al fin:
—Si estoy muerto, aún sigo acosado por fantasmas y espejismos.
—No soy más espejismo que todo cuanto hay en este mundo —respondió ella—. No estás muerto, mi señor.
—En ese caso, mi señora, estás a muchas leguas del castillo de Kaneloon. Has venido del otro lado del mundo…, de confín a confín.
—He venido en tu busca, Elric.
—Entonces, Myshella, has roto tu palabra pues, cuando nos separamos, dijiste que no volveríamos a vernos, que nuestros destinos habían dejado de estar entrecruzados.
—Entonces daba por muerto a Theleb K’aarna. Creía que nuestro mutuo enemigo había perecido en el Dogal de Carne. —La hechicera alzó los brazos y fue casi como si el gesto conjurara el sol, pues éste apareció de pronto en el horizonte—. ¿Por qué caminabas así por el desierto, mi señor?
—Buscaba la muerte.
—Pero sabes que no es tu destino morir de esta manera.
—Me lo han dicho, pero no lo sé con certeza, Myshella. De todos modos —añadió, incorporándose a duras penas y plantándose ante ella sin apenas sostenerse—, empiezo a sospechar que tienes razón.
La mujer se acercó a él y sacó una copa de debajo de la túnica. Estaba llena hasta el borde de un líquido frío de color plateado.
—Bebe —le dijo.
Elric no levantó las manos hacia la copa.
—No me alegro de verte, Myshella.
—¿Por qué? ¿Porque tienes miedo de amarme?
—Si te complace pensar tal cosa… sí, por eso.
—No me complace. Sé que guardas el recuerdo de Cymoril y que cometí el error de permitir que Kaneloon se convirtiera en lo que más deseas… antes de darme cuenta de que es también lo que más temes.
—¡Calla! —replicó Elric, bajando la cabeza.
—Lo siento. Ya me disculpé entonces. Por un momento, nos sacudimos de encima a la vez el deseo y el terror, ¿no es verdad?
Elric alzó la vista y Myshella estaba mirándole fijamente a los ojos.
—¿No es verdad? —repitió ella.
—Sí.
El albino respiró profundamente y extendió las manos para asir la copa.
—¿Es alguna pócima que destruirá mi voluntad y me hará actuar conforme a tus intereses?
—Ninguna pócima podría conseguir tal cosa. Te reanimará, eso es todo.
Tomó un sorbo del líquido y, al instante, notó la boca limpia y la mente despejada. Apuró la copa y notó una oleada de energía en sus extremidades y en sus órganos vitales.
—¿Todavía deseas morir? —preguntó Myshella mientras tomaba la copa de sus manos y la volvía a ocultar bajo sus ropas.
—Si la muerte me trae la paz…
—No te la traería…, al menos, si murieras ahora. De eso estoy segura.
—¿Cómo me has encontrado aquí?
—¡Ah!, por diversos medios, algunos de ellos mágicos. Pero ha sido mi pájaro el que me ha traído hasta ti.
Extendió el brazo derecho y señaló un punto detrás de Elric. El albino se volvió y se halló de nuevo ante el ave de plata, oro y metal a cuyo lomo había viajado en una ocasión al servicio de Myshella. Sus grandes alas metálicas estaban plegadas, pero en sus ojos de esmeralda había una mirada de inteligencia mientras esperaba a su dueña.
—Entonces, ¿has venido para devolverme a Tanelorn?
Ella sacudió la cabeza.
—Todavía no. He venido a decirte dónde puedes descubrir a nuestro enemigo Theleb K’aarna.
—¿Ha vuelto a amenazarte? —inquirió Elric con una sonrisa.
—Directamente, no.
El albino se sacudió la arena de la capa.
—Te conozco bien, Myshella. No te entrometerías en mi destino a menos que éste se cruzara de nuevo, de alguna forma, con el tuyo. Has dicho que tengo miedo de amarte y tal vez tengas razón, porque creo que me da miedo amar a cualquier mujer. Pero tú utilizas el amor; los hombres a quienes lo entregas son aquellos que sirven a tus propósitos.
—No lo niego. Yo sólo amo a héroes… y sólo a héroes que trabajan para asegurar la presencia del Poder del Orden en este plano de nuestra Tierra…
—No me importa quién consiga imponerse, el Orden o el Caos. Hasta mi odio por Theleb K’aarna se ha desvanecido… y era un odio personal, en nada relacionado con ninguna causa.
—¿Y si te digo que Theleb K’aarna vuelve a amenazar al pueblo de Tanelorn?
—Imposible. Tanelorn es eterna.
—Cierto; la ciudad es eterna… pero sus moradores, no. En más de una ocasión se ha abatido la desgracia entre quienes habitan Tanelorn. Y los Señores del Caos odian la ciudad, aunque no pueden atacarla directamente. Ayudarían a cualquier mortal que creyera poder destruir a aquellos que consideran unos traidores.
Elric frunció el ceño, pues conocía la inquina que sentían los Señores del Caos hacia Tanelorn y había oído mencionar en más de una ocasión que habían recurrido a mortales para atacar la ciudad.
—¿Y dices que Theleb K’aarna proyecta destruir a los habitantes de Tanelorn? ¿Con la ayuda del Caos?
—Exacto. El hecho de que frustraras sus planes respecto a Nadsokor y la caravana de Rackhir le llevó a extender su odio a todos los moradores de la Ciudad Eterna. En Troos descubrió unos antiguos documentos, unos libros mágicos supervivientes de la Era del Pueblo Condenado.
—¿Cómo puede ser? ¡Ese pueblo existió todo un ciclo de tiempo antes de Melniboné!
—Es cierto, pero el propio bosque de Troos se remonta a la Era del Pueblo Condenado, una gente que poseía muchos inventos y medios para conservar sus conocimientos…
—Está bien, daré por cierto que Theleb K’aarna encontró esos documentos, pero ¿qué le han revelado?
—Le han mostrado el modo de causar una ruptura en la división que separa los diferentes planos de la Tierra. Este conocimiento de los otros planos sigue siendo un misterio casi total para nosotros (incluso tus antepasados sólo alcanzaron a intuir la variedad de existencias establecida en lo que los antiguos denominaron el «multiverso») y no conozco mucho más que tú al respecto. Los Señores de los Mundos Superiores pueden, a veces, moverse libremente entre los estratos espaciales y temporales; en cambio, los mortales no pueden…, al menos, no en este período de nuestra existencia.
—¿Y qué ha hecho Theleb K’aarna? Sin duda, para provocar esa «ruptura» que mencionas se precisa un gran poder, que el hechicero de Pan Tang no posee.
—Tienes razón, pero Theleb K’aarna tiene poderosos aliados entre los Señores del Caos. Los Señores de la Entropía se han aliado con él como se aliarían con cualquiera que aceptara ser el instrumento de destrucción de los habitantes de Tanelorn. Theleb K’aarna ha encontrado algo más que manuscritos en el bosque de Troos. Ha descubierto unos artefactos enterrados que inventó el Pueblo Condenado y que, finalmente, fueron la causa de su propia destrucción. Por supuesto, el hechicero no sabía de qué se trataba hasta que los Señores del Caos le han mostrado cómo funcionaban, utilizando como energía las propias fuerzas de la Creación.
—¿Y los ha activado? ¿Dónde?
—Ha traído uno de los artefactos a estas tierras, pues necesitaba un lugar donde trabajar y ha pensado que aquí estaría a salvo de observadores incómodos como yo.
—¿Así pues, está en el Desierto de los Suspiros?
—Exacto. Si hubieras continuado avanzando a lomos de esa yegua, ya le habrías encontrado… o él a ti. Creo que fue eso, el impulso de salir en su busca, lo que te llevó a adentrarte en el desierto.
—¡No me guiaba otro impulso que el de buscar la muerte! —replicó Elric, tratando de controlar su cólera. Myshella sonrió de nuevo.
—Si prefieres ver así las cosas…
—¿Tratas de decirme que estoy tan manipulado por el Destino que ni siquiera puedo escoger mi propia muerte?
—Hazte esta pregunta a ti mismo.
Una sombra de desconcierto y desesperación nubló el rostro de Elric.
—¿Qué es, entonces, lo que me impulsa? ¿Y con qué fin?
—Eso tienes que descubrirlo por tu cuenta.
—¿Quieres que vaya contra el Caos? ¡Pero si el Caos me presta su ayuda y Arioch es mi protector!
—Sí, pero eres un mortal y Arioch no cuida gran cosa de ti, tal vez porque adivina lo que traerá el futuro.
—¿Qué conoces tú del futuro?
—Poca cosa… y lo poco que sé no te lo puedo revelar. Los mortales pueden escoger a quién sirven, Elric.
—Yo he escogido ya. He escogido el Caos.
—Sin embargo, gran parte de tu melancolía se debe a que te sientes dividido en tus lealtades.
—En eso tienes razón, lo reconozco.
—Además, si te enfrentaras a Theleb K’aarna no estarías luchando por el Orden: sólo estarías combatiendo a un enemigo al que también ayuda el Caos, y los Señores del Caos también luchan entre ellos a menudo, ¿no es así?
—Sí. Y también es un hecho conocido que odio a Theleb K’aarna y que deseo destruirle, no importa si sirve al Caos o lo hace al Orden.
—Por lo tanto, con tu venganza no despertarás una excesiva cólera entre aquellos a quienes prestas lealtad, aunque tal vez tus protectores se muestren reacios a seguir ayudándote.
—Cuéntame algo más sobre los planes de Theleb K’aarna.
—Es preciso que lo veas por ti mismo. Ahí tienes tu montura. —La hechicera alzó de nuevo la mano y, cuando Elric volvió la cabeza en la dirección que señalaba, vio salir de detrás de una duna a la yegua bermeja—. Dirígete al nordeste, como hacías, pero avanza con cautela para que Theleb K’aarna no advierta tu presencia y te tienda una trampa.
—Supón que me limito a regresar a Tanelorn, o que decido intentar matarme otra vez.
—Pero no harás ninguna de las dos cosas, ¿verdad, Elric? Les debes lealtad a tus amigos y en el fondo de tu corazón deseas servir a lo que yo represento. Eso, además de odiar a Theleb K’aarna. No creo que tengas ganas de morir por el momento.
El albino frunció el ceño y murmuró:
—Una vez más, recae sobre mí una responsabilidad que no busco y me veo trabado por unas consideraciones ajenas a mis propios deseos, atrapado por unas emociones que nosotros, los melniboneses, hemos aprendido a despreciar… Está bien, Myshella: iré a hacer lo que deseas.
—Ten cuidado, Elric. Theleb K’aarna posee ahora unos poderes que tú no conoces y que te resultarán difíciles de combatir.
La hechicera le dirigió una lánguida mirada y, de pronto, el albino dio un paso adelante, la tomó en sus brazos y la besó mientras unas lágrimas resbalaban por sus pálidas mejillas y se mezclaban con las de ella.
Después, la vio montar a la silla de ónice del ave de plata y oro. Myshella gritó una orden y las alas metálicas batieron el aire con un gran estruendo. El ave volvió hacia él sus ojos de esmeralda y abrió el pico incrustado de piedras preciosas.
—Adiós, Elric —tronó su voz.
Myshella, en cambio, guardó silencio y no miró atrás.
Pronto, el ave de metal fue una mota de luz en el cielo azul y Elric azuzó a su montura en dirección nordeste.